El destino de Styria

—Allí arriba —el enguantado dedo índice de Monza y, cómo no, también el meñique, apuntaban hacia la cresta de la colina.

Más soldados la estaban franqueando a dos o tres kilómetros del lugar donde los talineses habían hecho su primera aparición. Muchos más. Daba la impresión de que Orso se hubiese reservado unas cuantas sorpresas. Quizá fueran los refuerzos que le enviaban sus aliados de la Unión. Monza se humedeció los labios resecos con una lengua igual de reseca, y escupió. La leve esperanza que le embargaba había desaparecido. No iba a ser fácil tomar la iniciativa. Las banderas que iban en cabeza recibieron un súbito golpe de aire y se desplegaron durante un instante. Pudo distinguirlas gracias al catalejo, luego se restregó el ojo y volvió a mirar. No había ninguna duda: ostentaban el berberecho de Sipani.

—Sipaneses —murmuró. Hasta hacía poquísimo tiempo, la gente más neutral del mundo—. ¿Por qué diablos luchar a favor de Orso?

—¿Quién lo dice? —cuando miró a Rogont, vio que sonreía como el ladrón que acaba de conseguir la bolsa más repleta de toda su carrera. El duque abrió los brazos—. ¡Alégrese, Murcatto! ¡Es el milagro que había estado pidiendo!

—¿Están a nuestro lado? —Monza parpadeaba.

—¡Pues claro que sí, y también están en la retaguardia de Foscar! Y lo más irónico de todo es que se lo debemos a usted.

—¿A mí?

—¡Totalmente a usted! ¿Recuerda la conferencia de Sipani, amañada por ese gallito melancólico que es el rey de la Unión?

Recordaba la gran procesión por las calles llenas de gente, los vítores a Rogont y a Salier, que abrían la marcha, los insultos a Ario y a Foscar, que iban después.

—¿A qué os referís? —preguntó ella.

—Pues a que yo no tenía más ganas de hacer la paz con Ario y Foscar que la que ellos tenían de hacerla conmigo. Lo único que quería era ganarme al viejo canciller Sotorius. Intenté convencerle de que, tras la derrota de la Liga de los Ocho, la codicia de Orso no se detendría ante la frontera de Sipani, por muy neutrales que fuesen. Que mi joven cabeza rodaría y que la suya, venerable, la seguiría en el tajo del verdugo.

En eso tenía razón. Porque la neutralidad servía tan poco con Orso como con la sífilis. Ningún río había detenido jamás su ambición. Ésa era la razón de que se hubiese portado tan bien con Monza hasta el momento en que decidió asesinarla.

—Pero aquel anciano —proseguía Rogont— se aferró a su tan querida neutralidad como el capitán a la rueda del timón de su nave que se hunde, y vi que no podría convencerle. Me da vergüenza admitir que yo mismo comencé a desesperarme y que consideré seriamente la posibilidad de huir de Styria y buscar climas más benignos —Rogont cerró los ojos y orientó su rostro hacia el sol—. Y entonces ¡oh, día afortunado!, ¡oh, portento inesperado…! —luego los abrió y miró a Monza—, usted mató al príncipe Ario.

La negra sangre que brotaba a borbotones de su pálida garganta, el cuerpo que caía por la ventana abierta, el fuego y el humo del edificio en llamas. Rogont sonreía con la misma afectación que la que el mago emplea al explicar el truco de su último trabajo.

—Sotorius era el anfitrión. Y debía proteger a Ario. El anciano sabía que Orso nunca le perdonaría por la muerte de su hijo. Sabía que la perdición de Sipani había quedado sellada. A menos que alguien frenase a Orso. Aquella misma noche, mientras la Casa del Placer de Cardotti aún estaba en llamas, hicimos un pacto. En secreto, el canciller Sotorius decidió que Sipani ingresaría en la Liga de los Ocho.

—De los Nueve, entonces —dijo Monza, viendo cómo el ejército de Sipani bajaba a buen paso por la colina y avanzaba hacia los vados en dirección a la retaguardia de Foscar, que apenas estaba protegida.

—Mi lenta retirada de Puranti, que usted pensó que se debía a un cálculo desafortunado, sólo tuvo como objeto darle el tiempo necesario para prepararse. Urdí con mucho gusto aquella pequeña trampa para poder ser la carnaza de la siguiente, que sería más importante.

—Sois más inteligente de lo que parecéis.

—No me resulta difícil. Mi tía siempre decía que parecía un zopenco.

Monza recorrió con mirada preocupada el valle, hasta detenerse en la cumbre de la colina Menzes y contemplar la hueste inmóvil que la ocupaba.

—¿Y qué pasa con Cosca?

—Algunas personas no cambian nunca. Aceptó una gran suma de dinero de mis inversores de Gurkhul para no entrar en combate.

—Pero si yo le ofrecí dinero y no quiso aceptarlo —de repente le pareció que no conocía el mundo tan bien como creía.

—Como la negociación no es su punto fuerte, me lo imaginé por adelantado. Además, él nunca habría aceptado dinero de usted. Al parecer, Ishri emplea palabras mucho más dulces. La guerra sólo es el punto crucial de la política. Aunque las hojas aceradas puedan matar a la gente, sólo las palabras pueden hacer que actúen, y los buenos vecinos son el mejor refugio en una tormenta. La cita procede de los Principios del Arte de Juvens. Aunque en su mayor parte esa obra sólo sea superstición y tonterías, el tomo dedicado al ejercicio del poder es muy fascinante. Debería leer más, general Murcatto. Sus lecturas son un tanto estrechas de miras.

