Creándose problemas

Nicomo Cosca cerró los ojos, se lamió los risueños labios, inspiró profundamente por la nariz, anticipándose a la sensación que adivinaba, y levantó la botella. Un trago, un trago, un trago. La familiar promesa del gollete al tocar los dientes, la refrescante humedad en la lengua, la tranquilizadora sensación de la garganta que ingiere el líquido… todo magnifico…, si aquel líquido no hubiese sido agua.

Empapado en sudor y vestido sólo con el camisón, acababa de levantarse furtivamente del lecho para bajar a la cocina en busca de vino. O de cualquier otro brebaje capaz de embriagar a un hombre. Lo que fuera, y le costara lo que costase, con tal de que el polvoriento dormitorio dejara de dar vueltas a su alrededor como un carruaje que se sale de la carretera; con tal de que las hormigas que se paseaban por todo su cuerpo y el dolor de cabeza que le machacaba constantemente desaparecieran. A la mierda el cambio; a la mierda la venganza de Murcatto.

Como suponía que todos estarían acostados, se retorció de frustración al comprobar que Amistoso se encontraba al lado de la estufa, preparando las gachas que serían el desayuno de todos. Pero luego (tuvo que admitir que le resultaba extraño) se alegró de encontrarse en compañía del presidiario. Había algo mágico en el aura de tranquilidad que rodeaba a Amistoso. Su aplomo era tan grande que lo disfrutaba en silencio, sin importarle lo que los demás pudieran pensar. Y eso bastó para que Cosca se decidiera a buscar la tranquilidad que le era tan necesaria. Una tranquilidad que nada tenía que ver con el recogimiento, porque estuvo hablando sin que nadie le interrumpiese hasta que las primeras luces se insinuaron por los resquicios de las contraventanas para dar paso a la aurora.

—¿Que por qué diablos estoy haciendo esto a mis años, Amistoso? ¿Luchar, a mi edad? ¡Luchar! Jamás me gustó esa parte del negocio. ¡Y estar en el mismo bando que ese gusano autocomplaciente de Morveer! ¿Al lado de un envenenador? Esa manera suya de matar a la gente apesta. Y soy completamente consciente, por supuesto, de estar rompiendo la primera regla del soldado.

Amistoso levantó imperceptiblemente una ceja sin dejar de mover las gachas. Aunque Cosca estuviese casi seguro de que el presidiario sabía a qué se debía su presencia en la cocina, Amistoso no lo dio a entender. Por lo general, los presidiarios son gente muy educada, porque los malos modos suelen resultar fatales en la cárcel.

—¿La primera? —preguntó Amistoso.

—Jamás luches a favor de los perdedores. Aunque siempre despreciara al duque Orso de una manera ardientemente apasionada, hay un abismo tan enorme como potencialmente fatal entre odiar a un hombre y hacerlo todo por él —golpeó blandamente con un puño la superficie de la mesa, y la maqueta del palacio de Cardotti se estremeció—. Sobre todo, si aplicamos esta teoría al comportamiento de cierta mujer que ya me traicionó una vez…

Como la paloma doméstica, que siempre vuelve a la jaula que ama y odia al mismo tiempo, su mente volvía a Afieri después de los nueve años que había malgastado. Como en tantas ocasiones, ya fuera en habitaciones perennemente apestosas, en pensiones de mala muerte o en tabernas destartaladas, dispersas a lo largo y ancho del Círculo del Mundo, se imaginó los caballos bajando con un galope atronador por la larga pendiente, con el sol a la espalda. Bonita demostración, aunque un tanto ostentosa, pensó mientras llegaba la caballería y él sonreía entre las brumas del alcohol para ver cómo quedaba. Recordó su desánimo al comprobar que los jinetes no se detenían. La enfermiza sensación de horror cuando chocaron con sus propias líneas desprevenidas. La mezcla de furia, desesperación, disgusto, ebriedad y vértigo cuando montó en su caballo para huir, mientras su destartalada brigada caía a su alrededor, hecha añicos junto con su reputación. La misma mezcla de furia, desesperación, disgusto, ebriedad y vértigo que a partir de entonces le había seguido como si fuera su sombra. Al ver el reflejo distorsionado de su cara marchita en el curvo vidrio de la botella de agua, frunció el ceño.

