El estruendoso ruido de los comentarios que hacía la muchedumbre al otro lado de las puertas comenzó a ser cada vez mayor, y los retortijones de Monza fueron a la par que él. Intentó librarse de la tensión tan acuciante que sentía debajo de la barbilla. No lo consiguió.
Lo único que podía hacer era esperar. El papel que le correspondía en la grandiosa representación que iba a tener lugar aquella noche era el de poner cara seria y dar la impresión de ser la representante más alta de la nobleza, porque los mejores sastres de Talins habían hecho todo lo posible para que aquella mentira tan absurda pareciese convincente. Le habían puesto unas mangas muy largas para ocultar las cicatrices de sus brazos, un collar muy alto para cubrir las marcas de su cuello, unos guantes para que su mano, que era una ruina, pareciese más que presentable. Les agradó muchísimo poder ponerle en el vestido un escote muy bajo que no desagradaría a los delicados invitados de Rogont. Era una maravilla que no le pusieran otro en la parte baja de la espalda para que se le viese parte del culo… porque era la única parte de su piel que no tenía cicatrices.
Nada podía robar la sublimidad de aquel momento tan histórico para el duque Rogont. Nada de espadas, por supuesto, por eso echaba de menos el peso de una, tanto como si le hubiesen quitado un miembro. Se preguntó cuándo habría sido la última vez que, de manera tan ostensible, había estado sin una espada. Ni siquiera en la reunión del Consejo de Talins, a la que había asistido la víspera de aquel día en que recibió su nuevo y ensalzado nombramiento.
Cuando el viejo Rubine sugirió que no necesitaba llevar espada en aquella habitación, ella le replicó que en los últimos veinte años siempre había llevado una. Entonces él señaló con mucha educación que ni él ni sus colegas la llevaban, aún siendo varones a los que les quedaba mucho mejor una espada. Entonces ella le preguntó si se refería a que debía clavársela a él antes de dejarla. Y como nadie pudo asegurar si bromeaba o no, ahí quedó la cosa.
—Excelencia —uno de los criados acababa de llegar a hurtadillas y le ofrecía una reverencia de lo más empalagosa—. Señoría —la segunda reverencia era para la condesa Cotarda—, estamos a punto de comenzar.
—Bien —dijo Monza, un tanto cortante. Miró a las puertas dobles, echó los hombros hacia atrás y levantó la barbilla—, pues acabemos de una vez con esta maldita pantomima.
No podía perder el tiempo. Durante todas las horas que había estado despierta en las últimas tres semanas (apenas sin dormir desde que Rogont le pusiera la diadema en la cabeza) no había hecho más que intentar sacar a Talins del pozo negro en el que ella lo había metido al luchar a su favor.
Recordando la máxima de Bialoveld, de que cualquier Estado con éxito descansa sobre columnas de acero y de oro, buscó a todos los burócratas serviles que no se hubiesen encerrado en Fontezarmo con su antiguo señor. Se habló del ejército talinés. Y de otras cosas, como las arcas del tesoro. Estaban vacías. El sistema de impuestos, el mantenimiento de las obras públicas, de la seguridad, de la administración de justicia…, todo había desaparecido como el bollo que se arroja a la corriente de un río. La presencia de Rogont o, mejor, la de sus soldados, era lo único que impedía a Talins caer en la anarquía.
Pero a Monza los vientos jamás la habían llevado por la mala dirección. Siempre había tenido la virtud de adivinar las cualidades de una persona y de escoger a la que era más idónea para el trabajo por hacer. Como el viejo Rubine era tan pomposo como un profeta, le nombró alto magistrado. Grulo y Scavier eran los comerciantes más desalmados de la ciudad. Por eso, como no confiaba en ninguno de los dos, los nombró a ambos cancilleres, para que cada uno de ellos compitiese con el otro a la hora de imaginar nuevos impuestos y no se perdiesen de vista.
Al poco tiempo ya le sacaban el dinero a sus infelices colegas, un dinero que Monza empleó en comprar armas.
A los tres días de estar gobernando, se presentó en la ciudad un viejo sargento llamado Volfier, un hombre divertido, casi tan terco y con tantas cicatrices como ella. Sin querer rendirse, había llevado a los veintitrés miembros de su regimiento, los sobrevivientes de la derrota acaecida en Ospria, por toda Styria, manteniendo armas y honor intactos. Como a Monza le gustaba dar trabajo a los valientes, le mandó recoger a todos los veteranos de la ciudad. Y como el trabajo bien pagado escaseaba, no tardó en reclutar dos compañías de voluntarios, a los que encomendó la gloriosa tarea de escoltar a los recaudadores de impuestos para que ni un solo cobre se perdiese por el camino.
