A los victoriosos…

Dow el Negro tenía la costumbre de decir que lo único mejor que una batalla era una batalla y después un polvo, algo con lo que Escalofríos solía estar de acuerdo. Ella no parecía el tipo de mujer capaz de darle la razón en eso, pero cuando entró en la habitación a oscuras, le aguardaba en la cama, tan desnuda como un bebé. Se desperezó, puso las manos detrás de su cabeza y estiró una de sus suaves piernas hacia él.

—¿Te importa? —preguntó, moviendo las caderas de un lado hacia otro.

Aunque en aquellos momentos Escalofríos necesitase pensar con rapidez, lo único de él que se movía con rapidez era su polla.

—Estaba… —no podía pensar con claridad en nada que no fuese la mata de pelo negro que ella tenía entre las piernas, porque la ira que sentía se había desvanecido tan deprisa como la cerveza que se escapa por una jarra cascada—. Estaba…, bueno… —cerró la puerta de una patada y se acercó lentamente a ella—. Pero no importa, ¿verdad?

—Así es —salió de la cama y comenzó a desabrocharle la camisa, lentamente, como si ambos se hubiesen puesto de acuerdo.

—No puedo decir que… me lo esperase —alargó una mano hacia ella, como teniendo miedo de tocarla por si todo aquello era un sueño. Recorrió con las yemas de los dedos sus brazos desnudos y sintió que a ella se le ponía carne de gallina—. Y menos después de nuestra última conversación.

Le metió los dedos por la cabellera y tiró de su cabeza hacia ella, echándole el aliento en la cara. Le besó en el cuello, en la barbilla y en la boca.

—¿Quieres que me vaya? —y volvió a besarle suavemente en los labios.

—Joder, no —su voz apenas era más que un quejido.

Acababa de aflojarle el cinturón para hurgar en lo que había más abajo y sacarle la polla, que comenzó a manipular con una mano mientras los pantalones le caían lentamente hasta las rodillas y la hebilla de su cinturón rascaba el suelo.

Él sentía la frialdad de sus labios en el pecho y en el estómago, mientras le hacía cosquillas en la barriga con la lengua. Luego le metió una mano por debajo de las pelotas, tan fría y tan proclive a las cosquillas que le hizo retorcerse y lanzar un chillido muy poco masculino. Escuchó un sonido blando cuando rodeó su polla con los labios y se la metió en la boca, mientras él se quedaba quieto, aunque le temblasen las piernas y no consiguiese cerrar la boca. Luego comenzó a mover la cabeza lentamente de arriba abajo, siendo acompañada por el movimiento acompasado e inconsciente de las caderas de él, que gruñía por lo bajo como un cerdo que estuviese hozando.

Monza se limpió la boca con el dorso del brazo y avanzó tambaleándose hacia la cama mientras lo arrastraba consigo y él la besaba en el cuello y en el esternón y le daba mordisquitos en el pecho, gruñendo por lo bajo como un perro con un hueso.

Ella levantó una rodilla y le hizo caer de espaldas. Él frunció el ceño, con la parte izquierda de su rostro a oscuras y la derecha cubierta por las sombras que arrojaba la ondeante llama de la vela, mientras pasaba con suavidad las yemas de sus dedos por las cicatrices que ella tenía en las costillas. Monza apartó su mano con la suya.

—Ya te dije que me había caído de una montaña. Quítate los pantalones.

Él se los bajó muy deprisa, dejándoselos a la altura de los tobillos.

—Mierda, condenación, malditos… ¡ah! —cuando acabó de quitárselos de una patada, ella le empujó, haciéndole quedar boca arriba para subírsele encima, mientras una de las manos de él se deslizaba cadera abajo por ella para trabajarle entre las piernas con sus dedos previamente humedecidos. Así siguió durante algún tiempo, ella montada encima de él, gruñendo encima de su rostro y sintiendo su aliento en la cara, apretando sus caderas contra su mano, sintiendo cómo su polla se aplastaba por dentro de su ingle…

—¡Ah, espera! —se apartó y se sentó en la cama, haciendo una mueca mientras bajaba el prepucio que le cubría el capullo—. Ya lo tengo. ¡Adelante!

