La plata relucía bajo la luz del sol con ese brillo tan especial que consigue que a uno se le haga la boca agua y que, de alguna manera, sólo posee el dinero. Toda una caja fuerte llena de dinero, a la vista de todos, atrayendo las miradas de todos los hombres del campamento aún más que si una condesa desnuda se desperezase lascivamente encima de una mesa. Montones de monedas recién acuñadas que brillaban y titilaban. Monedas de uso corriente en Styria, manoseadas por algunos de los individuos más mugrientos que vivían en ella. Una ironía que resultaba divertida. Como no podía ser de otra manera, las monedas tenían en uno de sus lados las consabidas escamas, símbolo tradicional del comercio desde el tiempo del Nuevo Imperio. Y en el otro, el adusto perfil del gran duque Orso de Talins. A Cosca le pareció una ironía aún más hilarante que estuviese pagando a los miembros de las Mil Espadas con las monedas que llevaban impreso el rostro del hombre al que acababan de traicionar.
A lo largo de una fila dominada por las marcas de la viruela, los escupitajos, las miradas bizcas, el rascarse, las toses y la mugre, los soldados y la plana mayor de la primera compañía del primer regimiento de las Mil Espadas pasaban por la mesa improvisada para recibir su inmerecido premio. Eran supervisados de cerca por el notario jefe de la brigada y una docena de sus veteranos de mayor confianza, lo cual era tan necesario como apropiado, porque, en el transcurso de aquella mañana, Cosca había observado tan gran número de trampas que hubieran podido quitarle el hipo a cualquiera.
Los soldados se acercaban a la mesa en varias ocasiones, vestidos de manera diferente, para dar nombres falsos o de otros camaradas muertos. O exageraban por costumbre, embelleciendo su historial, añadiéndose años de servicio, o disminuyéndolo cuando se adjudicaban una subida de empleo y sueldo. Lloraban por las madres enfermas, los hijos o los conocidos. Lanzaban una devastadora rociada de lamentos acerca de la comida, la bebida, el equipo, la cagalera que tenían, los superiores, lo mal que olían algunos, el tiempo, los objetos que les habían robado, las heridas recibidas, las heridas infligidas, los desprecios que delataban la falta de honor y cualquier otra cosa que se les ocurriera. Si en el combate hubiesen demostrado la misma audacia y persistencia de que hacían gala al recoger de su comandante aquella paga un tanto deshonesta, habrían sido la mejor fuerza de combate de todos los tiempos.
Pero el sargento mayor Amistoso lo observaba todo. Como había trabajado durante varios años en las cocinas de Seguridad, donde docenas de los más infames timadores rivalizaban diariamente entre sí para conseguir el suficiente pan con el que sobrevivir, se sabía todos los trucos, las maneras de timar y las estratagemas mejores que se aplicaban en aquella parte del infierno. Nada escapaba a su mirada de basilisco. El presidiario no permitía que ni uno solo de los relucientes retratos del duque Orso fuese entregado de manera improcedente.
Cosca movió la cabeza con gran desánimo cuando el último soldado abandonó la fila con paso cansino, porque acababa de comprobar que la inaguantable cojera por la que había estado pidiendo una compensación se le había curado de manera milagrosa.
—¡Por los Hados, pensábamos que estarían contentos por la recompensa! ¡No han tenido que luchar para conseguirla! ¡Ni mucho menos robar por ella! Cuanto más le das a la gente, más quiere y menos contenta se siente. Nadie aprecia lo que se consigue sin esfuerzo. ¡La caridad es una peste! —dio una palmadita en el hombro al notario, haciendo que se le torciese la línea que intentaba escribir derecha.
—Los mercenarios ya no son lo que eran —rezongó aquel hombre mientras tachaba con desgana.
—¿No? Pues a mí me parecen mucho más violentos y más sórdidos que nunca. Decir que las cosas ya no son como eran suele ser la excusa de una mente poco abierta. Cuando la gente dice que las cosas eran mejores, invariablemente quieren decir que eran mejores para ellos, porque eran jóvenes y mantenían intactas todas sus esperanzas. El mundo comienza a ser un lugar más oscuro a medida que uno comienza a deslizarse hacia la tumba.
