Escalofríos estaba junto a la ventana, que tenía abierta una de sus jambas y cerrada la otra, viendo cómo ardía Visserine, y el marco le rodeaba como si fuera el de un cuadro. Los incendios que se propagaban hasta fuera de las murallas de la ciudad orlaban de naranja su negra silueta, su rostro manchado, uno de sus fuertes hombros, uno de sus largos brazos, los músculos retorcidos de su cintura y la oquedad de uno de los carrillos de sus desnudas posaderas.
Si Benna se hubiera encontrado allí, habría advertido a su hermana de que últimamente se estaba arriesgando demasiado. Primeramente le habría preguntado quién era aquel enorme norteño que estaba desnudo, y luego le habría advertido. De que no se metiera en medio de la batalla, porque la muerte estaba tan cercana que podía sentir cómo le hacía cosquillas en el cuello. De que no bajara tanto la guardia ante el hombre que estaba a su sueldo, de que no tratase con tanta blandura a los granjeros que se encontraban escaleras abajo. Se estaba arriesgando, porque sentía esa comezón producida por la mezcla de miedo y de excitación que le resulta indispensable al jugador. A Benna no le habría gustado nada de todo aquello. Pero lo cierto es que ella jamás había hecho caso de sus advertencias mientras vivía. Si las probabilidades están muy en tu contra, entonces tendrás que arriesgarte mucho, y ella siempre había tenido el don de salir airosa.
Hasta que mataron a Benna y a ella la arrojaron montaña abajo.
—¿Cómo conseguiste esta casa? —la voz de Escalofríos resonaba en la oscuridad.
—La compró mi hermano. Hace mucho tiempo —lo recordaba junto a la ventana, guiñando los ojos por la luz del sol, volviéndose hacia ella y sonriendo. Durante un momento, sintió como se le torcía una de las comisuras de la boca.
—¿Estabais muy unidos, verdad? Tú y tu hermano —dijo Escalofríos sin volverse y sin sonreír.
—Lo estábamos.
—Igual que mi hermano y yo. Todo el que le conocía se sentía muy unido a él. Tenía ese don. Le mataron, fue un hombre llamado Nueve el Sanguinario. Lo mató después de que se apiadase de él, y su cabeza terminó ondeando en lo alto de un estandarte.
A Monza no le importaba aquella historia. Por una parte le aburría, y por otra le hacía recordar la inexpresiva cara de Benna cuando le arrojaron por encima del parapeto.
—¿Quién habría pensado que teníamos tanto en común? —dijo ella—. ¿Te vengaste?
—Pensé hacerlo. Lo estuve deseando durante años. Tuve la oportunidad de hacerlo en más de una ocasión. Vengarme del Sanguinario. Algo por lo que muchos hombres habrían matado.
—¿Y? —Monza observó que Escalofríos tensionaba los músculos de las sienes.
—La primera vez le salvé la vida. La segunda dejé que se fuera y decidí ser mejor persona.
—¿Y desde entonces has estado vagando como un calderero con su carreta, ofreciendo tu piedad a quien quiera comprarla? Gracias por el ofrecimiento, pero creo que no la compraré.
—No estoy seguro de que quiera seguir ofreciéndola. Durante todo este tiempo he estado jugando a ser bueno, siguiendo el buen camino, intentando convencerme de que hacía lo correcto. Rompiendo el círculo. Pero todo lo que hice no fue correcto, eso es un hecho. La piedad y la cobardía son lo mismo, como dijiste, y la rueda sigue rodando, haga lo que haga. Quizá la venganza… no sirva para responder a las preguntas que me hago. Seguro que no hará que el mundo sea un sitio mejor ni que el sol caliente más. Pero es mejor que no hacer nada. Es muchísimo mejor.
—Creía que habías decidido ser el último hombre bueno de toda Styria.
