El Rey de los Venenos

—¿Jefe? —Day preguntaba en voz alta—. ¿Estás despierto?

Morveer exhaló un suspiró atormentado antes de contestar:

—El piadoso sueño acaba de soltarme de su suave regazo… para devolverme al frígido abrazo de un mundo de desamparo.

—¿Qué?

—No importa —dijo él, moviendo una mano con amargura—. Mis palabras son como las semillas que caen… en un suelo de piedra.

—Me dijiste que te despertara al salir la aurora.

—¿La aurora? ¡Oh, cruel amante! —echó hacia delante la única manta con la que se abrigaba, que además era demasiado delgada, y se levantó de la paja que le había estado pinchando durante toda la noche, humilde descanso para un hombre con sus dones inigualables; se rascó la espalda dolorida y, a trompicones, bajó del granero por la escalera de mano. Aun a regañadientes, reconocía que tenía demasiados años y gustos demasiado refinados para vivir en un desván lleno de paja.

Como Day había estado preparando durante la noche sus herramientas de trabajo, los mecheros ardían cuando los anémicos destellos de la aurora se insinuaron por los estrechos ventanales. Los reactivos hervían muy contentos a fuego lento, el vapor se condensaba sin problemas, los destilados caían alegremente, gota a gota, en los frascos que iban a almacenarlos. Morveer se paseó alrededor de la improvisada mesa, apretando los nudillos contra su madera cada vez que pasaba a su lado y consiguiendo que todos los vasos y probetas se estremeciesen con el tintineo del cristal. Todo parecía estar en orden. Y, puesto que Day había aprendido el oficio de manos de un maestro que, a fin de cuentas, quizá era el mejor envenenador de todo el Círculo del Mundo, ¿de qué se extrañaba? Pero ni siquiera la contemplación de un trabajo bien hecho podía contrarrestar el talante entristecido de Morveer.

Hinchó las mejillas y suspiró como si estuviera cansado, diciendo a continuación:

—Nadie me comprende. Estoy condenado a que nadie me comprenda.

—Eres una persona muy compleja —dijo Day.

—¡Exactamente! ¡Sí, exactamente! ¡Te has dado cuenta! —quizá fuera la única en percibir que, bajo aquella fachada suya, hosca y dominada por el autocontrol, existían unos sentimientos tan profundos como los lagos de las montañas.

—He preparado té —dijo, acercándole una taza metálica muy gastada en cuyo interior se arremolinaba el vapor. Su estómago gruñó con desagrado.

—No. Agradezco tus cuidados tan atentos, pero no. Esta mañana no termina de asentárseme el estómago, lo siento terriblemente inquieto.

—¿Nuestra visitante gurka te pone nervioso?

—Absoluta y completamente, no —mentía, reprimiendo el escalofrío que le producía el simple recuerdo de aquellos ojos tan negros como la medianoche—. Mi dispepsia es el resultado de mis continuas discrepancias con nuestra patrona, la notoria Carnicera de Caprile, ¡la siempre adversa Murcatto! ¡Es que, simplemente, no encuentro la manera correcta de dirigirme a esa mujer! ¡Por muy cordialmente que me comporte, por limpias que sean mis intenciones, siempre le parece mal!

—La verdad es que resulta un poco punzante.

—En mi opinión, ella trasciende lo meramente pungente para entrar en la arena de lo que es… afilado —consiguió decir finalmente.

—Bueno, la traición, que la arrojasen desde lo alto de un monte, el hermano muerto y todo…

—¡Explicaciones, no excusas! ¡Todos hemos sufrido reveses muy dolorosos! Por la presente, declaro sentirme casi tentado a abandonarla a su inevitable destino y a buscar un nuevo trabajo —lanzó una risotada cuando le asaltó una idea disparatada—. ¡Quizá con el duque Orso!

—Estás de broma —Day le miraba muy seria.

Lo cierto es que había que considerarlo como tal, porque Castor Morveer no era del tipo de personas que abandonan a su cliente después de haber firmado un contrato con él. Aunque en aquel trabajo, mucho más que en cualquier otro, hubiera que respetar ciertos patrones de comportamiento, le divertía explorar la idea y comentar sus características una tras otra, sirviéndose para ello de los dedos de una de sus manos.

—Es un hombre que, sin duda, puede permitirse mis servicios. Un hombre que, indudablemente, requiere mis servicios. Un hombre que ha demostrado no sentirse abrumado por el menor escrúpulo de carácter moral.

—Un hombre con el récord de empujar a sus empleados montaña abajo.

