El vado superior era una pequeña extensión de agua que corría despacio, chispeando por el efecto del sol matutino al romperse contra los bajíos. De la parte más alta de la tierra firme nacía un sendero muy poco marcado que se dirigía hacia unos cuantos edificios y, luego de pasar por un huerto de árboles frutales, contorneaba la larga pendiente para llegar a la puerta situada en una de las listadas murallas de Ospria, la más exterior. Todo parecía desierto. La mayor parte de la infantería de Rogont estaba empeñada en el salvaje combate que acontecía en el vado inferior. Sólo unas pocas unidades habían permanecido en la retaguardia para defender a los arqueros, que cargaban y disparaban lo más deprisa que podían contra el amasijo de hombres situado en medio del río.
La caballería de Ospria, que constituía su última reserva, aguardaba a la sombra de sus murallas, pero eran muy pocos hombres y estaban demasiado lejos. El camino que a las Mil Espadas debía conducirles a la victoria parecía expedito. Cosca se rascó lentamente el cuello. A su juicio, había llegado el momento perfecto de atacar.
—Tú sigue aquí, al calor —era evidente que Andiche compartía aquella opinión—. ¿Quieres que diga a los hombres que monten?
—No les atosigues. Todavía es pronto.
—¿Estás seguro?
—¿No te lo parezco? —Cosca se volvió para que comprobase que estaba tranquilo. Andiche suspiró profundamente, vaciando de aire sus mofletes, y se fue, pisando muy fuerte, para ver a algunos de los oficiales que estaban bajo su mando y conferenciar con ellos. Cosca se desperezó, llevó ambas manos a su nuca y observó el lento transcurrir de la batalla—. ¿Qué estaba diciendo?
—La oportunidad de dejar atrás todo esto —dijo Amistoso.
—¡Ah, sí! Que había tenido la oportunidad de dejar atrás todo esto. Pero decidí regresar. Cambiar no resulta nada fácil, ¿verdad, sargento? Aunque yo siga con ello, veo y comprendo meridianamente la futilidad y el desperdicio que supone. ¿Eso me hace mejor que el hombre que piensa hallarse ennoblecido por una causa justa, o peor? ¿Me hace mejor que el hombre que lo hace por su propio provecho, sin pensar en molestarse de comprobar si está bien o está mal, o peor? ¿O me hace igual que ellos?
Amistoso se limitó a encogerse de hombros.
—Los hombres mueren. Los hombres quedan mutilados. Las vidas se destruyen —sentía tan poca emoción al hablar que era como si estuviese mencionando una lista de vegetales—. He malgastado media vida en el negocio de la destrucción. Y la otra media en la contumaz búsqueda de la autodestrucción. No he creado nada. Sólo viudas, huérfanos, ruinas y miseria, uno o dos bastardos, quizá, y una enorme cantidad de vómitos. ¿Gloria? ¿Honor? Mis meadas valen mucho más, porque al menos hacen crecer las ortigas —pero, por más que quisiera espolear su conciencia para que despertase, ésta aún seguía adormilada—. Sargento Amistoso, he estado en demasiadas batallas.
—¿Cuántas son demasiadas?
—No sé. ¿Una docena? ¿Una veintena? ¿Más? La línea que separa la batalla de la escaramuza es muy delgada. Algunos de los asedios se hicieron interminables, y en ellos hubo muchos combates. ¿Eso cuenta como una batalla o como varias?
—Tú eres el soldado.
—Bueno, pues aun así, no tengo las respuestas. En la guerra, la línea recta no existe. ¿Qué estaba diciendo?
—Demasiadas batallas.
—¡Ah, sí! ¡Demasiadas! Y aunque siempre intenté no verme involucrado personalmente en ningún combate, no siempre lo conseguí. Soy completamente consciente de lo que es encontrarse en medio de la refriega. Las hojas que relampaguean. Los escudos hendidos y las lanzas rotas. El empuje, el calor, el sudor, el pestazo de la muerte. Las simples heroicidades y las despreciables villanías. Las orgullosas banderas y los hombres honorables aplastados por las botas. Los miembros cercenados, la sangre a raudales, los cráneos partidos, las tripas al aire y todo lo demás —enarcó las cejas—. En la presente circunstancia, también es razonable suponer unos cuantos ahogados.