—Aprendí a leer muy tarde —dijo ella con un gruñido.

—Podrá disfrutar a sus anchas de mi biblioteca, eso sí, cuando hayamos descuartizado a los talineses y conquistado Styria —sonrió alegremente mientras observaba el fondo del valle, donde el ejército de Foscar se hallaba en grave peligro de quedar rodeado—. Aunque las cosas hubieran sido muy diferentes si las tropas de Orso hubiesen tenido un líder más experimentado que el joven príncipe Foscar. No creo que un hombre con la habilidad del general Ganmark hubiera caído de bruces en mi trampa. O cualquier otro con la larga experiencia de Fiel Carpi —se ladeó en la silla para que Monza pudiese ver su sonrisa más de cerca—. Lo cierto es que el escalafón del ejército de Orso ha sufrido recientemente varias pérdidas desafortunadas.

—Me agrada haberos sido de alguna ayuda —Monza lanzó un bufido, volvió la cabeza y escupió.

—¡Oh, no habría sido posible sin usted! Sólo debemos mantener en nuestro poder el vado inferior hasta que nuestros bravos aliados de Sipani lleguen al río, y luego aplastar entre todos a los hombres de Foscar, para que las pretensiones del duque Orso se ahoguen en sus bajíos.

—¿Eso es todo? —Monza miró el agua con desgana. Las tropas de Affoia, una masa roja y marrón de gente desaliñada que se encontraba en la parte más occidental de la batalla, acababan de ser desalojadas de la zona alta del vado. Aunque sólo veinte pasos los separasen del pegajoso barro, aquella distancia bastaba para que los talineses pudiesen hacerse fuertes. Le pareció que un grupo de soldados de Baol había atravesado las aguas más profundas que se encontraban corriente arriba para atacarlas por el flanco.

—Lo es, y me parece que vamos por el buen camino a… ¡ah! —Rogont también lo había visto—. ¡Oh! —un grupo de soldados comenzaba a abandonar la lucha para dirigirse, colina arriba, hacia la ciudad.

—Me parece que los bravos aliados de Affoia se han cansado de vuestra hospitalidad.

El júbilo excesivamente autocomplaciente que había dominado la plana mayor de Rogont nada más ver a los de Sipani se desvanecía rápidamente a medida que pequeños grupos de soldados abandonaban a la carrera las líneas de Affoia, ya rotas, y se dispersaban por todas las direcciones. Situadas más arriba, las unidades de arqueros comenzaron a mermar cuando sus soldados levantaron la mirada hacia la ciudad. Era evidente que no tenían muchas ganas de conocer de cerca a aquellos a los que habían estado disparando flechas durante la última hora.

—Si esos bastardos de Baol rompen la línea, tomarán a vuestra gente por el flanco y la línea caerá. Será una completa derrota.

Rogont se mordió el labio inferior y dijo:

—Los sipaneses están a menos de media hora.

—Excelente. Llegarán a tiempo de contar nuestros cadáveres. Y luego los suyos.

—Quizá deberíamos retirarnos al amparo de nuestras murallas… —acababa de echar una mirada llena de nerviosismo a la ciudad.

—No tenéis tiempo para evitar la refriega. Por más que seáis diestro en escurrir el bulto.

—¿Qué podemos hacer? —el duque estaba completamente pálido.

Entonces Monza pensó que conocía el mundo a la perfección. Desenvainó su espada con un débil quejido metálico. Era un arma de caballería que había tomado prestada del armero de Rogont, sencilla, pesada y tan afilada que resultaba mortífera. Sus ojos se encontraron con los suyos.

—Ah. Eso.

—Sí. Eso.

—Supongo que llega el momento en el que cualquier hombre debe dejar la prudencia a un lado —Rogont apretó la mandíbula y los músculos se le marcaron en las sienes—. ¡Caballería, a mi orden…! —pero se le quebró la voz.

La voz fuerte vale para el general tanto como un regimiento, había dicho Farans.

Monza se apoyó en los estribos y exclamó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡A formar!

La plana mayor del duque comenzó a chillar, a señalar con el dedo, a agitar las espadas. Los hombres a caballo llegaron de todas partes y formaron en largas filas. Los arneses tintineaban, las armaduras rechinaban, las lanzas chocaban unas con otras, los caballos relinchaban y coceaban el suelo. Los jinetes formaron de manera ordenada, apaciguaron a sus inquietas monturas, maldijeron y gritaron, se calaron los yelmos y bajaron de golpe los visales de los mismos.