—¿Acaso no seguimos siendo todos la misma persona? —preguntó el hombre de leyes mientras levantaba la cabeza con tristeza.
—Algunos mejoran y otros empeoran —Cosca suspiró profundamente—. Pero, a gran escala, no he observado cambios substanciales. ¿A cuántos de nuestros héroes hemos pagado en el día de hoy?
—A los de la compañía de Squire, del regimiento de Andiche. Ésos que veías eran del regimiento de Andiche.
—Por favor —Cosca se tapó los ojos con una mano—, no menciones ese corazón tan valiente. Su pérdida aún atenaza mi corazón. ¿A cuántos hemos pagado?
El notario se humedeció los dedos, pasó un par de páginas de su libro de cuentas y contó las entradas:
—Una, dos, tres…
—A cuatrocientos cuatro —dijo Amistoso.
—¿Y cuántos somos en las Mil Espadas?
—¿Contando a todos los auxiliares, sirvientes y compradores? —el notario hizo una mueca.
—A todos.
—¿A las putas también?
—¡A ellas cuéntalas las primeras, porque hacen el trabajo más duro de toda la jodida brigada!
El notario miró compungido al cielo y comenzó a decir:
—Pues…
—Doce mil ochocientos diecinueve —se le adelantó Amistoso.
Cosca se le quedó mirando y comentó:
—Había oído decir que un buen sargento vale lo que tres generales, pero tú, amigo mío, ¡vales lo que tres docenas de ellos! ¿Trece mil? ¡Pues tendremos hasta mañana por la noche!
—Más o menos —dijo el notario con un gruñido mientras pasaba la página—. Ahora le toca a la compañía de Crapstane, del regimiento de Andiche. El regimiento de Andiche… está… aquí.
—¡Bah! —Cosca desenroscó el tapón de la petaca que Morveer le había tirado en Sipani y se la llevó a los labios, la agitó y comprobó que estaba vacía. Miró con cara de pocos amigos aquel recipiente metálico lleno de abolladuras, recordando con una ligera preocupación las burlonas palabras del envenenador, cuando le había asegurado que la gente nunca cambia. Aunque mejor hubiese sido decir que con bastante preocupación, porque la necesidad de echarse un trago comenzaba a ser acuciante—. Hagamos un breve interludio mientras la relleno. Que la compañía de Crapstane se ponga en fila —se levantó, haciendo una mueca cuando sus doloridas rodillas volvieron a la vida y esbozó una sonrisa. Un hombre muy alto se acercó rápidamente hacia él en medio del barro, el humo, las lonas y la confusión que reinaban en el campamento.
—¡Vaya, pero si es maese Escalofríos, del frío y sangriento Norte! —era evidente que el norteño no había querido ponerse ropas elegantes, porque llevaba una guerrera de piel y una camisa de tela basta que se había remangado hasta los codos. Su cabellera, tan corta como la de cualquier caballerete de Musselia cuando Cosca le viera por primera vez, le había crecido hasta convertirse en una maraña indomable, y su fuerte mandíbula estaba cubierta por algo que equidistaba de la barba y la pelusa. Pero nada de todo aquello podía disfrazar la enorme cantidad de cicatrices que le cubría medio rostro. Hacía falta algo más que una abundante mata de pelo para ocultarla—. ¡Mi antiguo compañero de aventuras! O de crímenes, como es el caso. Estás guiñando el ojo —y así era, porque el reluciente metal que ocupaba la órbita del ojo vacante atrapaba la fuerte luz del sol, brillando con una intensidad cegadora—. ¡Tienes buen aspecto, amigo mío, muy buen aspecto! —aunque realmente su rostro estuviese mutilado.
—Rostro feliz, corazón feliz —el norteño exhibió una sonrisa forzada en la que apenas movió la carne quemada que le cubría medio rostro.