—¿Cuántos dirías?
—Es difícil de especificar —Cosca pensaba en los gurkos ahogados en el canal de Dagoska, hombres valientes, barridos hasta el mar, cuyos cadáveres llegaban con las mareas, y suspiró hondamente—. Pero puedo mirar sin sentir gran cosa. ¿Eso es ser despiadado? ¿Es el desapego necesario para el mando? ¿Depende de la configuración que tenían las estrellas al nacer yo? Siempre me siento optimista al enfrentarme a la muerte y al peligro. Y ahora mucho más que antes. Feliz cuando debería estar horrorizado, temeroso cuando debería estar tranquilo. Puedo asegurarte que soy un enigma para mí mismo. Sargento Amistoso, ¡soy un hombre que ha vuelto al frente! —rió, sonrió, suspiró y, finalmente, se calló—. Un hombre patas arriba y vuelto del revés.
—General —Andiche se inclinaba nuevamente sobre él con esos cabellos lacios que le colgaban, tan característicos de él.
—Por caridad, ¿qué sucede? ¡Intento filosofar!
—Ospria ha empeñado todas sus fuerzas en la batalla. Toda su infantería contiene a las tropas de Foscar. Sus reservas sólo son una caballería muy escasa.
Cosca bizqueó al mirar hacia el valle y dijo:
—Ya lo veo, capitán Andiche. Todos lo vemos. Está muy claro. Por eso no hace falta hablar de lo que es obvio.
—Bueno… podemos barrer fácilmente a esos bastardos. Dame la orden y lo haré. No tendremos una oportunidad mejor.
—Gracias, pero ahí fuera creo que hace un calor espantoso. Aquí me siento muy a gusto. Quizá más tarde.
—Pero ¿por qué no…?
—Me sorprende que, después de llevar tanto tiempo en campaña, aún no comprendas ese asunto de la cadena de mando. Descubrirás que se te hará menos incómodo si, en vez de intentar anticiparte a mis órdenes, esperas a que yo te las dé. Realmente, es el principio militar más simple.
—Entiendo el concepto —Andiche se rascaba su grasienta cabeza.
—Entonces actúa según él. Hombre, busca un sitio a la sombra y descansa los pies. Y déjate de idas y venidas. Aprende la lección que te da mi cabra. ¿La ves preocupada por algo?
Durante un instante, la cabra sacó la cabeza de la hierba que crecía alrededor de los olivos y baló.
Andiche se llevó las manos a las caderas, parpadeó, bajó la mirada hacia el valle, luego la subió hasta donde estaba Cosca, miró a la cabra con cara de pocos amigos, dio media vuelta y se fue, meneando la cabeza.
—Todo el mundo tiene prisa, mucha prisa. ¿Es que nunca vamos a poder estar en paz, sargento Amistoso? ¿Acaso es pedir mucho un momento de tranquilidad a la sombra? ¿Qué estaba diciendo?
—¿Por qué no ha atacado?
Cuando Monza vio a las Mil Espadas despuntar por la cumbre de la colina, las siluetas menudas de hombres, caballos y lanzas que se recortaban oscuras contra el cielo azul de la mañana, supo que estaban a punto de lanzarse a la carga. Para chapotear alegremente entre las aguas del vado superior y tomar a los hombres de Rogont por el flanco, tal y como ella misma había previsto que harían. Porque ella habría hecho lo mismo. Para poner un final sangriento a la batalla, a la Liga de los Ocho y a las esperanzas de Monza. Ningún hombre era más rápido para coger la fruta madura que Nicomo Cosca, y ninguno más rápido para devorarla que los hombres a los que ella había capitaneado.