La gente de Baol estaba rompiendo las líneas muy deprisa, desparramándose por los numerosos huecos creados en la destrozada ala derecha de Rogont como la marea por un muro hecho con arena de la playa. Monza podía escuchar sus agudos gritos de guerra mientras subían a toda prisa por la pendiente. Veía ondear sus banderas hechas jirones, el brillo del metal en el asalto. Las unidades de arqueros que estaban más arriba se desvanecieron como de común acuerdo, y sus soldados arrojaron lejos el arco y corrieron hacia la ciudad, juntándose con gentes de Affoia y de Ospria que comenzaban a considerar aquel asunto desde otra perspectiva muy diferente. Siempre le había resultado sorprendente lo deprisa que un ejército puede quedar hecho trizas cuando el pánico recorre sus filas. Era como quitarle a un puente su piedra maestra, porque lo que hasta un minuto antes había parecido firme y en orden, al minuto siguiente se convertía en ruinas. Podía sentir que estaban a punto de llegar al momento del colapso.

Un caballo acababa de detenerse a su lado. Lo montaba Escalofríos, que llevaba un hacha en una mano mientras con la otra sujetaba las riendas y agarraba un escudo. No había querido molestarse en ponerse una armadura. Sólo llevaba encima la camisa que tenía unos bordados de oro en los puños. La que Monza había escogido para él. La que Benna hubiera podido llevar encima. En aquella ocasión no parecía sentarle bien. Era como ponerle a un perro asesino un collar de vidrio en el cuello.

—Pensé que habrías regresado al Norte.

—¿Sin cobrar todo el dinero que me debes? —su único ojo enfocó el valle—. Nunca le di la espalda a un combate.

—Bien. Me alegro de contar contigo —y era cierto, al menos en aquel momento. Aparte de otras consideraciones, él tenía la buena costumbre de salvarle la vida. Cuando comprendió que la miraba, ya casi se había ido. Eso era lo que tenía que hacer en las presentes circunstancias.

Rogont levantó su espada en alto, y el sol del mediodía quedó atrapado en su hoja y brilló tan fuerte como en un espejo. Igual que en las historias.

—¡Adelante!

Las lenguas chasquearon, los talones azuzaron, las riendas crujieron. Al unísono, como si formasen un único animal, los jinetes avanzaron en línea. Primero al paso, mientras los caballos se agitaban, relinchaban, daban sacudidas a ambos lados. Las filas se retorcieron y se flexionaron, como si hombres y monturas estuviesen ansiosos de avanzar. Los oficiales dieron a gritos las órdenes que debían mantener a todos en formación. Luego comenzaron a avanzar cada vez más deprisa, en un estruendo metálico de arneses y armaduras, mientras el corazón de Monza se acomodaba al ritmo de la marcha. La extraña comezón que junta miedo y alegría y que te asalta cuando dejas de pensar y ves que sólo te queda la acción. Los de Baol los habían visto e intentaban formar en línea. En los breves instantes en que el mundo se aquietaba, Monza pudo ver sus feas cataduras de gente con el pelo revuelto que se cubrían con harapos de piel y cotas de malla muy gastadas.

Los jinetes que la rodeaban comenzaron a bajar las lanzas de refulgentes puntas y se pusieron al trote. Monza notó que su aliento, que le rascaba la garganta y le quemaba el pecho, salía frío por sus fosas nasales. Ya no pensaba en sus dolores ni en la pipa que los calmaba. Ya no pensaba en lo que había hecho o en lo que había dejado de hacer. Ya no pensaba en su hermano muerto ni en los hombres que lo habían asesinado. Sólo se preocupaba de agarrar con todas sus fuerzas su caballo y su espada. Sólo miraba a los soldados de Baol que aparecían dispersos por la pendiente situada enfrente de ella y que comenzaban a moverse. Estaban cansados y malheridos por la lucha en el valle, y por eso corrían colina arriba. Además, cuando a uno están a punto de caerle encima varias toneladas de carne de caballo, los nervios acaban por traicionarle.

Su línea, apenas formada, comenzó a desmoronarse.

—¡A la carga! —exclamó Rogont. Monza gritó al mismo tiempo que él, escuchando el aullido de Escalofríos, que se había puesto a su lado, así como los gritos y gemidos de los hombres que se encontraban ante ellos. Clavó las espuelas con fuerza y su caballo se desvió bruscamente hacia un lado, luego corrigió su posición y bajó la colina a un galope capaz de hacerle crujir a uno todos los huesos. Los cascos se hundían en el suelo, el barro y la hierba salían despedidos y volaban. A Monza le castañeteaban los dientes. El valle rebotaba y se estremecía a su alrededor, el chispeante río se precipitaba hacia ella. Sus llorosos ojos se llenaban con el viento de la carga, haciéndole parpadear, el orbe se convertía en una mancha, ora difusa, ora nítida. Vio que los de Baol se dispersaban y arrojaban las armas para correr. Entonces llegó hasta ellos la caballería.

Un caballo que iba en vanguardia fue empalado por una lanza cuya asta se dobló antes de partirse. Al caer, arrastró al lancero y al jinete, que bajaron la pendiente dando vueltas en un agitarse de arneses y de arreos.

Vio que una lanza alcanzaba en la espalda a un hombre que huía, abriéndole desde el trasero hasta los hombros y dejando su cadáver tambaleándose. Los de Baol eran atravesados, tajados, pisoteados, rotos en su retirada.

Uno de ellos, que acababa de chocar con uno de los caballos de la vanguardia para, en consecuencia, salir despedido dando vueltas, recibió un sablazo en la espalda, se estrelló contra las patas del caballo de Monza y quedó destrozado por los cascos del destrero de Rogont.

