Planes y percances

Los guardias refunfuñaban al avanzar por la calle. Eran cuatro; los petos metálicos, los cascos de acero y las hojas de las alabardas capturaban la luz de sus titubeantes faroles. Escalofríos se aplastó contra el portal cuando pasaron con ruido metálico, aguardó un instante lleno de nerviosismo y luego cruzó la calle para llegar a la columna. Comenzó a contar. Hasta trescientos, más o menos, para llegar arriba del todo y luego al tejado. Miró hacia arriba. Parecía un camino demasiado largo e incómodo. ¿Por qué demonios se había ofrecido voluntario? ¿Sólo para que a ese idiota de Morveer se le borrara la sonrisa del rostro y para demostrarle a Murcatto que se estaba ganando la paga?

—Siempre soy mi peor enemigo —dijo entre dientes. La cuestión era que tenía demasiado orgullo. Eso y que sentía una terrible debilidad por las mujeres elegantes. ¿Quién lo hubiera pensado?

Desenrolló la cuerda de dos pasos de largo, con un pasador en un extremo y un gancho en el otro. Echó una mirada a las ventanas de los edificios que tenía enfrente. Aunque la mayoría estaban cerradas para que no entrase el frío de la noche, en dos de ellas aún se podía ver luz. Se preguntó qué probabilidad habría de que alguien se asomara por una de ellas y le viera recortándose contra la fachada del banco. Estaba más alto de lo que le hubiera gustado, eso podía asegurarlo.

—Mi peor y jodido enemigo —se preparaba para escalar la base de la columna.

—Ha sido por ahí.

—¿Dónde?, idiota.

Escalofríos permaneció inmóvil, con la cuerda colgando de sus manos. Pasos, tintineo de arneses. Los malditos guardias acababan de dar media vuelta y se acercaban. Jamás lo habían hecho en las cincuenta rondas anteriores. Con tanta charla sobre ciencia, aquel maldito envenenador le había dejado como un gilipollas, y además él, Escalofríos, era el único que estaba con las pelotas colgando al viento. Se aplastó aún más entre las sombras y sintió que uno de sus grandes omóplatos raspaba la piedra. ¿Qué explicaciones podría dar? Sólo es un paseíto de medianoche, me comprenden, y me he vestido de negro y he cogido esta cuerda para salir.

Si salía pitando, le verían, le perseguirían y, casi con toda seguridad, le clavarían lo que fuera. De cualquier modo, sabrían que alguien había intentado meterse en el banco y eso sería el fin. Quedarse quieto vendría a ser lo mismo, excepto que le apuñalarían a la luz del día.

Las voces se hicieron más cercanas.

—No puede estar lejos, sólo tenemos que dar más vueltas hasta encontrarlo…

Uno de ellos había perdido algo. Escalofríos maldijo su suerte asquerosa, porque no era la primera vez. Demasiado tarde para salir corriendo. Agarró con fuerza la empuñadura del puñal. Un ruido de pisadas justo al otro lado de la columna. ¿Por qué había aceptado su dinero? Quizá porque también sentía una terrible debilidad por él. Apretó los dientes y esperó a que…

—¡Por favor! —era la voz de Murcatto. Acababa de cruzar la calle sin ponerse la capucha, su larga casaca ondeando al viento. Debía de ser la primera vez que la veía sin espada—. Lamento mucho molestarles. Sólo intentaba volver a casa, pero creo que me he perdido.

Uno de los guardias dejó atrás la columna, dándole la espalda a Escalofríos, y otro le siguió. Estaba muy cerca, a menos de un brazo de distancia. Hubiera podido alargar el suyo y tocar los espaldares metálicos de los guardias.

—¿Dónde se hospeda usted?

—En casa de unos amigos, cerca de la fuente que se encuentra en la calle de Lord Sabeldi, pero como soy nueva en la ciudad —su sollozo era pura desesperación—, me he perdido.

Uno de los guardias echó su yelmo hacia atrás.

—Yo le diré lo que tiene que hacer. Así que en el otro extremo de la ciudad…

—Le juro que llevo vagando por ella durante horas —echó a andar para que aquellos hombres tan educados la siguieran. Apareció otro guardia y luego otro más. Ya estaban los cuatro, y le daban la espalda a Escalofríos. Él contuvo el aliento mientras su corazón latía tan fuerte que se maravilló por el hecho de que ninguno de aquellos hombres lo escuchara—. Si uno de ustedes, caballeros, me indicara la dirección correcta, le estaría muy agradecida. Estúpida de mí.

—No, no. Westport es una ciudad complicada.