—Así es. Si te desayunas con una sonrisa, almorzarás con una alegría acojonante. ¿Dónde estuviste durante la batalla?
—Pues en ella.
—Ya lo suponía. Jamás pensé que tuvieses algún remilgo a la hora de remangarte. ¿Fue sangrienta?
—Lo fue.
—La sangre floreció en muchos hombres, ¿verdad? Seguro que viste a muchos a los que les pasó eso, ¿no?
—Así fue.
—¿Y dónde está tu jefa, mi infame aprendiza, sustituía y predecesora, la general Murcatto?
—Detrás de ti —dijo una voz aguda.
—¡Por los dientes de Dios, mujer! —se giró en redondo—. ¡Aún no has perdido la capacidad de espantar a la gente! —Hizo como si se hubiese asustado para que ella no observara el sentimiento de cariño que embargaba su corazón cada vez que la veía, por el que se le quebraba la voz. Aunque tuviese un largo arañazo en una mejilla y algunas magulladuras en el resto de la cara, su aspecto era bastante bueno. Demasiado bueno—. Mi alegría al verte viva no conoce límites, por supuesto —se quitó el sombrero, moviendo su pluma como para disculparse, y se arrodilló en la tierra que se encontraba delante de ella—. Digamos que me perdonas por todo el teatro que hice. Ahora ves que estaba pensando en ti todo el tiempo. El afecto que siento por ti no ha sufrido menoscabo.
—¿Afecto? —ella se le rió en la cara. Era mucho más de lo que hubiera podido pensar e incluso más de lo que él hubiese podido hacerle sentir—. ¿Así que esa pantomima tuya fue por mi bien? Podría desmayarme por la gratitud que siento.
—Una de las características que siempre me resultaron más atractivas de ti era la rapidez con que te desmayabas —se echó hacia atrás para no perder el equilibrio—. Supongo que debido a tu sensible corazón de mujer. Ven conmigo, quiero mostrarte una cosa. —Salió con ella de entre los árboles y la condujo hacia la alquería, cuyas paredes enjalbegadas de blanco reflejaban el sol del mediodía, con Amistoso y Escalofríos a la zaga, como si fuesen malos recuerdos—. Debo confesar que, además de hacerte un favor y de la cruda tentación que suponía después de tan largo tiempo el poderle poner a Orso mi bota en el culo, también existía la posibilidad de conseguir ciertas ganancias personales.
—Algunas cosas nunca cambian.
—Si nada cambia, ¿por qué tendría que cambiar yo? La oferta consistía en una cantidad considerable de oro gurko. Bueno, como bien sabes, tú fuiste la primera en ofrecérmelo. Y luego, oh, Rogont tuvo la amabilidad de prometerme, siempre que le ayudase a conseguir la corona de Styria, algo que ahora parece altamente probable, el gran ducado de Visserine.
—¿Tú? —Cosca se sintió muy satisfecho al ver el respingo de Monza—. ¿El jodido gran duque de Visserine?
—No creo que firme los decretos con el título de jodido, pero, si quitamos esa palabra, todo lo demás es correcto. Aunque creo que Gran Duque Nicomo suena mejor, ¿o no? A fin de cuentas, Salier está muerto.
—Eso ya lo sabía.
—No tenía herederos, ni siquiera lejanos. La ciudad fue saqueada, devastada por el fuego, su gobierno se colapsó, la mayoría del populacho huyó, fue muerto o se aprovechó de la situación del modo que fuese. Visserine necesita un jefe fuerte e implacable que le devuelva sus glorias.
—Y para eso te pondrán a ti.
—¿Quién mejor que yo para esa tarea? —Cosca se permitió una cuchufleta—. ¿Acaso no soy de Visserine?
—Como tanta otra gente. No sé si ellos también querrán conseguir un ducado.
—Pero como sólo hay uno, será para mí.
—¿Por qué lo quieres tanto? ¿Por el compromiso? ¿Por la responsabilidad? Creí que odiabas todo eso.