Otro dejó caer la lanza y se apartó, el rostro convertido en una mancha blanca de miedo. Monza bajó su arma con fuerza y sintió el fuerte impacto que le subió por el brazo cuando la pesada espada mordió profundamente su yelmo con un sonido hueco.

El viento soplaba en sus oídos, los cascos pisaban con fuerza. Aún seguía gritando, riendo, gritando. Tajó a otro hombre que intentaba huir, casi separando el brazo de su hombro y lanzando hacia arriba un chorro de sangre negra. Lanzó un sablazo mortal a otro, pero no acertó, estando a punto de caer de la silla por la fuerza que había comunicado a su espada. Pero consiguió enderezarse justo a tiempo, agarrando las riendas con la mano que le dolía.

Después de dejar a su paso un reguero de cadáveres ensangrentados y descuartizados, llegaron a donde se encontraba el grueso de las fuerzas de Baol. Tiraron a un lado las rotas lanzas y desenvainaron las espadas. A medida que se acercaban al río, la pendiente se niveló. El lugar estaba sembrado con cadáveres de la gente de Affoia. Más adelante, la batalla era una auténtica carnicería en la que se despachaba más carne a medida que los talineses cruzaban el vado en mayor número, añadiendo su peso a la presión inaguantable que soportaba la parte alta de la ribera. Las alabardas se agitaban relucientes, las hojas relampagueaban, los hombres luchaban y se cansaban. Como si fuera una tormenta lejana hecha de ruidos metálicos y de voces que se confundieran entre sí, Monza podía escuchar el estruendo que se imponía al viento y a su respiración entrecortada. Los oficiales cabalgaban por detrás de las líneas, gritando en vano para imponer un asomo de orden entre tanta locura.

Un regimiento talinés, que hasta ese momento no había combatido, comenzaba a ocupar el hueco dejado por los de Baol muy a la derecha… infantería pesada, provista de excelentes armaduras. Giraron en redondo e hicieron presión contra el extremo de la línea de Ospria. Los hombres de azul intentaron contenerlos a pesar de encontrarse muy sobrepasados en número, puesto que constantemente llegaba gente del río que aumentaba la anchura de la brecha.

Rogont, cuya brillante armadura estaba listada de sangre, se volvió en la silla y apuntó su espada hacia ellos, mientras decía a voz en grito algo que nadie pudo escuchar. Pero no importaba. Ya no podían detenerse.

Los talineses formaban en cuña alrededor de una bandera blanca cuya cruz negra se retorcía bajo el viento. Su oficial al mando golpeaba al vacío como un loco mientras intentaba que sus hombres se preparasen para la carga que les venía encima. Monza se preguntó durante un instante si le conocía. Los soldados pusieron rodilla en tierra, una brillante masa de armaduras en la cumbre de la pendiente, erizada por alabardas que se agitaron y tintinearon al inclinarse para contener a los de Ospria, todas juntas entre sí, una floresta de hojas aceradas.

Monza vio la nube de dardos que subía desde el río. Parpadeó mientras revoloteaban hacia ella y aguantó la respiración sin saber por qué. Porque aguantar la respiración no detiene una flecha. Coscabelearon y susurraron mientras llegaban, para luego caer en el césped, cantar con sonido metálico al golpear una armadura y sonar apagadas al clavarse en la carne de los caballos.

Un caballo recibió un dardo en el cuello, se retorció y cayó de lado. Otro se inclinó al acusar el impacto, desarzonando a su jinete y lanzándolo al aire, mientras su lanza caía colina abajo, dando vueltas y levantando terrones de negro suelo. Monza llevó su caballo por entre los restos del desastre. Algo chocó con su peto y fue hacia su rostro. Respiró, medio ahogada, se agitó en la silla y sintió un dolor en la mejilla. Una flecha. Sus plumas le habían hecho un arañazo. Abrió los ojos y vio que un hombre con armadura agarraba el dardo que se le había clavado en un hombro, para luego perder el equilibrio y caer hacia un lado, siguiendo con estruendo metálico la loca carrera que su caballo acababa de emprender, porque uno de los pies se le atascaba en el estribo. Los demás prosiguieron la carga, mientras sus caballos evitaban a los caídos o los pisoteaban.

Debía de haberse mordido la lengua. Escupió sangre y volvió a clavar espuelas para que su montura siguiese adelante, sintiendo que el viento penetraba frío por su boca de labios fruncidos.

—Deberíamos haber seguido de granjeros —susurró. Los talineses avanzaron con paso lento a su encuentro.

Escalofríos nunca había conseguido saber por qué en las batallas hay tanto idiota con ganas de morir, pues ese tipo de bastardos son tan numerosos que siempre dan el espectáculo. Los que veía, llevaban sus monturas hacia la bandera blanca, justo hacia la parte de la cuña donde las lanzas la defendían primorosamente. Como el caballo que iba en cabeza quería comprobar el terreno antes de llegar a ella, derrapó y se encabritó, estando a punto de tirar a su jinete. Pero el caballo que iba detrás chocó con él, mandando a hombre y a animal hacia las relucientes puntas de las lanzas en una lluvia de sangre y de astillas. Un tercero llegó por detrás, lanzando a su jinete por encima de su cabeza y haciéndole caer al barro, donde recibió los cordiales lanzazos de la primera fila de defensores.