—He intentado hacer lo correcto siempre que he podido, aunque, como en el Norte no hay nadie que no haya hecho algo malo, también hice el mal que me tocaba. Por eso luché al lado de Dow el Negro, de Crummock-i-Phail y del mismísimo Sanguinario —lanzó una risotada—. ¿Crees que la gente de aquí abajo es muy fría de corazón? Pues tendrías que ver cómo son los inviernos en el lugar de donde vengo —su rostro expresaba algo que Monza no había visto antes y que no esperaba ver—. Me gusta ser buena persona, es cierto. Pero ahora sé que no se debe renegar de lo contrario.
Se hizo un instante de silencio mientras ambos se miraban. Él, apoyado en el marco de la ventana. Ella, echada en la cama con una mano detrás de la cabeza.
—Si realmente eres el bastardo de corazón helado que dices, ¿por qué volviste al Cardotti para buscarme?
—Porque aún me debías dinero.
Como Monza no estaba segura de que Escalofríos no estuviese bromeando, dijo:
—Y porque querías que te diese calor.
—Por eso y porque quizá seas la mejor amiga que tengo en este maldito país.
—Aunque en ocasiones no te guste.
—Aún sigo esperando que me des calor.
—¿Estás seguro? Quizá sólo sea una cuestión de comodidad —gracias a la luz que entraba por la ventana, Monza podía ver su mueca.
—Dejando que me meta en tu cama. Permitiendo que Furli y los demás se queden en tu casa. Si no te conociera bien, pensaría que, a fin de cuentas, sí que he podido venderte algo de piedad.
Ella se estiró en la cama y dijo:
—Quizá bajo esta concha áspera que a todos les parece hermosa, aún siga teniendo el corazón cálido de la hija de un granjero que antaño fui y sólo busque el bien. ¿Eso es lo que piensas?
—No estoy seguro.
—De cualquier modo, ¿qué otra opción tenía? ¿Arrojarles a la calle y decirles que echaran a andar? Lo mejor era dejar que se quedaran en un lugar seguro para que estuviesen agradecidos.
—En la tierra es donde estarán más seguros.
—Entonces, asesino, ¿por qué no bajas corriendo y nos dejas tranquilos a todos? No creo que sea un problema para el héroe que le llevaba el equipaje a Now el Negro.
—Dow.
—Como sea que se llamase. Lo mejor será que antes te pongas unos pantalones, ¿no te parece?
—No digo que haya que matarlos ni ninguna otra cosa por el estilo. Sólo estaba exponiendo un hecho. Por lo que he oído, la piedad y la cobardía son lo mismo.
—Haré lo que haya que hacer, tú no te preocupes. Siempre lo he hecho. Pero yo no soy Morveer. No voy a matar a once granjeros sólo porque me convenga.
—Me agrada escucharlo. No parecieron importarte todas las personas que morían en el banco con tal de que Mauthis fuese una de ellas.
—Ése no era el plan —dijo ella, frunciendo el ceño.
—Ni toda la gente que murió en el Cardotti.
—Lo del Cardotti no salió como yo lo había planeado, por si no te diste cuenta.
—Me di perfectamente cuenta. La Carnicera de Caprile, así es como te llaman. ¿Qué sucedió en ese sitio?
—Lo que tenía que suceder —recordaba cómo cabalgaba en medio de la oscuridad y la pena tan lacerante que sintió al ver el humo que cubría la ciudad—. Hacer algo y que te guste son dos cosas diferentes.
—El resultado es el mismo, ¿o no?
—¿Por qué diablos quieres saber lo que pasó? Que yo sepa, no estuviste allí.
Monza dejó a un lado sus recuerdos y se levantó de la cama. La lánguida calidez de la última pipa comenzaba a desvanecerse, haciendo que se sintiera extrañamente torpe bajo su piel llena de cicatrices, mientras cruzaba la habitación bajo la mirada de Escalofríos, completamente desnuda con excepción del resplandor que iluminaba su mano derecha. La ciudad, sus torres y sus incendios se extendían al otro lado de la ventana, inciertos tras el cristal rugoso de la parte que seguía cerrada.
—No te he traído hasta aquí para que me recuerdes los yerros de antaño. Ya estoy harta de ellos.
