Dos doses

Sacó dos doses con los dados. Dos por dos igual a cuatro. Dos más dos igual a cuatro. Daba lo mismo que sumara las puntuaciones de los dados o que las multiplicase. Amistoso sentía cierto desasosiego de desamparo al pensar en aquello. Desasosegado, pero tranquilo. Toda aquella gente que intentaba terminar las cosas y siempre, hicieran lo que hiciesen, salía lo mismo. Los dados estaban cargados de lecciones. Siempre que se supiera cómo interpretarlas.

El grupo se había dividido en dos parejas. Morveer y Day formaban una de ellas. Maestro y aprendiza. Habían llegado juntos, estaban juntos y reían juntos para lo que hiciese falta. Para entonces, Amistoso comprobaba que Murcatto y Escalofríos formaban otra pareja. Se sentaban en el parapeto uno al lado del otro, siluetas negras contra el tenue cielo de la noche, con la mirada fija en el banco, un inmenso bloque de negrura más espesa. Frecuentemente había comprobado que la naturaleza de las personas les llevaba a formar parejas. La naturaleza de todas las personas, aunque no la suya. Él estaba solo, en las sombras. Quizá fuese debido a que había algo malo en él, tal y como habían dicho los jueces.

Sajaam le había elegido en Seguridad para formar una pareja con él, pero Amistoso no se hacía ilusiones. Sajaam le había elegido porque le resultaba útil. Porque le temían. Tanto como a cualquier otro que se agazapase en la oscuridad. Sajaam no pretendía nada más. Era el único hombre honrado al que conocía, y por eso había concluido un acuerdo honrado con él. Trabajaba tan bien que Sajaam no tardó en hacer dinero aun dentro de la cárcel para pagar a los jueces su libertad. Pero como no había dejado de ser honrado, en cuanto estuvo libre no se olvidó de Amistoso. Regresó y también compró su libertad.

Al otro lado de los muros, donde no había reglas, las cosas salieron de manera diferente. Sajaam tenía otros asuntos y Amistoso volvió a quedarse solo. Pero no le importó. Estaba acostumbrado, y los dados le hacían compañía. De esa manera había acabado allí, en medio de la oscuridad, encima de un tejado de Westport poco antes de que el invierno feneciera. Con aquellas dos parejas tan diferentes de gente poco honrada.

Los guardias también llegaban en grupos de dos parejas, cuatro a la vez, y dos grupos de a cuatro se seguían de manera interminable mientras daban vueltas al banco durante toda la noche. Había comenzado a llover, un aguanieve casi helada que caía con fuerza. Seguían un grupo tras otro, dando una vuelta y otra, y otra más en medio de la oscuridad. Algunos de ellos avanzaban con dificultad por la calle situada más abajo, bien armados, las alabardas al hombro.

—Ahí vuelven de nuevo —dijo Escalofríos.

—Ya los veo —rezongó Morveer—. Comienza a contar.

La voz de Day les llegó en medio de la noche, fuerte y gutural:

—Uno… dos… tres… cuatro… cinco…

Amistoso seguía con la boca abierta, moviendo silenciosamente los labios al tiempo que ella:

—Veintidós… veintitrés… veinticuatro…

—¿Cómo vamos a llegar al tejado? —Morveer parecía divertirse.

—¿Con cuerda y garfio? —sugirió Murcatto.

—Demasiado lento, demasiado ruidoso, demasiado incierto. La cuerda podría quedar todo el tiempo a la vista, aunque pudiéramos fijar bien un garfio. No. Necesitamos un método a prueba de accidentes.

A Amistoso le habría gustado que hubiesen cerrado la boca para poder escuchar el recuento de Day. Le dolía la cabeza por el esfuerzo que hacía para oír lo que decía.

—Ciento doce… ciento trece… —cerró los ojos y apoyó la cabeza contra el muro, moviendo un dedo de atrás adelante—. Ciento ochenta y dos… ciento ochenta y tres…

—Nadie puede subir hasta allí sólo con las manos —decía Murcatto—. Nadie. Demasiado liso, demasiado alto. Y luego están los pinchos.

—Estoy completamente de acuerdo.

—Entonces habrá que acceder por el interior del banco.

—Imposible. Hay demasiados ojos. Habría que subir por las paredes y luego aprovechar los grandes ventanales del tejado. Al menos, la calle está desierta durante la noche. Eso es algo a nuestro favor.

—¿Qué hay de las demás fachadas del edificio?

—La norte es considerablemente más difícil y está más iluminada. En la del este se encuentra la entrada principal, con un grupo adicional de cuatro guardias apostados en ella durante toda la noche. La sur es idéntica, pero sin la ventaja de tener acceso al tejado adyacente. No. Esta fachada es nuestra única opción.

Amistoso vio un débil titilar de luz en la calle. La siguiente patrulla, dos veces dos guardias, dos más dos guardias, cuatro guardias que patrullaban rápidamente alrededor del banco.

—¿Hacen lo mismo durante toda la noche?

—Hay otros dos grupos de a cuatro que los relevan. Mantienen la vigilancia hasta que se hace de día.

—Doscientos noventa y uno… doscientos noventa y dos… y ahí llega el siguiente grupo —Day chasqueó la lengua—. Trescientos; tomadlo o dejadlo.

—Trescientos —dijo Morveer entre dientes, mientras Amistoso veía cómo disentía con la cabeza—. No da tiempo.

—¿Entonces? —Monza parecía agresiva.

Amistoso volvió a agarrar los dados, sintiendo que sus aristas tan familiares se le clavaban en la palma de la mano. Apenas le importaba cómo pudiesen apañárselas para entrar en el banco y ni siquiera si lograban hacerlo. Su esperanza se centraba en que Day comenzase a contar otra vez.

—Tiene que haber una manera… tiene que haber una…

—Yo puedo hacerlo —todos le miraron. Escalofríos seguía sentado junto al parapeto, con sus blancas manos que le colgaban.

—¿Tú? —preguntó Morveer con su usual sarcasmo—. ¿Cómo?

Amistoso apenas tuvo tiempo de ver la mueca que el norteño hacía al amparo de la oscuridad.

—Con magia.