Los jinetes con la cabeza más en su sitio atacaron a la cuña por los flancos, rodeándola como la corriente a la roca y acometiendo a las partes donde las lanzas no estaban en alto. Los soldados gritaban y gateaban unos por encima de otros a medida que los jinetes los atacaban, intentando llegar a la parte frontal de la cuña, donde las lanzas apuntaban en todas las direcciones.

Monza fue hacia la izquierda, y Escalofríos, que no la perdía de ojo, la siguió. En el medio, un par de caballos acababan de saltar por encima de la parte frontal de la cuña para llegar a su centro, de suerte que sus jinetes ya repartían en él mazazos y tajos a diestra y siniestra. Otros caballos se estrellaron contra los que gateaban, aplastándolos, pataleándolos, haciéndoles dar vueltas, gritar e implorar, empujándolos hacia el río. Monza tajó a unos cuantos necios indecisos al pasar cerca de la refriega, tirando golpes con su arma. Un lancero la alcanzó en el espaldar, estando a punto de tirarla de la silla.

Las palabras de Dow el Negro acudieron a la mente de Escalofríos: No hay mejor momento para matar a un hombre que en una batalla, y, si es de los tuyos, aún mejor. Clavó espuelas a su montura, apremiándola para llegar al lado de Monza mientras se erguía todo lo alto que era en los estribos y levantaba el hacha sobre su cabeza. Echó los labios hacia atrás. Luego, con un rugido, la bajó hacia el rostro del lancero, partiéndoselo en dos y dejando que su estremecido cadáver cayese al suelo. De pasada, llevó su hacha hacia el lado contrario y con ella golpeó un escudo, dejando una gran muesca en él y empujando al hombre que lo llevaba hacia los cascos del caballo que estaba al lado, el cual parecía una trilladora. Quizá fuese uno de los de Rogont, pero no había tiempo para actuar de otra manera.

Matar a todos los que no vayan a caballo. Matar a todos los que vayan a caballo y que se interpongan en su camino.

Matar a todos.

Lanzó su grito de guerra, el que había pronunciado bajo las murallas de Adua, cuando consiguieron la desbandada de los gurkos sólo con sus gritos. Era el largo gemido que salía del helado Norte, aunque en aquellos momentos su voz sonase algo cascada. Se movió en redondo, sin apenas pensar en el objetivo mientras la hoja de su hacha cantaba con sonido metálico y se hundía en la carne, y las voces que le rodeaban lloraban, balbucían y chillaban.

Con voz quebrada gritaba en norteño:

—¡Morid! ¡Morid! ¡Volved al barro, cabrones!

Y sus oídos estaban saturados por rugidos y ruidos de herrería a los que no hacía ni caso. Un mar embravecido de armas que herían, de escudos que chirriaban, de metal que relucía, de huesos que reventaban, de sangre que saltaba a chorros, de rostros furiosos y aterrorizados que le rodeaban, que se retorcían e intentaban escapar mientras los tajaba, los troceaba, los rompía como el carnicero loco que hiciera su trabajo en el cadáver de un animal.

Los músculos le latían por el calor, la piel le quemaba de pies a cabeza, empapada por el sudor que producía el sol ardiente. Adelante, siempre adelante, siempre siguiendo a la manada, hacia el agua, dejando tras de sí un sangriento reguero de cuerpos rotos y de cadáveres de hombres y caballos. La batalla comenzaba a despejarse y él estaba en medio de ella, y los hombres se dispersaban a su paso. Espoleó su caballo para pasar entre dos soldados y luego para bajar de los altos y llegar a los bajíos del río. Hundió el hacha entre los hombros del que huía y luego, de revés, atizó con ella el cuello del otro, enviándole a rodar por el agua.

En aquel momento le rodeaban varios jinetes que chapoteaban en el vado, de suerte que los cascos de sus caballos levantaban brillantes surtidores de agua. Vio fugazmente a Monza, que seguía delante, metida con su caballo en el agua más profunda, el relampagueo de la hoja de su espada al bajar y tajar a los contrarios. La carga había terminado. Los caballos llenos de sudor se revolcaban en los bajíos. Los jinetes se agachaban para tirar tajos y gritaban, mientras los infantes les clavaban sus lanzas en la espalda y los herían en las piernas con sus espadas, y también a sus monturas. Un jinete se revolcaba desesperadamente en el agua, agitando la cimera de su yelmo mientras unos hombres le golpeaban con sus mazas, aporreándolo de todas las maneras posibles y dejando grandes cortes en su fuerte armadura.

Escalofríos gruñó cuando algo le agarró por el estómago, le echó hacia atrás y le desgarró la camisa. Lanzó un golpe con el codo que resultó inútil. Una mano le agarró por la cabeza, unos dedos se hundieron en la parte de su cara que estaba llena de cicatrices, y unas uñas arañaron su ojo muerto. Rugió, pataleó, se retorció, intentó golpear a su alrededor con el brazo izquierdo, pero alguien se lo tenía cogido. Soltó el escudo, fue empujado hacia atrás, fuera del caballo y hacia abajo, cayó retorciéndose en los bajíos, rodó hacia un lado y se puso de rodillas.

