Escalofríos apenas se alegró por el hecho de que el gran duque Rogont hubiese muerto. Quizá hubiera debido pensar en él como el «rey Rogont», pero ya no importaba; por eso su mueca se hizo más grande.
En vida, uno puede ser todo lo importante que quiera, pero, cuando regresa al barro, todo eso ya no importa. Sólo dura un instante. Y puede suceder en el momento más tonto. Un antiguo amigo de Escalofríos había combatido durante siete días en la batalla de los Sitios Altos sin recibir ni un solo arañazo. Pero cuando, a la mañana siguiente, se marchó del valle, se hirió con una espina. La mano se le gangrenó y pocas noches después moría balbuciendo. Y nada importante se puede sacar de ello. Excepto, quizá, que hay que tener cuidado con las espinas.
Pero ni siquiera una muerte noble es mejor, como la que le acaeció a Rudd Tresárboles cuando encabezó la carga espada en mano, mientras la vida se le escapaba. Aunque hubieran compuesto una canción en su recuerdo que sonaba fatal cuando la cantaban los borrachos, para los muertos la muerte seguía siendo la muerte, que a todos trata por igual. La Gran Niveladora, como la llamaba la gente de las colinas. Porque medía con el mismo rasero a señores y a mendigos.
Todas las grandes ambiciones de Rogont sólo eran polvo. Su poderío ya era bruma, disipada por la brisa de la aurora. Escalofríos había dejado de ser el asesino tuerto al que no le gustaba lamer las botas del futuro rey, bien limpias por otros la víspera. Por eso, aquella mañana se sentía mucho mejor. Aún podía ver su propia sombra. Quizá la lección consistiera en eso. En tomar lo que puedas mientras te quede aliento. La tierra no ofrece recompensas, sólo oscuridad.
Recorrieron el túnel y llegaron a la muralla exterior de Fontezarmo. Entonces Escalofríos lanzó un largo silbido.
—Están construyendo algo.
—Más bien tirando algo abajo —dijo Monza, asintiendo—. Parece que el regalo del profeta tuvo éxito.
Aquel azúcar gurko era un arma terrible. Un gran lienzo de la muralla situada a su izquierda había desaparecido, mientras que una torre se balanceaba de manera demencial en su extremo más alejado, agrietándose por un lado, como si con ello quisiera certificar que no iba a tardar en seguir a la muralla que había caído montaña abajo. Unos cuantos arbustos sin hojas se aferraban al escarpado barranco que había surgido en el lugar ocupado por las murallas, casi agarrándose al aire. Escalofríos supuso que los llameantes proyectiles de las catapultas lanzados durante las últimas semanas habían convertido los jardines en un montón de rastrojos quemados, en tocones de árboles y en tierra chamuscada, a su vez convertido todo ello en un revoltijo de barro por la lluvia de la noche anterior.
Un camino empedrado, y flanqueado por media docena de fuentes que habían dejado de manar, se abría paso en medio de aquel desastre para morir ante una puerta de color negro que aún permanecía cerrada. Unas cuantas formas retorcidas y erizadas de flechas estaban al lado de unos restos quemados. Muertos que rodeaban el ariete que había ardido. Al recorrer las almenas situadas más arriba, la experta mirada de Escalofríos descubrió lanzas, arcos y el brillo de las armaduras. Como la muralla interior aún estaba intacta, el duque Orso debía de guarecerse tras ella.
Cabalgaron hasta un montón de lonas que alguien había sujetado con piedras, en cuyos pliegues se formaban charcos de agua. Al pasar junto a ellas, Escalofríos observó que unas botas sobresalían por uno de sus extremos, junto con varios pares de pies desnudos, todos ellos mojados.
Uno de los reclutas de Volfier, posiblemente bisoño, se puso pálido nada más ver los cadáveres. Sin saber por qué, el hecho de ver cómo se derrumbaba hizo que Escalofríos se preguntase por qué se sentía siempre tan tranquilo cerca de algún cadáver. Para él, todo aquello sólo formaba parte de un decorado, igual que los tocones partidos de los árboles. Hacía falta algo más que unos cuantos cadáveres para hacerle perder el buen humor que tenía aquella mañana.
Monza tiró de las riendas de su caballo y bajó de la silla.