—Ya te avisaré cuando sea el momento —ella se abrió paso con la mano por entre sus rodillas, localizando el objetivo para apretar su coño contra él, suave y delicadamente, sin metérselo ni sacárselo, sino dejándolo a medio camino.

—¡Oh! —él se apoyó en los codos mientras, vanamente, intentaba hacer fuerza.

—¡Ah! —ella se inclinó encima de él, haciéndole cosquillas en la cara con su pelo mientras él sonreía y apretaba los dientes.

—¡Oh, urgh! —ella le metió un dedo en la boca y le echó la cabeza a un lado. Él la agarró por la muñeca y, lentamente, comenzó a lamer su cuerpo. Primero la mano, luego la barbilla. Luego la lengua.

—¡Ah! —ella comenzó a ponerse debajo de él, sonriendo y lanzando unos gruñidos que él le devolvía.

—¡Oh!

Tenía la base de su polla en una mano mientras se rozaba con su capullo, no metiéndoselo y sacándoselo, sino dejándolo a medio camino. Con la otra rodeaba la espalda de Escalofríos, manteniendo sus tetas contra su cara mientras él las masajeaba, las estrujaba, las mordía.

La mano de ella trabajaba rápido, pasándole los dedos por debajo de la barbilla, acariciando con las yemas de los dedos su mejilla arruinada, haciéndole cosquillas, peinándola, rascándola. Él sintió un súbito acceso de furia y la agarró por la muñeca, haciendo que se pusiese de rodillas para retorcerle el brazo por detrás mientras ella apoyaba la cara en las sábanas y casi no podía respirar.

Rezongaba algo en norteño de lo que ni siquiera era consciente. Sintió la ardiente necesidad de darle una paliza. De hacerse daño. Enredó la mano que tenía libre en la cabellera de ella y golpeó con fuerza su cabeza contra la pared, rugiendo y lloriqueando mientras ella gemía, se ahogaba, abría la boca todo lo que podía y movía la cabellera cada vez que respiraba. Aún le retorcía el brazo mientras ella no le soltaba la mano, agarrando con fuerza su muñeca mientras él agarraba las suyas, llevándole más cerca de ella.

¡Uh!, ¡uh!, decían los gruñidos de ambos. Crak, crak, la cama gemía al mismo tiempo que ellos. Ras, ras, decía la piel de él al rozar por detrás el trasero de ella.

Monza hizo fuerza con las caderas unas cuantas veces más y, a cada una de ellas, él lanzaba una risita, echaba la cabeza hacia atrás e hinchaba las venas del cuello. A cada una de ellas, gruñía con los dientes apretados y tensionaba tanto los músculos que sentía dolor, para luego relajarlos. Ella siguió encima de él durante un momento, tan lacia como las hojas mojadas, conteniendo el aliento. Sonrió, y él se estremeció cuando se aplastó contra su cuerpo por última vez. Luego se apartó, cogió una sábana, la arrugó y se secó con parte de ella.

Él siguió echado boca arriba, su sudoroso pecho que subía y bajaba, los brazos desmadejados, mirando el techo sobredorado.

—Así que éste es el sabor de la victoria. Si hubiese sabido que era tan bueno, habría acometido las empresas más arriesgadas.

—No, no habrías hecho nada de eso. Eres el Duque de la Dilación, ¿no lo recuerdas?

Él bajó la mirada hasta su polla húmeda y le dio un golpecito hacia un lado y luego hacia el otro.

—Bueno, ciertas cosas llevan su tiempo…

Escalofríos se tocó los dedos, abiertos, pelados, llenos de costras, arañados y que le chasqueaban por no haber soltado el hacha durante todo el día. También tenía unas marcas blancas que le cruzaban la muñeca, las cuales comenzaban a ponerse de un tenue color rosado. Apoyó sus ancas en el suelo y meció el cuerpo en el aire para relajar los músculos que le dolían. Su lujuria se había desvanecido, llevándose consigo la ira que le había poseído. Por el momento.