Había aprendido bien las lecciones que le diera Orso. Oro para comprar acero, y después más oro…, en eso consistía la honrada espiral de la política. La resistencia, la apatía y el desdén que recibió por todas partes sólo sirvieron para que se implicase con más ganas. Sintió una satisfacción perversa al acometer lo que parecía una tarea imposible. Y con el tiempo, el dolor y las ganas de fumar comenzaron a quedarse a un lado, de suerte que fue recuperando su agudeza en el pensar. Había pasado tiempo, mucho tiempo desde la última vez que había conseguido que algo creciese.
—Estás… muy hermosa.
—¿Cómo dices? —Cotarda acababa de llegar silenciosamente a su lado y sonreía un poco nerviosa—. ¡Oh!, lo mismo digo —dijo Monza con un gruñido, casi sin mirarla.
—El blanco te favorece. Dicen que yo soy demasiado pálida para llevarlo —Monza hizo una mueca de dolor. Era el tipo de charla intrascendente que no podría soportar en una noche como aquélla—. Me gustaría parecerme a ti.
—Quizá lo consigas si tomas un poco el sol.
—No, no. El valor —Cotarda bajó la mirada hasta sus pálidos dedos y los juntó—. Me refería a ser valiente. Dicen que tengo poder. Pero yo creía que cuando se tiene poder, uno no se asusta de nada. Y yo estoy asustada todo el tiempo. Sobre todo en los acontecimientos —las palabras que iba largando aumentaban la desazón de Monza—. En ocasiones no puedo ni moverme, porque me siento muy pesada. Y me da miedo. Soy decepcionante. ¿Qué tendría que hacer? ¿Qué harías tú?
Monza no tenía intención de discutir sus propios miedos, porque eso sólo serviría para alimentarlos. Pero Cotarda parloteaba sin ningún tipo de consideración.
—Lo que pasa es que me falta carácter, pero ¿de dónde puede sacar una el carácter? Lo tienes o no lo tienes. Tú lo tienes. Lo dice todo el mundo. ¿De dónde lo sacas? ¿Por qué yo no lo tengo? A veces creo que soy una ficción y que actúo como si fuese una persona. Dicen que soy una completa cobarde. ¿Qué puedo hacer? ¿Seguir siendo una completa cobarde?
Siguieron mirándose durante un largo instante, al término del cual Monza se encogió de hombros y dijo:
—Tienes que actuar como si no lo fueses.
Entonces abrieron las puertas.
Desde algún sitio, unos músicos atacaron un estribillo muy majestuoso cuando Monza y Cotarda entraron en la vasta concha del edificio del Senado. Aunque careciese de tejado y las estrellas estuvieran a punto de mostrarse en el cielo negro azulado que le servía de techo, hacía calor. Aquel calor, tan pegajoso como el de una tumba, junto con el perfumado relente de las flores, se agarró al apretado cuello de Monza y le provocó náuseas. Los miles de velas que ardían en la oscuridad llenaban el gran escenario con sombras que reptaban, suscitando el destello de las gemas y de toda la pintura dorada y convirtiendo los cientos y cientos de rostros sonrientes que llegaban hasta las filas más altas en máscaras burlonas. Todo era de tamaño descomunal: el gentío, las banderas que se estremecían al viento detrás de él, el mismo escenario. Todo excesivo, como una escena salida de la fantasía más espeluznante.
A fin de cuentas, una exageración, y sólo para ver cómo alguien se ponía un sombrero nuevo.
Los presentes eran muchos. Los de Styria eran numerosos, mujeres y hombres ricos y poderosos, comerciantes y miembros de la nobleza inferior llegados de todas sus provincias. Una selección de los artistas, diplomáticos, poetas, artesanos y soldados más famosos… porque Rogont no había hecho de menos a nadie que pudiese añadir un poco más de gloria a su persona. Los invitados extranjeros ocupaban la mayoría de los mejores asientos, debajo del escenario, los cuales estaban presentes, ora para ofrecer sus respetos al nuevo rey de Styria, ora para intentar sacar alguna ventaja de su entronización. Había capitanes de los buques mercantes de las Mil Islas, con anillas de oro en las orejas. Norteños de luengas barbas. Ciudadanos de Baol, con ojos brillantes. Nativos de Suljuk, vestidos con sedas multicolores. Una pareja de sacerdotisas de Thond, donde se venera al sol, con las cabezas afeitadas hasta dejarles una pelusilla dorada. Tres Aldermen de Westport, que parecían muy nerviosos. Aunque la Unión se hiciese notar por su ausencia, lo que no era de extrañar, la delegación gurka había ocupado gustosa su vacante: una docena de embajadores del emperador Uthman-ul-Dosht, cubiertos de oro; una docena de sacerdotes del profeta Khalul, sobrios en sus blancas vestiduras.