—Uno no tiene que ser tan idiota para confiar en el tipo de persona que contrataría a un envenenador —Morveer no parecía hacer caso a Day—. En lo que a eso respecta, ningún patrón es mejor que otro. ¡Lo que me maravilla es que no se me ocurriera antes!

—Pero… nosotros matamos a su hijo.

—¡Bah! ¡Esas cosas no tardan en olvidarse cuando dos personas comprenden que se necesitan mutuamente! —meneó una mano—. Bastará con un poco de ingenio. Siempre es posible encontrar a algún desgraciado que haga de chivo expiatorio a la hora de pagar el pato.

Ella asintió lentamente con los labios muy apretados mientras decía:

—Un chivo expiatorio. Claro.

—Que también sea un desgraciado —un norteño tuerto menos en el mundo no sería una gran pérdida para la posteridad. Ni un presidiario menos o una torturadora que empleaba el fuego como herramienta. Casi le estaba gustando la idea—. Pero me atrevo a decir que seguiremos atrapados por Murcatto y su inútil búsqueda de la venganza. Venganza. ¿Acaso hay en este mundo algún móvil más inútil, destructivo e insatisfactorio?

—Creo que los móviles no influyen en nuestro negocio —explicó Day—, sólo el trabajo y la paga.

—Correcto, querida, más que correcto, porque debemos considerar cualquier móvil como algo puro en sí, que precisa de nuestros servicios. Al igual que siempre, vas directamente al meollo de la cuestión, como si ésta fuese de una materia completamente transparente. ¿Qué haría yo sin ti? —y sonrió entre tantos cachivaches—. ¿Qué tal van nuestros preparados?

—Oh, sé lo que hay que hacer.

—Bien. Muy bien. Claro que lo sabes. Te ha enseñado un maestro.

—Y yo he aprendido bien tus lecciones —dijo ella, inclinando la cabeza.

—Muy, pero que muy bien. Excelente —se inclinó para dar un leve capirotazo a un serpentín, observando que la esencia de larync goteaba lentamente en el matraz—. Es vital que nos preparemos exhaustivamente para todas y cada una de las eventualidades. La precaución primero, y…, ¡oh!, ¡ah! —arqueó una ceja y se miró el antebrazo. Acababa de distinguir en él una manchita roja que no tardó en convertirse en una gota de sangre—. ¿Qué…? —Day se apartó lentamente de su lado con una expresión muy extraña en el rostro. Llevaba una aguja en la mano.

—¿Alguien que pague el pato? —dijo, muy furiosa—. ¿Me iba a tocar ser el chivo expiatorio? ¡Jódete, bastardo!

—Vamos, vamos, vamos —Fiel volvía a orinar al lado de su caballo, dándole la espalda a Escalofríos mientras meneaba las piernas—. Vamos, vamos. Esto es lo que pasa cuando a uno se le caen encima todos los malditos años.

—Eso o todas tus malas acciones —comentó Swolle.

—Creo que no he hecho nada tan malo que me haga merecedor de toda esta mierda. Te parece que nada ha ido muy mal en toda tu vida y cuando, finalmente, la sacas a pasear, tienes que quedarte ahí, con el viento de frente, durante toda una eternidad… ah… ah… ¡ya sale la meada, la muy cabrona! —se echó hacia atrás, mostrando su enorme calva. Una breve rociada y luego otra, la última, y entonces movió los hombros mientras se la sacudía y se abotonó la bragueta.

—¿Ya se acabó? —preguntó Swolle.

—¿Qué querías? —el general estaba molesto—. ¿Embotellarla? Lo que pasa es que acaban de caérseme encima todos los años que tengo —echó a andar por la ligera pendiente, agarró con una mano su pesada capa roja para que no se manchase de barro y se agachó al lado de Escalofríos—. Todo va bien. Todo va bien. ¿Es el sitio?

—Lo es —bajo las nubes que la húmeda aurora teñía de gris en el cielo, podía ver la alquería situada junto a un corral que venía a ser el centro de un mar de trigo gris. Lo único vivo de la granja era la tenue luz que se filtraba por las estrechas ventanas del granero. Escalofríos apretó lentamente los dedos contra las palmas de sus manos. Jamás había practicado la traición a gran escala. O, al menos, no una traición tan evidente. Por eso estaba nervioso.

—Parece bastante tranquilo —Fiel se pasó lentamente una mano por los cuatro pelos blancos que tenía de barba—. Swolle, llévate una docena de hombres y rodea el lugar sin que os vean, y quédate en ese grupo de árboles de ahí, para cogerlos por el flanco. De esa manera, si nos han visto e intentan salir, podrás acabar con ellos.