El collar de gemas rojas suscitó un sonido cristalino cuando ella rodó por la cama para mirarle. Al quedar boca arriba, sus tetas quedaron planas encima de sus costillas, y los huesos de las caderas se marcaron contra su estómago, así como sus clavículas, perfectamente separadas de los huesos de sus hombros. Hizo una mueca de dolor al mover la mano y se masajeó la muñeca.

—No quería hacerte daño —dijo él con un gruñido, mintiendo como un bellaco sin darle mucha importancia.

—Oh, no soy una persona delicada. Y puedes llamarme Carlot —se incorporó en la cama y rozó suavemente los labios de él con una de las yemas de sus dedos—. Creo que ahora nos conocemos mucho mejor…

Monza se levantó con dificultad de la cama y caminó hacia el escritorio, sintiendo las piernas débiles y doloridas mientras pisaba el frío mármol. La pipa estaba encima de él, al lado de la lamparilla. La hoja del cuchillo relucía mientras el largo y pulimentado fuste de la pipa brillaba. Se sentó delante. La víspera no hubiera podido apartar sus temblorosas manos de ella. En aquel momento, incluso con la legión de cortes, golpes y arañazos producidos durante la batalla que tenía encima, ni siquiera la llamaba con la mitad de insistencia que antes. Extendió la mano izquierda, cuyos nudillos comenzaban a perder las costras que los cubrían, y la observó con el ceño fruncido. No temblaba.

—Jamás pensé que pudiese lograrlo —dijo en voz baja.

—¿Eh?

—Derrotar a Orso. Pensaba que podría matar a tres de ellos. Quizá a cuatro, antes de que me matasen. Nunca pensé que viviría tanto tiempo. Nunca pensé que lo conseguiría.

—Pues ahora se diría que la ventaja está a tu favor. Hay que ver lo deprisa que la esperanza puede cobrar vida de nuevo —Rogont estaba delante del espejo. Era de grandes dimensiones, orlado con flores de colores fabricadas con cristal de Visserine. Mientras se miraba, Monza apenas podía creer que hubiese sido tan casquivana. Las horas que había desaprovechado delante del espejo. Las fortunas que ella y Benna habían dilapidado en ropas. Al menos, una caída montaña abajo, un cuerpo lleno de cicatrices, una mano arruinada y seis meses viviendo como un perro perseguido habían servido para curarla de todo eso. Quizá debiera sugerirle a Rogont seguir el mismo tratamiento.

El duque alzó la barbilla de manera regia e hinchó el pecho. Enarcó una ceja, perdiendo su regia apariencia al contemplar el arañazo bastante largo que tenía debajo de la clavícula.

—Maldición —dijo.

—¿No te habrás arañado con la lima de las uñas?

—Este corte de espada tan feroz supuso la muerte de un hombre de inferior condición, ¡creía que lo habías visto! ¡Pero yo lo soporté sin queja alguna y luché como un tigre mientras mi sangre se derramaba, se derramaba, repito, por el interior de mi armadura! Estoy comenzando a sospechar que puede dejarme una cicatriz.

—No dudo de que la llevarás con un orgullo imponente. Deberías hacer un agujero en todas tus camisas para mostrarla en público.

—Lo haría si no supiese que te estás burlando de mí. Debes comprender que, si las cosas se desarrollan según mis planes (y, por lo que puedo ver, eso parece), no tardarás en dirigir tus sarcasmos al rey de Styria. De hecho ya le he encargado la corona a Zoben Casoum, el mundialmente famoso maestro joyero de Corontiz…

—Hecha de oro gurko, estoy por asegurar.

Rogont hizo una pausa durante unos instantes, aún con el ceño fruncido, y añadió:

—El mundo no es tan simple como crees, general Murcatto. Nos asola una gran guerra.

—¿Acaso crees que no me he dado cuenta? —Monza acababa de lanzar un bufido—. Vivimos en los Años de Sangre.

Él le devolvió el bufido y respondió:

—Los Años de Sangre sólo son la escaramuza final. Esta guerra comenzó antes de que nacieses. Una disputa entre los gurkos y la Unión. O entre las fuerzas que los controlan a ambos, la Iglesia de Gurkhul y los bancos de la Unión. Sus campos de batalla están por todas partes, y cada hombre tiene que escoger un bando. Orso cuenta con los bancos como inversores. Y yo cuento… con los míos. Todos los hombres tienen que arrodillarse ante alguien.

