La lluvia cesó, el sol apareció por encima de los terrenos de la granja y un tenue arco iris bajó por el cielo gris. Monza se preguntó si habría algún claro de los elfos en el punto donde tocaba la tierra, como solía decir su padre. O si sólo habría mierda, como afirmaba todo el mundo. Se inclinó en la silla y lanzó un escupitajo al trigo.
Quizá sólo hubiera mierda de elfo.
Echó hacia atrás la capucha mojada y miró hacia el oeste, viendo que las cortinas de agua se acercaban a Puranti. Si había algo de justicia, lo más seguro es que descargasen un diluvio sobre Fiel Carpi y las Mil Espadas, cuyos exploradores apenas debían de estar a más de un día a caballo. Pero no había justicia, y Monza lo sabía. Las nubes mean donde les apetece.
Los húmedos trigales del invierno estaban salpicados con manchas de flores rojas, como los restos de sangre que surcaban la tierra de toda la región. Pronto llegaría el tiempo de la cosecha, aunque no hubiera nadie para recogerla. Rogont hacía lo que se le daba mejor: retroceder, obligando a los granjeros a coger todo lo que pudieran cargar encima y llevárselo consigo a Ospria. Sabían que las Mil Espadas estaban a punto de llegar y que era lo mejor que podían hacer. No había saqueadores más infames que los hombres a los que Monza había mandado antaño.
Como había dicho Farans: El pillaje es un robo a tan gran escala que trasciende el simple crimen y entra en la arena de la política.
Se le había perdido el anillo que le regalara Benna. Se había dado cuenta al tocarse el dedo corazón con el pulgar y descubrir con desagrado que ya no estaba en su sitio. Aunque un trozo de piedra preciosa, por bonito que fuese, no cambiaba el hecho de que Benna hubiera muerto, el hecho de extraviarlo le hacía sentir que, en cierto modo, acababa de perder aquella pequeña parte de su hermano a la que siempre se había agarrado. Una de las pequeñas partes de ella misma que aún le quedaban y que valía la pena conservar.
Pensó que había sido afortunada por no perder en Puranti más que un anillo. Se había descuidado, y eso había estado a punto de costarle la vida. Tenía que dejar de fumar. Comenzar de nuevo. Tenía que hacerlo, a pesar de que los últimos días estuviese fumando más que nunca. Cada vez que se despertaba de aquellos olvidos tan dulces se decía que sería la última, pero pocas horas después sudaba de desesperación por todos los poros de su cuerpo. Cada vez que se resistía le suponía un esfuerzo heroico, pero ella no era ninguna heroína, aunque la gente de Talins la hubiese aclamado antaño como a tal. Tiró la pipa y luego, presa del pánico, compró otra. No sabía cuántas veces había ocultado la menguante bola de cáscaras prensadas en el fondo de tal o cual bolsa. Aunque, como no tardó en descubrir, el autentico problema residía en querer ocultarse algo a sí misma.
Porque una siempre sabe dónde está escondido lo que esconde.
—No me gusta esta tierra —Morveer se movía en el pescante mientras recorría con la mirada la extensión plana de terreno—, porque es muy buena para hacer emboscadas.
—Por eso estamos en ella —replicó Monza. Los setos, los viejos troncos de los árboles, las casas marrones y los graneros, solos o en grupos, que se extendían por los campos estaban llenos de sitios donde ocultarse. Apenas se movía nada. Apenas les llegaba un sonido que no fuese el de los cuervos, el del viento al hacer ondear la lona de la carreta, el de las ruedas que chirriaban o salpicaban barro al caer en algún bache.
—¿No cree que ha sido imprudente al depositar su fe en Rogont?
—No se ganan las batallas con la prudencia.
—No, pero la empleamos al planear un asesinato. Es más que notorio que Rogont no es de fiar, incluso siendo un gran duque, por no mencionar que es un viejo enemigo de usted.