Un chico con una chaqueta de piel guateada estaba cerca de él, con el rostro silueteado por su mojada cabellera. Miraba algo que tenía en la mano, algo plano que relucía. Parecía un ojo. El esmalte que había estado en el rostro de Escalofríos un instante antes. El chico levantó la mirada y ambos se observaron mutuamente. Escalofríos notó algo cerca, se agachó y sintió un soplo de viento en su cabellera empapada cuando su propio escudo pasó rozándole la cabeza. Al girarse en redondo, su hacha describió un círculo completo y se clavó en las costillas de alguien, suscitando una lluvia de sangre. El golpe lo lanzó hacia un lado y le hizo gritar, cayendo luego al agua a la distancia de uno o dos pasos.

Cuando se volvió, el chico le atacaba con un cuchillo. Escalofríos se echó hacia un lado y consiguió agarrarle por el antebrazo. Ambos se resbalaron, se enredaron en un amasijo de miembros y cayeron a la fría agua. El cuchillo arañó uno de los hombros de Escalofríos, pero, como era el más grande y fuerte, le dominó. Ambos forcejearon y se arañaron, bufándose mutuamente. Dejó que el mango del hacha resbalase por su puño hasta casi tocar la hoja mientras, con la otra mano, cogía al chico por una de sus muñecas, pero sin conseguir detenerlo, porque apenas le quedaban fuerzas mientras seguía con la cabeza empapada de agua. Escalofríos apretó los dientes y giró el hacha hasta que su pesada hoja se acercó al cuello del chico.

—No —dijo él, con un susurro.

El momento de decir «no» había terminado al comenzar la batalla. Escalofríos empujó el hacha con toda la fuerza que le quedaba, gruñendo y gimiendo. Los ojos del chico se marcaron en sus órbitas a medida que el metal mordía despacio su garganta, cada vez más hondamente, y la roja abertura se hacía cada vez más ancha. La sangre brotó a borbotones pegajosos, mojando la camisa y el brazo de Escalofríos para luego caer al río y perderse en él. El chico tembló durante un instante, la roja boca completamente abierta, y entonces se le aflojaron los miembros, quedándose mirando fijamente al cielo.

Escalofríos se levantó, tambaleándose. Los jirones de la camisa le pesaban por estar empapados de sangre y de agua. Se la quitó con una mano tan adormecida, por haber estado agarrando el escudo con mucha fuerza, que de paso se arrancó parte del pelo que tenía en el pecho. Miró a su alrededor, parpadeando bajo el implacable sol. Hombres y caballos peleaban en el espejeante río, siluetas difusas y manchadas. Se agachó para recoger el hacha del cuello medio separado del chico y sintió que los bultos de cuero de su empuñadura se adaptaban a la palma de su mano como la llave a su cerradura. Chapoteó por el agua para encontrar algo más. Para encontrar a Murcatto.

La vertiginosa sensación de fuerza que la carga le había proporcionado se desvanecía rápidamente. Monza tenía la garganta seca de tanto gritar, las piernas le dolían de agarrarse con ellas al caballo. Su mano derecha era una masa retorcida de dolor con la que sujetaba las riendas, el brazo con el que empuñaba la espada le dolía desde los dedos hasta el hombro, la sangre le latía con fuerza detrás de los ojos. Se giró en redondo, sin saber ya dónde quedaban el este y el oeste. Apenas importaba.

En la guerra, la línea recta no existe, como había dicho Verturio. Allá abajo, en el vado, no había líneas, sólo jinetes e infantes empeñados en cien combates asesinos que poco importaban. Apenas se podía distinguir al amigo del enemigo, porque, a menos que se los mirase de cerca, no había mucha diferencia entre uno y otro. La muerte podía llegar de cualquier parte.

Vio la lanza, aunque demasiado tarde. Su caballo se estremeció cuando la punta se le clavó en el costado, justo al lado de su pierna. Torció la cabeza, miró con un ojo enloquecido, y sus desnudos dientes se llenaron de espuma. Monza se agarró al pomo de la silla mientras el animal caía hacia un lado, la lanza clavada muy profundamente, su pierna manchada con su sangre. Lanzó un chillido desesperado cuando comenzó a caer, los pies aún en los estribos, la espada caída de su mano cuando intentó agarrarse a la nada. El agua golpeó su costado, el pomo de la silla se le clavó en el estómago y expulsó el aire de sus pulmones.

Estaba debajo del agua, la cabeza llena de luz, las burbujas rodeándole la cara. El frío del agua se agarraba a ella, y también el frío que produce el miedo. Levantó la cabeza durante un instante. Dejar atrás la oscuridad y regresar de nuevo a la claridad, para que el ruido de la batalla haga que se te estremezcan nuevamente los oídos. Tomó aliento, tragando de paso algo de agua, tosió y aspiró otra bocanada. Agarró su silla con la mano izquierda en un intento de zafarse de ella, pero su pierna estaba atrapada debajo del caballo.

Algo se estrelló en su frente y Monza volvió a sumergirse, aturdida, desmadejada. Los pulmones le quemaban, los brazos eran como de fango. Levantó nuevamente la cabeza, aunque en aquella ocasión le costase más que antes, apenas para aspirar una bocanada de aire. Un cielo azul se movía entre un sudario de nubes blancas, como el cielo que había visto al caer desde Fontezarmo.