—Desmonten —dijo Volfier con voz ronca, y los demás la imitaron.
—¿Por qué algunos están descalzos? —el muchacho aún seguía mirando los muertos.
—Porque tenían buenas botas —explicó Escalofríos. El chaval bajó la mirada hacia las botas que él mismo llevaba, volvió a mirar aquellos pies desnudos y se llevó una mano a la boca.
Volfier le dio una palmada en la espalda y le obligó a caminar, guiñándole un ojo a Escalofríos mientras lo hacía. Aunque el mundo fuera a terminarse, siempre habría sangre joven a la que poner en evidencia.
—Con botas o sin botas, a uno le da igual cuando lo matan. No te preocupes, muchacho, ya te acostumbrarás.
—¿Como usted?
—Si tienes suerte —comentó Escalofríos—, tendrás una larga vida.
—Si tienes suerte —dijo Monza—, encontrarás antes otro trabajo. Esperadme aquí.
—Excelencia —Volfier dio un cabezazo para asentir, mientras Escalofríos la veía avanzar entre las ruinas y desaparecer.
—¿Ya habéis arreglado las cosas en Talins? —preguntó el norteño.
—Eso espero —replicó con un gruñido aquel sargento lleno de cicatrices—. Al final apagamos todos los incendios. Hicimos un trato con los criminales del Barrio Viejo para que le echasen un ojo a la ciudad durante una semana, a cambio de que nosotros no se lo echásemos a ellos durante un mes.
—Pues no parecen ir muy bien si tenéis que recurrir a los ladrones para que pongan orden.
—Este mundo está patas arriba —Volfier miró la muralla interior con ojos entornados—. Mi antiguo señor se encuentra al otro lado. El hombre por quien luché durante toda mi vida. Nunca hubo motines mientras yo estaba al mando.
—¿Te gustaría estar ahora con él?
Volfier apartó la mirada cuando respondió:
—Lo que me habría gustado es vencer en Ospria, para no tener que plantearme la pregunta. Y, después, que mi mujer no se hubiese tirado al panadero mientras yo estaba en la Unión, en el transcurso de una campaña de tres años. Pero los deseos no arreglan nada.
—Tienes toda la razón —dijo Escalofríos, haciendo una mueca mientras se daba un golpecito en el ojo metálico con una uña.
Cosca se sentaba en su silla de campaña, en la única parte de los jardines en que había quedado algo, viendo a su cabra pastar en la hierba húmeda. Había algo extraño y relajante en la manera en que, sin prisa y sin pausa, daba cuenta del último retazo de césped. Su manera de retorcer los labios, el delicado mordisqueo de sus dientes, sus leves movimientos que no tardarían en dejar aquel césped completamente pelado. Se metió un dedo en el oído y lo giró, intentado limpiar el tenue zumbido que aún se agazapaba dentro de él. Pero no lo logró. Suspiró, levantó la petaca, escuchó el sonido de pasos en la grava y se detuvo. Monza se dirigía hacia él. Parecía agotada, los hombros caídos, la boca torcida, los ojos convertidos en dos pozos oscuros.
—¿Por qué diablos tienes una cabra?
Cosca se echó un trago que saboreó lentamente, sonrió con sorna y se administró otro antes de decir:
—La cabra es un animal muy noble. Cuando no estás, me recuerda a ti, por lo tenaz, decidida y esforzada. Monzcarro, tienes que tener apego a algo en esta vida —la cabra levantó la mirada y baló, como dándole la razón—. Espero que no te ofendas por decir que pareces cansada.
—Ha sido una larga noche —dijo con un murmullo, y Cosca decidió que suponía toda una confesión.
—Estoy seguro.
—Los de Ospria se han marchado de Talins. Hubo un motín. Y pánico.
—Inevitable.
—Alguien ha hecho correr el rumor de que la flota de la Unión está en camino.
—Los rumores pueden hacer más daño que los propios barcos.
—La corona fue envenenada —su tono de voz seguía siendo el de antes.
—Los líderes de Styria, consumidos por su propia ansia de poder. ¿No te parece que encierra un mensaje? El asesinato y la metáfora en una sola cosa. El envenenador poeta responsable ha asesinado a un canciller, a un duque, a una condesa, a un primer ciudadano y a un rey, dándole a todo el mundo en una tarde una lección respecto a lo que es la vida. ¿No habrá sido nuestro viejo amigo Morveer?