Monza pasó entre todos ellos como si no estuviesen allí, los hombros echados hacia atrás, la mirada al frente, el frío desdén en los labios que siempre expresaba al sentirse muy aterrorizada. Por el pasillo situado enfrente de ella, Lirozio y Patine iban a su encuentro con la misma pompa que ella. Sotorius aguardaba al lado del sillón que constituía la parte más importante de todo aquel evento, apoyándose con fuerza en su bastón. El anciano había jurado que antes bajaría al infierno que a la rampa.
Llegaron a la plataforma circular, juntándose bajo la expectante mirada de varios miles de pares de ojos. Los cinco líderes más importantes de Styria que iban a gozar del honor de coronar a Rogont, todos ellos vestidos de una manera simbólica tan evidente que no se le habría escapado ni a un champiñón. Monza iba de blanco perla con la cruz de Talins en el pecho, que estaba formada por chispeantes fragmentos de gemas negras. Cotarda llevaba el escarlata de Affoia. Sotorius mostraba las conchas doradas del berberecho en el dobladillo de su toga. Lirozio, el puente de Puranti en su esclavina dorada. Parecían actores pésimos que representasen a las ciudades de Styria en alguna obra barata de contenido moralizante, aunque de elevado presupuesto. Incluso Patine había abandonado su proverbial humildad, porque acababa de cambiar sus toscas vestiduras de labriego por la seda verde, las pieles y las chispeantes joyas. Aunque el símbolo de Nicante fuesen seis anillos juntos, él debía de haberse puesto en broma por lo menos nueve, uno de ellos con una esmeralda tan grande como uno de los dados de Amistoso.
De cerca, ninguno de ellos parecía particularmente entusiasmado con el papel que le tocaba jugar. Parecían un grupo de personas que, borrachas como cubas, hubiesen decidido tirarse al helado mar y que, con la sobriedad que trae la aurora, se lo hubieran pensado mejor.
—Bueno —dijo Monza con un gruñido cuando las últimas notas de la música se desvanecían—. Ya estamos aquí.
—Así es —Sotorius barrió con sus ojos reumáticos a la muchedumbre que no dejaba de cuchichear—. Esperemos que la corona sea bastante grande, porque ahí llega la mayor cabeza de Styria.
Una fanfarria estruendosa se abatió sobre todos. Cotarda titubeó y dio un traspié. Habría caído al suelo si Monza no la hubiese agarrado instintivamente por el codo. Las puertas dispuestas en la parte trasera de la sala se abrieron y, cuando el estruendoso sonido de las trompetas se desvaneció, dos voces tan atipladas como hermosas flotaron por encima de los presentes. Rogont entró sonriendo en el edificio del Senado, y sus invitados le saludaron con un aplauso muy bien preparado de antemano.
El futuro rey, vestido con el azul de Ospria, miró a su alrededor con una sorpresa cargada de humildad mientras bajaba por los peldaños, como diciendo, «¿Todo esto es por mí? ¡No puede ser!». Pero lo cierto era que él mismo se había encargado incluso de los menores detalles. Durante un instante, Monza se preguntó, como ya había hecho en otras ocasiones, si Rogont no acabaría siendo peor rey de lo que hubiese podido ser Orso. No menos despiadado, no más leal, pero mucho más vano y cada vez con menor sentido del humor. Estrechó las manos de los invitados entre las suyas, dando, mientras pasaba, una palmadita de generosidad a uno o dos hombros afortunados. La canción sobrenatural a dos voces le acompañó cuando penetró entre en la multitud.
—¿Será que puedo escuchar a los espíritus? —preguntó Patine con sorna.
—Eso que puedes escuchar son chicos sin pelotas —le replicó Lirozio.
