Reembolsado íntegramente

Monza frunció el ceño al mirar a la cama y a Escalofríos, que había vuelto a ella. Estaba completamente extendido, con la arrugada manta tapándole el estómago. Un brazo le colgaba del colchón, tan largo que apoyaba en el suelo la blanca mano que lo remataba. Un pie enorme sobresalía por debajo de la manta, con negras lúnulas de mugre bajo las uñas. Volvía el rostro hacia ella, tan feliz como un niño dormido, la boca un poco entreabierta. Su pecho y la larga cicatriz que lo cruzaba subían y bajaban al ritmo de su respiración.

A la luz del día, todo aquello parecía un grave error.

Le lanzó las monedas, que tintinearon contra el pecho de Escalofríos y se dispersaron por la cama. Él se despertó con un sobresalto y miró en redondo, aún medio dormido.

—¿Qué sucede? —miró con ojos legañosos la parte de su pecho donde habían caído las monedas.

—Cinco escamas. Es un buen precio por la pasada noche.

—¿Eh? —para despertarse del todo, se llevó dos dedos a los párpados y se los levantó—. ¿Me estás pagando? —se quitó las monedas de encima y las tiró sobre la manta—. Me siento como una puta.

—¿No lo eres?

—No. Aún me queda algo de orgullo.

—O sea, que por dinero puedes matar a un hombre, pero no lamer un coño. Veo que tienes moralidad. ¿Quieres un consejo?

Coge las cinco monedas y dedícate a matar de ahora en adelante. Eso sí que se te da bien.

Escalofríos se dio la vuelta y se subió la manta hasta el cuello.

—Por favor, cierra la puerta al salir. Aquí dentro hace un frío espantoso.

La hoja fabricada por Calvez cortaba el aire de manera asesina. A derecha e izquierda, arriba y abajo. Monza la manejaba en el extremo más alejado del patio, pisando con sus botas el pavimento roto, arremetiendo con el brazo izquierdo, la brillante punta moviéndose como un dardo por encima de la mitad izquierda de su pecho. El aliento vigoroso se condensaba alrededor de su rostro, la camisa se pegaba a su espalda a pesar del frío.

Sus piernas mejoraban lentamente día a día. Aún le ardían cuando se movía deprisa, y por la mañana las tenía tan rígidas como ramas secas y le dolían de un modo espantoso al atardecer, pero al menos podía caminar sin hacer muecas de dolor. A pesar de los chasquidos de las rodillas, parecía tener en ellas algo de elasticidad. Los hombros y la mandíbula los sentía más sueltos. Las monedas que tenía debajo del cuero cabelludo casi no le dolían al pasarles la mano por encima.

Pero la mano derecha seguía tan destrozada como siempre. Se puso la espada de Benna debajo del brazo y se quitó el guante. Incluso aquel simple movimiento le dolía. Cuando aquella cosa retorcida tembló, débil y pálida, vio que la cicatriz que le dejara el alambre de Gobba había tomado un color púrpura cárdeno. Torció el gesto cuando forzó sus retorcidos dedos para que se cerrasen, pero el meñique se obstinaba como siempre en seguir tieso. La ocurrencia de que había sido maldecida para el resto de su vida con aquella discapacidad tan repugnante le ocasionó un repentino acceso de furia.

—Bastardo —dijo entre dientes, y volvió a ponerse el guante. Recordó cuando su padre le había entregado su primera espada, apenas con ocho años. Recordó lo pesada que le había parecido, lo extraña y voluminosa que se veía en su mano derecha. En aquellos momentos, en que la manejaba con la izquierda, aquella sensación no era muy diferente. Pero no tenía más remedio que aprender a manejarla.

Comenzar desde el principio, si eso era lo que quería.

Se situó delante de una ventana podrida y, poniendo la muñeca paralela al suelo, echó la hoja hacia delante. Asestó tres estocadas, arrancando con su punta tres astillas del marco, una encima de otra. Gritó mientras torcía la muñeca y lanzaba una cuchillada hacia abajo, partiéndolo en dos y haciendo volar las astillas.

Mejor. Mejor cada día.

Magnífico —Morveer estaba delante de una puerta, con unos cuantos rasguños frescos en una mejilla—. No habrá ventana de Styria que se nos resista. —Echó a andar por el patio con las manos cogidas por detrás de la espalda—. Me atrevería a decir que aún será más impresionante cuando la mano derecha le funcione mejor.

—No creo que eso sea posible.