Pero los soldados de las Mil Espadas se habían limitado a quedarse sentados en la cumbre de la colina Menzes, para esperar a la vista de todos. Para esperar por nada. Mientras tanto, los talineses de Foscar luchaban en las laderas del vado inferior, pica contra pica, con los de Ospria, teniendo en su contra agua, terreno y pendiente, por no hablar de las rociadas de flechas con las que les castigaban regularmente los hombres situados en la retaguardia de sus enemigos. Los cuerpos eran arrastrados por la corriente, contornos de miembros que lavaba el agua del río y que se estremecían en los bajíos del vado.
Y los de las Mil Espadas seguían sin moverse.
—¿Por qué se mostraron a la vista de todos si no pensaban bajar? —Monza se mordía el labio, no confiando en lo que veía—. Cosca no es idiota. ¿Por qué desaprovechar la sorpresa?
—¿De qué vale lamentarse? —el duque Rogont se limitó a encogerse de hombros—. Cuanto más tarde, mejor para nosotros, ¿no? Ya tenemos bastante de qué preocuparnos con Foscar.
—¿Qué hace ahí arriba? —Monza miraba fijamente el gran número de jinetes formados a lo largo de la cresta de la colina, al lado del bosquecillo de olivos—. ¿Qué querrá hacer ese viejo bastardo?
El coronel Rigrat fustigó a su sudoroso caballo mientras avanzaba entre las tiendas, dispersando a mercenarios ociosos, y luego tiró brutalmente de las riendas. Se deslizó silla abajo, casi cayendo, sacó una bota del estribo y se puso en pie, quitándose los guantes mientras su rostro aparecía cubierto de ira y sudor.
—¡Cosca! ¡Nicomo Cosca, maldito! —exclamó.
—¡Coronel Rigrat! ¡Excelente mañana, amigo mío! ¿Todo va bien?
—¿Bien? ¿Por qué no ha comenzado el ataque? —apuntaba al río con un dedo, porque debía de haber perdido el bastón—. ¡Nosotros estamos luchando en el valle! ¡Muy duramente!
—Ya lo veo —Cosca se echó hacia delante para levantarse imperceptiblemente de la silla de capitán general—. Considero más procedente tratar este asunto lejos de los hombres. Las discusiones alteran las buenas formas. Además, está asustando a mi cabra.
—¿Qué?
Cosca acarició suavemente al animal cuando pasó cerca de él y añadió:
—Es la única que realmente me comprende. Venga a mi tienda. ¡Tengo fruta! ¡Andiche! ¡Ven con nosotros! —Y echó a caminar, con el enfadado Rigrat tras él y Andiche, que acababa de dar un traspié, en la retaguardia. Dejaron atrás a Nocau, que con su enorme cimitarra desenvainada montaba guardia delante del faldón de entrada de la tienda, y penetraron en la penumbra de su interior, cubierta por todas partes con las victorias del pasado. Cosca pasó cariñosamente el dorso de su mano por un paño raído de bordes chamuscados—. La bandera que ondeaba en las murallas de Mutis, durante su asedio… ¿de veras que ya han pasado doce años desde entonces? —se volvió a tiempo de ver que Amistoso entraba con mucha cautela después de los demás y se agazapaba cerca de la entrada—. Sepa que la descolgué con mi propia mano del parapeto más alto donde se encontraba.
—Después de quitársela de la mano al héroe ya muerto que había subido antes que tú —observó Andiche.
—¿Y para qué sirven los héroes muertos, si no es para pasar las banderas capturadas a los individuos más prudentes que les siguen? —Tomó la fuente llena de fruta que descansaba encima de la mesa y la empujó hasta dejarla bajo la nariz de Rigrat—. Parece cansado, coronel, tómese unas uvas.
—¿Uvas? ¿Uvas? —el tembloroso rostro de aquel hombre iba tomando el color de aquella fruta. Cuando sacudió sus guantes contra uno de los lados de la mesa parecía más enfadado que nunca—. ¡Le exijo que ataque ahora mismo! ¡Se lo exijo al momento!
—Un ataque —Cosca hizo una mueca de dolor—. ¿Por el vado superior?
—¡Sí!
—¿Según el excelente plan que me expuso la noche pasada?
—¡Sí, maldición! ¡Sí!