—¿Y quién no? ¿Por qué me trajiste a este sitio?
—Porque siento una debilidad espantosa por los grandullones que tienen el cerebro pequeño, ¿qué habías pensado?
—Oh, intento no pensar mucho, porque entonces mi pequeño cerebro me duele una barbaridad. Pero estoy comenzando a creer que no eres tan dura como quieres parecer.
—¿Qué es esto? —se acercó a él y tocó la cicatriz que le cruzaba el pecho. El extremo de uno de sus dedos recorrió su vello y luego su piel cicatrizada.
—Supongo que todos recibimos heridas —deslizó su mano por la larga cicatriz que tenía en una cadera y ella sintió un calambre en el estómago. Otra vez aquella mezcla de miedo y excitación propia del jugador, y con un poco de molestia añadida.
—Algunas son peores que otras —sus palabras tenían algo de amargura.
—Sólo son señales —el pulgar de él recorrió una tras otra las cicatrices que tenía en las costillas—. No me molestan en absoluto.
Monza se quitó el guante que cubría su mano derecha engarabitada y se la puso delante de la cara.
—¿No?
—No.
Sus enormes, cálidas y fuertes manos acariciaron la ruina que era la mano de ella. Al principio, Monza se envaró y quiso apartarla, respirando entrecortada, como si le pareciera que acariciaba a un cadáver. Acto seguido, Escalofríos comenzó a masajear con ambos pulgares su palma retorcida, los doloridos músculos de su pulgar, sus dedos como garras, hasta llegar a sus yemas. Con una ternura sorprendente. Con un placer insospechado. Ella cerró los ojos y entreabrió la boca, estiró los dedos por completo y tomó aliento.
Le sintió más cerca, sintió su calor, su aliento encima de su rostro. Como últimamente no había podido lavarse todo lo que le hubiese gustado, olía… a sudor, a cuero y un poco a comida. Un olor fuerte, aunque no del todo desagradable. Monza sabía que también ella debía de oler un poco. El rostro de él rozó el suyo, haciéndole sentir la aspereza de su mejilla, la dureza de su mandíbula, la presión de su nariz al acariciarle el cuello. Monza casi sonreía, con la piel estremecida por el aire que entraba por la ventana y que llevaba hasta sus fosas nasales aquel familiar olor de edificios en llamas.
Una de las manos de Escalofríos aún sujetaba las suyas mientras la otra subía por uno de sus costados, más arriba de las caderas, para deslizarse bajo sus pechos y masajear uno de sus pezones con algo de torpeza. La mano que Monza tenía libre masajeaba arriba y abajo su polla, que ya se le había puesto hermosa y dura, notando la humedad de su piel. Levantó un pie, sintiendo que desprendía el yeso que estaba suelto de la pared, y lo apoyó en la ventana para poder abrirse de piernas. Sus dedos siguieron moviéndose de arriba abajo con un sonido blando.
Puso una mano bajo la mandíbula de él, sus dedos retorcidos tiraron de una de sus orejas para obligarle a mirar de lado, y le introdujo el pulgar en la boca para luego meterle la lengua por ella. Aunque le supiera al vino barato que tomaba, seguro que la suya sabía igual, así que, ¿a quién hubiera podido importarle?
Se le acercó aún más, apretándose contra él, deslizando su piel contra la suya. Sin pensar en su hermano muerto ni en su mano retorcida, ni en la guerra que acontecía fuera, ni en fumarse una pipa, ni en los hombres que debía matar. Sólo en los dedos de ella y en los de él, en su polla y en su coño. Quizá no fuera gran cosa, pero ya era algo. Y ella lo necesitaba.
—Vamos, fóllame —le susurró al oído.
—Ya voy —dijo con voz ronca mientras la agarraba por una rodilla, la levantaba para que quedase encima de la cama y la dejaba caer de golpe en ella con un crujido de muelles. Ella se retorció de un lado hacia otro para hacer sitio en la cama, y él se arrodilló entre sus rodillas abiertas, abriéndose paso por ella y mirándola con una mueca feroz. La misma que ella tenía, y bien de contenta que se sentía por ello. Sintió cómo su capullo se deslizaba entre sus muslos, primero un lado, luego el otro—. ¿Dónde puñetas…?