—Sobre todo de noche.

—Yo mismo me pierdo de vez en cuando.

Rieron, y Monza con ellos mientras los alejaba de la columna. Su ojo cayó en Escalofríos durante un instante, mientras ellos se miraban entre sí, y luego pasó por la siguiente columna junto con los guardias, y todos prosiguieron aquella charla tan vehemente. Escalofríos cerró los ojos y exhaló un profundo suspiro. Era evidente que no era el único que sentía debilidad por las mujeres.

Se balanceó en la base cuadrada de la columna y pasó la cuerda por ella y después bajo su propio trasero, haciendo un lazo. No tenía ni idea de por dónde andaba el recuento, sólo sabía que debía darse prisa. Por eso comenzó a hacer su trabajo, agarrándose a la piedra con las piernas y la punta de las botas, deslizando el lazo de la cuerda y luego tirando con fuerza mientras levantaba las piernas y las juntaba de nuevo.

Era una técnica que le había enseñado su hermano cuando era un chaval. Se servía de ella para subirse a los árboles más altos del valle y robar huevos. Recordó cómo los dos se rieron cuando estuvo a punto de caerse de un árbol. En aquellos momentos, Monza le utilizaba para que la ayudase a matar personas, y fue como si se sintiera a punto de morir. Y lo único que podría decir era que su vida no había sido como esperaba.

Fue subiendo poco a poco a velocidad constante. Era como subir por un árbol, excepto que en la copa no había huevos y que la probabilidad de pincharte en los tuyos con una rama partida era menor. No obstante, era un trabajo duro. Sudaba cuando llegó al capitel de la columna, y eso que aún le quedaba la mayor parte por hacer. Apoyó una mano en el capitel y soltó la cuerda con la otra para pasársela por encima de los hombros. Luego se impulsó hacia arriba, metiendo los dedos en los agujeros de la talla y sintiendo que se quedaba sin resuello y que los brazos le ardían. Pasó una pierna por la ceñuda cara de una mujer tallada en piedra y se quedó sentado encima de ella, a cuarenta pasos por encima de la calle, agarrado a dos hojas de piedra y deseando que resistieran más que las de verdad.

Aunque hubiera podido encontrar mejores asideros, siempre había que ver el lado bueno de las cosas. Era la primera vez que tenía un rostro de mujer entre las piernas. Escuchó un siseo al otro lado de la calle y escrutó las sombras, descubriendo la negra silueta de Day encima del tejado. Hacía un gesto hacia abajo. La siguiente patrulla estaba a punto de llegar.

—Mierda —se apretó con fuerza contra la escultura, intentando parecer de piedra, con las manos en carne viva por agarrar el cáñamo de la cuerda, esperando que a nadie se le ocurriera mirar hacia arriba. Cuando escuchó el ruido metálico que hacían más abajo, aprovechó para soltar un largo suspiro, mientras el corazón le latía en los oídos con más fuerza que nunca. Esperó a que doblaran la esquina del edificio e inspiró profundamente para realizar un último esfuerzo.

Los pinchos que remataban las fachadas del edificio estaban montados en unos postes que les permitían girar. Imposible pasar por encima de ellos. Sin embargo, los que estaban sobre las columnas habían sido fijados a la piedra con mortero. Se quitó los guantes (unos guantes muy gruesos, de herrero) y los pasó por encima, luego se enderezó y agarró dos pinchos con las manos, respirando profundamente. Pasó las piernas y se giró, pasando por encima y estando a punto de quedarse tuerto por culpa de las puntas de hierro que tenía delante de la cara. Era como subir hasta las ramas, excepto que podías quedarte sin un ojo, ciertamente. No estaría mal salir de aquel asunto con los dos ojos.

Dejó una pierna colgando, luego se empujó con la otra y logró poner una bota encima del tejado. Se volvió, sintiendo que los pinchos arañaban su justillo y se clavaban en su pecho mientras se levantaba.

Ya estaba arriba.

—Setenta y ocho… setenta y nueve… ochenta… —los labios de Amistoso se movían automáticamente mientras observaba que Escalofríos se daba la vuelta por encima del parapeto y llegaba al tejado del banco.

—Lo ha conseguido —susurró Day con una voz chillona que estaba llena de incredulidad.

—Y a su debido tiempo —Morveer soltó otra broma—. Quién hubiera pensado que podría escalar… como un mono.

El norteño seguía de pie, una silueta más oscura que la oscuridad del cielo nocturno contra la que se recortaba. Sacó la ballesta que llevaba a la espalda y comenzó a montarla.