—Es posible —Monza escupió en el suelo.
—Nunca me habría imaginado que ese bastardo pedante tuviera tanto sentido del humor.
—Me disculparás si no me río.
—¿Por qué impidió que murieses?
—Él no lo impidió —Monza levantaba su mano derecha, siempre tapada—. Fue este guante.
—¡Fíjate, cualquiera diría que, al aplastarte la mano, el duque Orso y sus esbirros te salvaron la vida! —Cosca no pudo evitar una risotada—. ¡Las ironías se amontonan unas encima de otras!
—Creo que aguardaré a estar más tranquila para disfrutar con ellas.
—Vamos, yo estoy disfrutando con ellas en este preciso instante. He perdido muchos años esperando encontrar momentos de mayor tranquilidad. Sólo mira a tu alrededor. Casi todos los de Affoia han desertado antes del alba. Los de Sipani han comenzado a partirse en facciones, volviendo al sur… para matarse unos a otros, o eso me parece. El ejército de Puranti tenía tantas ganas de ocultar que estaban al borde de la guerra civil, que ahora se matan entre sí en las trincheras. ¡Victus ha tenido que pararlos! Imagínatelo, ¡Victus deteniendo una pelea! Algunos de los de Ospria siguen aquí, pero sólo porque no saben qué hacer. La mayoría de ellos dan vueltas por todas partes como pollos decapitados. Lo que me parece que son. Como sabes, siempre me ha sorprendido ver lo deprisa que las cosas pueden venirse abajo. Styria, que estuvo unida durante poco menos de un minuto, ahora está sumida en el caos más profundo. ¿Quién se hará con el poder y cuánto le durará? Es como si la falta de poder hubiese llamado nuevamente a los Años de Sangre… —Cosca estiró la barbilla y se rascó el cuello—, quizá antes de tiempo.
—La situación ideal para un mercenario, ¿verdad? —fue como si los hombros de Monza se encogieran aún más.
—Veo que lo has pensado. Pero aquí hay demasiado caos, incluso para un hombre de mi condición. Puedo jurarte que las Mil Espadas es el cuerpo más coherente y ordenado de los que quedan en este sitio. Lo que puede darte una idea del completo desorden que domina a nuestros aliados —estiró las piernas hacia delante y cruzó una bota sobre la otra—. Pensaba que podría bajar con la brigada hasta Visserine para reclamarla. Pero dudo mucho de que Rogont pueda hacer honor a nuestro acuerdo en las presentes circunstancias.
—Quédate —dijo ella, mirándole directamente a los ojos.
—¿Que me quede?
—Quédate.
Hubo una larga pausa mientras se miraban a los ojos.
—No tienes derecho a pedirme eso —dijo Cosca.
—Pero te lo pido. Ayúdame.
—¿Ayudarte… a ti? Siempre que me convierto en la mejor esperanza de alguien es que pasa algo. ¿Qué hay de tus fieles súbditos, la buena gente de Talins? ¿Es que no pueden ayudarte?
—No son tan buenos en la batalla como en la parada. Si Orso volviese a la carga y decidiese colgarlos a todos, no moverían ni un solo dedo.
—La veleidosa inconstancia del poder, ¡vaya! ¿No has reclutado soldados después de hacerte con el trono? No creo que ése sea tu estilo.
—He reclutado a todos los que he podido, pero no puedo confiar en ellos. No, si tengo que luchar contra Orso. ¿Quién sabe a qué bando irían?
—¡Ah, lealtades enfrentadas! Tengo alguna experiencia en eso. Un escenario impredecible —Cosca se metió un dedo en el otro oído, con el mismo resultado que antes—. ¿Has considerado la posibilidad… digamos… de dejarlo?
Ella le miró como si acabase de hablar en un idioma extranjero.
—¿Cómo dices?
—Yo mismo he dejado mil trabajos sin terminar, sin comenzar o fracasados de la manera más estrepitosa a lo largo y ancho del Círculo del Mundo. Al final, me incomodaron menos que mis éxitos.
—Pero yo no soy tú.