—Quizá no lo hayas notado, pero yo no soy un hombre.

—Oh, sí que lo había notado —Rogont volvía a sonreír sin jactancias—. Fue lo segundo que me atrajo de ti.

—¿Y lo primero?

—Que puedes ayudarme a unificar Styria.

—¿Y por qué debería?

—Una Styria unida… podría ser tan grande como la Unión, tan grande como el Imperio de Gurkhul. ¡Más grande, quizá! Podría evitar la servidumbre de tener que tomar constantemente partido por uno de los dos y ser autónoma. Libre. ¡Nunca nos hemos encontrado más cerca de conseguirlo! Nicante y Puranti se han postrado ante mí para volver a entrar en la Liga. Affoia jamás la dejó. Sotorius es mi hombre, siempre que le conceda unas cuantas cosas irrelevantes, apenas unas cuantas islas y la ciudad de Borletta…

—¿Y qué dirán al respecto los ciudadanos de Borletta?

—Dirán lo que yo les diga. Son gente muy voluble, como pudiste comprobar cuando se pelearon para ofrecerte la cabeza de su amado duque Cantain. Muris se humilló ante Sipani hace mucho tiempo, y ahora se humilla ante mí, al menos de palabra. El poder de Visserine ha sido quebrado. Lo mismo vale decir para Musselia, Etrea y Caprile. Creo que Orso y tú, cuando trabajabas para él, les sacasteis fuera del cuerpo ese temperamento tan independiente que tenían.

—¿Y Westport?

—Detalles, detalles. Parte de la Unión o de Kanta, según a quien preguntes. No, ahora debemos centrarnos en Talins. Talins es la llave de la cerradura, el cubo de la rueda, la pieza que falta en mi fantástico rompecabezas.

—Cuánto te gusta escucharte.

—Porque me parece que todo lo que digo tiene perfecto sentido. El ejército de Orso ha sido dispersado, y su poder con él, que se ha ido como el humo llevado por el viento —arqueó las cejas de manera muy significativa, y ella movió una mano con displicencia—. Acaba de darse cuenta de que se le ha roto la espada y de que no tiene amigos que le apoyen. Pero no bastará con destruir a Orso. Necesito a alguien que le reemplace, alguien que guíe a los turbados ciudadanos de Talins hacia mi graciado regazo.

—Pues avísame cuando hayas dado con el pastor que te viene bien.

—Oh, ya lo tengo. Alguien con destreza, astucia, resistencia a toda prueba y una reputación temible. Alguien a quien en Talins aman más que al propio Orso. Alguien a quien él intentó matar, porque…, según él, quería arrebatarle el trono…

Ella entornó los ojos cuando dijo:

—Si entonces no lo quería, aún menos lo quiero ahora.

—Pero, puesto que está al alcance de tu mano… ¿qué pasará después de que te hayas vengado? Mereces que te recuerden. Te mereces dar forma a esta época —Benna le habría dicho lo mismo. Monza tuvo que admitir que cierta parte de ella disfrutaba con aquella lisonja. Disfrutaba por volver a estar cerca del poder. Como se había acostumbrado tanto a la una como al otro, los echaba en falta—. Además, ¿qué mejor venganza que hacer realidad lo que más miedo le daba a Orso? —como aquellas palabras no habían caído en saco roto, Rogont sonrió para dar a entender que era consciente de ello—. Déjame que te hable con sinceridad. Te necesito.

—Déjame que te hable con sinceridad. Te necesito —como aquellas palabras le hacían sentirse orgulloso, ella sonrió para dar a entender que era consciente de ello—. Apenas me queda un amigo en todo el Círculo del Mundo.

—Pues parece que tienes cierto gancho para conseguir otros nuevos.

—Es más difícil de lo que crees. Siempre soy una desplazada —no necesitaba decir que sólo lo era desde hacía pocos meses. Según él, no mentía, aunque dijese la verdad a medias para acomodarla a sus intereses—. Y en ocasiones resulta muy difícil distinguir a los amigos de los enemigos.