—Creo que eso será un gran reto. ¿Ya se ha recuperado de los… ejercicios de la pasada noche con nuestro conocido del Norte?

—Lo que haga en la cama es cosa mía. ¿Y usted? ¿Ya se ha recuperado de su pequeña caída por mi ventana?

—Sólo fueron uno o dos arañazos.

—Qué pena —la espada volvió a su vaina con un fuerte chasquido—. ¿Ya está hecho?

—Lo estará.

—Y él, ¿está muerto?

—Lo estará.

—¿Cuándo?

Morveer miró el cuadrado de cielo azul que se encontraba encima de ellos y dijo:

—La paciencia es la primera de las virtudes, general Murcatto. El banco acaba de abrir sus puertas, y el agente que empleé tarda un poco en hacer efecto. Los trabajos bien hechos suelen tomarse su tiempo.

—Pero ¿funcionará?

—Oh, ciertamente. Será… impresionante.

—Quiero verlo.

—Por supuesto que lo verá. Aunque, incluso en mis manos, la ciencia de la muerte no tenga la precisión de un reloj, creo que el mejor momento para verlo será dentro de una hora. No obstante, debo rogarle con sumo encarecimiento que no toque nada de lo que hay dentro del banco —se volvió para irse y esgrimió un dedo por encima del hombro, diciendo—: Y ponga el máximo cuidado en que nadie la reconozca. Nuestro trabajo en común no ha hecho más que empezar.

Las oficinas del banco estaban llenas de gente atareada. Docenas de escribientes trabajaban en sus grandes escritorios, inclinados encima de los enormes libros mayores, rascando en ellos con sus plumas o dando golpecitos con ellas para luego volver a rascar en el papel. Los aburridos guardias estaban junto a las paredes, vigilando con desgana o no vigilando en absoluto. Monza caracoleó entre grupitos de hombres y mujeres remilgados y acaudalados, y se infiltró entre aquellas líneas de gente enjoyada y perfumada. Escalofríos la seguía, abriéndose camino a codazos. Comerciantes, fabricantes de zapatos y viudas ricas, guardaespaldas y lacayos con cajas fuertes y bolsas de dinero. Por lo que alcanzaba a ver, aquel día era uno de esos en que la Banca de Valint y Balk conseguiría recaudar unos beneficios más que monumentales.

Allí era donde el duque Orso tenía su dinero.

Luego distinguió fugazmente a un hombre enjuto de nariz ganchuda, que hablaba con un grupo de comerciantes vestidos con pieles, mientras dos escribientes le flanqueaban a ambos lados, cada uno con el correspondiente libro mayor bien prieto bajo el brazo. Aquel rostro de buitre resaltaba entre la muchedumbre como una chispa en una bodega, liberando el fuego que consumía a Monza. Era del hombre que debía morir en Westport. Y huelga decir que lo veía demasiado vivo.

Alguien exclamó algo desde un rincón, pero Monza ni se enteró, porque miraba fijamente a Mauthis mientras apretaba las mandíbulas con fuerza. Comenzó a abrirse paso entre las colas que formaba la gente para llegar a donde estaba el banquero de Orso.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Escalofríos al oído, pero ella no le hizo caso y apartó de su camino a un hombre que llevaba un sombrero de copa.

—¡Déjenle un poco de espacio para que pueda respirar! —decía alguien a voz en cuello. La gente que estaba a su alrededor miraba, murmurando y empinándose para poder ver algo, mientras las ordenadas colas comenzaban a disolverse. Monza siguió avanzando, acercándose cada vez más. Cada vez más cerca, en contra de lo que recomendaba la sensatez. No tenía ni idea de lo que pudiera hacerle a Mauthis cuando lo tuviese cerca. ¿Morderle? ¿Decirle «hola»? Ya estaba a menos de diez pasos de él, igual de cerca que cuando había asistido a la muerte de su hermano.

Entonces el banquero se estremeció de dolor. Monza aminoró el paso, caminando con más cuidado entre el gentío. Vio que Mauthis se doblaba en dos como si acabara de recibir un puñetazo en el estómago. Tosió una vez, dos veces… sonoramente, casi como si fuera a vomitar. Dio un paso titubeante y se apoyó en la pared. La gente comenzaba a dar vueltas y el lugar se llenaba con unos susurros de curiosidad que eran como los ecos de aquellas palabras tan insólitas que alguien había dicho antes.

—¡Échense hacia atrás!

—¿Qué pasa?

—¡Denle la vuelta!