—Tiene razón, general. Bonito y sencillo, ¿verdad?

—Nada sale peor que un plan demasiado elaborado. Cuantos más detalles haya que recordar, más fácil será cagarla. Swolle, no creo necesario decirte que no la cagues, ¿verdad?

—¿Cagarla yo? No, señor. A los árboles, y, si alguien sale corriendo, cargamos. Igual que en la Margen Alta.

—Excepto que Murcatto está ahora en el otro bando.

—Es verdad. Maldita zorra cabrona.

—Vamos, vamos —dijo Fiel—. Un poco de respeto. Bien que la aplaudías cada vez que te hacía ganar una victoria, así que ahora tienes que seguir aplaudiéndola. Es una pena que todo haya acabado de esta manera. Sin llegar a un acuerdo. Por eso creo que hay que mostrarle algo de respeto.

—De acuerdo. Lo siento —Swolle hizo una pausa—. ¿No cree que lo mejor sería llegar a pie y arrastrarnos para entrar en la casa? Digo a pie, porque no creo que podamos llegar a caballo hasta ella.

Fiel le obsequió con una larga mirada y dijo:

—¿Acaso han nombrado un nuevo capitán general mientras yo estaba fuera y te ha tocado a ti?

—No, claro que no, sólo…

—Lo de arrastrarse no es mi estilo, Swolle. Conociendo la frecuencia con que te lavas, el jodido olfato de Murcatto te detectaría antes de llegar a menos de cien pasos de distancia, y se pondría en alerta. No, cabalgaremos hasta allí para dar un respiro a mis piernas. Siempre podremos descabalgar después de comprobar el sitio. Y si ella nos reserva alguna sorpresa, al menos seguiré montado —miró de soslayo a Escalofríos y preguntó—: Muchacho, ¿supone algún problema para ti?

—En absoluto —por todo lo visto hasta el momento, Escalofríos podía asegurar que Fiel era uno de esos hombres que son muy buenos como segundos al mando, pero muy malos para ser jefes. Mucho valor, pero nada de imaginación. Supuso que a lo largo de los años debía de haberse acostumbrado a hacer siempre las cosas de la misma manera, se ajustasen o no a las necesidades de cada momento. Pero no iba a decírselo, porque, si los jefes que son fuertes agradecen cualquier idea que pueda mejorar las suyas, los débiles nunca quieren reconocerla como tal—. ¿Puedo coger ahora mi hacha?

—Claro —Fiel hizo una mueca—. En cuanto vea el cadáver de Murcatto. Adelante —como había estado a punto de tropezarse con la capa al volverse hacia los caballos, tiró de ella hacia arriba con muy malos modos y se la echó por encima del hombro—. Maldita capa. Debería haberme puesto otra más corta.

Antes de seguirle, Escalofríos echó un último vistazo a la granja y meneó la cabeza. Aunque fuese muy cierto que nada salía peor que un plan demasiado elaborado, uno demasiado poco elaborado también podía acabar muy mal.

—Pero… —Morveer parpadeó e intentó dar un paso hacia Day. Uno de sus tobillos se apartó de la trayectoria de su cuerpo y le hizo caer de lado contra la mesa, alcanzando una botella y derramando el líquido burbujeante que contenía. Mientras la piel se le ponía roja y le escocía, se llevó una mano a la garganta. Al comprender lo que Day acababa de hacer, un frío helador le recorrió las venas. Acababa de ver cuáles serían las consecuencias. Por eso preguntó con voz áspera—: ¿El rey… de los venenos?

—¿Acaso podía ser otro? La precaución primero, y siempre.

Hizo una mueca, pensando en el dolor casi inapreciable del pequeño pinchazo que había recibido en el brazo, y en la herida, más que profunda, de la amarga traición que acababa de recibir. Tosió, cayó de rodillas hacia delante y levantó una mano temblorosa.