—Los recuerdos de nuestras glorias se disipan —dijo entre susurros— y se pudren, dando paso a anécdotas de medio culo, ligeras y tan poco convincentes como las mentiras que suelta la vil chusma. Los fallos, las decepciones, los pesares, mantienen la crudeza de cuando sucedieron. La sonrisa de una niñita, a la que jamás dimos importancia. Una pequeña injusticia, por la que culpamos a otro. Un hombro sin nombre, que nos golpeó entre la muchedumbre y nos dejó cabreados durante días o meses. Para siempre —torció un labio—. El pasado está construido con todo eso. Los momentos mezquinos que nos convierten en lo que somos.

Amistoso seguía sin decir nada, haciendo que Cosca hablase aún más que si le hubiese dicho algún cumplido.

—Y ninguno fue más amargo que aquel en que Monzcarro Murcatto se volvió contra mí, ¿eh? Debería vengarme de ella en lugar de ayudarla a vengarse. Debería matarla, junto con Andiche, Sesaria, Victus y todos los bastardos de las Mil Espadas que antaño fueron amigos míos. Por eso mismo, Amistoso, me hago la siguiente pregunta: ¿Qué cojones hago en este sitio?

—Hablar.

Cosca lanzó una risotada.

—Como siempre. En lo que concierne a las mujeres, mi juicio siempre fue muy pobre —tosió mientras reía—. A decir verdad, mis juicios siempre han sido desacertados. Por eso, mi vida no ha sido más que una serie de sobresaltos —dejó la botella encima de la mesa con un pequeño golpe—. ¡Pero, basta ya de filosofía barata! Lo cierto es que necesito una oportunidad, que necesito cambiar y, lo que es más importante, que necesito desesperadamente el dinero —se levantó—. Que se joda el pasado. ¡Soy Nicomo Cosca, maldición! ¿Miedo? ¡Me río en su cara! —hizo una pausa momentánea y añadió—: Y ahora me vuelvo a la cama. Mis más sentidas gracias, maese Amistoso, tu conversación es de las más agradables que haya conocido.

Durante un instante, el presidiario apartó la mirada de las gachas.

—Pero si apenas he dicho una palabra.

—Pues por eso.

El desayuno de Morveer reposaba encima de la mesita del pequeño dormitorio que ocupaba, el cual debía de haber sido la despensa superior de aquel almacén, para entonces abandonado, que se levantaba en uno de los distritos más insalubres de Sipani, una ciudad que siempre había despreciado. El refrigerio consistía en un cuenco de aspecto informe que estaba lleno de gachas de cebada, una copa vieja de té hirviente, un vaso barato lleno de leche medio agria y agua templada. Al lado de todo aquello, puestos en fila, había hasta diecisiete viales, botellas y tarros, llenos con sus correspondientes pastas, líquidos y polvos, y ordenados desde los colores menos claros hasta el blanco, pasando por el tono oscuro del cuero y el azul verdoso del aceite de escorpión.

Morveer metió a regañadientes la cuchara en las gachas y se la llevó a la boca. Mientras deglutía su contenido con escaso apetito, levantó los tapones de los cuatro primeros recipientes, sacó una aguja centelleante del paquete, la hundió en el primer recipiente y luego se pinchó con ella en el dorso de la otra mano. Luego volvió a repetir la misma operación con los tres recipientes restantes y arrojó lejos la aguja. Al ver que una pequeña perla de sangre brotaba de cada uno de los pinchazos, parpadeó y hundió nuevamente la cuchara en el cuenco, apoyándose en el respaldo de la silla y dejando que su cabeza colgase al sentir el mareo.

—¡Maldito larync! —exclamó, pensando que era preferible soportar una pequeña dosis todas las mañanas, a pesar de las leves molestias que ello le ocasionase, que otra mayor, administrada por malicia o despiste, que podría reventarle todos los vasos sanguíneos del cerebro.

