Instrucciones sangrientas

Monza bajó la mirada hacia su mano enguantada mientras enseñaba con rudeza los dientes y flexionaba los tres dedos que aún podía mover… abrir y cerrar, abrir y cerrar, escuchando el soniquete de chasquidos y crujidos que hacían cada vez que apretaba el puño. Sentía una extraña tranquilidad, máxime teniendo en cuenta que su vida, si es que podía llamársela así, pendía del filo de una navaja.

Jamás confíes en nadie más allá de sus propios intereses, había dicho Verturio, y ella comprendía que el asesinato del gran duque Orso y de sus allegados no iba a ser un trabajo sencillo. No podía confiar en aquel silencioso presidiario más de lo que confiaba en Sajaam, y hasta ahí era lo más lejos que llegaba su meada. Tenía la corazonada de que el hombre del Norte era medianamente honrado, aunque lo mismo había pensado de Orso, con resultados no muy buenos, que digamos. No le habría sorprendido mucho que la hubiesen llevado a un Gobba sonriente, listo para devolverla a Fontezarmo para que la arrojasen por segunda vez montaña abajo.

No podía confiar en nadie. Pero necesitaba a alguien.

Unos pasos precipitados fuera de la casa. La puerta que se abre de golpe y tres hombres que entran por ella. Escalofríos a la derecha, Amistoso a la izquierda. Gobba a rastras entre los dos, la cabeza colgando, uno y otro brazo apoyado en los respectivos hombros de sus captores, arrastrando las botas por el serrín del suelo. Vaya, al menos por el momento podía confiar en aquellos dos.

Amistoso arrastró a Gobba hasta el yunque…, una masa de hierro negro situada en el centro del piso. Escalofríos cogió una larga cadena, con esposas en cada extremo, que daba vueltas alrededor de la base del yunque. Aún seguía con el ceño fruncido. Su sentido de la moralidad, siempre que lo tuviera, debía de estar escociéndole.

Aunque la moral pueda ser algo conveniente, en situaciones como aquella sólo sirve para fastidiar.

Los dos no trabajaban mal juntos, aun siendo respectivamente mendigo y presidiario. No perdían tiempo ni hacían movimientos innecesarios. No daban muestras de estar nerviosos, y eso que iban a cometer un asesinato. Monza siempre había tenido buen ojo a la hora de contratar a la gente. Amistoso cerró las esposas alrededor de las gruesas muñecas del guardaespaldas. Escalofríos cogió la lámpara y giró su regulador, de suerte que la llama parpadeó con mayor intensidad al otro lado del vidrio y la luz se derramó por el interior de aquella siniestra fragua.

—Despertadlo.

Amistoso vació un cubo de agua en la cara de Gobba. Éste tosió, tomó aliento con dificultad y movió la cabeza mientras las gotas brillaban en sus cabellos. Intentó levantarse, pero la cadena tintineó y tiró de él hacia atrás. Miró a su alrededor con ojillos furiosos.

—¡Estúpidos bastardos! ¡Los dos sois hombres muertos! ¡Muertos! ¿No sabéis quién soy? ¿No sabéis para quién trabajo?

—Yo sí que lo sé —Monza intentó caminar como siempre lo había hecho; pero sin conseguirlo del todo. Entró cojeando en la zona iluminada y echó la capucha hacia atrás.

El grueso rostro de Gobba se llenó de arrugas.

—¡No! ¡No puede ser! —abrió unos ojos como platos. Incluso más grandes que platos. Por la impresión, luego por el miedo y después por el horror. Se echó hacia atrás con un ruido de cadenas—. ¡No!

—Sí —ella sonreía a pesar del dolor—. ¿Estás muy jodido? Has ganado peso, Gobba. Más de lo que yo he perdido. Hay que ver cómo salen las cosas. Esa sortija que llevas ahí, ¿es la mía?