—Yo también lo creía, pero entonces comprendí que la estrella fugaz que me regía acabaría llevándome al arroyo. No he tenido una vida productiva, Monzcarro.
—No me digas.
—He malgastado mis dones para nada. La autocompasión y el odio a mí mismo me han hecho recorrer los incómodos caminos que conducen al desprecio por uno mismo, a maldecirse a sí mismo y al borde de la autodestrucción. ¿Qué tenían todos en común?
—¿Tú?
—Precisamente. Mi vanidad, Monza. El pensar sólo en mí. La lacra de una infancia desgraciada. Para mi salvación y la de mis amigos necesito convertirme en adulto. Sacar fuera aquello para lo que sirvo. Es lo que tú solías decirme, que llegaba un momento en que uno tenía que apegarse a algo. ¿Qué mejor manera que comprometerme de corazón para servir a la ciudad donde nací?
—Comprometerte de corazón. ¡Ay de la pobre ciudad de Visserine!
—Estarán mejor conmigo que con ese glotón que también era un ladrón de obras de arte.
—Pues ahora tendrán a un borracho que robará todo lo que pille.
—Me juzgas mal, Monzcarro. La gente puede cambiar.
—Creo que hace muy poco acabas de decir lo contrario, que nada cambia.
—He cambiado de manera de pensar. ¿Por qué no? Sólo en un día he hecho una fortuna y conseguido también uno de los ducados más ricos de Styria.
—Y todo eso lo conseguiste sin levantarte del sillón —movía la cabeza para expresar asombro y disgusto.
—Ahí está el auténtico truco. Cualquiera puede conseguir una recompensa —Cosca echó la cabeza hacia atrás y sonrió a las negras ramas y al cielo azul que estaba más arriba—. Fíjate, considero altamente improbable que, a lo largo de la Historia, alguien haya ganado tanto por no hacer nada. Pero no soy el único en beneficiarse del éxito de ayer. Me atrevo a decir que el gran duque Rogont estará muy contento por el resultado. Y tú has dado un gran paso hacia tu gran venganza, ¿o no? —se agachó para estar más cerca de ella—. Por cierto, hablando de eso, tengo un regalo para ti.
—¿Qué regalo? —ella frunció el cejo y le miró temerosa.
—No quería estropearte la sorpresa. Sargento Amistoso, ¿querría llevar hasta la casa a nuestra antigua patrona y a su compañero del Norte, y enseñarles lo que ayer mismo descubrimos? Por supuesto que si ella lo desea —y se volvió con una sonrisa burlona—. ¡Ahora somos muy amigos!
—Por aquí —Amistoso empujó la puerta, que se abrió con un crujido. Monza echó un vistazo a Escalofríos, que respondió encogiéndose de hombros. Ella se agachó por debajo del dintel y entró en una habitación poco iluminada y fresca, a pesar del calor que hacía fuera, que tenía un techo abovedado de ladrillos y, como mobiliario, los pocos rayos de sol que cruzaban su polvoriento suelo de piedra. Cuando sus ojos se acomodaron a la penumbra, pudo distinguir una figura acurrucada en el rincón más distante. Y cuando, entre el tintineo de las cadenas que llevaba en los tobillos, aquella figura dio un paso hacia delante, los mugrientos cristales de la ventana proyectaron una sombra en forma de cruz sobre su rostro.
Era el príncipe Foscar, el hijo menor del duque Orso. Monza sintió que todo su cuerpo se quedaba rígido.
Desde la última vez que lo había visto corriendo en Fontezarmo por la sala de su padre, mientras gemía por no querer participar en su asesinato, había decidido por fin dar el estirón. Había perdido la pelusilla que le cubría el labio superior, ganado un ramillete de arañazos alrededor de un ojo y cambiado su mirada de estar siempre disculpándose por otra de miedo. Monza miró a Escalofríos y a Amistoso cuando la siguieron a la habitación. Su mera presencia delante de un prisionero era todo lo contrario de la esperanza. Finalmente, a regañadientes, los ojos de Foscar fueron directamente a los de Monza, con la mirada triste de quien sabe lo que le va a suceder.