Hizo de tripas corazón para tomarse otra cucharada de gachas frías, abrió la lata que estaba al lado, sacó un pellizquito de raíz de mostaza, cerró una de sus fosas nasales y lo aspiró por la otra. Se estremeció cuando el polvo quemó los circuitos de su nariz y le dejó insensibles dientes y labios. Se bebió un buen trago de té y descubrió que quemaba mucho, tanto que estuvo a punto de vomitarlo.

—¡Maldita raíz de mostaza! —aunque, en varias ocasiones, hubiera empleado eficazmente aquella porquería contra varios objetivos, no le apetecía convertirse personalmente en uno de sus consumidores. Todo lo contrario. Tomó un sorbo de agua e hizo gárgaras con él, en un vano intento por eliminar su sabor acre, sabiendo que seguiría agazapado detrás de su nariz durante varias horas.

Puso en fila los seis receptáculos siguientes y los desenroscó o les quitó el tapón, según lo que correspondiese. Habría podido beberse el contenido de todos ellos uno tras otro, pero los largos años que llevaba desayunándose de aquella singular manera le habían enseñado que lo mejor era tomárselo todo al tiempo. Así pues, midió las cantidades apropiadas, las echó en el vaso de agua, las mezcló cuidadosamente con la cuchara, se concentró y, haciendo aspavientos, se lo tragó todo de tres veces.

Morveer dejó el vaso en el suelo, se enjugó las lágrimas y se permitió lanzar un pedo acuoso. Sintió un amago de náusea que desapareció al momento. A fin de cuentas, llevaba veinte años haciéndolo durante todas las mañanas. Si aún no se había acostumbrado…

Fue hacia la ventana, abrió sus jambas de par en par y metió la cabeza entre ellas, justo a tiempo de rociar con su magro desayuno el mísero callejón que se encontraba al lado del almacén. Emitió un gemido de amargura mientras se echaba hacia atrás, se quitó el moco ardiente que tenía en la nariz y caminó con paso incierto hacia el lavabo. Llenó la pileta de agua y se la echó por toda la cara, mirando fijamente su reflejo en el espejo cuando el agua cayó goteando de sus cejas. Lo peor de todo aquello era que tenía que obligar a sus tripas rebeldes a aceptar más gachas. Uno más de todos los sacrificios anónimos con los que se castigaba para seguir siendo uno de los mejores.

Los demás niños del orfanato nunca apreciaron sus talentos especiales. Tampoco su maestro, el infame Moumah-yin-Bek. Su mujer tampoco le apreciaba. Tampoco los numerosos aprendices que había tenido. Y en aquellos momentos le parecía que su reciente patrona tampoco apreciaba su falta de egoísmo, su inquietud, los (no, no era ninguna exageración) heroicos esfuerzos que hacía para caerle bien a ella. Nicomo Cosca, aquel disoluto y viejo pellejo de vino, recibía mucho más respeto que él.

—Estoy condenado —murmuró desconsoladamente—, condenado a dar, a dar, sin recibir nada a cambio.

Un golpecito en la puerta. Y la voz de Day.

—¿Estás listo?

—Un momento.

—Todos están bajando por las escaleras. Hay que irse al palacio de Cardotti. Echar los cimientos. La importancia de la preparación y todo eso —era como si hablase con la boca llena. De hecho, lo contrario hubiera sido una sorpresa—. Yo les pondré al día por ti —y escuchó sus pasos al bajar.

Al menos había una persona que mostraba la necesaria admiración por sus dotes educativas, que le hacía partícipe del debido respeto, que excedía sus más altas expectativas. Fue consciente de confiar cada vez más en ella, tanto desde el punto de vista práctico como emotivo. Quizá más de lo que aconsejase la precaución.

Pero incluso un hombre con el extraordinario talento de Morveer no puede pensar en todo. Suspiró hondamente y se apartó del espejo.

Los artistas, o los asesinos, pues eran ambas cosas, cubrían el suelo del almacén. Veinticinco en total, si Amistoso era incluido finalmente en el recuento que se acababa de hacer. Las tres bailarinas gurkas se sentaban con las piernas cruzadas, dos de ellas con sus elaboradas máscaras de gato aún encima de sus cabelleras negras y aceitadas. Como la tercera se la había puesto sobre el rostro, sus ojos relucían oscuros tras las oblicuas mirillas practicadas en ella, mientras acariciaba suavemente una curva daga. Los de la banda, que acababan de ponerse unas chaquetillas negras muy limpias y unas mallas grises y amarillas, y se cubrían el rostro con unas máscaras plateadas que adoptaban la forma de las diferentes notas musicales, practicaban una jiga que aún no conseguían dominar.