Llevaba el rubí en el dedo meñique, un destello rojo sobre hierro negro. Amistoso se acercó a él, le quitó la sortija de un tirón y se la lanzó a Monza. Ella la cogió en el aire con la mano izquierda. El último regalo de Benna. El que les había hecho sonreír cuando cabalgaban montaña arriba para ver al duque Orso. Aunque el delgado anillo metálico estuviese arañado y un poco doblado, la piedra preciosa aún relucía con el color de la sangre, el color de una garganta acuchillada.

—La estropeaste un poco al intentar matarme, ¿verdad, Gobba? ¿Qué te parece? —le llevó algún tiempo poder metérsela en el dedo corazón de la mano izquierda, pero al final pudo pasarla por el nudillo—. Se ajusta a mi dedo tan bien como siempre. Menuda suerte.

—¡Mira! ¡Podemos hacer un trato! —Gobba tenía el rostro bañado en sudor—. ¡Seguro que se nos ocurre algo!

—A mí ya se me ha ocurrido. Pero me temo que no tengo una montaña a mano. —Bajó el martillo del estante (un martillo de mango pequeño, con un cubo de pesado acero por cabeza) y sintió cómo se le movían los nudillos de la mano izquierda al coger su mango con fuerza—. A cambio te voy a descuartizar con esto. ¿Sois tan amables de agarrarle fuerte? —Amistoso le dobló el brazo derecho para ponerlo encima del yunque y le abrió los dedos de la mano, blancos dedos encima del oscuro metal—. Deberías haberte asegurado de que había muerto.

—¡Orso lo descubrirá! ¡Él lo descubrirá!

—Claro que lo descubrirá. Pero cuando yo le arroje desde su propia terraza, no antes.

—¡Jamás lo conseguirás! ¡Te matará!

—Estuvo a punto de conseguirlo, ¿lo recuerdas? No tuvo ningún reparo.

A Gobba se le hincharon las venas del cuello por el forcejeo, pero Amistoso le sujetaba con fuerza todo el cuerpo.

—¡No puedes hacer nada contra él!

—Quizá no. Pero ya veremos. Sólo puedo asegurarte una cosa —y levantó el martillo—: que tú no lo verás.

La cabeza del martillo cayó encima de sus nudillos con un ligero sonido metálico de aplastamiento… una, dos, tres veces.

Cada uno de los golpes hizo que su mano vibrara y lanzase un dolor agudo hacia arriba del brazo. Pero aquel dolor no era tan fuerte como el que sentía Gobba en aquellos momentos. Boqueó, gritó y tembló. El rostro inexpresivo de Amistoso se tensionó.

Él se apartó del yunque y movió la mano hacia un lado. Monza fue consciente de que apretaba los dientes mientras el martillo hendía el aire y caía. El siguiente golpe le aplastó la muñeca y se la dejó ennegrecida.

—Aún tiene peor aspecto que la mía —dijo, encogiéndose de hombros—. Bueno, cuando se trata de pagar una deuda, es de gente bien nacida añadir los intereses. Venga la otra mano.

—¡No! —exclamó Gobba, babeando—. ¡No! ¡Piensa en mis pequeños!

—¡Piensa tú en mi hermano!

El martillo le aplastó la otra mano. Ella apuntaba con cuidado a la hora de atizar un nuevo golpe, tomándose el tiempo y cuidando los detalles. Las yemas de los dedos. Los dedos. Los nudillos. El pulgar. La palma. La muñeca.

—Seis y seis —rezongó Amistoso, y su voz dominó los rugidos de dolor que lanzaba Gobba.

—¿Eh? —Monza escuchaba lo fuerte que le latía la sangre en los oídos. Por eso no estaba segura de haberle oído bien.

—Seis veces y luego otras seis —Amistoso soltó el cuerpo del guardaespaldas de Orso y se frotó una palma con otra—. Con el martillo.

—¿Y qué? —preguntó ella, cortante, sin comprender el significado.

Gobba estaba echado encima del yunque, las piernas atadas, tirando de las esposas y escupiendo saliva mientras intentaba en vano desplazar aquel enorme trozo de hierro con todas sus fuerzas, pero sin mover sus ennegrecidas manos, porque se le habían quedado inertes.