—Para ser sincero, nada me gustaría más. Cualquiera le dirá que me gustan los buenos ataques, el problema es… que… verá… —cuando extendió las manos, un silencio preñado de sobreentendidos dominó la tienda—. He aceptado una enorme suma de dinero, entregada por la amiga gurka del duque Rogont, para no realizar ningún ataque.
Ishri apareció de la nada. Solidificada a partir de las sombras que ocupaban el perímetro de la tienda, se deslizó por entre los pliegues de las antiguas banderas y se pavoneó ante todos para decir:
—Saludos.
Y Rigrat y Andiche la miraron, boquiabiertos e igualmente sorprendidos.
Cosca alzó la mirada hacia el techo de la tienda, que ondeaba suavemente a causa del viento, y se dio varios golpecitos con un dedo en los labios, fruncidos hacia delante.
—Un dilema. Un dilema moral. Tengo muchas ganas de atacar, pero no puedo atacar a Rogont. Y apenas puedo atacar a Foscar después de que su padre me pagara tan espléndidamente. De joven era muy impulsivo, y seguía la dirección en que soplaba el viento, pero ahora, coronel, estoy intentando cambiar, como le expliqué la otra tarde. Así que, para ser sincero, lo único que puedo hacer es seguir sentado en este sitio —reventó una uva dentro de la boca—. Y no hacer nada.
Rigrat farfulló algo e intentó desenvainar su espada, pero el enorme puño de Amistoso acababa de rodear su empuñadura mientras un cuchillo relucía en su otra mano.
—No, no, no —el coronel se quedó inmóvil mientras Amistoso sacaba lentamente la espada de su vaina y la arrojaba hacia el otro lado de la tienda.
Cosca la agarró al vuelo y lanzó dos tajos con ella para probarla, diciendo luego:
—Excelente acero, coronel. Le felicito por las armas que escoge, aunque no por su estrategia.
—¿Has recibido dinero de los dos bandos? ¿Y no vas a luchar para ninguno de ellos? —Andiche tenía una sonrisa de oreja a oreja mientras rodeaba con un brazo los hombros de Cosca—. ¡Mi viejo amigo! ¿Por qué no me lo dijiste? ¡Demonios, cuánto me gusta que hayas vuelto!
—¿Estás seguro? —Cosca le metió lentamente por el pecho la espada de Rigrat, justo hasta su reluciente empuñadura. Fue como si los ojos de Andiche estuviesen a punto de estallar. Luego abrió la boca, tomó una bocanada de aire como si se hubiese quedado sin resuello, torció el rostro picado de viruelas e intentó gritar. Pero lo único que salió por su boca fue una tos desfallecida. Cosca se inclinó para estar más cerca de él—. ¿Creías que podías engañarme? ¿Traicionarme? ¿Entregarle mi silla a otra por unas cuantas monedas de plata, y luego sonreír y seguir siendo amigo mío? Te equivocaste conmigo, Andiche. Tu error fue fatal. Aunque pueda hacer reír a la gente, no soy ningún payaso.
La guerrera del mercenario brillaba por la sangre negra, su tembloroso rostro se había vuelto de color rojo encendido, las venas le sobresalían del cuello. Agarró con sus débiles manos el peto de Cosca mientras unas pompas de sangre se formaban en sus labios. Cosca soltó la empuñadura, se secó la mano en la manga de Andiche y le dio a éste un empujón. Cayó de lado, escupió, gimió débilmente y dejó de moverse.
—Interesante —Ishri se había puesto en cuclillas encima de él—. Estoy raramente sorprendida. Seguro que Murcatto fue la que le robó la silla. Y, sin embargo, permitió que se fuera, ¿fue así?
—Pensándolo bien, no estoy muy seguro de que los detalles de su traición cuadren perfectamente con la historia que acaba de contar. Pero, en cualquier caso, a las mujeres hermosas suele perdonárseles esas faltas que, cuando las vemos en hombres feos, nos parecen más que insufribles. Y si hay algo que no puedo consentir en absoluto es la deslealtad. En la vida siempre hay que tener apego por algo.