—Sólo puedo fiarme de él en lo que concierne a su propio interés —la pregunta le resultaba de lo más irritante, como si ella no se la hubiera hecho junto con otras más desde que habían salido de Puranti—. Aunque matar a Fiel Carpi apenas le suponga a él ningún riesgo, tendrá que pagar una barbaridad de dinero si las Mil Espadas se pasan a su bando.
—No creo que ésa deba ser su mayor preocupación. ¿Qué pasaría si nos abandonaran en este sitio por el que va a pasar un ejército? Usted… me pagó para matar a la gente de una en una, no para combatir en una guerra sin…
—Le pagué para que matase en Westport a una persona, y usted liquidó a cincuenta de una tirada. Así que no necesito que me dé lecciones respecto a cómo debo tener prudencia.
—Apenas llegaron a cuarenta, y sólo fue el resultado de las medidas adoptadas para matar a su hombre, que no fueron pocas. ¿Acaso pasó menor factura la carnicería realizada en la Casa del Placer de Cardotti? ¿O la ocurrida en el palacio del duque Salier? ¿O la de Caprile? ¡Discúlpeme por no tener mucha fe en su habilidad para mantener la violencia a raya!
—¡Ya basta! —dijo Monza de muy malos modos—. ¡Usted es como una cabra que no deja de balar! ¡Haga el trabajo por el que le pago y nada más!
Morveer detuvo la carreta con un tirón de riendas y Day chilló cuando estuvo a punto de que se le cayera la manzana.
—¿Así me da las gracias por rescatarla tan a tiempo en Visserine? ¿Después de que ignorase de manera tan inequívoca mi sabio consejo?
Arrellanándose entre los suministros que ocupaban la parte trasera de la carreta, Vitari alargó un brazo y dijo:
—Aquel rescate fue, sobre todo, obra mía. Nadie me ha dado las gracias.
—¡Quizá debiera buscarme un patrón más agradecido! —Morveer la ignoraba.
—¡Y yo un jodido envenenador más obediente!
—¡Creo…! Un momento. —Morveer levantó un dedo y apretó los ojos con fuerza—. Creo… —abrió la boca e inspiró profundamente, reteniendo el aire durante un momento para luego echarlo lentamente. Luego volvió a repetir el mismo proceso. Escalofríos llegó hasta ellos y enarcó una ceja para que Monza lo viese. Morveer seguía inspirando y expirando. Entonces abrió los ojos e hizo una mueca tan falsa que daba ganas de vomitar—. Creo… que, sinceramente, debo disculparme.
—¿Cómo dice?
—Me doy cuenta de que… en ocasiones resulto una compañía incómoda —aunque Morveer torciera el gesto al escuchar la risotada de Vitari, siguió hablando—. A pesar de que siempre parezca oponerme, puedo asegurarle que sólo lo hago porque deseo que usted y su aventura acaben de la mejor manera. Siempre he considerado que mi exceso de intransigencia en conseguir la excelencia era mi punto flaco. Para la persona que quiere convertirse en su humilde servidor, nada hay más importante que la adaptabilidad. ¿Puedo pedirle que… para dejar atrás estas molestias, haga un heroico esfuerzo conmigo? —soltó las riendas y la carreta volvió a ponerse en marcha—. ¡Lo siento! ¡Es un nuevo comienzo! —aún sonreía por encima del hombro.
Cuando Day pasó a su lado, moviéndose ligeramente en el asiento, Monza la miró a los ojos. La chica rubia enarcó las cejas, llegó hasta el corazón de la manzana y lo arrojó al campo. Vitari seguía en la parte trasera de la carreta, quitándose la casaca y poniéndola encima de la lona.
—Está saliendo el sol. Un nuevo comienzo —se llevó una mano al pecho y señaló toda la extensión de tierra—. Y, ¡aaaaaaag, un arco iris! ¡Dicen que sale un claro de los elfos en el sitio donde toca el suelo!
Monza se rió. Le parecía más probable ir a parar a un claro de los elfos antes de que Morveer tuviese su nuevo renacer. Confiaba menos en aquella súbita docilidad suya que en sus críticas interminables.