Escalofríos, que estaba de pie cerca de ellos, se cubría los hombros con una túnica de piel mientras agarraba un escudo redondo de madera, bastante grande, con una mano y una pesada espada con la otra. Rizos Grises se encontraba frente a él, con una máscara de hierro que le cubría toda la cara y una maza enorme, reforzada con remaches de hierro, en las manos. Escalofríos hablaba muy deprisa en norteño, indicándole a Rizos Grises las maniobras que iba a hacer con la espada para que él reaccionase ante ellas y así pudieran ir preparando el espectáculo que iban a dar.

Barti y Kummel, los acróbatas, vestían una abigarrada ropa a cuadros que se les adhería al cuerpo, mientras discutían entre sí en el idioma de la Unión y uno de ellos agitaba con mucha pasión una especie de puñal. El Increíble Ronco lo observaba todo a cubierto de su máscara pintada de rojo, naranja y amarillo, colores todos ellos tan chillones que parecían llamas que bailoteasen. A su espalda, los tres juglares llenaban el aire con una cascada de cuchillos relucientes que brillaban y parpadeaban en la penumbra. Otros se apoyaban en cajas, se sentaban en el suelo con las piernas cruzadas, hacían cabriolas, afilaban las hojas de espadas y cuchillos o remendaban sus trajes.

Escalofríos apenas reconoció al propio Cosca cuando lo vio ataviado con una gruesa casaca de terciopelo con bordados de plata, un sombrero de copa en la cabeza y un largo bastón de color negro y empuñadura de oro macizo en la mano. Había disimulado con maquillaje el sarpullido que tenía en el cuello. Sus bigotes entreverados de gris habían quedado encerados para convertirse en dos curvas rutilantes; sus botas, luego de quedar limpias, brillaban como nunca; y aunque su máscara tuviese unas incrustaciones de pequeños trocitos de espejo, chispeaba mucho menos que los ojos que se escondían detrás.

Se contoneó mientras llegaba al lado de Amistoso, con esa sonrisa autocomplaciente que el jefe de pista siempre exhibe en el circo, y dijo:

—Espero que estés bien, amigo mío. Nuevamente gracias por escucharme esta mañana.

Amistoso asintió, reprimiendo una mueca. Aquella aura de buen humor de Cosca tenía algo mágico, porque él sabía que podría hablar y hablar, y eso le daba confianza, y también sabía que sería escuchado y que podría reír y que Amistoso le comprendería. Y por todo eso, a Amistoso casi le entraron ganas de hablar también él.

Cosca acababa de sacar algo. Una máscara que parecía dos dados juntos. Curiosamente, aquellos dados marcaban un uno doble, porque los agujeros para los ojos eran otros tantos puntos negros en sus caras visibles.

—Espero que esta noche me hagas el favor de controlar el tablero de los dados.

Amistoso recogió la máscara con mano temblorosa y dijo:

—Será un gran placer.

Su loca tripulación recorría las retorcidas calles mientras las brumas matinales comenzaban a levantarse… bajando por callejones poco iluminados, cruzando estrechos puentes, atravesando jardines oscuros y decaídos y recorriendo húmedos túneles, siempre con pisadas que suscitaban ecos en las sombras. La traicionera agua jamás estaba lo suficientemente lejos, se decía Escalofríos mientras fruncía la nariz ante el pestazo a sal de los canales.