—Norteño sangriento, no te encontrarías el culo ni aunque te sentaras encima de él.
—Mi culo no tiene el agujero que estoy buscando.
—Por aquí —se mojó los dedos con saliva, se apoyó en un codo, llevó la mano más abajo y le agarró la polla, frotándose con ella hasta que encontró el sitio que buscaba.
—¡Ah!
—¡Ah! —ella le devolvió el gruñido—. Ahí está.
—Sí —movió las caderas en círculo, hundiéndose en ella más a cada movimiento—. Aquí… está —subió las manos por sus muslos, metió los dedos entre su vello y comenzó a masajearlo con el pulgar.
—¡Despacio! —apartó la mano de Escalofríos con la suya para hacer lo que él intentaba, sirviéndose lentamente de su dedo corazón—. Tonto, no se trata de partir una nuez.
—Tu nuez es asunto tuyo —sacó la polla mientras Monza se masturbaba y puso sus manos encima de ella, que no tardó en penetrarla con relativa facilidad. Aunque con cierta lentitud, no tardaron en moverse acompasadamente.
Como no había cerrado los ojos porque quería mirarle a la cara, pudo ver cómo le brillaban los ojos entre tanta oscuridad. Los dos enseñaban los dientes mientras jadeaban. Él abrió la boca para encontrar la suya, apartando la cabeza cuando ella estiró el cuello para besarle y manteniéndola siempre fuera del alcance de sus labios, hasta que Monza se dejó caer en la cama con un jadeo que inundó todo su cuerpo de calor.
Echó su brazo derecho por detrás de la espalda de Escalofríos y le apretó una de las nalgas, sintiendo que ésta se tensionaba y se relajaba, se tensionaba y se relajaba. Más deprisa, mientras seguía dando cachetes a su piel mojada y llevaba su retorcida mano más atrás, junto a la hendidura de su trasero. Luego levantó nuevamente la cabeza y le mordisqueó en los labios y en los dientes, mientras él le devolvía los mordisquitos con un gruñido que ella repetía. Luego se apoyó en un codo y pasó la otra mano por encima de sus costillas, apretándole con mucha fuerza un pecho, tanto que casi resultaba doloroso, y luego el otro.
Crac, crac, crac, y los pies de ella abandonaban la cama y pataleaban el aire mientras la mano de él se enredaba entre sus cabellos y sus dedos acariciaban las monedas que tenía metidas bajo la piel, echándole la cabeza hacia atrás, levantando su rostro hacia el suyo, chupándole la lengua, ya fuese fuera de su boca o dentro de ella, lamiéndosela. Dándole unos besos prolongados, babeantes, ansiosos, enfadados. Que apenas lo parecían. Ella le metió un dedo en el ano justo hasta el primer nudillo.
—¿Qué cojones…? —Escalofríos salió de ella como si acabase de recibir una bofetada y dejó de moverse, silencioso y tenso encima de Monza, que sacó el dedo y se lo metió entre sus propias piernas.
—Está bien —dijo en voz baja—. Eso no te hace ser menos hombre. Tu ojete es asunto tuyo. En lo sucesivo, me mantendré lejos de…
—No es eso. ¿No has oído algo?
Lo único que Monza podía oír era su propia respiración agitada y el débil sonido de sus húmedos dedos yendo y viniendo de arriba abajo. Volvió a aplastar sus labios contra los de él.
—Sigamos. Sólo es…
La puerta se abrió de golpe con una lluvia de astillas procedentes de su marco destrozado. Escalofríos abandonó la cama de un salto y se enredó con la manta. Monza, cegada por la luz de la linterna, vislumbró algo de metal brillante, una armadura, una espada que ondeaba, y escuchó un grito.