—Esperemos que no dispare como un mono —susurró Day.

Escalofríos apuntó con cuidado. Amistoso escuchó el suave quejido de la cuerda. Momentos después sintió que el dardo le daba en el pecho. Agarró con fuerza el astil y enarcó una ceja. Casi no le había dolido.

—Una feliz circunstancia que no tuviese punta —Morveer descolgó la cuerda que descansaba en la escalera—. Haríamos bien en evitar más inconvenientes, porque una muerte prematura limitaría nuestras posibilidades.

Amistoso apartó el embotado dardo y ató la cuerda en el extremo de la que le habían lanzado.

—¿Estás seguro de que aguantará bien el peso? —preguntó Day con un murmullo.

—Está hecha con seda de Suljuk —aclaró Morveer, tan presumido como siempre—. Ligera como el plumón, pero fuerte como el acero. Podría soportar el peso de tres de nosotros como si nada.

—Eso supones tú.

—Querida mía, ¿qué es lo que nunca hago?

—Que sí, que sí.

La negra cuerda silbó entre las manos de Amistoso cuando Escalofríos comenzó a recogerla. Vio cómo recorría el espacio situado entre los tejados y contó su longitud. Quince pasos hasta el otro extremo. Ambos la mantuvieron tirante hasta que Amistoso hizo un lazo para meterla por el pasador de hierro que sujetó en las vigas del tejado, y luego le hizo hasta tres nudos.

—¿Estás completamente seguro de haberlos apretado bien? —preguntó Morveer—. No hay cabida en este plan para una caída.

—Veintiocho pasos —dijo Amistoso.

—¿A qué te refieres?

—A la caída.

Hubo una breve pausa.

—No eres de gran ayuda.

Una línea tirante unía los dos edificios. Aunque apenas pudiera verla en la oscuridad, Amistoso sabía que seguía allí.

Day avanzó hacia ellos, sus rizos agitados por la brisa, y dijo:

—Después de vosotros.

Morveer se subió con torpeza a la balaustrada, respirando de manera muy agitada. A decir verdad, el viaje por la cuerda no había resultado una excursión placentera. El viento helado, que acababa de levantarse cuando estaba a medio camino, había conseguido que el corazón le latiera a martillazos. Años atrás, siendo el aprendiz del infame Moumah-yin-Bek, realizaba aquel tipo de ejercicios acrobáticos con gracia felina. Era evidente que aquella agilidad la había ido perdiendo poco a poco, junto con la mata de pelo que tenía por entonces. Se tomó un respiro para componerse el tipo, secándose el sudor frío de la frente, y entonces cayó en la cuenta de que Escalofríos le miraba con cara burlona.

—¿Hay algo de lo que haya que reírse? —preguntó Morveer.

—No lo sé. Depende de lo que te dé risa. ¿Cuánto tiempo llevas ahí?

—El necesario para lo que tenía que hacer.

—Entonces tendrás que moverte más deprisa. Has tardado mucho en pasar por la cuerda. Un poco más y hubieses seguido en ella cuando mañana abriesen el banco —el norteño seguía sonriendo mientras se deslizaba por encima del parapeto y se desplazaba por la cuerda, rápido y seguro a pesar de su envergadura.

—Si existe un Dios, seguro que me ha maldecido al presentarme a este hombre —aunque a Morveer se le pasara por la cabeza cortar el nudo mientras el primitivo estaba a medio camino, bajó por el estrecho canalón, situado entre dos vertientes de pizarra de poca pendiente, que conducía al centro del edificio. El gran tejado de vidrio destelló sobre su cabeza, a causa de la débil luz nocturna reflejada por los miles de placas que lo formaban. Amistoso estaba agachado cerca de él, listo para desenrollar el segundo rollo de cuerda que llevaba a la cintura.

—Ah, los tiempos modernos —Morveer se arrodilló al lado de Day y apoyó suavemente las manos en la superficie de vidrio—. ¿Qué dirán de los que vengan después?

—Me siento bendecida por vivir en esta época tan excitante.

—Todos nos sentimos así, querida —observó con cuidado el interior del banco—, o deberíamos sentirnos; todos. —El camino que llevaba hacia el vestíbulo estaba muy poco iluminado, con un simple farol en cada uno de sus extremos, que suscitaban en los marcos dorados de los enormes cuadros un brillo muy agradable de ver, aunque dejando las puertas sumidas en una gran oscuridad—. Bancos —comentó, con un susurro y un asomo de burla en el rostro—, siempre queriendo ahorrar.