—Quizá sólo esté buscando que alguien le quiera —la voz de Escalofríos le llegaba como un susurro nada más reanudar la marcha.
—Si los hombres cambiasen sólo con eso… —dijo Monza, chasqueando los dedos delante del rostro de él.
—Pues sólo pueden cambiar por eso, ¿no crees? Sé que los hombres son frágiles. No se les puede moldear para que adopten formas nuevas. Hay que romperlos. Hay que aplastarlos.
—Quizá haya que quemarlos. ¿Cómo va tu cara? —preguntó con un susurro.
—Me pica.
—¿Te dolió cuando te operó el fabricante de ojos?
—Pues, en una escala comprendida entre lo que te duele un dedo del pie al darte un tropezón y lo que sientes cuando te queman un ojo, el dolor estuvo bastante cerca de lo primero.
—Como casi todo.
—¿Y que te tiren montaña abajo?
—No es tan malo, siempre que no te muevas. Sólo duele un poco cuando quieres volver a ponerte de pie —aquellas palabras suscitaron la mueca perversa que era tan frecuente en él, aunque menos siniestra de lo usual. Lo cual no era extraño después de todo lo que había pasado. De lo que ella le había hecho pasar—. Supongo… que tendría que haberte dado las gracias por salvarme la vida una vez más. Se está convirtiendo en un hábito.
—Me pagas para que lo haga, ¿no es así, jefa? Como solía decir mi padre, el trabajo bien hecho ya es una recompensa en sí. De hecho, me siento bien al hacerlo. Como luchador, soy alguien a quien hay que respetar. Respecto a todo lo demás, sólo soy el tío mierda que se pasó doce años guerreando sin ganar a cambio nada más que pesadillas sangrientas y un ojo menos. Pero aún guardo intacto mi orgullo. Creo que uno tiene que comportarse como lo que es, porque de otro modo no es nada, aunque pretenda serlo. Y, ¿quién querría pasar toda la vida pretendiendo ser lo que no es?
Buena pregunta. Como dejaban detrás la parte más alta del terreno, Monza tuvo la suerte de dejar sin respuesta aquella pregunta. Los restos de la calzada imperial se estiraban a lo lejos, una tira marrón que recorría el campo. A pesar de tener ya ocho siglos, aquellas calzadas seguían siendo las mejores carreteras de Styria. Desde entonces suponían un mudo y triste comentario al ejercicio del liderazgo. Cerca había una granja. Una casa de piedra con dos pisos, las ventanas cerradas, un tejado de tejas rojas que se había vuelto marrón oscuro por los años, un pequeño establo de forma cúbica al lado. Una alta valla de piedras en seco, cubiertas de líquenes, rodeaba un patio enfangado en el que picoteaba una pareja de pájaros enflaquecidos. Un granero de madera enfrente de la casa, con el tejado derruido en la parte central. Una veleta con forma de serpiente voladora se movía de manera desaliñada junto a su chimenea ladeada.
—¡Ya hemos llegado! —exclamó, y Vitari levantó un brazo para dar a entender que lo había oído.
Un viento impetuoso pasó por encima de los edificios y se dirigió hacia el molino que estaba a dos o tres kilómetros de distancia. Llegó, agitó las hojas de un seto, formó suaves olas en el trigo y empujó por el cielo las nubes hechas jirones, cuyas sombras recorrieron la tierra que estaba más abajo.
Aquello le recordó a Monza la granja donde había nacido. Pensó en Benna de chico, cuando corría entre la cosecha sacando apenas la cabeza por encima de las espigas llenas de grano, y escuchó su risa aguda. Hacía mucho tiempo, antes de que muriese el padre de ambos. Monza se estremeció y torció el gesto. Todo aquello no era más que mierda sensiblera, autocomplaciente y nostálgica. Había odiado aquella granja. Cavar, sembrar, la suciedad debajo de las uñas… ¿Y todo para qué? Hay pocas cosas que le hagan trabajar a uno tanto para sacar tan poco.