—Tienes mucha razón —no podía por menos de dársela.

—Me atrevería a decir que, en el lugar de dónde vienes, la lealtad es considerada una cualidad muy noble. Aquí, en Styria, el hombre debe doblegarse al viento que sopla. —Era difícil pensar que alguien con una sonrisa tan dulce guardase algún oscuro designio en la cabeza. Pero para entonces todo le parecía oscuro. Todo escondía dentro un cuchillo—. Como les sucedió a nuestros comunes amigos la general Murcatto y el gran duque Rogont, por ejemplo —los dos ojos de Carlot convergieron en el único que él tenía—. Me pregunto qué estarán haciendo en este momento.

—¡Follar! —dijo él casi ladrando, con una furia tan a punto de desbordarse que ella se echó a un lado, como si estuviera esperando que volviese a agarrarla para usar su cabeza de ariete contra la pared. Quizá se le ocurrió hacerlo. O quizá se le hubiera pasado por la imaginación darse él mismo de cabezazos. Fuera lo que fuese, a los pocos instantes ella volvía a tener el rostro tan bien compuesto como antes, con una sonrisa aún mayor en los labios, porque lo que más le gustaba de un hombre era la rabia asesina que pudiera expresar.

—La Serpiente de Talins y el Gusano de Ospria, enroscados el uno en el otro. No está mal para ser una pareja de traidores. El mayor mentiroso de Styria y la mayor asesina —pasó suavemente la yema de su dedo índice por la cicatriz que surcaba el pecho de él—. ¿Qué sucederá después de que ella se haya vengado? ¿Qué sucederá después de que él la haya levantado bien en alto, como un niño que quisiera enseñarle un juguete a toda Talins? ¿Habrá algún sitio para ti cuando terminen los Años de Sangre? ¿Cuando la guerra haya terminado?

—En ningún lugar habrá un sitio para mí a menos que esté en guerra. He podido comprobarlo en muchas ocasiones.

—Entonces temo por ti.

—Soy afortunado de tenerte para que vigiles mi espalda —dijo él con un bufido.

—Pero me gustaría hacer algo más. Porque ya sabes cómo la Carnicera de Caprile solventa sus problemas, y también que el duque Rogont tiene muy pocos miramientos con la gente honrada…

—Tengo muchos miramientos con la gente honrada, pero eso de luchar desnudo de cintura para arriba… —Rogont puso cara de asco, como si acabase de probar leche cortada—. Es una frase hecha. No conseguirás que lo haga.

—¿Luchar?

—Mujer, ¿cómo te atreves? ¡Soy Stolicus renacido! Ya sabes a lo que me refiero. A tu cómplice norteño de un… —Rogont movió blandamente una mano cerca de su cara— ojo, o sin un ojo.

—¿Tan pronto celoso? —musitó ella, cansada de seguir insistiendo.

—Un poco. Pero lo que me preocupan son los celos de él. Es un hombre muy inclinado a la violencia.

—Por eso lo contraté.

—Quizá sea hora de despedirlo. Los perros rabiosos suelen morder a su amo con mayor frecuencia que a sus enemigos.

—Y a los amantes de su amo antes que a nadie.

Rogont carraspeó un tanto nervioso antes de proseguir.

—Es evidente que eso no lo queremos. Parece agarrarse a ti con mucha fuerza. Cuando una lapa se agarra con mucha fuerza al casco de una nave, es necesario, en ocasiones, despegarla con una fuerza que resulta súbita, inesperada y decisiva.

—¡No! —su voz era más aguda que sus pensamientos—. No. Me ha salvado la vida. En más de una ocasión, y poniendo en peligro la suya. Ayer mismo, por ejemplo. ¿Y hoy quieres matarlo? No. Se lo debo —vaciló al recordar el olor que había desprendido la hoja al rojo de Langrier al quemarle la cara. Debería haberte tocado a ti—. ¡No! No le tocaré.

—Piensa en ello —Rogont se acercó lentamente a su lado—. Comprendo tu desgana, pero debes comprender que será lo más prudente.

—¿Lo más prudente? —se burlaba de él—. Te lo aviso. Déjale tranquilo.