Los ojos de Mauthis estaban vidriosos, y las venas se marcaban en su delgado cuello. Se agarró a uno de los escribientes que le acompañaban, y entonces se le aflojaron las rodillas. El escribiente perdió el equilibrio y dejó que su jefe cayera lentamente al suelo.

—¿Señor? ¿Señor?

Fue como si una atmósfera de fascinación, que quitaba el aliento y que lindaba con el miedo, dominase el lugar. Monza se acercó más y espió por encima de un hombro cubierto de terciopelo. La sorprendida mirada de Mauthis se encontró con la suya, y ninguna de ellas se apartó de la otra. La piel de su rostro se quedó tirante, casi a punto de enrojecer, y todas las fibras de sus músculos te tensionaron. Levantó un brazo estremecido hacia ella y apuntó con un dedo huesudo.

—Muh —balbució—. Muh… Muh…

Giró los ojos dentro de sus órbitas y comenzó a agitarse espasmódicamente, estirando y encogiendo las piernas, arqueando la espalda, retorciéndose encima de las baldosas de mármol como el pez al que acaban de sacar del agua. La gente que estaba a su alrededor le miró horrorizada. Uno de ellos se dobló en dos a causa de un súbito acceso de tos. Toda la gente que estaba en las oficinas gritaba.

—¡Socorro!

—¡Por aquí!

—¡He dicho que le dejen espacio para respirar!

Un escribiente se levantó de su escritorio, tirando la silla y agarrándose la garganta con las manos; dio unos pasos titubeantes mientras su rostro se volvía de color púrpura y se derrumbó. Uno de sus zapatos, impulsado por las convulsiones de sus piernas, salió volando. Otro de los escribientes que estaban al lado de Mauthis acababa de ponerse de rodillas para respirar mejor. Una mujer lanzó un grito penetrante.

—¡Por los muertos! —acababa de decir Escalofríos.

Una espuma rosada salía por la boca del banquero. Sus convulsiones le hacían retorcerse. Después cesaron. Su cuerpo se aflojó y quedó extendido en el suelo, con ojos vacuos que miraban hacia más arriba de los hombros de Monza, hacia los bustos de expresión adusta que se alineaban a lo largo de las paredes.

Dos muertos. Quedan cinco.

—¡La peste! —exclamó alguien y, como si un general acabara de ordenar a gritos una carga en el campo de batalla, el lugar se sumió al instante en un caos de empujones. Monza estuvo a punto de quedar aplastada cuando uno de los comerciantes que había estado hablando con Mauthis se volvió para echar a correr. Escalofríos avanzó un paso y le empujó, haciéndole caer encima del cadáver del banquero. Un hombre con unas gafas torcidas se agarró a ella, asustándola por el contraste que sus ojos, terriblemente aumentados por las lentes, hacían con el color rosado de su rostro. Por instinto, ella le propinó un puñetazo con la mano derecha, quedándose sin aliento cuando sus retorcidos nudillos alcanzaron su mejilla para lanzar una sacudida de dolor hasta su hombro, y luego le dio un golpe con el filo de la mano izquierda que le hizo caer de espalda.

Como había dicho Stolicus, ninguna plaga se propaga más deprisa que el pánico, ni es más mortal.

La pátina de la civilización no tardó en desaparecer de aquel lugar. Los ricos y autocomplacientes se habían transformado en animales. Los que intentaban huir eran arrojados a un lado. Los que caían eran tratados sin piedad. Vio que un comerciante seboso golpeaba en el rostro a una dama bien vestida, que chillaba y caía para luego ser llevada a patadas hasta la pared, con la peluca caída encima de la cara. Vio a un viejo que se acurrucaba en el suelo mientras le pataleaba la turba enloquecida. Vio una caja de caudales tirada en el suelo, las monedas de plata desparramadas, ignoradas, impulsadas por los pies de la gente que corría. Era como la locura de la derrota. Los gritos y los empujones, el sudor y el olor del miedo, los cuerpos dispersos y los objetos rotos.

Alguien la empujó y ella contraatacó con un codo, sintiendo un crujido y notando unas gotas de sangre en la mejilla. La presión de la gente le hacía sentirse como la rama que flota en un río, empujada, dando vueltas, rota y enmarañada. Aunque no lo quisiera, acababa de salir por la puerta y se dirigía hacia la calle, sin que sus pies apenas tocaran el suelo, porque la gente se apretaba y se retorcía contra ella, zarandeándola. Caminando de lado, pasó por encima de los escalones, se retorció una pierna al pisar el empedrado del suelo y se quedó apoyada en la pared del banco.