La única que se le ocurría era la venganza.
Desde su más tierna infancia, Morveer había tenido la singular aptitud de decir lo contrario de lo que quería. Cuando intentaba ayudar en algo, sólo ponía pegas. Cuando intentaba ser amable, descubría que estaba siendo insultante. Cuando intentaba sinceramente ayudar a alguien, socavaba la autoestima de aquella persona. Aunque sólo intentara que le valorasen, le respetaran, contaran con él, cualquier intento que hiciera para comportarse como un buen amigo estropeaba las cosas.
Después de treinta años de relaciones fallidas (una madre que le había dejado; una esposa que le había abandonado; varios aprendices que le habían dejado, que le habían robado o, incluso, que habían intentado matarle, por lo general envenenándole, aunque, en cierta ocasión memorable, uno de ellos emplease un hacha), comenzaba a pensar que todo aquello se debía, simplemente, a que no se portaba bien con la gente. Por lo menos, hubiera debido alegrarse de que aquel borracho repugnante de Nicomo Cosca hubiese muerto y sentir algo de alivio, como de hecho sintió en un principio. Pero las nubes oscuras no habían tardado en volver para levantar la barrera de una depresión que no lo parecía. Por eso no tardó en estar discutiendo nuevamente con su importuna patrona todos los detalles de los negocios que tenían en común.
Quizá hubiera sido mejor para él haberse retirado a un monte para vivir como un ermitaño y no herir los sentimientos de nadie. Pero la delgadez del aire de las alturas nunca le había sentado bien a su constitución demasiado delicada. Así pues, se decidió una vez más a hacer un heroico esfuerzo de camaradería. Para ser más complaciente, más cordial, más indulgente con los defectos de los demás. Por eso, mientras los restantes miembros de la partida salían al campo para encontrar algún rastro de las Mil Espadas, él dio el primer paso. Dando a entender que le dolía mucho la cabeza, acababa de preparar una sorpresa agradable, una sopa de setas según la receta de su madre, quizá lo único tangible que ella le dejara a su único hijo.
Se cortó en un dedo mientras las partía en lonchas y se quemó en el codo con el fogón. De suerte que ambos eventos dieron paso a un torrente de rabia que estuvo a punto de truncar el nuevo comienzo que anhelaba. Para cuando los caballos regresaban a la granja, exactamente en el momento en que el sol se hundía en el horizonte y las sombras del patio de fuera se hacían más largas, ya había puesto en la mesa dos trozos de vela que arrojaban una luminosa bienvenida, dos hogazas de pan cortadas en rebanadas y la cacerola de sopa, que exhalaba una fragancia muy plena.
—Excelente —su rehabilitación estaba asegurada.
Pero su nueva vena de optimismo no sobrevivió a la llegada de los comensales. Porque nada más entrar, dicho sea de paso, sin quitarse las botas y, por tanto, llenando de barro el suelo que él había dejado resplandeciente, miraron la cocina que acababa de limpiar con todo su cariño, la mesa que había dispuesto tan bien y la sopa preparada con tanto esfuerzo con el mismo entusiasmo que cualquier presidiario habría mostrado al contemplar el tajo del verdugo.
—¿Qué es esto? —Murcatto fruncía los labios mientras sus cejas subían mucho más alto de lo ordinario, como delatando una sospecha inusual.
Morveer intentó salir del paso diciendo:
—Mis disculpas. Como nuestro cocinero obseso por los números ha regresado a Talins, he pensado que podría ocupar el hueco dejado por él y preparar la cena. Es la receta de mi madre. ¡Siéntese, siéntese, por favor, y también los demás! —y comenzó a apartar las sillas, de suerte que, a pesar de algunas miradas de soslayo un tanto incómodas, todos tomaron asiento.
—¿Sopa? —Morveer se acercó a Escalofríos con la cacerola y el cucharón listos para servir.