Acto seguido, escuchó el ruido de algo metálico que caía. Escalofríos gritó y cayó al suelo. Monza sintió que dos gotas de sangre le caían en la cara. Su mano derecha tocaba la empuñadura de la Calvez. Qué estupidez, la fuerza de la costumbre, incluso la había desenvainado un poco.
—No lo haga.
Una mujer acababa de pasar por lo que quedaba de la puerta con una ballesta en la mano, la cabellera recogida hacia atrás, dejando ver un rostro redondo de aspecto amable. Un hombre dejaba de mirar a Escalofríos y se centraba en Monza, espada en mano. Apenas podía ver de él el contorno de su armadura y de su yelmo.
Otro soldado entró en estampía por la puerta, con una linterna en una mano y un hacha de reluciente hoja curva en la otra. Monza abrió sus retorcidos dedos, y la Calvez suscitó un ruido de herrería al caer al suelo, junto a la cama deshecha.
—Así está mejor —dijo aquella mujer.
Escalofríos gimió, intentó levantarse y cerró los ojos al ver la luz, mientras la sangre le caía por la cara a causa del corte recibido en el cuero cabelludo. Casi con toda seguridad, la espada debía de haberle alcanzado de plano. El que llevaba el hacha dio un paso adelante y le dio un pisotón en las costillas, tom, tom, que le hizo lanzar un gruñido y acurrucarse, desnudo como estaba, junto a la pared. Un tercero acababa de entrar con unas cuantas ropas negras encima de un brazo.
—Capitán Langrier.
—¿Qué has encontrado? —preguntó la mujer, entregándole la ballesta.
—Éstos, y otros parecidos.
—Parece un uniforme de Talins —levantó la guerrera para que Monza pudiese verla—. ¿Tiene algo que decirnos acerca de esto?
El susto que la había dejado helada comenzaba a quitársele de encima, dando paso a un miedo aún más helador que comenzaba s dominarla. Eran los soldados de Salier. Había estado tan obsesionada por matar a Ganmark, tan obsesionada por el ejército de Orso, que ni siquiera había pensado en el bando contrario. Ahora acaparaba toda su atención. Sintió la súbita necesidad de fumarse otra pipa, una necesidad tan perentoria que la ponía enferma.
—No es lo que está pensando —pudo decir con voz cascada, repentinamente consciente de que estaba completamente desnuda y de que olía a folleteo.
—¿Y cómo sabe lo que estoy pensando?
Otro soldado, con un gran bigote lacio, apareció por la puerta.
—En una de las habitaciones hay un cargamento de botellas y otras cosas parecidas. No me he atrevido a tocar nada. Me ha parecido que contenían veneno.
—¿Ha dicho veneno, sargento Pello? —Langrier movió la cabeza hacia un lado y se rascó el cuello—. Bueno, esto es condenadamente sospechoso.
—Puedo explicarlo —Monza tenía la boca seca. Sabía que no podría explicarlo. Al menos de una manera que les pareciese convincente a aquellos bastardos.
—Tendrá la oportunidad de hacerlo. Volvamos al palacio. Atadlos.
Escalofríos hizo una mueca cuando el del hacha le obligó a poner los brazos por detrás de la espalda, para inmovilizárselos con unas esposas, y luego le levantó. Otro soldado agarró a Monza por un brazo y se lo retorció por detrás mientras le ponía las esposas.
—¡Ah! ¡Cuidado con mi mano! —otro soldado la sacó de la cama a rastras y la empujó hacia la puerta, donde estuvo a punto de caer mientras recuperaba el equilibrio con bastante poca dignidad. Lo cierto es que había muy poca dignidad en todo lo que estaba pasando. La estatuilla de Benna la vigilaba en lo alto de su nicho. Demasiado para los espíritus del hogar—. ¿Al menos, podremos coger algo de ropa?