Cuatro hombres vestidos con la librea de Ospria abrieron la cerradura de una pesada puerta que se encontraba detrás de la plataforma y entraron por ella, saliendo poco después con una pesada caja taraceada. Rogont dio un apresurado paso hacia la primera fila y estrechó la mano a unos cuantos embajadores con los que se había puesto de acuerdo de antemano, prestando particular atención a la delegación gurka y llevando el aplauso del gentío hacia su clímax. Finalmente, subió hasta el último escalón de la plataforma, sonriendo como el ganador de un crucial juego de cartas delante de sus arruinados rivales. Levantó los brazos por encima de los cinco y exclamó:
—¡Amigos míos! ¡Amigos míos! ¡Por fin llegó el día!
—Es el día —dijo, sin más, Sotorius.
—¡El feliz día! —canturreó Lirozio.
—¡Que tanto anhelábamos! —añadió Patine.
—¿Bien hecho? —sugirió Cotarda.
—Os doy las gracias a todos —Rogont se volvió para mirar a sus invitados. Luego acalló sus aplausos con un leve movimiento de la mano, dejó su capa tras de sí, se acomodó en el sillón e hizo una seña a Monza—. ¿Vuestra Excelencia no quiere felicitarme?
—Felicidades —dijo ella entre dientes.
—Tan cordial como siempre —se acercó más a ella, hablando con voz muy baja—. La pasada noche no viniste a verme.
—Tenía otras obligaciones.
—¿De veras? —Rogont enarcó las cejas, como sorprendido de que pudiese haber algo más importante que follar con él—. Supongo que una jefa de Estado tiene que satisfacer muchas exigencias. Bueno —y movió burlonamente una mano para darle su venia.
Monza apretó los dientes. En aquel momento habría sido capaz de hacer algo más que meársele encima.
Los cuatro porteadores dejaron su carga detrás del trono, y uno de ellos giró la llave dentro de la cerradura y levantó la tapa con una floritura rebuscada. Un gemido recorrió la muchedumbre. En su interior, envuelta en terciopelo púrpura, había una corona. Una gruesa diadema de oro, alrededor de la cual habían insertado varios zafiros resplandecientes de color oscuro. Cinco hojas de roble, también de oro, salían de ella, porque la sexta, mayor que las demás, se curvaba alrededor de un diamante tan reluciente como monstruoso, puesto que era tan grande como un huevo de gallina. Tan grande que a Monza le entraron unas ganas muy locas de reír.
Con la cara que hubiese puesto el individuo que acomete mano en ristre el desatasco de una letrina, Lirozio se acercó a la caja y cogió una de las hojas doradas. Con cierta resignación, Patine se encogió de hombros y le imitó. Luego hicieron lo propio Sotorius y Cotarda. Monza cogió la última hoja que quedaba con su mano derecha, siempre enguantada, cuyo sobresaliente dedo meñique no había mejorado por el hecho de estar enfundado en la blanca seda. Echó una mirada a los rostros de sus supuestos pares. Dos sonrisas forzadas, una ligera mueca y una burla manifiesta. Se preguntó cuánto tardarían aquellos príncipes tan orgullosos, que tan acostumbrados estaban a ser sus propios señores, en cansarse de aquel apaño que tan poco les favorecía.
Tal y como pintaban las cosas, la yunta comenzaba a sentirse molesta.
Los cinco levantaron la corona al unísono y dieron unos cuantos pasos titubeantes hacia delante, mientras Sotorius, que era el responsable del apaño, conducía a los demás hacia aquel símbolo viviente de majestuosidad inigualable. Llegaron hasta el sillón y entre todos levantaron la corona sobre la cabeza de Rogont. Luego se detuvieron durante un instante, como si, de común acuerdo, se preguntaran si existía alguna manera de dar marcha atrás. El vasto interior del edificio había quedado dominado por un silencio espectral en el que todos, hombres y mujeres, contenían el aliento. Entonces Sotorius asintió con resignación, y los cinco bajaron la corona al mismo tiempo, asentándola cuidadosamente sobre el cráneo de Rogont y luego se apartaron.
Al parecer, Styria acababa de convertirse en una sola nación.
Su rey se levantó lentamente del sillón y extendió los brazos con las palmas hacia delante, mirando fijamente al frente, como si pudiese penetrar las antiguas paredes del edificio del Senado y distinguir el brillante futuro.