Ella se inclinó sobre él y dijo:

—¿Acaso te he dado permiso para que te vayas?

Con un sonido de nuez rota, el martillo le partió una rótula. Cayó de espaldas al suelo. Mientras tomaba aire para gritar, el martillo se estrelló nuevamente contra su pierna y se la rompió de mala manera.

—Este trabajo es muy duro —Monza frunció el ceño, porque acababa de sentir una punzada en el hombro mientras se quitaba la casaca—. Será que ahora no estoy tan ágil como antes —se subió una manga de la negra camisa y descubrió la larga cicatriz de su antebrazo—. Siempre decías lo fácil que se te daba hacer sudar a una mujer, ¿eh, Gobba? Y pensar que me reía de ti —se secó la cara con el brazo—. Esto demuestra que no mentías. Soltadle.

—¿Está segura? —preguntó Amistoso.

—¿Te preocupa que pueda agarrarte por los tobillos? Que lo intente —el presidiario se encogió de hombros y se agachó para abrir las esposas que mantenían sujeto a Gobba. Desde las sombras, Escalofríos miraba a Monza con cara preocupada—. ¿Te pasa algo? —preguntó ella, un tanto molesta.

Él no contestó.

Gobba se apoyó en los codos para avanzar por el suelo manchado de serrín, arrastrando tras de sí la pierna rota y gimiendo, sin ser consciente de ello. Como ella al detenerse, rota, al pie de la montaña situada bajo Fontezarmo.

—Uuuuurrrrhhhh…

Monza aún no había disfrutado ni la mitad de lo que quería, y por eso estaba más enfadada que nunca. Aquellos gemidos tenían algo que le fastidiaba muchísimo. La mano le latía de dolor. Esbozó una sonrisa forzada y fue cojeando tras él, intentando disfrutar un poco más.

—Debo confesarte que estoy desilusionada. ¿Acaso no se jactaba Orso todo el tiempo de tener como guardaespaldas a un tipo muy duro? Supongo que ahora vamos a descubrir lo duro que eres. Más blando que este martillo, yo…

Dio un traspié, se ladeó al pisar mal y se dirigió, tambaleándose, hacia un horno. Al tocarlo con la mano izquierda por el lado en que estaba protegido con ladrillos, tuvo que apartarla por el calor. Entonces gritó.

—¡Mierda! —y se venció hacia el otro lado como si fuera un payaso, chocando contra un cubo que envió una rociada de agua sucia a una de sus piernas—. ¡Joder! —se inclinó sobre Gobba y le amenazó con el martillo de una manera tan ridícula que no tardó en sentirse avergonzada—. ¡Bastardo! ¡Bastardo! —dijo entre gruñidos y borborigmos mientras le golpeaba con aquella cabeza de acero en las costillas. Luego intentó levantarse, pero, como sólo lo consiguió a medias, acabó por retorcerse la pierna.

El dolor le subió por la cadera y le hizo gritar. Cayó al lado de la cabeza de Gobba con el martillo en la mano, y siguió golpeándole hasta que le dejó con media oreja. Cuando Escalofríos dio un paso para acercarse a ella, ya se levantaba con mucho dolor. Gobba lloriqueaba, sentado en el suelo y apoyando la espalda en un enorme cubo de agua. Las manos se le habían hinchado hasta el doble de su tamaño acostumbrado. Unos mitones flojos de púrpura.

—¡Confiesa! —dijo ella, siseando—. ¡Confiesa, jodido gordinflón!

Pero Gobba estaba demasiado entretenido, mirando la carne que le colgaba de los brazos y gritando. Sus gritos eran roncos y breves, como gemidos.

—Lo va a oír alguien —comentó Amistoso, aunque no parecía que le importase demasiado.

—Pues ciérrale la boca.

El presidiario se inclinó hacia Gobba con un alambre entre las manos, se lo pasó alrededor del cuello y tiró con fuerza de él, convirtiendo sus gritos en quejidos.