El sol parpadeó al mirarla, quemándola a cada vahído que ella daba, para luego atenuarse y titilar cuando el agua del río volvió a cubrirle la cara y su respiración se convirtió en un gorgoteo apagado. Ya no le quedaban fuerzas para sacar la cabeza fuera. ¿Habrían sido así los últimos instantes de Fiel, mientras se ahogaba en la noria?

Pues entonces sólo era justicia.

Una silueta oscura veló la luz del sol. Escalofríos, que parecía tener una altura de tres metros mientras estaba encima de ella. Algo brillaba en la cuenca de su ojo tuerto. Sacó lentamente una bota del agua y miró con gesto hosco, mientras el agua caía lentamente de la suela hasta su cara. Durante un momento estuvo por asegurar que iba a plantarle la bota en el cuello para que siguiera sumergida. Entonces la bajó con fuerza muy cerca de ella. Oyó cómo gruñía mientras tiraba enérgicamente de su caballo muerto. Sintió que el peso que le oprimía la pierna cedía un poco y luego otro poco más. Se retorció, gimió, respiró agua y la expulsó tosiendo, hasta que, finalmente, sacó la pierna y salió a la superficie.

Le temblaban las manos y las piernas, mientras el agua, que le llegaba hasta los codos, chispeaba y relucía ante ella, y las gotas caían de su pelo empapado.

—Mierda —dijo, casi susurrando, mientras sus labios magullados se estremecían cada vez que respiraba—. Mierda —necesitaba una pipa.

—Ya llegan —decía Escalofríos. Sintió que le metía una mano por debajo de la axila y la levantaba—. Hazte con una espada.

A causa del peso de la ropa empapada y de la armadura, llegó dando tumbos hasta un cadáver atrapado en una roca que se mecía con la corriente. Como una pesada maza con empuñadura de metal aún colgaba de su muñeca, la cogió con dedos ateridos, junto con el largo cuchillo que el muerto llevaba al cinto.

Justo a tiempo. Un hombre con armadura avanzaba hacia ella, pisando con cuidado y mirándola con ojillos atrevidos por encima de su escudo, la espada perlada de gotitas de agua. Ella dio uno o dos pasos imprecisos, como dando a entender que estaba en las últimas. Lo cual no parecía muy desacertado. Mientras aquel hombre daba otro paso, ella le cayó encima. Lo cierto es que el salto que acababa de dar apenas fue poco más que un empujón a medias, porque el pie metido en el agua no tiraba lo suficientemente rápido del resto del cuerpo para que le siguiese.

Le atizó con la maza un golpe desabrido que rebotó en su escudo y que sólo logró que el brazo le vibrase hasta el hombro. Gruñó, forcejeó con él y le apuñaló con el cuchillo, pero alcanzándole en un lado del peto, al que simplemente arañó. Él le metió el escudo en el cuerpo y la obligó a retroceder. Cuando vio la espada que iba hacia ella, tuvo la suficiente presencia de ánimo para esquivarla. Golpeó con la maza y sólo encontró el aire, perdiendo el equilibrio y casi toda la fuerza que le quedaba mientras aspiraba una bocanada de aire. La espada del contrario volvió a caer.

Entonces vio la siniestra mueca de Escalofríos detrás de él, junto con un relámpago cuando la roja hoja de su hacha atrapó la luz del sol. Con un golpe apagado, hendió el acorazado hombro del contrario hasta el pecho, lanzando un chorro de sangre hacia el rostro de Monza. Ella se tambaleó, con los oídos saturados por el chillido que más parecía un gorgoteo, con la nariz saturada por el olor de su sangre, mientras intentaba limpiarse los ojos con el dorso de una de sus manos.

Lo primero que vio fue otro soldado con barba que había levantado el visal de su yelmo y le asestaba un lanzazo. Aunque intentó echarse a un lado, la alcanzó con fuerza en el pecho, de suerte que la punta de la lanza no sólo chirrió al rozar su peto, sino que la derribó, haciendo que cayese boca arriba. Pero el soldado acababa de dar un traspié por culpa de una grieta del lecho del río, cayendo al agua y salpicándole a ella. Monza consiguió apoyarse en una rodilla mientras los cabellos manchados de sangre le tapaban la cara. Él se volvió y levantó la lanza para intentar atravesarla de nuevo. Ella se giró y metió su cuchillo entre las dos piezas de la armadura que le cubrían la pierna derecha, clavándoselo hasta la empuñadura.

El soldado se agachó encima de Monza con ojos que parecían a punto de salírsele de las órbitas y abrió la boca como si fuese a gritar. Monza gruñó mientras golpeaba con la maza hacia delante y le alcanzaba debajo de la mandíbula. Su cabeza fue rápidamente hacia atrás en medio de una lluvia de sangre, dientes y trocitos de dientes. Fue como si permaneciese ingrávido durante un momento, con las manos colgando, antes de que ella le atizara con la maza en el cuello echado hacia delante, para caer encima de él cuando él caía, rodando en el río para luego levantarse y escupir.