Extrajo sus herramientas de cristalería y comenzó a quitar el emplomado con unas tenacillas, levantando cuidadosamente cada uno de los vidrios con bolas de masilla. Como aquella destreza suya tan buena aún no se había visto empañada por la edad, apenas tardó en quitar nueve planchas, en recortar con unas tijeras el entramado de plomo y en levantarlo para dejar un hueco tan facetado como un diamante que les permitiera pasar por él.

—Vamos según el horario —murmuró. La luz de la linterna del guardia reptó por las paredes cubiertas de paneles del pasillo y confirió un brillo matutino a los oscuros lienzos. Sus pisadas resonaron cuando pasó por debajo de ellos, de suerte que Morveer pudo lanzar un fuerte bostezo mientras la sombra del guardia se estiraba por encima de las baldosas de mármol. Morveer aplicó la mínima presión de aire a su cerbatana.

—¡Ah! —el guardia se llevó una mano a la coronilla y Morveer se apartó de la abertura. De abajo les llegó el ruido de unos pasos, de un traspié, de un gorgoteo y después del golpe de algo pesado que caía al suelo con algo metálico encima. Desde la abertura veía perfectamente al guardia, de espaldas, con los miembros extendidos, la lámpara al lado, cerca de una mano.

—Excelente —dijo Day con un suspiro.

—Naturalmente.

—Por mucho que hablemos de ciencia, siempre me parecerá magia.

—En cierta manera, somos los magos de la era moderna. Maese Amistoso, la cuerda, por favor —el presidiario lanzó uno de los extremos de la cuerda de seda, porque el otro lo seguía llevando atado a la cintura—. ¿Estás seguro de que puede soportar mi peso?

—Sí —aquel hombre silencioso daba tanta apariencia de fuerza que incluso Morveer se sintió obligado a confiar en él. Con la cuerda asegurada mediante un nudo de su propia invención, bajó primero un zapato y luego el otro por la abertura con forma de diamante. Luego pasó las caderas, los hombros, y se encontró dentro del banco.

—Más abajo —y siguió bajando de una manera tan rápida y uniforme que era como si le impulsara algún aparato mecánico. Cuando sus zapatos tocaron las baldosas, deshizo el nudo con un simple movimiento de muñeca y caminó en silencio hasta una puerta rodeada de sombras, con la cerbatana cargada en una de sus manos. Aunque sólo tenía que haber un guardia en el edificio, uno jamás debe cegarse por las buenas expectativas.

La precaución primero, y siempre.

Sus ojos recorrieron el pasillo de uno a otro lado, sintiendo una comezón en todo el cuerpo por el trabajo que había que hacer. Nada se movía. Todo estaba en silencio, un silencio tan absoluto que casi sentía picotazos en los oídos.

Miró hacia arriba y, al ver el rostro de Day, que asomaba por la abertura, hizo un gesto amable. La joven se deslizó por ella con la soltura de una atleta circense y cayó al suelo junto con su equipo, que antes había metido en una bandolera de cuero negro. Cuando sus pies tocaron el suelo, soltó la cuerda y se agachó, haciendo una mueca.

Él estuvo a punto de devolvérsela, pero se contuvo. No quería que se enterase de la admiración que su talento, su buen juicio y su carácter despertaban en él después de tres años de vivir juntos. No quería que siquiera sospechase el sentimiento que encerraba su mirada, porque siempre que había expresado sus auténticos sentimientos, la gente le había traicionado. El tiempo transcurrido en el orfanato, su aprendizaje, su matrimonio, su trabajo, estaban salpicados por las traiciones más flagrantes. Debido a ello, su corazón estaba lleno de cicatrices. Quería mantener unas relaciones estrictamente profesionales para proteger a los dos. A sí mismo de ella, y a ella de él.

—¿Despejado? —preguntó ella con un siseo.

—Como un tablero de ajedrez sin piezas —murmuró, pero sin bajar la guardia—, y según el plan previsto. ¿Qué es lo que nos gusta menos?

—¿La mostaza?

—¿Y?

—Los accidentes.

—Correcto. Las cosas no salen bien por sí mismas. Quítale las botas.

Lo arrastraron con un considerable esfuerzo desde el pasillo hasta la mesa de escritorio, y luego hasta la silla. Comenzó a roncar con la cabeza caída, moviendo imperceptiblemente su largo bigote.

—Ahhhhh, duerme como un bebé. Los complementos, por favor.