—Pero…

—¿Condenado a que nadie te comprenda? —Day acababa de apartar aquella mano con un puntapié y se burlaba de él. Con desprecio. E incluso con odio. La agradable máscara de la obediencia, de la admiración, también de la inocencia, acababa finalmente de caer—. ¿Qué se supone que hay que comprender de ti, parásito de cabeza hinchada? ¡Eres más superficial que el papel de seda! —¡Le mostraba la más profunda ingratitud, después de todo lo que le había dado! ¡Su saber, su dinero…, su afecto paternal!—. ¡Tienes la personalidad de un niño, pero en el cuerpo de un asesino! Tirano y cobarde al mismo tiempo. ¿Castor Morveer, el mejor envenenador del mundo? Quizá el mayor pelmazo del mundo, si acaso, tú…

Saltó hacia delante con consumada agilidad, le cortó el tobillo con el escalpelo al pasar, rodó por debajo de la mesa y se levantó al otro lado, mirándola con cara sonriente a través de todos sus aparatos, de las parpadeantes llamas de los mecheros, de las siluetas deformadas que producían los tubos retorcidos, de las brillantes superficies de metal y de cristal.

—¡Ja, ja! —exclamó, completamente despierto y en absoluto agonizante—. ¿Me has envenenado? ¿Tú? ¿El gran Castor Morveer, vencido por su ayudante? ¡No lo creo! —ella miró su tobillo que sangraba y luego a Morveer, abriendo unos ojos como platos—. ¡Tonta, no existe el rey de los venenos! —dijo con una risotada—. Ese método que te enseñé, con el que se obtiene un líquido que huele, sabe y se parece al agua, ¡sólo sirve para obtener agua! ¡Es completamente inocuo! No como la decocción que acabo de administrarte, ¡que puede matar a una docena de caballos!

Introdujo una mano por el interior de su camisa, y sus dedos encontraron diestramente el vial que buscaba y lo sacaron fuera. Dentro de él podía apreciarse el brillo de un fluido de color claro.

—El antídoto —dijo. Ella parpadeó al verlo e intentó rodear la mesa para llegar a su otro extremo, pero tenía los pies tan pesados que no la obedecieron—. ¡Querida, esto es de lo más indigno! ¡Darnos caza mutuamente alrededor de nuestros aparatos, y en un granero situado en medio de la Styria rural! ¡Es una terrible indignidad!

—Por favor —decía ella con voz sibilante—. Por favor, yo… yo…

—¡No conviertas esta situación en más embarazosa para ambos! Acabas de mostrar tu verdadera naturaleza… ¡harpía ingrata! ¡Te he desenmascarado, cuco traidor!

—¡Sólo quería que no me hicieses pagar el pato! ¡Murcatto dijo que antes o después te aliarías con Orso! ¡Que me utilizarías como chivo expiatorio! Murcatto dijo…

¿Murcatto? ¿Le haces más caso a Murcatto que a ? ¿A esa degenerada, adicta a las cáscaras y notoria carnicera del ensangrentado campo de batalla? ¡Oh, loable luz que me guía! ¡Maldíceme por ser imbécil y no confiar en ti! Pero en algo tenías razón, y es que soy como un niño. ¡Lleno de inocencia intacta! ¡Lleno de piedad inmerecida! —lanzó el vial a Day—. Que jamás se diga —Morveer miró cómo lo recogía de entre la paja— que no soy —lo agarraba y le quitaba el corcho— tan generoso, graciable y magnánimo como cualquier envenenador —para luego beberse su contenido— de los que viven a lo largo y ancho del Círculo del Mundo.

Day se secó la boca y respiró estremecida. Luego dijo:

—Tenemos… que hablar.

—Hablaremos, aunque no por mucho tiempo —ella parpadeó y, acto seguido, un extraño espasmo recorrió su rostro. Justo lo que él suponía que iba a pasar. Morveer arrugó la nariz mientras tiraba el escalpelo encima de la mesa, donde cayó con un sonido metálico—. La hoja no estaba envenenada. El veneno acabas de tomártelo tú. El vial contenía una dosis sin diluir de flor de leopardo.

Ella se derrumbó. Sólo se le veía el blanco de los ojos, y su piel comenzaba a adquirir una coloración rosácea. Luego se retorció en la paja y comenzó a echar espuma por la boca.

Morveer se acercó a ella, enseñó los dientes y le clavó en el pecho un dedo tan retorcido como una garra, diciendo:

—¿Querías matarme? ¿Querías envenenarme? ¿A Castor Morveer? —Day golpeó fuertemente con los talones de sus zapatos la tierra batida del suelo, creando pequeñas nubes de polvo—. ¡Necia con cara de niña…, aquí yo soy el único Rey de los Venenos! —los temblores de Day se convirtieron en un espasmo incontrolable que le llevó a arquear la espalda como si se le fuera a partir—. ¡Tu simple insolencia! ¡Tu arrogancia! ¡Tus insultos! Tu, tu, tu… —intentó buscar desesperadamente la palabra apropiada y luego cayó en la cuenta de que Day acababa de morir. Mientras su cuerpo se desmadejaba, el silencio fue imponiéndose poco a poco.