Media ciudad estaba disfrazada, como si todos sus habitantes tuviesen que celebrar algo. Los que no estaban invitados al gran baile en honor de los regios visitantes de Sipani se habían preparado una fiesta por su cuenta, y buena parte de ellos parecían estar a punto de inaugurarla. Si algunos no se habían quebrado la cabeza a la hora de los disfraces, poniéndose las casacas y atavíos de los domingos con el añadido de un simple antifaz, otros parecían haber enloquecido: pantalones enormes, zapatos de tacón, rostros pintados de oro y plata que gruñían como animales y hacían muecas de locos. A Escalofríos le recordaron la cara de Nueve el Sanguinario cuando luchó con él en el círculo, porque su sonrisa diabólica estaba manchada de sangre. Todo aquello le ponía de los nervios. Lo mismo que ir vestido con pieles y cueros, como en el Norte, y cargar con una espada y un escudo bastante pesados que apenas diferían de los de verdad. Un numeroso grupo de individuos se cruzó con ellos, todos cubiertos con plumas amarillas y máscaras de enormes picos que chillaban como una bandada de gaviotas locas. Y también le puso de los nervios.

Cubierto por la bruma, pudo distinguir que doblaban esquinas y cruzaban plazas en penumbra, siempre bajo la mirada de formas extrañas cuyas risotadas y parloteos resonaban en los callejones de madera. Monstruos y gigantes. Aquella ocurrencia consiguió que a Escalofríos comenzaran a picarle las palmas de las manos, porque acababa de recordar cuando el Temible había salido de la bruma que rodeaba Dunbrec para llevar consigo la muerte. Pero sólo se trataba de unos bastardos idiotas con zancos. Ponle a una persona una máscara y sucederá algo inusual y fantástico. No sólo cambiará de aspecto, sino de comportamiento. En ocasiones dejará de ser una persona para convertirse en… otra cosa.

A Escalofríos no le gustaba nada todo aquello que, por otra parte, nada tenía que ver con el hecho de que fuera a tomar parte en un asesinato. Le parecía que aquella ciudad se levantaba en el mismísimo borde del infierno y que los demonios salían de él para pasearse por las calles y mezclarse con los asuntos cotidianos de la gente, evitando hacer cualquier cosa fuera de lo corriente. Pero no podía olvidar que, de entre toda aquella gente que le parecía extraña y peligrosa, la que componía su grupo era la más extraña y peligrosa con la que jamás se hubiese encontrado. Si en aquella ciudad había demonios, él era uno de los peores. Y cuando ese pensamiento comenzó a echar raíces en su mente, no resultó, precisamente, muy reconfortante.

—¡Por aquí, amigos! —Cosca les hizo atravesar una plaza rectangular formada por cuatro árboles desangelados y sin hojas y un edificio bastante grande en penumbra, construido de madera y con un patio en su interior. Idéntico al que se había encontrado encima de la mesa del almacén durante los últimos días. Como cuatro guardias bien armados y de ceño fruncido rodeaban una verja de hierro, Cosca, haciendo ruido con los tacones, subió a buen paso los escalones que conducían hasta ellos y dijo:

—¡Buenos días tengan ustedes, caballeros!

—El Cardotti está cerrado —dijo con un gruñido el que estaba más cerca—. Y seguirá cerrado por la noche.

—Pero no para nosotros —Cosca movió el bastón para señalar a su variopinta tropa—. Somos los artistas de la función privada que va a darse esta misma noche, escogidos y contratados especialmente por la consorte del príncipe Ario, Carlot dan Eider. Y ahora, abran enseguida la puerta, porque tenemos que atender a los numerosos preparativos. ¡Vamos, mis niños, y no os entretengáis! ¡Hay que divertir a la gente!

El patio era mucho mayor de lo que Escalofríos había supuesto y también mucho más frustrante, porque se suponía que formaba parte del mejor burdel del mundo. Pero sólo era una zona empedrada llena de musgo en la que habían instalado unas cuantas mesas y sillas desvencijadas, pintadas con una purpurina que comenzaba a pelarse. Varias cuerdas colgaban de las ventanas del piso de arriba, donde unas cuantas sábanas ondeaban para secarse. Unas barricas de vino se amontonaban en un rincón. Un hombre muy mayor y torcido barría el suelo con una escoba que estaba en las últimas. Una mujer gorda restregaba una prenda de ropa interior en un barreño. Otra se miraba circunspecta las uñas mientras manejaba un fichero. Poco después se repantigó en su silla y, mientras aspiraba el humo de una pequeña pipa de arcilla de chagga, estudió la ficha en la que estaban escritos los nombres de los artistas.