—Entonces es cierto —dijo con un susurro—. Estás viva.
—No como tu hermano. Le apuñalé en la garganta y luego lo tiré por la ventana —a medida que Foscar tragaba saliva, pudo ver que su nuez subía y bajaba por su cuello—. Envenené a Mauthis. Ganmark quedó atravesado por una tonelada de bronce. A Fiel lo apuñalé, hice que se ahogara y que se quedara colgado de la rueda de una noria. Supongo que aún seguirá dando vueltas. Gobba tuvo más suerte. Sólo le aplasté las manos, las rodillas y el cráneo con un martillo, hasta dejarlas hechas papilla —aunque, en vez de causarle una satisfacción siniestra, la enumeración de todo aquello le produjera cierta sensación de desagrado, hizo de tripas corazón y prosiguió—. De las siete personas que estaban en aquella habitación cuando Benna fue asesinado, ya sólo quedan tu padre… —sacó la Calvez de su vaina, suscitando con su hoja un sonido igual de desagradable que el chillido de un niño— y tú.
La habitación olía a rancio. El rostro de Amistoso era tan inexpresivo como el de un cadáver. Escalofríos apoyó la espalda en la pared que estaba cerca de Monza, cruzó los brazos y sonrió de manera siniestra.
—Lo comprendo —Foscar se acercó a ella. A pasitos, como si le costase trabajo caminar, pero cada vez más cerca de ella. Se detuvo a la distancia de un paso y cayó de rodillas. De manera desmañada, porque aún tenía las manos encadenadas a la espalda. No dejaba de mirarla a los ojos—. Y lo siento.
—¿Lo sientes, desgraciado? —exclamó ella entre dientes.
—¡No tenía ni idea de lo que pensaban hacer! ¡Quería a Benna! —le temblaban los labios. Una lágrima le caía por la mejilla. A causa del miedo, la culpa o ambas cosas—. Benna era como… un hermano para mí. Yo nunca os habría hecho… eso. Lo siento… por haber colaborado en lo que os pasó —ella sabía muy bien que no había colaborado—. Pero… ¡quiero vivir!
—Lo mismo que Benna.
—Por favor —más lágrimas que dejaban un reguero reluciente en sus mejillas—. Sólo quiero vivir.
El estómago de Monza comenzó a revolverse y envió su ácido hasta arriba del esófago, que ella no tardó en sentir. Haz lo que hay que hacer. Había recorrido todo aquel camino, había sufrido mucho a lo largo de él y había hecho sufrir a todos los demás sólo para recorrerlo. Su hermano no habría dudado en aquel momento. Casi le parecía escuchar su voz:
Haz lo que hay que hacer. La conciencia es una excusa. La piedad y la cobardía son lo mismo.
Había llegado la hora de hacerlo. Él tenía que morir.
Había que hacerlo en aquel preciso momento.
Pero el brazo, que se le había quedado rígido, era como si pesase cien toneladas. Miró el rostro ceniciento de Foscar. Miró sus ojos, grandes, muy abiertos, indefensos. Había algo en él que le recordaba a Benna. Cuando era joven. Antes de Caprile, antes de Dulces Pinos, antes de que ambos traicionasen a Cosca, incluso antes de que ingresaran en las Mil Espadas. Cuando ella sólo se preocupaba de que la cosecha siguiese adelante. Hacía mucho tiempo, cuando aquel chico jugaba entre el trigo.
La punta de la Calvez osciló, bajó y dio un golpecito en el suelo.
Foscar aspiró una larga bocanada de aire, estremeciéndose y cerrando los ojos para luego abrirlos. Los tenía húmedos.
—Gracias. Siempre supe que tenías corazón… aunque ellos dijeran lo contrario —se acercó a ella y tocó una de sus piernas—. Gracias…
El primer puñetazo de Escalofríos se aplastó en su cara y le tiró de espaldas, haciendo que la sangre le saliera por la nariz. Farfulló algo ininteligible cuando el norteño se puso encima de él, asfixiándole con ambas manos.