—¡Mierda! —dijo, como si ladrara—. ¡Qué mierda! —como la nevada que cae fuera de estación durante un día soleado, la escasa satisfacción que le había producido aquella victoria comenzaba a fundirse, dejándole la sensación del desagrado, de la profunda traición y de su nueva condición de envenenador sin ayudante y sin trabajo. Porque las palabras finales de Day habían puesto en evidencia que Murcatto era la responsable. Después de sus afanes desinteresados por servirla, que ella había pagado con ingratitud, resultaba que planeaba matarle. ¿Cómo no se había anticipado a los acontecimientos? ¿Cómo era posible que, después todos los reveses dolorosos que había sufrido durante su vida, ni se lo hubiera esperado? Pues porque él era una persona demasiado delicada para aquella tierra áspera y aquella época implacable. Demasiado confiado y demasiado bueno con los suyos. El que está dispuesto a ver en los demás los tonos rosáceos que cuadran con la benevolencia de su manera de ser, siempre estará condenado a esperar lo mejor de la gente.

—¿Que soy tan superficial como el papel? ¡Mierda para ti! —y, con mucho orgullo, llenó de puntapiés el cadáver de Day, haciendo que se estremeciese a cada patada que le daba—. ¿Qué tengo la cabeza hinchada? —casi chillaba al decirlo—. ¿Yo, que soy tan humilde que acabo jodiéndome… a mí mismo? —entonces comprendió que darle de patadas a una persona que ya estaba muerta y a la que, además, había cuidado como si fuese una hija, no cuadraba con la ilimitada sensibilidad de que hacía gala. Y comenzó a balbucir de la manera más melodramática—. ¡Lo siento! ¡Lo siento muchísimo! —se arrodilló a su lado, echó suavemente su cabellera hacia atrás y le tocó el rostro con dedos temblorosos—. ¡Lo siento! ¿Por qué… lo hiciste? Siempre te recordaré. ¡Oh… agh! —olía ligeramente a orina. El cadáver se había vaciado de todos sus contenidos por el inevitable efecto secundario de la colosal dosis de flor de leopardo, algo que un hombre con su experiencia hubiera debido prever. El charco se había extendido por la paja y le mojaba los bajos de los pantalones. Morveer retrocedió con una mueca de asco.

—¡Mierda! ¡Mierda! —tomó un frasco y lo estrelló contra la pared, suscitando una violenta lluvia de fragmentos de cristal—. ¿Tirano y cobarde al mismo tiempo? —propinó otra patada al cadáver de Day que tenía la misma dosis de orgullo que las anteriores. Como se hizo daño en los dedos de los pies, cojeó y comenzó a recorrer el granero a grandes zancadas—. ¡Murcatto! —aquella bruja malvada había incitado a la traición a su ayudante. La mejor ayudante, también la más querida, que había tenido desde que en Ostenhorm tuviese que envenenar de manera preventiva a Aloveo Cray. Era consciente de que hubiera debido envenenar a Murcatto cuando fue a verle a su huerto de frutales. Pero no lo hizo porque la magnitud, la importancia y la aparente inviabilidad del trabajo que le ofrecía despertaron su vanidad—. ¡Maldita sea mi vanidad! ¡El único punto débil de mi carácter!

No iba a vengarse. ¡No! Eso era algo infame y poco civilizado, que en absoluto iba con el estilo de Morveer. No era un salvaje, tampoco un animal, como la Serpiente de Talins y su chusma, sino un gentilhombre refinado y muy cultivado que seguía los más altos principios de la ética. Como, después de todo aquel trabajo que tanto le había costado cumplir fielmente, estaba considerablemente menguado de efectivo, se veía en la necesidad de buscarse un buen contrato. Un buen patrón que le asignara una partida de asesinatos perfectamente ordenados e impulsados por móviles evidentes, de los que él pudiera obtener un beneficio tan jugoso como honrado.

¿Y quién podría pagarle para asesinar a la Carnicera de Caprile y a sus bárbaros compinches? No era difícil imaginar la respuesta.

Se puso delante de una ventana y practicó la reverencia más aduladora que conocía, la que terminaba con una floritura de la mano, mientras decía:

—Gran duque Orso, es un honor incom… parable —se puso tenso y frunció el ceño, porque en la parte más alta del terreno, recortadas contra el color gris de la aurora, acababan de aparecer varias docenas de jinetes.