Monza se agachó a su lado, de suerte que sus respectivas caras quedaron a la misma altura. Sintió cómo le quemaban las rodillas al ver aquel alambre que cortaba su gordo rostro. Igual que el de Gobba le había cortado a ella el suyo. Le picaban las cicatrices que le había dejado.

—¿Qué se siente? —le miró con ojos que parpadeaban, intentando obtener alguna satisfacción de todo aquello—. ¿Qué se siente? —pero nadie lo sabía mejor que ella. Los ojos de Gobba se hincharon y su papada tembló, pasando del rosa al rojo y al púrpura. Monza se levantó, para ver mejor—. Estaba a punto de decir que eras un desperdicio de carne buena. Pero ahora veo que no.

Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, aspiró profundamente por la nariz, apretó con más fuerza el mango del martillo y lo levantó.

—¿Traicionarme y luego dejarme con vida?

El golpe cayó entre los porcinos ojos de Gobba con el mismo sonido que hace un adoquín al romperse. Él arqueó la espalda y abrió la boca de una manera desmesurada, pero sin emitir sonido alguno.

—¿Destrozarme la mano y luego dejarme con vida?

El último golpe le abrió la cabeza. La sangre negra borboteó por su piel púrpura. Amistoso soltó el alambre y Gobba cayó hacia un lado. Despacio, casi con gracia, volvió la cabeza y se quedó inmóvil.

Muerto. No había que ser un genio para verlo. Monza torció el gesto mientras intentaba abrir los dedos, que le dolían. El martillo retumbó en el suelo, su cabeza reluciente por la sangre, un mechón de pelos pegado a uno de sus extremos.

Un muerto. Quedan seis.

—Seis y uno —dijo ella en voz baja.

Amistoso abrió unos ojos como platos y se la quedó mirando. Y ella no supo por qué lo hacía.

—¿Qué tal es? —Escalofríos seguía vigilándola desde las sombras.

—¿A qué te refieres?

—A la venganza. ¿Le hace sentirse mejor?

Monza no estaba muy segura de sentir otra cosa que no fuese dolor, el que atenazaba la mano que se había quemado y el que sentía en la mano rota, por no hablar del que le subía por las piernas y le llegaba hasta el cráneo. Benna seguía muerto y ella seguía siendo una lisiada. Mantuvo el gesto torcido y no contestó.

—¿Queréis ayudarme a quitar eso de ahí? —Amistoso señaló con una mano el cadáver mientras en la otra enarbolaba una pesada hacha.

—Aseguraos de que nadie lo encuentre.

Amistoso agarró a Gobba por los tobillos y comenzó a acercarlo al yunque, dejando un rastro de sangre por el suelo.

—Lo trocearemos y lo arrojaremos a las alcantarillas. Las ratas se encargarán de él.

—Es más de lo que se merece —pero Monza se sentía un poco mareada. Necesitaba una pipa. Para pasar lo que quedaba de día.

Una pipa le asentaría los nervios. Sacó una bolsa de pequeño tamaño, la única que contenía cincuenta escamas, y la lanzó a Escalofríos.

—¿Está todo? —las monedas bailotearon cuando agarró la bolsa.

—Lo está.

—De acuerdo —hizo una pausa, como si quisiera decir algo y lo hubiese olvidado—. Lo siento por su hermano.

Ella miró su rostro bajo aquella luz. Su mirada penetrante intentaba averiguar lo que él sabía. Apenas sabía nada de ella y de Orso. Casi nada de lo que fuera, algo que era evidente sólo con mirarle. Pero sí sabía luchar, como ella misma había podido ver. Había ido solo a ver a Sajaam, y para eso se necesitaba coraje. Era un hombre con coraje y, quizá, también con moral. Un hombre con orgullo. Eso quería decir que también podía mostrarle algo de lealtad, siempre que consiguiese que se fijase en ella. Y los hombres leales eran una mercancía muy rara en Styria.

Jamás había estado sola durante mucho tiempo. Benna siempre había estado a su lado. O, bien mirado, detrás de ella.

—Estás triste —dijo Monza.

—Así es. Yo también tenía un hermano —y se volvió hacia la puerta.