—¿Así que quieres vivir, cabronazo? —dijo Escalofríos entre dientes, la boca convertida en una mueca burlona. Foscar pataleó, forcejeó, retorció los hombros, el rostro se le puso de color rosa, luego rojo, luego morado. Escalofríos le levantó la cabeza con ambas manos, llevándola hacia sí, tan cerca como si fuese a besarla, y luego la bajó de golpe contra las losetas del suelo, donde se estrelló con un crujido que todos pudieron oír. Foscar pataleó, y la cadena que mantenía sus rodillas sujetas entre sí tintineó. Escalofríos echó su propia cabeza a uno y otro lado, mientras agarraba mejor a Foscar por el cuello y los tendones de su espalda llena de mugre se tensionaban por el esfuerzo. Lo levantó sin prisa y luego volvió a golpear el suelo con su cabeza, donde chocó con un ruido apagado. La lengua de Foscar asomó entre sus labios, sus párpados se movieron incontrolados y la negra sangre brotó de la raya de su pelo.
Escalofríos masculló algo en norteño, unas palabras que Monza no pudo entender; levantó la cabeza de Foscar y golpeó de nuevo el suelo con ella, con el mismo cuidado que emplea el cantero para ajustar las piedras. Y aquello lo repitió una y otra vez. Monza lo observó todo boquiabierta, agarrando la espada casi sin fuerza, sin decir nada. No muy segura de lo que debía, o podía, hacer. Detener a Escalofríos o ayudarle. Las viejas paredes y las losetas del suelo estaban manchadas con salpicaduras de sangre. Por encima de los crujidos y reventones de los huesos podía escuchar una voz. Durante un minuto pensó que era la de Benna, que aún le susurraba. Luego cayó en la cuenta de que era la de Amistoso, que contaba lentamente las veces que el cráneo de Foscar se aplastaba contra el suelo. La cuenta llegaba a once.
Escalofríos levantó la machacada cabeza del príncipe una vez más, la cabellera completamente cubierta de sangre que relucía, parpadeó y la dejó caer.
—Me parece que ya está —y se puso en pie muy despacio, apartando sus botas de los costados del cadáver de Foscar, porque los había estado pisando con ellas—. ¡Eh! —se miró las manos y buscó algo con lo que secárselas. Como no lo encontró, se las restregó una con otra, para luego quitarse los regueros de sangre seca que le llegaban hasta los codos—. Otro más para la cuenta —la miró de soslayo con su único ojo mientras una de las comisuras de su boca se curvaba en una sonrisa de cansancio—. Seis de siete, ¿eh, Monza?
—Seis y uno —comentó Amistoso con un gruñido, como hablando para sí.
—Todo está saliendo como esperabas.
Ella bajó la mirada hacia Foscar, cuya retorcida cabeza había quedado caída hacia un lado, mirando con ojos bizcos la pared, y cuya sangre brotaba de su cráneo destrozado para formar un charco negro que comenzaba a inundar el suelo. Su voz parecía llegar de algún sitio muy lejano cuando preguntó, casi sin fuerzas:
—¿Por qué lo has hecho…?
—¿Y por qué no lo iba a hacer? —respondió él con voz queda, acercándose a ella. Monza pudo ver su propio rostro lleno de suciedad, pálido y enflaquecido, al reflejarse en la muerta bola de metal que Escalofríos tenía por ojo—. ¿Acaso no hemos venido hasta aquí para hacerlo? ¿No fue para hacerlo por lo que luchamos durante todo el día, ahí abajo, metidos en el fango? Pensé que nunca te echarías atrás. Recuerda que me estuviste dando lecciones acerca de que la piedad y la cobardía eran lo mismo. Jefa, por los muertos —sonrió de manera siniestra, y las innumerables cicatrices de su cara se retorcieron, haciendo resaltar su mejilla buena, que sólo estaba salpicada de rojo—. Estoy por jurar que no eres ni la mitad de la zorra malvada que pretendes ser.