—No la quiero. Me causaste una… ¿cómo la llamó?
—Parálisis —dijo Murcatto.
—Eso es. Ya me paralizaste en cierta ocasión.
—¿Desconfías de mí? —le preguntó de sopetón.
—Por la propia definición de tu persona —dijo Vitari, mirándole por debajo de sus cejas rojas—. Eres un envenenador.
—¿Después de todo lo que hemos pasado juntos? ¿Desconfiáis de mí por una pequeña parálisis? —hacía esfuerzos heroicos para reflotar el barco de sus relaciones profesionales que parecía haberse ido a pique, y nadie parecía darse cuenta—. Si mi intención fuese la de asesinaros, me limitaría a echar unas cuantas gotas de lavanda negra en las almohadas y cantaros una nana para que os durmierais, y vuestro sueño no tendría fin. O a meter unas cuantas espinas de Amerind en vuestras botas, o a poner un poco de larync en la empuñadura del hacha o a echar raíz de mostaza en vuestras cantimploras —se agachó para mirar al norteño mientras agarraba el cucharón con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos—. Podría mataros de un millón de maneras distintas y no tendríais ni la menor sospecha de cualquiera de ellas. ¡Y ni siquiera tendría que tomarme la molestia de prepararos la cena!
El ojo de Escalofríos volvió a mirarle fijamente, logrando que Morveer se preguntase si no estaría a punto de recibir en la cara el primer puñetazo en muchos años. Pero el norteño agarró la cuchara, la hundió en el plato, probó con mucho cuidado su contenido y luego se lo tragó.
—Sabe bien. Setas, ¿verdad?
—Eh… sí, eso tiene —Morveer levantó el cazo—. Vamos, ¿es que nadie quiere sopa?
—¡Yo! —aquella voz que salía de la nada le sonó a Morveer en los oídos como un jeringazo de agua hirviendo. Al asustarse, dejó caer la cacerola, y toda la sopa, que aún estaba muy caliente, cayó en la mesa y avanzó hacia el regazo de Vitari. Ella se levantó con un chillido y la cubertería salió volando. La silla de Murcatto cayó con mucho ruido mientras su ocupante intentaba coger la espada. Day soltó una rebanada de pan mordisqueada cuando retrocedió asustada hacia la puerta. Morveer se giró en redondo, empuñando el cazo mojado…
Una mujer gurka cruzaba los brazos junto a él y le sonreía. Su piel oscura era tan suave como la de un niño y tan lisa como el vidrio, y sus ojos tan negros como la medianoche.
—¡Esperad! —exclamó Murcatto mientras levantaba una mano—. Esperad. Es amiga mía.
—¡Pero mía no! —Morveer se desesperaba por no poder averiguar cómo podía haber salido de la nada. No estaba cerca de ninguna puerta, la ventana seguía bien cerrada y el suelo y el techo estaban intactos.
—Tú no tienes amigos, envenenador —era como si ronronease. La larga casaca oscura que llevaba acababa de abrirse, mostrando su cuerpo cubierto enteramente de vendas.
—¿Quién eres? —preguntó Day—. ¿Y de dónde diablos vienes?
—Solían llamarme el Viento del Este —mientras movía displicentemente un dedo, todos pudieron ver sus perfectos dientes marfileños—. Pero ahora me llaman Ishri. Vengo del agostado Sur.
—Eso quiere decir… —comenzó a decir Morveer.
—Magia —Escalofríos lo terminó por él, porque era el único miembro del grupo que no se había movido del asiento. Levantó tranquilamente la cuchara y volvió a llevársela a la boca—. ¿Me pasas el pan?
—¡Maldito sea tu pan! —exclamó Morveer—. ¡Y tu magia!
—Es una de ellos —mientras la sopa seguía goteando en el suelo, Vitari, con los ojos tan entornados que daba miedo, acababa de empuñar uno de los cuchillos de la cubertería—. Una Devoradora.