—¡Compañeros de Styria! —Exclamó con voz potente que reverberó en las piedras—. ¡Humildes súbditos! ¡Amigos llegados de fuera! ¡Sed todos bienvenidos! —La mayoría de aquellos amigos eran gurkos, cuyo profeta jamás había tenido un diamante tan grande en su corona—. ¡Los Años de Sangre han finalizado! —Finalizarían en cuanto Monza hubiese terminado con Orso—. ¡Las grandes ciudades de nuestra orgullosa tierra no volverán a luchar entre sí! —Eso habría que verlo—. Porque permanecerán eternamente como hermanas, ligadas voluntariosamente con los felices lazos de la amistad, de la cultura, de la herencia común. ¡Marchando juntas! —Seguro que en la dirección que ordenase Rogont—. Es como si… Styria despertase de una pesadilla. Una pesadilla que ha durado diecinueve años. Estoy seguro de que algunos que están entre nosotros apenas pueden recordar un momento sin guerra —Monza enarcó una ceja, pensando en el arado de su padre que removía la negra tierra—. ¡Pero ahora… las guerras han terminado! ¡Y todos hemos ganado! Todos —apenas era necesario decir que algunos habían ganado más que otros—. ¡Ahora es el tiempo de la paz! ¡De la libertad! ¡De reponernos! —Lirozio se aclaró la garganta, haciendo mucho ruido mientras intentaba aflojarse el cuello de la camisa—. ¡Ahora es el tiempo de la fe, del perdón, de la unidad! —y, por supuesto, de la obediencia más abyecta. Cotarda se miraba la mano. Su pálida palma comenzaba a mostrar unas motas de color rosado que era casi tan intenso como el escarlata de la ropa que llevaba—. ¡Ahora es el tiempo de forjar un gran estado que sea la envidia del mundo! Ahora es el tiempo… —Lirozio había comenzado a toser, y unas perlas de sudor aparecían en su rostro rubicundo. Rogont le miró muy enfadado—. Ahora es el tiempo de que Styria se convierta… —Patine se dobló hacia delante y emitió un gemido de angustia, echando los labios hacia atrás y enseñando los dientes.
»… en una nación —algo iba mal, y todos comenzaban a darse cuenta. Cotarda se echó hacia atrás, como tropezando. Se agarró a la barandilla dorada, subió y bajó la caja torácica y se derrumbó en el suelo con un roce de seda roja. Todos los presentes lanzaron un jadeo colectivo de sorpresa.
»… en una nación —Rogont apenas susurraba. El canciller Sotorius había caído de rodillas y temblaba, agarrándose el cuello lleno de arrugas con una mano llena de puntitos rosados. Patine se había puesto a cuatro patas, el rostro tan colorado como un tomate, las venas marcándosele en el cuello. Lirozio cayó contra su costado, de espaldas a Monza, sin apenas respirar, el brazo derecho estirado, la mano retorcida llena de puntos rosados. Cotarda movió ligeramente una pierna y se quedó inmóvil.
Todo eso ocurría mientras la multitud guardaba silencio. Pasmada. Sin saber si era la parte demencial del espectáculo. Si era una broma de mal gusto. Patine cayó con la cara hacia delante. Sotorius lo hizo de espaldas, arqueando la columna vertebral, pataleando con los talones de sus zapatos el piso de madera pulimentada, para luego quedarse quieto.
Rogont miró a Monza y ella le miró a él, tan helada e inútil como cuando había visto morir a Benna. Abrió la boca y alargó una mano hacia ella, pero sin emitir sonido alguno. Su frente, bajo el forro de piel de la corona, se había vuelto de un color rojo muy intenso.
La corona. Todos la habían tocado. La mirada de Monza fue hasta el guante que cubría su mano derecha. Todos menos ella.
Rogont torció el rostro. Dio un paso, se le torció un tobillo y entonces cayó con la cara por delante, y los ojos, que ya no veían, se le salieron de las órbitas. La corona cayó de su cabeza, rebotó, rodó por la plataforma para llegar a su borde y cayó al suelo con un estruendo metálico. Uno de los espectadores lanzó un grito capaz de dejar sordo a cualquiera.
Entonces se escuchó el silbido de un contrapeso que caía, el golpe de una madera, y mil pájaros cantores de color blanco escaparon de las jaulas escondidas alrededor de los límites de la sala para echar a volar cada vez a mayor altura en la noche clara, como una hermosa tormenta de gorjeos.
Tal y como Rogont había planeado.
Sólo que de los seis, entre hombres y mujeres, que debían unificar Styria y poner término a los Años de Sangre, la única que aún seguía con vida era Monza.