Sintió que Escalofríos la agarraba por el codo y la ayudaba a levantarse, casi cargando con ella. Dos de los guardias del banco estaban cerca, intentando infructuosamente detener aquella oleada de pánico con las astas de sus alabardas. Entonces, la muchedumbre cambió súbitamente de sentido y Monza fue empujada hacia atrás. Entre todos aquellos brazos desfallecidos vio a un hombre en el suelo que se estremecía y escupía una espumilla roja en el empedrado. Una pared de rostros tan aterrorizados como fascinados se desplomó y fue apartada cuando los demás intentaron huir de aquel hombre.

Monza se sentía mareada, y la boca le sabía amarga. Escalofríos llegó a su lado, respirando sonoramente y mirando todo el tiempo por encima del hombro. Ambos doblaron la esquina del banco y se dirigieron a su destartalada casa, mientras el enloquecido clamor moría a sus espaldas. Vio a Morveer asomado a la ventana más alta, como si fuera un acaudalado mecenas que disfrutase de una obra de teatro en su palco privado. Hizo una mueca y les saludó con una mano.

Escalofríos rezongó algo en su propio idioma mientras abría la pesada puerta y Monza le seguía. Ella agarró la Calvez y enfiló hacia las escaleras, subiendo los peldaños de dos en dos sin apenas importarle la quemazón que sentía en las rodillas.

Cuando llegó arriba, Morveer aún seguía junto a la ventana, cerca de su ayudante, quien, con las piernas cruzadas y según su costumbre, ya había dado cuenta de media hogaza de pan.

—¡Menuda barahúnda se ha organizado en la calle! —cuando volvió la cabeza y vio a Monza, la sonrisa se borró de su rostro—. ¿Qué? ¿Está vivo?

—Está muerto. Junto con varias docenas de personas.

—En un establecimiento de esa naturaleza, los libros se mueven constantemente de uno a otro lado —Morveer apenas enarcaba las cejas—. No podía permitirme que Mauthis dejase aquella oficina para ir a trabajar a otra. Day, ¿de qué no nos fiamos nunca?

—De las probabilidades. La precaución primero, y siempre —Day pegó otro mordisco al pan y añadió, hablando entre dientes—: Por eso echamos veneno en todos. En todos los libros mayores que había en el banco.

—Eso no era lo acordado —Monza estaba enfadada.

—Yo creo que sí. Cueste lo que cueste, así me dijo usted, no importa cuánta gente haya que matar por el camino. Ésos son los únicos términos bajo los que trabajo. Todos los que no sean así acaban por dar lugar a malentendidos —Morveer parecía entre asombrado y divertido—. Soy completamente consciente de que algunas personas se sienten incómodas con el asesinato a gran escala, pero nunca pude imaginarme que usted, Monzcarro Murcatto, la Serpiente de Talins, la Carnicera de Caprile, fuese una de ellas. No debe preocuparse por el dinero, Mauthis sólo le costará las diez mil que acordamos. El resto está libre de…

—¡Necio, no es cuestión de dinero!

—Entonces, ¿de qué es cuestión? Me comprometí a hacer el trabajo que usted me encargó y lo terminé con éxito, ¿en qué he podido fallar? Y como ha dicho que nunca supuso que el resultado fuera el que ha sido, puesto que no quiso encargarse del trabajo, ¿en qué ha podido fallar usted? Así pues, la responsabilidad ha ido a parar entre los dos, como el chorizo que cae verticalmente por el ojete del mendigo y va a parar a la letrina y se pierde de vista para siempre, sin causar más molestias a nadie. ¿Cómo lo llamaremos? ¿Un desafortunado malentendido? ¿Un accidente? ¿Como si una ráfaga de viento soplara de repente y tirase un árbol de buen tamaño y éste, al caer, pillase debajo a todos los insectos que había por allí y los aplastara… dejándolos… muertos?

—Los aplastara —repitió Day, haciéndose la bromista.

—Si su conciencia le importuna…

Monza sintió una punzada de dolor en la mano enguantada cuando agarró con fuerza la vaina de la espada y sus retorcidos huesos rechinaron.

—La conciencia es una excusa para no hacer lo que hay que hacer. Aquí estamos hablando de tener las cosas bajo control. A partir de ahora, nos ceñiremos al hecho de matar a la gente una a una.

—¿Usted cree?

Monza se acercó de una zancada al envenenador, que retrocedió mientras su mirada nerviosa iba a su espada y luego a ella.