—Todos tenemos que alimentarnos, ¿o no? —la mujer gurka pasó el extremo de uno de sus dedos por la sopa derramada y se lo llevó a la boca—. No tienes por qué preocuparte. Escojo muy bien lo que voy a devorar.
—En cierta ocasión discutí con los tuyos, fue en Dagoska —aunque Morveer no comprendiera del todo lo que las dos mujeres se decían, y por ello se sintiera incómodo, no tardó en compartir la preocupación de Vitari. No era una mujer dada a fantasías descabelladas—. ¿Qué acuerdos ha cerrado con ella, Murcatto?
—Los necesarios. Trabaja para Rogont.
Ishri echó la cabeza hacia un lado, casi poniéndola horizontal, y luego dijo:
—Quizá sea él quien trabaja para mí.
—No me importa quién sea el jinete y quién el burro —dijo Murcatto con muy malas maneras— mientras uno de vosotros nos envíe refuerzos.
—Ahora os los está enviando. Cuarenta de sus mejores hombres.
—¿Llegarán a tiempo?
—Creo que sí, a menos que las Mil Espadas se les adelanten, lo que no harán. Su contingente principal se encuentra acampado a legua y media de aquí. Se entretenían limpiando una aldea. Para luego incendiarla. Son gentecilla destructiva —posó la mirada en Morveer. Aquellos ojos negros le ponían nervioso. Le preocupaba que estuviera cubierta de vendas. Le resultaba tan curioso que…
—A mí no me preocupa —comentó ella. Morveer parpadeó, preguntándose si habría hecho en voz alta la pregunta que le rondaba por la cabeza—. No la has hecho. —Entonces se le erizaron todos los vellos del cuerpo. Igual que cuando las enfermeras descubrían los materiales secretos que guardaba en el orfanato y averiguaban para qué servían. No podía librarse de la conclusión, por otra parte, irracional, de que aquel diablo gurko conocía sus pensamientos más íntimos. Que conocía las cosas que había hecho, y que había pensado que nadie llegaría a saber…
—¡Estaré en el granero! —dijo Morveer, con voz que le salió mucho más chillona de lo que hubiese deseado. Y añadió, no sin cierta dificultad para hablar—: Habrá que prepararse para las visitas que tendremos mañana. ¡Vamos, Day!
—En cuanto me termine esto —no había tardado en acostumbrarse a la visitante, como indicaba el hecho de que estuviera entretenida untando mantequilla en las tres rebanadas de pan que se disponía a comer.
—Ah… claro… ya veo —aunque siguiera retorciéndose por lo nervioso que estaba, como lo único que podía conseguir era ponerse más en evidencia, caminó hacia la puerta.
—¿No te pones la casaca? —le preguntó Day.
—¡No, tengo mucho calor!
Sólo cuando hubo franqueado la puerta del edificio para sumirse en la oscuridad y recibir el viento que soplaba helado por entre los trigales y que le taladraba la camisa, cayó en la cuenta de que hacía mucho frío. Pero como ya era demasiado tarde para volver sin que le tomasen por idiota, apretó el paso.
—Pues no tengo mucho calor —maldijo con amargura mientras se abría paso por el patio a oscuras y se rodeaba con sus propios brazos para no tiritar. Había permitido que una charlatana gurka le hubiese puesto nervioso con unos cuantos trucos de salón—. Zorra cubierta de vendas —bueno, ya lo verían todos—. Oh, sí. —Al final, les había hecho pagar a todas las enfermeras del orfanato todos los latigazos—. Ya veremos quién es el que azota ahora —echó un vistazo por encima del hombro para asegurarse de que nadie le veía—. ¡Magia! —dijo con sorna—. Ya te enseñaré yo un truco o… ¡Eh! —una de sus botas pisó algo blando que le hizo resbalar y caer con el trasero por delante en un charco embarrado—. ¡Bah! ¡Maldito sea tu culo de bastardo! —tantos esfuerzos heroicos para comenzar de nuevo eran demasiado.