—¿Deslealtad? —exclamó Rigrat con voz chirriante, porque acababa de recobrar el habla—. Pagará por esto, Cosca, traidor…
El cuchillo de Amistoso entró por su cuello y luego salió de él, arrastrando consigo un chorro de sangre que cruzó la tienda y salpicó la bandera de Musselia, la misma que Sazine había capturado el día en que fundó las Mil Espadas.
Rigrat cayó de rodillas y se agarró la garganta con una mano, mientras la sangre le caía por una de las mangas de la guerrera. Se echó hacia delante, tembló durante un instante, y quedó inmóvil. Un círculo oscuro comenzó a extenderse por la lona del suelo y se mezcló con el otro que salía del cadáver de Andiche.
—¡Ah! —dijo Cosca, que había pensado pedir un rescate a la familia de Rigrat. Ya no podría cobrarlo—. Amistoso, eso ha sido… un poco descortés por tu parte.
—¡Oh! —el presidiario miró preocupado su cuchillo ensangrentado—. Pensé… bueno, ya sabes. Cubrir tus espaldas. Actué como el sargento mayor.
—Claro que actuaste en consonancia. Yo tengo toda la culpa. Debía haber sido más específico. Siempre he sufrido de… ¿inespecificidad? ¿Existe esa palabra?
Amistoso se encogió de hombros. Igual que Ishri.
—Bueno —Cosca se rascó discretamente el cuello mientras miraba el cuerpo de Rigrat—. Por lo que pude ver de él, era un hombre fastidioso, pomposo y con pajaritos en la cabeza. Pero si todas esas cosas fuesen crímenes capitales, creo que habría que colgar a medio mundo, y yo iría el primero a la horca. Quizá tuviera muchas y muy buenas cualidades que yo no pude descubrir. Estoy seguro de que así se lo parecía a su madre. Pero estamos en medio de una batalla. Y los cadáveres son algo desgraciadamente imposible de evitar —fue hasta el faldón de la entrada, se acicaló durante un instante y luego se agarró a él como si estuviese desesperado—. ¡Socorro! ¡Socorro, por caridad!
Regresó corriendo a donde estaba el cadáver de Andiche y se acuclilló a su lado, poniéndose de varias maneras posibles hasta dar con la que le parecía más dramática, la cual mantuvo justo cuando Sesada irrumpía dentro de la tienda.
—¡Por el aliento de Dios! —dijo al ver los dos cadáveres, seguido por Victus, que abrió unos ojos como platos.
—¡Andiche! —Cosca señaló la espada de Rigrat, que seguía donde la había dejado—. ¡Se puso en medio! —había visto con frecuencia que la gente acepta lo obvio cuando está apesadumbrada.
—¡Que alguien vaya a por un cirujano! —exclamó Victus.
—Mejor a por un sacerdote —Ishri se contoneaba dentro de la tienda mientras los miraba a todos—. Está muerto.
—¿Qué ha sucedido?
—El coronel Rigrat le clavó una espada.
—¿Y tú quién diablos eres?
—Ishri.
—¡Tenía un gran corazón! —Cosca tocó con delicadeza los ojos inmóviles de Andiche, su boca entreabierta, su rostro manchado de sangre—. Un auténtico amigo. Se puso en medio cuando él quiso matarme con su espada.
—¿Eso hizo Andiche? —Sesaria no parecía muy convencido.
—Dio su vida… para salvar la mía —las últimas palabras las dijo como sin voz, mientras una lágrima le asomaba por el rabillo de un ojo—. Debo dar gracias a los Hados, porque, si el sargento Amistoso no hubiese intervenido rápidamente, ahora yo también estaría acabado —golpeó el pecho de Andiche y se manchó el puño con la sangre de su guerrera—. ¡Fue culpa mía! ¡Culpa mía! ¡Yo mismo me maldigo!
—¿Por qué? —dijo Victus, mirando enfadado el cadáver de Rigrat—. Me refiero a por qué lo hizo este bastardo.
—¡Fue culpa mía! —gimoteaba Cosca—. ¡Acepté el dinero de Rogont para no entrar en combate!