Day le tendió una botella vacía de licor espirituoso, que Morveer colocó con cuidado encima de las baldosas próximas a las botas del guardia. Luego le pasó una botella medio llena a la que quitó el tapón, para luego derramar una generosa cantidad en la pechera del tachonado justillo de piel del guardia. Luego la colocó con todo cuidado cerca de sus adormilados dedos, consiguiendo que el líquido espirituoso se derramase por las baldosas y formase un charco de aspecto desagradable.

Morveer dio un paso atrás e hizo un marco con las manos para observar la escena.

—El cuadro… está preparado. ¿Qué patrón no sospecha que su guardia de noche, aun en contra de sus expresas instrucciones, no se administra uno o dos tragos en cuanto anochece? Observa esas facciones relajadas, el relente de un licor de alta graduación, los fuertes ronquidos. Fundamentos más que definitivos para que, luego de encontrárselo así al amanecer, sea despedido al momento. Protestará y dirá que es inocente, pero dada la total ausencia de cualquier prueba… —rebuscó entre la cabellera del guardia con sus dedos enguantados y arrancó el sutil dardo de su cuero cabelludo— no es conveniente suscitar más sospechas. Ahora todo ha quedado perfectamente normal. Excepto que no lo estará, ¿no es así? Oh, no. Las silenciosas oficinas de la sucursal en Westport… de la Banca de Valint y Balk… guardarán un secreto mortal. —Apagó la llama del farol del guardia y todos se sumieron en la mayor de las tinieblas—. Por aquí, Day, y no te pongas nerviosa.

Atravesaron el pasillo como un par de sombras silenciosas, para detenerse ante la pesada puerta de la oficina de Mauthis. Las ganzúas de Day brillaban mientras intentaba neutralizar la cerradura. Sólo le llevó un momento conseguir que los cierres girasen con un agradable chasquido metálico y que la puerta quedase abierta en silencio.

—Muy mala cerradura para un banco —comentó mientras guardaba las ganzúas.

—Las buenas las ponen donde está el dinero.

—Y no hemos venido a robar.

—Oh, no, no, nosotros somos unos ladrones muy especiales. Dejamos regalos antes de irnos —dio una palmadita en la monstruosa mesa de escritorio de Mauthis y abrió el pesado libro mayor, teniendo mucho cuidado de que no se desplazase ni lo que mide un cabello de la posición que ocupaba—. La solución, por favor.

Ella le tendió el tarro, lleno hasta el borde con una pasta transparente, y él giró cuidadosamente su corcho con un leve movimiento de torsión. Empleó un pequeño pincel para aplicarla. El mejor instrumento que necesitaba un artista de su incalculable talento. Las páginas crujieron mientras las pasaba para aplicar una pincelada sutil en los bordes de cada una de ellas.

—¿Lo ves, Day? Rápido, suave y preciso, pero con mucho cuidado. Con el mayor cuidado posible. ¿Qué es lo que suele matar al mayor número de quienes practican nuestra profesión?

—El agente que están empleando.

—Exactamente —por eso mismo cerró el libro cuando sus páginas ya estaban prácticamente secas, apartó el pincel a un lado y volvió a poner el corcho en el tarro, apretándolo con fuerza.

—Vámonos —dijo Day—. Tengo hambre.

—¿Irnos? —la sonrisa de Morveer se hizo mayor—. Oh, no, querida, estamos muy lejos de haber terminado. Aún tienes que ganarte la cena. Todavía tenemos por delante una larga noche de trabajo. Una larguísima noche… de trabajo.

—Aquí.

Debido al susto de muerte que acababa de recibir, Escalofríos estuvo a punto de saltar por encima del parapeto. Se tambaleó mientras el corazón intentaba salírsele por la boca. Murcatto se acurrucaba detrás de él, con los dientes apretados y el leve aliento a humo que enmarcaba su rostro circundado de sombras.

—¡Por los muertos, qué susto me ha dado! —dijo él, siseando.

—No tan grande como el que te habrían dado los guardias si te hubiesen descubierto —se deslizó hasta donde estaba el pasador de hierro y tiró del nudo—. Así que lo lograste, ¿eh?

—¿Acaso creyó que no lo lograría?

—Creí que acabarías rompiéndote la cabeza, siempre, claro, que cayeras desde la suficiente altura.

Él se dio un golpecito en la cabeza con un dedo y dijo:

—Es la parte menos vulnerable de mí. ¿Por dónde andan sus amigos?

—Están a medio camino de la maldita calle de Lord Sabeldi, creo. Si hubiese sabido lo fácil que era, los habría mandado los primeros.

—Bueno, me gusta que los haya mandado los últimos, porque lo más seguro es que me hubieran dejado colgado —Escalofríos sonrió de un modo muy siniestro.