Había varios hombres alrededor de Monza, pero ninguno combatía. De pie, o subidos en las sillas de montar, miraban lo sucedido. Escalofríos seguía mirándola con el hacha colgada de una mano. Por alguna razón estaba desnudo de cintura para arriba, y su blanca piel estaba manchada y salpicada de sangre. Como el esmalte se le había quitado del ojo, la brillante bola de metal relucía en su órbita por el sol de mediodía, mojada con gotas de agua.

—¡Victoria! —exclamaba alguien. Insegura, tiritando, con los ojos mojados, vio en mitad del río a un hombre montado en un caballo bayo, que, erguido en los estribos, levantaba su refulgente espada hacia lo alto—. ¡Victoria!

Dio un paso titubeante hacia Escalofríos y éste bajó su hacha surcada de arañazos, para cogerla mientras caía. Ella se agarró a él y le pasó el brazo derecho por el hombro, porque el izquierdo lo llevaba colgando por el peso de la maza, pero no porque no quisiera soltarla, sino porque no podía abrir la mano.

—Hemos ganado —dijo ella con un susurro, mientras sonreía.

—Hemos ganado —dijo él, apretándola con más fuerza y casi llevándola en volandas.

—Hemos ganado.

Cosca bajó el catalejo, parpadeó y se restregó los ojos, uno medio ciego, por haberlo tenido cerrado durante casi una hora, y el otro casi igual, por haberlo tenido apretado contra el visor durante el mismo período de tiempo.

—Bueno, pues hasta aquí hemos llegado —dijo, mientras se movía un tanto incómodo en la silla de capitán general. Los pantalones se le habían metido por la sudada hendidura del trasero, y por eso intentaba sacarlos de ella—. Dios sonríe por el resultado, ¿no es eso lo que decís los gurkos?

Silencio. Ishri había desaparecido con la misma rapidez con que había llegado. Así que Cosca probó con Amistoso.

—Todo un espectáculo, ¿verdad, sargento?

El presidiario apartó su mirada de los dados, observó preocupado el valle y no dijo nada. La oportuna carga del duque Rogont había cerrado la brecha abierta en sus líneas, aplastando a los de Baol y penetrando profundamente en las filas de Talins, dejándolas desbaratadas. Haciendo precisamente todo lo contrario de aquello por lo que había merecido su sobrenombre de Duque de la Dilación. De hecho, Cosca se sentía extrañamente contento de percibir detrás de aquello la mano audaz, e incluso el puño, de Monzcarro Murcatto.

La infantería de Ospria, después de que el peligro que se había cernido sobre su ala derecha hubiese desaparecido, bloqueaba por entero las partes orientales del vado inferior. Sus nuevos aliados de Sipani, que habían participado muy bien en la refriega, venciendo en el breve enfrentamiento con la sorprendida retaguardia de Foscar, estaban a punto de cerrar la pinza sobre la ribera occidental. Más de la mitad del ejército de Orso (la parte resultante tras descontar los que habían quedado desbaratados y muertos en las pendientes y en los altos que se encontraban corriente abajo, o flotando boca abajo mientras se dirigían hacia el mar) había quedado atrapada sin remisión en los bajíos situados entre las dos pinzas, por lo que sus soldados arrojaban ya las armas. La otra mitad se daba a la fuga, pequeñas sombras oscuras que corrían por las verdes pendientes de la parte oeste del valle. Aquellas pendientes por las que apenas unas horas antes habían avanzado con tanta gallardía, confiando en la victoria. Los jinetes de Sipani se movían en pequeñas agrupaciones cerca de ellos, las armaduras reluciendo bajo el abrasador sol de la tarde mientras rodeaban a los sobrevivientes.

—Todo ha terminado, ¿verdad, Victus?

—Eso parece.

—Ésta es la parte favorita de todos. La derrota. —Siempre que uno no formase parte de ella, claro está. Cosca observó las siluetas menudas que comenzaban a salir de los vados para dispersarse por la hierba pisoteada, y sintió un sudor frío al recordar Afieri. Con un esfuerzo pudo conseguir que la mueca de despreocupación que siempre llenaba su rostro siguiese en él—. No hay nada como una buena derrota, ¿eh, Sesaria?

—¿Quién lo hubiese pensado? —el grandullón asentía lentamente con la cabeza—. Rogont ha ganado.

—El duque Rogont parece ser un caballero tan impredecible como lleno de insospechados recursos —Cosca bostezó, se desperezó y apretó los labios—. Uno de esos que tanto me gustan. Voy a intentar que me contrate. Quizá necesite ayuda para hacer limpieza —se refería a recoger a los muertos—. Para hacer prisioneros y luego cobrar el rescate —o para asesinarlos y robarles, según su estado social—. Para vigilar los pertrechos que hay que confiscar, a menos que quieran que los roben a la luz del día —lo mejor sería que los saqueasen o los quemasen antes de que ellos les pusieran los guanteletes encima.

—Dispondré lo necesario para recoger todo lo posible de los fiambres —dijo Victus con una mueca que dejaba todos sus dientes al aire.

—Hazlo, bravo capitán Victus, hazlo. Que los hombres se pongan en marcha antes de que el sol haga lo propio por Poniente. Me sentiría avergonzado si, en los tiempos venideros, los poetas dijesen que las Mil Espadas estuvieron en la batalla de Ospria… y no hicieron nada —Cosca sonrió, en aquella ocasión sin afectación—. ¿Qué tal si comemos algo?