—Nada es más mundano ni menos excitante que ver una casa de putas a plena luz del día, ¿estás de acuerdo?

—Creo que sí —Escalofríos veía que los malabaristas habían encontrado un rincón donde poner sus cosas, entre ellas sus relucientes cuchillos.

—Siempre pensé que la vida de una puta debía de ser bastante buena. O, al menos, próspera. Ves cómo van pasando los días y cuando finalmente te llaman para que hagas el trabajo, la mayor parte te lo pasas tumbada debajo.

—No veo mucho honor en eso —comentó Escalofríos.

—Al menos, la mierda hace que las flores crezcan. El honor no es tan provechoso.

—¿Y qué pasa cuando te haces vieja y ya no quieres que te den más caña? Creo que sólo sacas fuera tu desesperación, mientras te guardas un montón de pesares.

Bajo su máscara, la sonrisa de Cosca se convirtió en una mueca de tristeza.

—Amigo mío, como hacemos todos. Sucede en todos los negocios, y los nuestros no son diferentes. Ser soldado, matar, como quieras llamarlo. Nadie te quiere cuando te haces viejo —dio un empujón a Escalofríos cuando entró en el patio, moviendo el bastón de atrás adelante al ritmo de sus zancadas—. De una manera u otra, ¡todos somos putas! —sacó un pañuelo muy historiado de su bolsillo, lo ondeó al pasar al lado de las tres mujeres e hizo una reverencia—. ¡Señoras, es todo un honor!

—¡Capullo viejo e imbécil! —Escalofríos comprendió las palabras que una de ellas decía en norteño justo antes de volver a darle a la pipa. La banda comenzaba a afinar los instrumentos, cuyos sonidos se convirtieron en un triste lamento en cuanto comenzaron a tocar con ellos.

En el patio había dos puertas bastante grandes; la de la izquierda llevaba al salón de juego, y la de la derecha al de fumadores; de ambos salones se llegaba a las dos escaleras. Sus ojos recorrieron la pared cubierta de hiedra y las arañadas planchas de madera oscurecidas por la humedad de aquel clima, para llegar a la hilera de estrechas ventanas de la primera planta. Las habitaciones para el solaz de los invitados. Luego sus ojos, al seguir subiendo, contemplaron unas ventanas más grandes de cristal emplomado, situadas justo debajo del tejado: la suite real, que acogía a los visitantes de mayor rango, donde, dentro de unas horas, planeaban dar la bienvenida al príncipe Ario y a su hermano Foscar.

—Uh —se volvió al sentir un golpecito en el hombro, y entonces se quedó medio bizco.

Una mujer alta estaba junto a él, con una piel de color negro brillante alrededor de los hombros y unos largos guantes negros en sus largos brazos, con una cabellera negra y peinada hacia un lado que pendía suave y tersa sobre su blanco rostro. Su máscara estaba sembrada de partículas de vidrio, excepto en las hendiduras por donde sus ojos le miraban con fulgor.

—Er… —Escalofríos tuvo que hacer de tripas corazón para no mirarle las tetas, porque la sombra que se formaba entre ellas atraía tanto a sus ojos como el panal de miel al oso—. Si puedo hacer algo… ya sabe…

—Ah, ¿sí? No sé —torció una de las comisuras de sus labios pintados, como si se burlara o como si él le divirtiera. A Escalofríos le pareció que su voz tenía un sonido familiar.

—¿Monza? —preguntó, casi susurrando.

—¿Qué otra mujer tan elegante como yo le hubiera dicho algo a un tipo como tú? —le miró de arriba abajo—. Esto me trae recuerdos. Pareces tan salvaje como cuando te vi por primera vez.

—Creo que ésa es la idea. Tú pareces, hum… —no conseguía encontrar la palabra.

—¿Una puta?

—Bueno, quizá, pero una bastante cara.

—No me gustaría parecerme a una barata. Me voy para arriba a esperar a nuestros invitados. Si todo va bien, te veré en el almacén.

—Sí. Si todo va bien —la vida de Escalofríos tenía la mala costumbre de no ir nunca bien. Frunció el ceño al mirar las ventanas emplomadas—. Y tú, ¿estarás bien?

—Oh, puedo manejar a Ario. Es lo que siempre he estado esperando.