—No me ponga a prueba. Nunca. Una a una. Como he dicho.

—Usted es la clienta, por supuesto —dijo Morveer después de aclararse la garganta—. Procederemos como ordene. Realmente no hay motivos para enfadarse.

—Oh, puedo asegurarle que cuando esté enfadada lo sabrá.

—Day, ¿cuál es la tragedia asociada con nuestra profesión? —Morveer miraba a Monza como apenado.

—Que no se nos aprecia —su ayudante acababa de hacer desaparecer en la boca el último trocho de corteza.

Precisamente eso. Vamos, salgamos a dar una vuelta por la ciudad mientras nuestra clienta decide qué nombre de su pequeña lista merece nuestras atenciones. Creo que la atmósfera de este lugar huele un poquito a hipocresía. —Y echó a andar con aires de inocencia injuriada. Day le miró con esos ojos suyos de pestañas con el color de la arena, se encogió de hombros, se levantó, se quitó las miguitas de la pechera de la camisa y siguió a su maestro.

Monza se asomó por la ventana. La mayor parte de la muchedumbre se había dispersado. Varios grupos de gente nerviosa y la guardia ciudadana acababan de aparecer para bloquear la calle que se encontraba delante del banco, manteniéndose a buena distancia de las formas inmóviles que habían quedado tiradas en el empedrado. Se preguntó qué hubiera podido decirle Benna al enterarse de lo que había pasado. Lo más seguro, que se tranquilizara. Que lo analizara.

Cogió un arcón con ambas manos y gruñó mientras lo lanzaba por la habitación. Se aplastó contra la pared, lanzando trozos de yeso por todas partes para luego caer al suelo y abrirse, dispersando la ropa por él.

—He terminado —dijo Escalofríos, que la vigilaba desde la puerta.

—¡No! —exclamó ella—. No. Aún necesito que me ayudes.

—Matar a alguien mientras lo miras de frente es una cosa…, pero esto…

—El resto será diferente. Yo haré que lo sea.

—¿Unos asesinatos bonitos y limpios? Lo dudo. En cuanto decides comenzar a matar, es difícil controlar el número de muertes —Escalofríos movió lentamente la cabeza—. Morveer y su zorrita quizá puedan mirar hacia otro lado y sonreír, pero yo no.

—Y, ¿ya está? —se acercó despacio hasta él, como suele hacerse con los caballos asustadizos, a los que se les fulmina con la mirada para que se detengan—. ¿De vuelta al Norte, con cincuenta escamas para el viaje? ¿De vuelta a las greñas, a las camisas baratas y a la sangre en la nieve? Suponía que tenías orgullo. Suponía que querías hacer algo mejor que eso.

—Tienes razón. Quería ser mejor.

—Lo puedes ser. Quédate. ¿Quién sabe? A lo mejor puedes salvar muchas vidas —puso suavemente la mano izquierda encima de su hombro—. Llévame por el buen camino. Así podrás ser bueno y rico al mismo tiempo.

—Estoy comenzando a dudar de que un hombre pueda ser ambas cosas a la vez.

—Ayúdame. Tengo que hacerlo… por mi hermano.

—¿Estás segura? Los muertos son agua pasada. La venganza es por ti.

—¡Pues, entonces, por mí! —tras aquel sobresalto intentó que su voz volviera a ser tan melosa como antes—. ¿No puedo hacer nada para que cambies de parecer?

Él hizo un puchero con la boca cuando preguntó:

—¿No me iras a tirar otra vez cinco monedas, verdad?

—Eso no estuvo bien —levantó la mano y recorrió con ella el perfil de su mandíbula, intentando encontrar las palabras apropiadas que pudieran convencerle—. No te lo merecías. Perdí a mi hermano, que era lo único que tenía. Y no quiero perder nada más… —dejó la frase sin terminar.

Para entonces, Escalofríos la miraba de un modo muy raro. En parte enfadado, en parte ansioso, en parte avergonzado. Guardó silencio durante un buen rato, en el que ella pudo ver cómo tensionaba y luego relajaba los músculos de su rostro.

—Diez mil —dijo.

—Seis.

—Ocho.

—Hecho —Monza dejó caer la mano y ambos se miraron fijamente—. Vete haciendo el equipaje. Nos vamos dentro de una hora.

—De acuerdo —Escalofríos salió por la puerta con cara de culpable y ni siquiera la miró.

Eso era lo malo de las personas buenas. Que siempre salían muy caras.