—¡Por el honor, la gloria y, lo más importante, una paga decente! —un ramillete de risas cuando Fiel desenvainó la espada y la mantuvo en alto—. ¡Adelante! —y la larga hilera de jinetes se puso en marcha, intentando no perder el contacto entre sí mientras atravesaban el trigal y salían a la alquería, llevando sus monturas al trote.

Escalofríos iba con ellos. No podía hacer otra cosa, puesto que Fiel seguía a su lado. Quedarse atrás habría sido una falta de educación. Aunque le hubiese gustado tener su hacha al alcance de la mano, no la tenía, como suele suceder cuando se desea algo fervientemente. Por eso, cuando los caballos avanzaron a medio galope, agarró las riendas con ambas manos para ocuparlas con algo que pesara.

Cien pasos más cerca y todo seguía estando igual de tranquilo. Escalofríos miró ceñudo la alquería, su muro bajo y el granero, concentrándose para pasar a la acción. Le parecía estar siguiendo un plan sin pies ni cabeza. Aunque se lo hubiera parecido desde el principio, en aquellos momentos en que lo llevaba a cabo aún le parecía mucho peor. El suelo se deslizaba rápidamente bajo los cascos de su caballo, la silla traqueteaba contra su dolorido trasero, el viento golpeaba su ojo entornado, haciéndole cosquillas en las cicatrices que tenía en la parte opuesta de la cara y dejándosela muy fría por haberse quitado las vendas.

Fiel cabalgaba a su derecha, erguido todo lo alto que era, la capa al viento tras de sí, la espada aún en alto, exclamando:

—¡Preparados! ¡Preparados!

A su izquierda, la hilera se desplazó y se cerró, rostros ansiosos de hombres que comenzaban a juntarse, lanzas que se agitaban por todas partes. Escalofríos sacó las botas de los estribos.

Entonces las ventanas de la alquería se abrieron al unísono. Escalofríos distinguió en ellas a los de Ospria, en cuyos cascos de acero se reflejaba la primera luz del día mientras una larga hilera de soldados salía por detrás del muro con las ballestas cargadas. Hay ocasiones en que uno tiene que hacer lo que debe, sin que le importen una higa las consecuencias. El aire resonó en su garganta cuando lo aspiró con una gran bocanada para retenerlo en los pulmones. Luego se volvió hacia un lado y cayó de la silla. El nítido grito de Monza se sobreponía al ruido de los cascos de los caballos, al tintineo metálico de los arneses, al soplido del viento.

Entonces el suelo fue a su encuentro y le hizo morder el polvo. Escalofríos comenzó a rodar entre gruñidos. Todo giraba a su alrededor, el oscuro cielo y el mortecino suelo, los caballos que volaban y los hombres que caían. Oyó a su alrededor el tamborileo de unos cascos, y se le metió tierra en un ojo. Oyó gritos e intentó levantarse, pero sólo pudo ponerse de rodillas. El estremecido cadáver que acababa de caerle encima le obligó nuevamente a tirarse al suelo, donde se quedó boca arriba.

Morveer llegó a las puertas del granero y abrió una de ellas, lo suficiente para meter la cabeza por su interior. Justo a tiempo de ver que los soldados de Ospria salían por detrás del muro de la alquería y lanzaban una lluvia de dardos de ballesta tan metódica como letal.

Fuera, en el corral cubierto de hierba embarrada, los hombres saltaban y caían de sus sillas, los caballos caían y arrastraban a sus jinetes. La carne se zambullía en el barro húmedo, los miembros se debatían. Bestias y hombres gritaban y gemían por el susto y la furia, el dolor y el miedo. Aunque quizá hubieran caído una docena de jinetes, los demás cargaron violentamente y de manera resuelta, las armas en alto y brillantes, lanzando gritos de guerra para ocultar los de los camaradas que acababan de caer.

Morveer gimoteó, cerró la puerta y apoyó la espalda en ella. La batalla se tiñó de rojo. De rabia y de golpes dados al azar. De metal aguzado que se movía a gran velocidad. De sangre derramada, de sesos salpicados, de cuerpos blandos que se destripaban para dejar al aire sus asquerosas entrañas. Una manera en absoluto civilizada de hacer la guerra que, ciertamente, escapaba a su área de conocimiento. Sus propias tripas, afortunadamente aún dentro de su abdomen, se movieron con un calambre de terror bestial y de desagrado que no tardó en convertirse en un amago de miedo más que razonable. Si Murcatto vencía…, bueno, ya había demostrado claramente sus intenciones más que letales respecto a su persona. A fin de cuentas, no había dudado ni por un momento en conspirar contra él, aunque ello pudiese suponer la muerte de su ayudante, tal y como había sucedido. Y si quienes vencían eran las Mil Espadas…, bueno, pues él seguiría siendo el cómplice de la asesina del príncipe Ario. Pasara lo que pasase, era evidente que su vida se encontraba en un claro peligro. Y eso le preocupaba.