—Ya lo sé, pero me refería a…, bueno, si quieres que esté más cerca…

—Me gustaría que tu diminuta mente dejara de tener las cosas bajo control. Permíteme que me preocupe de mis asuntos.

—Lo que me preocupa es que se nos pueda escapar algo.

—Siempre tan optimista —levantó un hombro mientras se iba.

—Quizá sólo quisiera disuadirme —dijo para sí. Pero, aunque no le gustase que le hablara de aquella manera, aún le gustaba mucho menos que ni siquiera le hablase. Al volverse y ver que Rizos Grises le miraba burlón, hizo una higa a aquel viejo bastardo—. ¡No te quedes ahí! ¡Dibujemos de una vez el maldito círculo antes de hacernos viejos!

Monza estaba lejos de sentirse bien mientras apretaba los dientes y recorría el salón de juego en compañía de Cosca. No estaba acostumbrada a los zapatos de tacón alto. Tampoco a las medias que le cubrían las piernas. Y como, por lo general, los corsés solían ser una tortura, el que llevaba no era la excepción y le apretaba mucho, aun habiendo reemplazado dos de sus ballenas por otros tantos estiletes que ocultaban sus puntas y mangos donde la espalda pierde su honroso nombre. Los tobillos, las rodillas y las caderas le latían. Aunque, como siempre, la idea de fumarse una pipa se insinuase en la trastienda de su mente, intentó ignorarla. Y puesto que aquellos últimos meses había soportado mucho dolor, una pizca más sería muy poco precio que pagar por acercarse a Ario. Sólo lo suficiente para clavar un puñal en aquel rostro burlón. Sólo con pensarlo, su contoneo se hizo más arrogante.

Carlot dan Eider los aguardaba en el extremo de la estancia, mirándolos con un talante de regia superioridad entre dos mesas de juego cubiertas con sábanas grises, ataviada con un vestido rojo que le hacía parecer una emperatriz de leyenda.

—¿Te has fijado en cómo nos hemos vestido? —Monza rezongó en cuanto se acercó a ella—. Una general vestida de puta y una puta vestida de reina. Esta noche todo el mundo pretende ser lo que no es.

—Así es la política —la amante de Ario torció el rostro al ver a Cosca—. ¿Y éste quién es?

—Maestre Eider, qué honor tan deliciosamente inesperado —el viejo mercenario hizo una reverencia mientras se quitaba el sombrero, exponiendo su escabrosa calva empapada de sudor—. Nunca imaginé que volveríamos a encontrarnos.

—¡Usted! —le obsequió con una mirada helada—. Debería haberme imaginado que le contratarían para esto. ¡Pensé que había muerto en Dagoska!

—Eso creyeron, pero lo cierto es que sólo estaba muy, pero que muy borracho.

—No lo suficiente para no querer vengarse de mí.

El viejo mercenario se encogió de hombros y dijo:

—Siempre es de lamentar que la gente honrada acabe siendo traicionada. Cuando le sucede a alguien de mente traicionera, uno no puede reprimir cierta sensación de… justicia cósmica —Cosca hizo una mueca, miró a Eider y luego a Monza—. ¿Tres personas tan leales como nosotros en el mismo bando? Estoy ansioso por ver en qué acaba todo esto.

Monza pensó que todo acabaría en sangre. Acto seguido preguntó:

—¿Cuándo llegarán Ario y Foscar?

—Cuando el gran baile de Sotorius esté terminando. A medianoche, o un poco antes.

—Estaremos esperándolos.

—El antídoto —dijo Eider, casi interrumpiéndola—. He cumplido mi parte.

—Lo recibirás cuando tenga la cabeza de Ario en una bandeja. No antes.

—¿Y si algo sale mal?

—Pues entonces morirás con todos nosotros. Lo mejor es que todo salga como la seda.

—¿Qué te impedirá dejarme morir?

—Mi intachable reputación de jugar limpio y de comportarme bien.

Sorprendentemente, Eider no se rió.

—Intenté hacer las cosas bien en Dagoska —dijo, mientras se clavaba un dedo en el pecho—. ¡Intenté hacer las cosas bien! ¡Intenté salvar a la gente! ¡Y fíjate lo que me costó!