—Monzcarro, compréndeme, por favor, es tu seguridad lo que me… ¡ufff! —ella saltó de la silla, le dio un pisotón en un pie, le agarró por un brazo mientras caía de rodillas, se lo llevó hacia detrás de la espalda, le retorció la muñeca a la altura de los omóplatos y le obligó a agacharse hasta tocar con el rostro el frío mármol.

—¿No me has oído decir «no»? Si necesito una fuerza súbita, inesperada y decisiva… —le retorció la mano un poco más para que chillara y se debatiese sin poder librarse— creo que podré encontrarla por mi cuenta.

—¡Sí! ¡Ah! ¡Sí! ¡Lo comprendo perfectamente!

—Bien. No vuelvas a tocar este asunto —le soltó la muñeca y él se quedó donde estaba durante un instante, respirando desacompasadamente. Se dio la vuelta, masajeándose despacio la muñeca y la miró enfadado mientras ella se montaba encima de su estómago.

—No deberías haber hecho eso.

—A lo mejor disfruté al hacerlo —echó una mirada por encima del hombro. La pajarita, que se ya le estaba alegrando, coceaba por detrás de una de las piernas de Monza—. No estaba segura de que no te atrevieses a hacerlo.

—Ahora que lo mencionas, debo confesarte que me gusta que una mujer fuerte me domine —ella se acarició las rodillas con las yemas de los dedos de él, pasó sus manos por el interior de sus caderas llenas de cicatrices y luego les hizo recorrer el sentido inverso—. ¿Podría convencerte, no sé, de que… te meases encima de mí?

—No tengo por qué hacer eso —Monza puso cara de preocupación.

—Pues entonces… ¿sólo un poquito? Y luego…

—Creo que podría llenar el orinal.

—Sería malgastar su contenido. Y el orinal no lo apreciaría.

—Una vez que está lleno, se puede hacer con él lo que se quiera, ¿no te parece?

—Ugh. No es lo mismo.

—Una supuesta gran duquesa meándose encima de uno que va a ser rey —Monza movía despacio la cabeza mientras se apartaba de él—. No lo dirás en serio.

—Ya basta —Escalofríos estaba cubierto de moratones, magulladuras y arañazos. Una fea cuchillada le atravesaba la espalda, justo donde más difícil resulta rascarse. En aquellos momentos en que la polla comenzaba a ponérsele blanda, aquel calor tan pegajoso hacía que le picase tanto que perdía la paciencia. Ya estaba cansado de darle tantas vueltas al asunto, cuando era evidente de lo que se trataba, tan evidente como si encima de la cama hubiese un cadáver que se pudría—. Si quieres ver muerta a Murcatto, dilo de una vez.

—Eres sorprendentemente obtuso —dijo ella, dejando la boca abierta.

—No, soy todo lo obtuso que, según tú, debe ser un asesino tuerto. ¿Por qué?

—¿A qué te refieres?

—¿Por qué quieres que muera? Soy algo idiota, pero no «muy idiota». No creo que a una mujer como tú le atraiga mi cara bonita. Ni mi sentido del humor. Quizá quieras vengarte por lo que te hizo en Sipani. A todo el mundo le gusta la venganza. Quizá tú sólo formes parte de ella.

—Una parte nada despreciable… —le pasó lentamente la yema de uno de sus dedos por una pierna—. En lo que a ti concierne, te diré que siempre preferí un hombre honrado a otro con una cara bonita. Pero me pregunto… si puedo confiar en ti.

—No. Lo que te preguntas es si yo podré hacerte el trabajito, ¿verdad? —cogió el dedo que aún movía por su pierna y se lo retorció, acercando hasta su rostro el suyo cubierto de dolor—. ¿Qué te traes entre manos?

—¡Ah! ¡Hay un hombre en la Unión! ¡Y yo trabajo para él! ¡Es el que, en primera instancia, me envió a Styria para que espiase a Orso!

—¿El Lisiado? —era el nombre que había dicho Vitari. El individuo que estaba detrás del rey de la Unión.