—¡Maldición!

Al otro lado de la puerta, el patio de la granja comenzaba a convertirse en el de un matadero. Las ventanas seguían siendo demasiado estrechas para poder ver algo por ellas. ¿Ocultarse en el pajar? No, no, ¿acaso aún tenía cinco años? ¿Quedarse al lado de la pobre Day y hacerse el muerto? ¿Cómo? ¿Meterse en un sitio lleno de meados? ¡Jamás! Se dirigió hacia la parte trasera del granero lo más deprisa que pudo, y hurgó desesperadamente entre las tablas para ver si encontraba alguna manera de escapar. Encontró una que estaba suelta y comenzó a darle de patadas.

—¡Rómpete, madera bastarda! ¡Rómpete! ¡Rómpete! ¡Rómpete! —los ruidos del combate sin merced que acontecía en el patio se hicieron más intensos. Algo chocó contra aquella parte del granero, haciéndole estremecerse mientras el polvo caía de las vigas por la fuerza del impacto. Se volvió hacia la armazón de madera, lloriqueando de miedo y frustración, la cara empapada en sudor. Una patada más, y la madera se rompió. La macilenta luz del día penetró por el estrecho hueco creado entre dos tablas de bordes astillados. Se arrodilló y se echó hacia un lado, metiendo la cabeza por el hueco, a pesar de las astillas que se le clavaban en el cuero cabelludo, y pudiendo ver algo de aquella región tan plana, en particular el trigo oscuro y un grupo de árboles que se encontraban a unos doscientos pasos de distancia. La seguridad. Sacó un brazo por el aire y lo movió. Luego sacó el hombro correspondiente, después medio torso, y entonces se detuvo.

Había sido demasiado optimista, como mínimo, al suponer que podría pasar fácilmente por aquel hueco. Diez años antes, cuando estaba tan esbelto como un sauce, hubiera sido capaz de deslizarse por un espacio de la mitad de anchura con la misma gracia que un bailarín. Pero la ingestión continuada de un número excesivo de dulces acababa de convertir dicha operación en algo imposible, algo que podía costarle la vida. Al sentir que un trozo puntiagudo de madera se le clavaba en la barriga, se retorció como una serpiente. ¿Lo encontrarían empalado? ¿Se convertiría en una anécdota de la que todos se burlarían a lo largo de los años? ¿Sería aquél su legado? ¿El gran Castor Morveer, muerto sin dar la cara, el más temido de entre todos los envenenadores, finalmente descubierto al quedarse encajado en el hueco de un granero por el que intentaba huir?

—¡Malditos dulces! —exclamó, y logró pasar con un último intento, apretando los dientes cuando un clavo malvado le rompió la camisa por la mitad y le dejó un corte tan largo como doloroso en las costillas—. ¡Maldición! ¡Mierda! —luego tiró de sus doloridas piernas y las pasó por el hueco. Finalmente liberado del desgarrador abrazo de aquella carpintería barata, echó a correr hacia la esperada seguridad que le brindaban los árboles, mientras el trigo que llegaba a su cintura le entorpecía, tiraba de él, se agarraba a sus piernas.

Cuando apenas había avanzado cinco pasos titubeantes, cayó hacia delante, lanzó un chillido y se quedó tendido en el trigal. Se levantó y maldijo. El trigo húmedo, que tenía celos de él, le había arrancado un zapato nada más pisarlo. «¡Maldito trigo!». Cuando comenzó a buscarlo, escuchó un fuerte ruido de tambores. Con una mezcla de terror y de incredulidad, vio que una docena de jinetes acababa de salir del grupo de árboles hacia los que se dirigía, para, las lanzas bajas y al galope, ir a su encuentro.