—Eso no habría pasado. Aún nos queda mucho por hacer —Escalofríos se encogió de hombros, sintiéndose algo incómodo. Era fácil olvidar en ocasiones que su trabajo consistía en matar a gente—. Hace frío, ¿verdad?

—En el sitio de donde vengo, hoy habría hecho un día de verano —dijo con un bufido. Luego quitó el corcho de la botella y se la tendió—. Así mantendrá el calor.

—Muy considerado por tu parte —se echó un largo trago mientras él veía cómo se le movían los músculos del cuello.

—Para formar parte de una banda de asesinos a sueldo, creo que soy un hombre demasiado considerado.

—No tardarás en comprobar que algunos asesinos a sueldo pueden ser gente muy agradable —se echó otro lingotazo y le devolvió la botella—. Por supuesto que no me refiero a ninguno de nuestro grupo.

—Diablos, no. Somos una mierda de hombres. Y de mujer.

—¿Ya han llegado Morveer y su pequeño eco?

—Sí, creo que hace un momento.

—¿Los acompaña Amistoso?

—Va con ellos.

—¿Dijo Morveer cuánto tiempo estaría dentro?

—¿Cree que se dignaría a contarme algo? Y yo que pensaba que era el optimista.

Se acuclillaron en silencio junto al lado del parapeto, mirando la negra silueta del banco. Por alguna razón estaba nervioso. Incluso más de lo que cabría esperar por participar en un asesinato. La miró de soslayo y vio que ella le devolvía la mirada.

—Apenas podemos hacer más que esperar y coger frío —dijo Monza.

—Creo que no. A menos que quiera cortarme el pelo aún más.

—Tengo miedo de que comiences a quitarte la ropa si saco las tijeras.

Aquellas palabras le hicieron lanzar una risotada.

—Muy bueno. Creo que eso se merece otro trago —y le ofreció la botella.

—Soy demasiado bromista para ser una mujer que contrata a asesinos —y se acercó a él para cogerla. Lo suficientemente cerca para rozarle con el codo el costado que quedaba cerca de ella. Lo suficientemente cerca para sentir que su aliento, que se lo estaba echando en el cuello, se hacía más agitado. Él apartó la mirada, no queriendo comportarse como el necio que había sido las últimas dos semanas. Escuchó cómo sus labios se entretenían con el gollete de la botella antes de beber—. Gracias de nuevo.

—No las merece, jefa. Hágame saber todo lo que quiera, y yo lo haré.

Cuando volvió a mirarla, vio que ella no había apartado sus ojos de él, los labios apretados en una sutil línea, los ojos fijos en los suyos de una manera extraña, como si acabara de darse cuenta de lo mucho que valía.

—Pues quiero esto.

Con suma delicadeza, Morveer volvió a colocar como antes las últimas partes del emplomado y guardó sus útiles de cristalero.

—¿Ya está todo? —preguntó Day.

—No creo que aguante una tormenta, pero resistirá hasta mañana. Para entonces, sospecho que sus problemas serán considerablemente mayores que tener un filtración de agua en la ventana —apartó del vidrio los últimos restos de masilla y, cruzando el tejado, siguió a su ayudante hasta el parapeto. Amistoso, silueta achaparrada al otro lado de un abismo de vacío, casi tenía lista la cuerda. Morveer echó un vistazo por encima del borde del parapeto. Más abajo de los pinchos y de las tallas ornamentales, la tersa columna de piedra caía a pico sobre la calle empedrada. Uno de los grupos de guardias la recorría con un bailoteo de faroles.

—¿Y la cuerda? —preguntó Day en voz baja cuando los guardias ya no podían oírles—. Cuando salga el sol, quizá alguien…

—No he pasado por alto ningún detalle —Morveer sonrió mientras sacaba el pequeño vial del interior de su bolsillo—. Unas cuantas gotas quemarán el nudo poco después de haber cruzado. Sólo tendremos que esperar al otro extremo y recogerla.

Aunque fuera imposible verle la cara, su ayudante no parecía muy convencida.

—¿Y si arde más deprisa que…?

—No lo hará.

—Creo que es correr un riesgo espantoso.

—Querida, ¿con qué no jugamos nunca?

—Con la suerte, pero…

—De acuerdo, ve tú la primera…

—No me lo digas dos veces —Day se colgó de la cuerda y comenzó a avanzar por ella, una mano tras otra. Llegó al otro lado antes de que hubieran podido contar hasta treinta.