—Lo que, ciertamente, supone una constante pena para los dos. Pero ya basta. Olvídate de la venganza. Puedes comprometerte. Puedes mostrar… piedad.
—La piedad y la cobardía son lo mismo —dijo con un gruñido, sin dejar de mirar la puerta de color negro que se encontraba en el extremo de los jardines bombardeados.
—¿Lo son? —Cosca sonrió con tristeza.
—La conciencia sólo es una excusa para no hacer lo que hay que hacer.
—Ya entiendo.
—No vale la pena lamentarse. Así es el mundo.
—¡Ah!
—Los buenos no consiguen ningún premio. Cuando mueren se convierten en mierda, lo mismo que los demás. Tienes que mirar adelante, siempre adelante, y luchar sólo una batalla a la vez. No puedes dudar, sin importarte su coste, sin importarte…
—Monza, ¿sabes por qué te he querido siempre?
—¿Eh? —sus ojos parpadearon por la sorpresa.
—¿Incluso cuando me traicionaste? ¿Por qué te quise más, incluso después de traicionarme? —Cosca se inclinó lentamente hacia ella—. Porque sé que no te crees nada de todas esas estupideces. Sólo son las mentiras que te cuentas a ti misma para poder vivir después de todo lo que has hecho. De todo lo que has tenido que hacer.
Se hizo una larga pausa. Luego ella tragó saliva, como si fuese a vomitar, y dijo:
—Siempre decías que tenía el diablo en el cuerpo.
—¿Eso decía? Bueno, pues es una idiotez —movió una mano—. Todos sabemos que no eres una santa. Sólo la hija de una era sangrienta. Pero la oscuridad de todas las cosas siniestras que has hecho no se te ha metido dentro.
—¿No?
—Yo intento dar a entender que me preocupo por mis hombres, cuando lo cierto es que me importa un carajo si viven o mueren. Tú siempre te preocupas, pero dando a entender que te importan un carajo. Nunca vi que derrochases la vida de nadie. Y, sin embargo, ellos me prefieren a mí. ¡Bah! Así es la justicia. Tú, Monza, siempre hiciste conmigo lo que era correcto. Incluso cuando me traicionaste, porque me merecía algo mucho peor. Jamás olvidé aquella vez en Muris, después del asedio, cuando no querías que los esclavistas se llevasen a esos niños. Todos querían coger el dinero. Yo lo cogí. Fiel también lo cogió. Incluso Benna. Pero tú no lo cogiste.
—Sólo te hice un arañazo —dijo ella con voz desfallecida.
—No seas modesta. Querías matarme. Vivimos en una era despiadada, y en ella la piedad y la cobardía son dos cosas completamente opuestas. Monza, todos nos convertimos en mierda al morir. Pero no todos lo somos mientras estamos vivos. Aunque la mayoría sólo seamos eso: mierda —miró al cielo—. Bien sabe Dios que yo lo soy. Y que tú nunca lo fuiste.
Ella parpadeó al mirarle y dijo:
—¿Me ayudarás?
Cosca levantó nuevamente la petaca, vio que estaba vacía y volvió a enroscar el tapón. Aquel maldito chisme necesitaba rellenarse con demasiada frecuencia.
—Pues claro que te ayudaré —dijo al fin—. Ni siquiera lo dudé por un segundo. De hecho, ya he preparado el asalto.
—Entonces…
—Sólo quería que me lo pidieses. Pero debo decirte que me sorprendió que lo hicieras. ¿Creíste en algún momento que las Mil Espadas, después de acometer la dura tarea que supone cualquier asedio y de tener a su merced uno de los palacios más lujosos de toda Styria, iban a darse media vuelta sin rascar el botín? ¿Has perdido la razón? Ni siquiera yo podría evitar que esos bastardos avariciosos se echasen atrás. Atacaremos mañana, al alba, contigo o sin ti, y dejaremos limpio este lugar. Lo más seguro es que, a la hora de comer, mis muchachos ya se hayan llevado el plomo de los tejados. La regla de la cuarta parte, y todo eso.
—¿Y Orso?
—Orso ya pertenece al ayer —Cosca volvió a sentarse y acarició cariñosamente a su cabra en el lomo—. Haz con él lo que quieras.