—¡Sí! ¡Ah! ¡Ah! —chilló cuando le retorció el dedo con más fuerza. Luego lo soltó y ella se lo llevó al regazo y comenzó a chupárselo—. No deberías haberlo hecho.

—Quizá disfruté al hacerlo. Adelante.

—Cuando Murcatto me obligó a traicionar a Orso… también me obligó a traicionar al Lisiado. A Orso lo considero un enemigo con el que puedo vivir, pero…

—¿Pero no puedes vivir teniendo miedo del Lisiado?

—No —tragó saliva—. Es imposible.

—¿Es peor enemigo que el duque Orso?

—Mucho peor. Quiere a Murcatto. Ella supone una amenaza para el plan que urdió con sumo cuidado: que Talins ingrese en la Unión. La quiere muerta —en aquellos momentos en que se había quitado la máscara de la cordialidad, parecía cansada, pues tenía los hombros caídos y la mirada baja puesta en las sábanas. Hambrienta, enferma y muy, pero que muy, asustada. A Escalofríos le gustó su aspecto. Quizá fuese la primera cosa sincera que había visto desde que aterrizó en Styria—. Si encontrase alguna manera de matarla, mi vida estaría a salvo —dijo con un susurro.

—Y yo me iría contigo.

—¿Lo harías? —volvió a mirarle, y sus ojos estaban muy serios.

—Hoy mismo podría haberlo hecho —podía haberle partido la cabeza con su hacha. Podría haberle puesto la bota encima de la cara para que no pudiese salir del agua. Y luego ella habría tenido que respetarle. Pero la salvó. Porque estaba esperando. Quizá aún estuviese esperando, pero aquella esperanza le convertía en un necio. Y Escalofríos era una buena persona que ya estaba cansada de parecer idiota.

¿A cuántos hombres había matado en todas aquellas batallas, escaramuzas, luchas desesperadas acaecidas en el Norte? ¿Cuántos más en el medio año escaso que llevaba en Styria? ¿Cuántos en el Cardotti, rodeado por el humo y la locura? ¿Cuántos en la batalla acontecida apenas unas horas antes? ¿Cuántos entre las estatuas del palacio ducal de Salier? Por lo menos, una veintena. Más. Y entre ellos también había mujeres. Caminaba ensangrentado, tanto como el mismísimo Sanguinario. No le parecía que, por añadir una víctima más a la cuenta, fuese a perder el sitio entre la gente honrada. Torció la boca.

—Puedo hacerlo —la cicatriz de su rostro demostraba que él no era nada para Monza. ¿Por qué seguir preocupándose por ella?—. No me costará mucho trabajo.

—Pues hazlo —ella reptó hacia él a cuatro patas, la boca entreabierta, sus pálidos pechos caídos por el peso, mirando fijamente su único ojo—. Por mí —restregó sus pezones contra el pecho de él mientras se le ponía encima—. Por ti —su collar de gemas tan rojas como la sangre tintineó de manera muy agradable al rozar el pecho de Escalofríos—. Por nosotros.

—Tendré que encontrar el momento apropiado —deslizó una mano por debajo de su espalda y la bajó hasta su trasero—. La precaución es lo primero, ¿no te parece?

—Por supuesto. Nada sale bien si se hace de manera… precipitada.

Tenía la cabeza impregnada con su perfume, el dulce aroma de las flores mezclado con el olor dulzón del acto sexual.

—Me debe dinero —dijo con un gruñido, como si aquello supusiese un problema.

—¡Ah, el dinero! Yo me dedicaba al comercio, no sé si lo sabes. Comprar. Vender —sentía el calor de su respiración en el cuello, en la boca, en la cara—. Y por lo que sé, debido a mi larga experiencia, en cuanto la gente comienza a hablar del precio es porque la transacción está a punto de cerrarse —se le acercó aún más para rozar con sus labios las cicatrices que tenía en la parte inferior de la mejilla—. Haz esto por mí y te prometo que tendrás tanto dinero que nunca te lo podrás gastar —la fría punta de su lengua, dulce y refrescante, lamió suavemente la carne enrojecida que se encontraba alrededor de su ojo de metal—. Tengo buenas relaciones… con la Banca de… Valint y Balk…