Morveer descorchó el vial y echó unas cuantas gotas en los nudos. Para asegurarse, añadió más de la cuenta. No tenía ganas de esperar a que saliera el sol para recoger aquella maldita cuerda. Dejó que la siguiente patrulla pasara por debajo y luego, hay que decirlo, gateó por el parapeto con mucha menos gracia que la mostrada por su ayudante. Pero no había necesidad de apresurarse. La precaución primero, y siempre. Agarró la cuerda con sus manos enguantadas, se colgó por debajo de ella, pasó un pie por encima del parapeto, levantó el otro…

Escuchó el sonido de algo que se rasgaba y entonces, súbitamente, sintió frío en una rodilla.

Morveer miró hacia abajo. Una de sus perneras se había enganchado en uno de los pinchos que sobresalía de los demás, desgarrándose hasta sus posaderas. Tiró del pie para intentar soltarla, pero sólo consiguió que se enganchara aún más.

—Maldición —era evidente que aquello no formaba parte del plan. Un humo tenue comenzaba a enroscarse en la balaustrada, justo alrededor del sitio donde había atado la cuerda. Al parecer, el ácido actuaba más deprisa de lo que había supuesto.

—Maldición —se giró hacia el tejado del banco y quedó colgado junto al nudo que humeaba, agarrando la cuerda con una mano. Sacó su escalpelo de un bolsillo interior, se echó hacia delante y cortó la tela de la pernera que ondeaba al viento con unos cuantos cortes precisos. Uno, dos, tres y ya casi había terminado. Un corte final y…

—¡Ah! —primero con enfado y luego con un terror creciente, comprendió que acababa de hacerse un corte en el tobillo con el escalpelo—. ¡Maldición! —el filo estaba manchado con tintura de larync, ante la que había desarrollado cierta inmunidad a costa de sentir náuseas nada más levantarse por las mañanas. Aunque no fuera fatal para él, podía hacerle soltar la cuerda, y él sí que no había desarrollado la inmunidad a caer en picado encima de un empedrado muy, pero que muy duro y no matarse. La ironía era bastante amarga. A fin de cuentas, la mayoría de quienes practicaban su oficio acababan siendo asesinados por sus propios agentes químicos.

Se quitó un guante con los dientes y rebuscó en sus muchos bolsillos para encontrar el antídoto correspondiente, rezongando palabrotas contra los guardias mientras seguía colgado en medio del viento helado que le azotaba con sus ráfagas y hacía que toda la pierna se le hubiese puesto de carne de gallina. Los pequeños tubos de vidrio tintineaban entre sus dedos mientras intentaba palpar con ellos las marcas que le permitían identificarlos por el tacto.

A pesar de las nuevas circunstancias, la operación seguía siendo muy interesante. Eructó al sentir un amago de náusea, un súbito pinchazo en el estómago. Sus dedos localizaron la marca correcta. Soltó el guante y con dedos temblorosos llevó el vial, que aún seguía dentro de la casaca, a su boca, quitó el corcho con los dientes y sorbió su contenido.

Las náuseas que le produjo aquel extracto amargo le llevaron a lanzar un escupitajo que cayó al suelo empedrado. Se agarró a la cuerda y luchó contra el vértigo, porque la negra calle parecía dar vueltas a su alrededor. Volvía a ser un niño desamparado. Se ahogaba y lloriqueaba, agarrándose a la cuerda con ambas manos. Con la misma desesperación con que se había agarrado al cadáver de su madre cuando ellos llegaron para llevárselo.

El antídoto fue haciendo efecto poco a poco. El mundo a oscuras se asentaba, su estómago dejaba de dar aquellas vueltas enloquecidas. La calle estaba debajo y el cielo arriba, de nuevo en sus posiciones acostumbradas. Su atención se volvía a centrar en los nudos, que humeaban más que antes y producían un ligero siseo. Pudo distinguir el olor acre que hacían al quemarse.

—¡Maldición! —echó las dos piernas por encima de la cuerda y comenzó a avanzar, lastimeramente débil por la dosis de larync que se había suministrado. El aire siseaba en su garganta, rígida por la inconfundible zarpa del miedo. ¿Qué pasaría si la cuerda se quemaba antes de que hubiera podido llegar al otro lado? Sintió un retortijón que le obligó a detenerse durante un momento, mientras apretaba los dientes y se bamboleaba de un lado para otro en mitad del vacío.