—No veo por qué no —la empujaron hasta el descansillo, donde quedó iluminada por otra linterna—. Espere aquí —Langrier acababa de agacharse para mirar preocupada las cicatrices en forma de zigzag que Monza tenía en una cadera y por debajo de un muslo, los puntos rosados de los cosidos que casi habían desaparecido. Los tocó con un dedo como si estuviese comprobando una pieza de carne para el asado—. Pello, ¿había visto antes unas cicatrices como éstas?
—No.
—¿Cómo se las hizo? —la capitán levantó la cabeza para mirar a Monza.
—Me estaba afeitando el coño y se me escapó la navaja.
—Me gusta. Tiene gracia —dijo la mujer tras lanzar una carcajada.
—La tiene —Pello también reía.
—Es bueno que tenga sentido del humor —Langrier se levantó y se quitó el polvo de las rodillas—. Lo necesitará para más adelante.
Entonces golpeó a Monza en el cuello con la mano abierta y la envió escaleras abajo. Sintió un fuerte impacto en el hombro y luego los escalones le trabajaron la espalda y le pelaron las rodillas antes de que se diera la vuelta y sus piernas quedasen en medio del aire. Gimió y chilló cuando la madera del suelo le sacó de los pulmones el aire que le quedaba en ellos, y luego la pared se estrelló contra su nariz. Allí se quedó desmadejada, con una pierna doblada al lado del yeso. La boca le sabía a sangre. La escupió. Al instante volvió a sentir aquel sabor.
—Uh —dijo con un gruñido.
—¿Ya se terminaron las gracias? Si sigue sintiéndose inspirada, aún nos quedan unos cuantos peldaños más.
Pero no se sentía inspirada. Dejó que la levantaran del suelo mientras rezongaba por todo lo que le dolía el hombro.
—¿Qué es esto? —sintió que le quitaban la sortija que llevaba en el dedo corazón y vio la sonrisa de Langrier al levantar la mano, ya con su sortija en ella, hacia la luz y observar el resplandor del rubí.
—Le queda muy bonito —comentó Pello.
Monza guardó silencio. Si la sortija de Benna era lo único que perdía en aquella situación, podría sentirse afortunada.
Había más soldados en las plantas inferiores, rebuscando por toda la torre, sacando cosas de los baúles y de los cofres. Hubo un ruido de cristales que se agitaron y tintinearon cuando pusieron boca abajo una de las cajas de Morveer. Day se sentaba en una de las camas que estaban cerca, con sus cabellos amarillos tapándole la cara y las manos por detrás de la espalda. Durante un instante, Monza se encontró con su mirada, y ambas se observaron. Pero a ninguna de las dos les faltaba la miseria. Al menos, ella había tenido la suerte de tener un poco de diversión al llegar.
A Monza la llevaron a empujones hasta la cocina, en cuya pared se apoyó, respirando deprisa y aún desnuda, aunque aquello ya no le importase. Allí se encontraban Furli y su hermano. Langrier se acercó hasta ellos y sacó una bolsa del bolsillo que tenía en la espalda.
—Creo que tenían razón. Espías —comenzó a contar las monedas que echaba en la palma de la mano del ansioso granjero—. Cinco escamas por cada uno de ellos. Ciudadano, el duque Salier le está agradecido por lo diligente que ha sido. ¿Dice que había más?
—Cuatro más.
—Mantendremos la torre vigilada para cogerlos más tarde. Debería buscar otro sitio para su familia.
Monza vio a Furli coger el dinero, se lamió la sangre que le salía de la nariz y pensó que la caridad la había llevado a aquella situación. Vendidos por cinco escamas. Aunque muy posiblemente Benna se habría quedado pasmado por la cuantía del botín, ella tenía cosas más importantes de las que preocuparse. El granjero le dedicó una última mirada mientras la sacaban a empujones por la puerta. No había culpa en sus ojos. Quizá pensara que había hecho lo mejor para su familia en medio de una guerra, Quizá estuviese orgulloso de haber tenido el valor de hacerlo. Quizá tuviera el derecho de hacerlo.
Y le pareció que en aquel momento las palabras de Verturio no habían perdido su vigencia: La piedad y la cobardía son lo mismo.