—¿Quieres seguir trabajando conmigo? —echó a andar sin dejar de mirarle, llevando la mano buena hacia su espalda para tocar el mango de un cuchillo. Él había escuchado su nombre junto con el de Sajaam y el de Orso, lo que era suficiente para que los mataran diez veces seguidas. De una u otra manera, tenía que quedarse con ella.

—¿Se refiere a hacer más trabajos como éste? —frunció el ceño al contemplar el serrín manchado de sangre que ella pisaba con sus botas.

—Me refiero a matar. Puedes decirlo —entonces no supo si darle una puñalada en el pecho o en la barbilla, o esperar a que se volviera para apuñalarle por la espalda—. ¿Qué te parece? ¿Te apetece seguir ordeñando la cabra?

Él movió la cabeza, y sus largos cabellos ondearon.

—Quizá le parezca extraño, pero vine hasta aquí para ser mejor persona. Seguro que usted tendrá sus razones, pero creo que, si le hiciera caso, no tomaría el camino apropiado.

—Seis hombres más.

—No. No. Ya he terminado —era como si quisiera convencerse a sí mismo—. No me importa cuánto…

—Cinco mil escamas.

Aunque hubiera abierto la boca para volver a decir «no», la palabra no salió por sus labios. Se la quedó mirando. Al principio, impresionado, luego pensativo. Intentando calcular cuánto dinero sería todo eso. Todo lo que podría comprar con él. Monza siempre tenía el don de calcular el precio de un hombre. Todos los hombres tienen un precio.

Ella dio un paso adelante y le miró a los ojos.

—Sé que eres un buen hombre, pero también un tipo duro. El tipo de hombre que necesito —miró su boca y se echó hacia atrás—. Ayúdame. Necesito tu ayuda y tú necesitas mi dinero. Cinco mil escamas. Con todo ese dinero te será mucho más fácil ser mejor persona. Ayúdame. Podrías comprar medio Norte. Y convertirte en rey.

—¿Y quién dice que quiera ser rey?

—Pues conviértete en reina, en lo que tú quieras. No voy a decirte lo que tienes que hacer —se inclinó sobre él, tan cerca que le echó el aliento en el cuello—. Mendigar un trabajo. Ya me dirás si no resulta penoso ver a alguien con tu orgullo en ese estado —y apartó la mirada—. Pero no puedo obligarte.

Él no se movía, sopesando la bolsa. Pero ella ya había apartado la mano del cuchillo. De hecho, ya conocía la respuesta. Como había dicho Bialoveld, el dinero supone algo diferente para cada hombre, pero siempre algo bueno.

Cuando él la miró, su rostro ya se había endurecido.

—¿A quién hay que matar?

En aquellas ocasiones, Monza solía sonreír disimuladamente, para luego comprobar que Benna le devolvía una sonrisa similar. Hemos vencido una vez más. Pero Benna estaba muerto, y los pensamientos de Monza estaban puestos en el hombre que iba a formar parte de su vida.

—A un banquero.

—¿Un qué?

—Un hombre que cuenta dinero.

—¿Uno que hace dinero al contar dinero?

—Exactamente.

—Qué extrañas costumbres tiene aquí su gente. Y, ¿qué hizo?

—Mató a mi hermano.

—¿Más venganza?

—Más venganza.

—Puede considerarme contratado —Escalofríos asentía—. ¿Qué necesita?

—Que eches una mano a Amistoso para tirar la basura, y nada más por esta noche. En Talins no hay que perder el tiempo.

Escalofríos volvió a mirar el yunque y se sobresaltó ligeramente. Luego desenvainó el cuchillo que ella le había dado y se acercó a donde Amistoso había comenzado a trabajar con el cadáver de Gobba.

Monza miró su mano izquierda, cuyo dorso estaba manchado con unas cuantas motitas de sangre. Los dedos aún le temblaban un poco. Por acabar de matar a un hombre, o por no matar a otro más, o porque necesitaba una pipa. No estaba segura.

Quizá fuera por las tres cosas.