Adelante, aunque estuviese tremendamente fatigado. Sus brazos temblaban, sus manos se tropezaban una con otra, la palma de una de ellas y la pierna, que estaban al aire, le quemaban por la fricción. Bueno, ya había recorrido más de la mitad del camino y seguía hacia delante. Dejó que su cabeza quedara colgando y tomó aire para hacer un nuevo esfuerzo. Vio a Amistoso, que tendía un brazo en su dirección, y su enorme mano, que apenas estaba a unos pasos de donde se encontraba. Vio a Day, que no apartaba la mirada de él, y entonces se preguntó, un tanto molesto, si eso que había intuido en su rostro cubierto de tinieblas no sería un asomo de sonrisa.

Entonces pudo escuchar un débil tañido al otro extremo de la cuerda.

Sintió como si el estómago fuera a salírsele por la boca y comenzó a caer, a caer, mientras el aire frío entraba de golpe por su boca abierta. La fachada de la ruinosa casa iba a su encuentro. Fue una espera tensa, como la que había tenido que soportar cuando le arrancaron de la mano de su madre muerta. El tremendo impacto le vació los pulmones, detuvo en seco su grito y arrancó la cuerda de sus manos ansiosas.

Luego hubo otro choque y un ruido de maderas rotas. Estaba cayendo, agarrando el aire a puñados, el pensamiento convertido en un caldero de loca desesperación, los ojos fuera de las órbitas, sin ver nada. Estaba cayendo, los brazos como muertos, las piernas que pataleaban con desesperación, el mundo que daba vueltas a su alrededor, el viento que se precipitaba contra su rostro. Cayendo, cayendo… sólo uno o dos pasos. Su mejilla que se aplastaba contra las maderas del suelo, los fragmentos de madera que resonaban a su alrededor.

—¿Eh? —musitó.

Se sorprendió al descubrir que le agarraban del cuello, que lo levantaban en el aire y que, con una fuerza que a punto estuvo de que se le aflojaran las tripas, lo empujaban contra una pared, de suerte que, por segunda vez en el espacio de unos instantes, el aire escapó de sus pulmones con un largo quejido.

—¡Tú! ¡Pero, qué cojones!

Era Escalofríos. Por alguna razón aún desconocida, el norteño estaba completamente desnudo. La mugrienta habitación que se encontraba a su espalda se hallaba iluminada tenuemente por unas cuantas brasas apiladas en una parrilla. Los ojos de Morveer fueron hasta la cama. Murcatto estaba en ella, apoyada en los codos, la arrugada camisa entreabierta, los pechos aplastados contra sus costillas. Apenas le miró con una apacible sorpresa, como si acabara de abrirle la puerta a la visita que tenía que llegar algo más tarde.

La mente de Morveer se asentó. A pesar del embarazo que le supusiera encontrarse allí, del latido residual del miedo que había sentido, y del escozor de los arañazos que tenía en manos y cara, rió entre dientes. La cuerda se había soltado antes de tiempo y, por alguna ventura tan singular como ciertamente bienvenida, él acababa de describir el arco perfecto que le había llevado hasta la ventana podrida de una de las habitaciones de aquella casa destartalada. No podía por menos de apreciar la ironía.

—¡Por lo que parece, no hay nada mejor que un afortunado accidente! —bromeó.

Murcatto bizqueó desde la cama, como si aún no hubiese podido centrar la mirada. Él pudo ver que tenía un juego de cicatrices bastante curiosas en uno de los costados y a lo largo de las costillas.

—¿Por qué está fumando? —preguntó ella, con voz cascada.

La mirada de Morveer fue hasta la pipa que descansaba en la parte del suelo próxima a la cama, lo cual explicaba al instante que no se hubiera sorprendido por verle entrar de una manera tan heterodoxa.

—Se confunde, pero es fácil ver por qué. Me parece que es usted la que ha estado fumando. Debería comprender que esa porquería es puro veneno. Puro…

—Está fumando, idiota —ella alargó un brazo y apuntó con un dedo a su pecho.

Morveer bajó la mirada y vio que unas cuantas volutas de humo le subían por la camisa.

—¡Maldición! —dijo con un quejido mientras Escalofríos retrocedía asustado y le soltaba. Se quitó la casaca, y los fragmentos de vidrio del frasquito de ácido cayeron al suelo. Se peleó con la camisa, cuya pechera había comenzado a borbotear, la rasgó y la arrojó al suelo. Y allí se quedó, humeando de manera más que evidente y llenando la mugrienta estancia con un pestazo espantoso. Los tres se quedaron mirándola, pues, por un vuelco del destino que, casi con toda seguridad, ninguno de ellos había previsto, todos se habían quedado medio desnudos.

—Mis excusas —Morveer se aclaró la garganta—. Es evidente que esto no formaba parte del plan.