—¿Que aceptaste el dinero de Rogont para no entrar en combate? —Sesaria y Victus intercambiaron una mirada.
—¡Era una cantidad enorme! ¡Por supuesto que para compartirla con los capitanes más antiguos! —Cosca movió una mano como si aquel dinero fuese una nadería—. Cada hombre recibiría en oro de Gurkhul una paga acorde con el peligro.
—¿Oro? —la voz de Sesaria retumbó. Luego el mercenario enarcó las cejas como si Cosca acabase de pronunciar una palabra mágica.
—¡Sepultaría todo ese oro en el océano con tal de poder disfrutar un minuto más con la compañía de mi fiel amigo! ¡Con tal de volverle a oír! Con tal de verle sonreír. Lo que nunca más sucederá. Porque, para siempre, ha quedado… —Cosca se quitó el sombrero, lo depositó cuidadosamente encima del rostro de Andiche e inclinó la cabeza— en silencio.
Victus se aclaró la garganta y preguntó:
—Exactamente, ¿de cuánto dinero estamos hablando?
—De una… cantidad enorme —Cosca se sorbió los mocos y se estremeció—. Enorme, comparada con la que nos pagó Orso para que combatiésemos por él.
—Andiche muerto. Ha sido un precio enorme —comentó Sesaria, que ya comenzaba a pensar en la otra cara de la moneda.
—Un precio enorme. Demasiado enorme —Cosca asentía con la cabeza—. Amigos… ¿podríais disponer todo lo necesario para el funeral? Tengo que observar la batalla. Debemos evitarla. Por él. Aunque supongo que nos queda un consuelo.
—¿El dinero? —preguntó Victus.
—Gracias a mi acuerdo no tendremos que luchar —Cosca dio una palmada en el hombro a ambos capitanes—. Andiche será la única baja que las Mil Espadas tengan en el día de hoy. Podréis decir que murió por todos nosotros. ¡Sargento Amistoso! —y Cosca se volvió y salió a la brillante luz del sol, mientras Ishri le seguía en silencio.
—Una actuación perfecta —murmuró ella—. Realmente debería haber sido actor en vez de general.
—No hay tanta diferencia entre ambos como te imaginas —Cosca fue hasta la silla de capitán general y se apoyó en su respaldo, sintiéndose repentinamente cansado e irritable. Considerando los largos años que había estado soñando con tomarse cumplida venganza por lo sucedido en Afieri, la revancha le resultaba decepcionante. Como tenía la terrible necesidad de echarse un trago, buscó la petaca de Morveer, pero estaba vacía. Frunció las cejas al mirar hacia el valle. En las alturas del vado inferior, los talineses mantenían una batalla desesperada que alcanzaba un frente de algo menos de un kilómetro, mientras aguardaban los refuerzos de las Mil Espadas. Unos refuerzos que nunca llegarían. Aunque contasen con la superioridad numérica, los de Ospria, que eran los amos del terreno, hacían que el combate no se generalizase, limitándose a contenerlos en los bajíos. La gran refriega se agitaba y centelleaba, mientras el vado hervía de hombres y se llenaba con cadáveres.
Cosca suspiró profundamente y dijo:
—¿Vosotros, los gurkos, pensáis que todo esto obedece a algún designio? ¿Que Dios tiene un plan?
—Eso he oído —Ishri apartó sus negros ojos del valle para mirarle a él—. ¿Cuál cree usted, general Cosca, que puede ser ese plan de Dios?
—Desde largo tiempo he sospechado que pudiese ser fastidiarme.
Nadie hubiera podido decir si ella sonrió o no, porque sus labios se curvaron para mostrar unos dientes tan blancos como afilados antes de decir:
—Furia, paranoia y un egotismo de dimensiones épicas en una sola frase.
—Todas las excelentes cualidades que definen a un gran jefe militar… —entornó los ojos y buscó con ellos el oeste, la quebrada que se encontraba detrás de las líneas talinesas—. Ahí están. Con perfecta puntualidad —ya veía las primeras banderas. Los primeros fulgores de las lanzas. La vanguardia de lo que parecía una hueste muy numerosa.