—Quizá el hacer las cosas bien le sirva a uno de lección —Monza se encogió de hombros—. A mí nunca me sirvió.

—¡Ríete! ¿Sabes lo que es estar toda la vida atemorizada?

Monza dio un paso hacia ella y apoyó la espalda en la pared.

—¿Vivir atemorizada? —dijo con voz burlona, y las máscaras de ambas mujeres estuvieron a punto de chocarse una con otra—. ¡Bienvenida a mi perra vida! ¡Y ahora, deja de lamentarte y vete a sonreírles a Ario y a los demás bastardos que están en el baile! —bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Y luego tráenoslo. Y también a su hermano. Haz lo que te digo y aún podrás disfrutar de un final feliz.

Sabía que ninguno de los presentes creía aquellas palabras. Realmente, los festejos de la noche se cerrarían con muy pocos finales felices.

Day movió el taladro por última vez, la madera gimió y la barrena giró finalmente en el vacío. Un chorro de luz taladró las tinieblas del ático y formó un círculo brillante en la mejilla de la joven. Cuando hizo una mueca a Morveer, éste tuvo un recuerdo agridulce y se imaginó el rostro sonriente de su madre a la luz de una vela.

—Ya estamos dentro.

No había lugar para la nostalgia. Se tragó la emoción y gateó, teniendo mucho cuidado de poner los pies encima de las traviesas. Una pierna vestida de oscuro que se asoma por el techo que acaba de hundirse por el peso y que se agita para encontrar el equilibrio, y los hijos de Orso y sus guardias tendrían motivos para preocuparse. Al fisgar por el agujero, sin duda invisible entre las gruesas molduras, Morveer pudo ver una larga extensión del pasillo forrado de madera, y en ella una rica alfombra gurka y dos puertas bastante altas. En la parte superior del marco de la que estaba más cerca, habían grabado una corona.

—La posición es perfecta, querida. La suite real —desde allí podía ver perfectamente a los guardias estacionados delante de cada una de las puertas. Metió la mano en la casaca y arqueó una ceja. Buscó en los demás bolsillos y entonces el pánico hizo mella en él—. ¡Maldición! ¡Me he dejado la cerbatana! Si…

—He traído dos de repuesto, por si acaso.

Morveer se llevó una mano al pecho.

—Gracias a los Hados. ¡No! Al infierno los Hados. Gracias a tu precavida planificación. ¿Dónde estaría yo sin ti?

Day ensayó su usual mueca inocente.

—Dónde estás ahora, pero con una compañía menos encantadora. La precaución primero, y siempre.

Muy cierto —su voz se convirtió en un susurro—. Ya llegan —se refería a Murcatto y a Vitari, que acababan de aparecer, ambas enmascaradas, maquilladas y vestidas, o mejor casi desvestidas, como la mayoría de las empleadas del establecimiento. Vitari abrió la puerta situada debajo de la corona tallada y entró. Murcatto echó una breve mirada al techo, asintió y la siguió—. Ya están dentro. Todo sigue según el plan —pero quedaba el tiempo suficiente para que aún pudiera producirse algún desastre—. ¿Y el patio?

Day reptó sobre su estómago para llegar al extremo del ático donde el tejado se juntaba con las traviesas, y espió por los agujeros que habían hecho y que daban al patio central del edificio.

—Me parece que están a punto de recibir a nuestros invitados. ¿Y ahora?

Morveer se arrastró hasta la minúscula ventana que estaba llena de porquería y quitó varias telarañas con el dorso de una mano. El sol se ponía ya por debajo de la línea quebrada de los tejados, arrojando un resplandor ocre sobre la Ciudad de los Susurros.

—El baile de máscaras pronto decaerá en el palacio de Sotorius. —Al otro extremo del canal, delante de la Casa del Placer de Cardotti, comenzaban a encender las farolas, y la luz de las lámparas salía por las ventanas de los oscuros edificios para luego extenderse por el azul del atardecer. Morveer se quitó las telarañas de los dedos con algo de asco—. Ahora seguiremos sentados en este ático de oscuridad estigia y aguardaremos la llegada de Su Alteza el príncipe Ario.