Lanzó un chillido que le dejó sin aliento, se volvió, resbaló por culpa del pie que llevaba descalzo y comenzó a retroceder hacia el hueco del que había salido y que tanto le había magullado durante su primer encuentro con él. Metió una pierna por dentro y gimió al sentir la puñalada de agonía producida por el aplastamiento accidental de sus pelotas contra una tabla. Sintió un hormigueo en la espalda cuando el sonido atronador de los cascos de los caballos se hizo más fuerte. Los jinetes estaban a menos de cincuenta pasos de él, y hombres y animales le miraban con ojos sobresaltados y le enseñaban unos dientes que, bajo el sol de la mañana, relucían como el metal de la guerra, y el fango salía despedido de los cascos de los animales. No podría volver a meter a tiempo su cuerpo ensangrentado por aquel hueco tan estrecho. ¿Acabaría siendo atropellado? Castor Morveer, aquel hombre tan pobre como humilde que sólo quería que le…

Una llama brillante brotó con una explosión de una de las esquinas del granero. Exceptuando los crujidos y tañidos de las tablas al romperse, no hizo ruido alguno. El aire se llenó súbitamente de restos que giraban: un trozo de viga que caía en llamas, tablas arrancadas, clavos doblados, una nube muy densa de astillas y de chispas. Una parte del trigal había quedado aplastada, convirtiéndose en una gran ola llena de chasquidos que arrastraba una enorme cantidad de polvo, tallos, grano y cenizas. Dos barriles aparecieron repentinamente en el trigal aplastado, justo en el camino de los jinetes que cargaban. Unas llamas brotaron de ellos y entonces todo comenzó a carbonizarse a ambos lados.

El barril que estaba a la derecha estalló con un relámpago cegador, seguido casi al instante por el otro. Dos grandes chorros de tierra salieron disparados hacia el cielo. El caballo que iba en cabeza, y que se había quedado atrapado entre los dos, pareció detenerse, quedarse inmóvil, retorcerse, y luego estalló con su jinete. La mayor parte de los que iban detrás quedaron rodeados por las nubes de polvo que se levantaron y, presumiblemente, reducidos a trocitos de carne.

La ola de viento que aplastó una vez más a Morveer contra el costado del granero estuvo a punto de arrancarle la destrozada camisa, los cabellos y los ojos. Instantes después, la detonación doble llegaba como un trueno a sus oídos, haciendo que le castañeasen los dientes. En ambos extremos de la línea, dos caballos seguían enteros, pero moviéndose como si no tuvieran esqueleto, como si fueran los juguetes que un niño pequeño, muy enfadado, acabase de arrojar al suelo. El que estaba patas arriba había dejado varios regueros de sangre en el trigal que llegaban hasta los árboles de donde había salido.

La lluvia de terrones de barro golpeteaba el muro. El polvo comenzó a asentarse. Varios corros de trigo mojado ardían a regañadientes alrededor de los bordes de la explosión, despidiendo remolinos de humo acre. Aún proseguía la lluvia de astillas chamuscadas, broza ennegrecida y fragmentos humeantes de hombres y de bestias. La brisa aún seguía arrastrando las cenizas del desastre.

Morveer seguía metido en el hueco, helado hasta lo más hondo por lo sucedido. Fuego gurko, o algo más siniestro, más… ¿mágico? Justo cuando conseguía liberarse y se metía entre el trigo para mirar desde allí, una figura dobló la humeante esquina del granero.

Ishri, la mujer gurka. Uno de sus brazos y el dobladillo de su casaca marrón estaban en llamas. Sólo cuando éstas lamieron su rostro pareció ser consciente de ello. Entonces reaccionó, quitándose tranquilamente la prenda que ardía y tirándola a un lado, para quedarse cubierta sólo con las vendas que le llegaban de pies a cabeza, tan blancas e intactas como si envolviesen el cadáver de alguna antigua reina del desierto recién embalsamada y lista para su entierro. Miró largo y tendido hacia los árboles, sonrió y movió lentamente la cabeza.

Dijo en kántico algo que le resultaba divertido. Aunque Morveer no dominase aquel idioma, le pareció que significaba «Ishri, aún no lo has perdido». Barrió con sus ojos negros la parte del trigal donde se ocultaba Morveer, quien no tardó en zambullirse en él con la mayor alacridad posible; luego dio media vuelta y dobló la destrozada esquina del granero por donde había salido. Escuchó que seguía diciéndose:

—Aún no lo he perdido.

Morveer se quedó solo, con un deseo insuperable (aunque, en su opinión, completamente justificado) de huir y no volver jamás a aquel lugar. Por eso reptó como un gusano por el trigal sembrado con restos de cadáveres y cuajarones de sangre. Hacia los árboles, despacio, a pesar del dolor que sentía, resollando por los pulmones que le ardían, con el terror pegado a su trasero mientras recorría aquel trayecto que se le hacía tan largo.