La fe perdida

Fuego.

Al llegar la noche, Visserine se había convertido en un lugar de llamas y de sombras. Un laberinto interminable de paredes rotas, de techos caídos, de vigas que sobresalían. Una pesadilla de gritos descarnados, de formas fantasmales que revoloteaban en la tiniebla. De edificios gigantescos con las tripas fuera, con puertas y ventanas abiertas como cuencas de ojos arrancados por las que salían llamas que lamían lo que hubiese fuera, haciendo cosquillas a la oscuridad. De vigas chamuscadas que apuñalaban a las llamas y eran apuñaladas por ellas. De chorros de chispas blancas que subían hacia los negros cielos y de una lluvia negra de cenizas que caía para contrarrestarlos. La ciudad tenía nuevas torres, unas torres de humo retorcido, relucientes bajo la luz de los incendios que las habían alumbrado, las cuales manchaban hasta a las estrellas.

—¿Cuántos cogimos la última vez? —los ojos de Cosca se veían amarillos a la luz de las llamas que recorrían la plaza—. ¿Tres?

—Tres —dijo Amistoso con un graznido. Estaban dentro del baúl que tenía en su habitación. Las armaduras de dos soldados de Talins, una de ellas con el agujero cuadrado producido por un cuadrillo de ballesta, y el uniforme de un insignificante y joven teniente muerto al caerle encima una chimenea. Mala suerte, aunque Amistoso sospechase que era uno de los responsables de propagar los incendios por la ciudad.

Habían instalado catapultas al otro lado de las murallas, cinco en la margen oeste del río y tres en la margen este. También había otras más en los veintidós barcos de blancas velas amarrados en el puerto. Durante la primera noche, Amistoso había estado levantado hasta la aurora para vigilarlas. Habían lanzado ciento dieciocho proyectiles incendiarios por encima de las murallas, esparciendo su fuego por la ciudad. Como los fuegos se desplazaban, se apagaban, se dividían y se juntaban unos con otros, nadie podía contarlos. Los números habían desertado de Amistoso, dejándole sólo y asustado. A Visserine sólo le había costado seis cortos días y tres noches multiplicadas por dos para convertirse en lo que era en aquellos momentos.

La única parte de la ciudad que seguía intacta era la isla donde se levantaba el palacio del duque Salier. Como había dicho Murcatto, allí había pinturas y otras maravillas que Ganmark, el jefe del ejército de Orso, el hombre al que habían ido a matar, quería rescatar. Aunque hubiese quemado un incontable número de casas y de personas dentro de ellas, y ordenado asesinatos de día y de noche, tenía que proteger esas cosas muertas que estaban pintadas. Para Amistoso, aquel hombre hubiera debido ingresar en Seguridad, para que el mundo de fuera fuese un lugar más seguro. Pero en lugar de eso, le obedecían y le admiraban mientras ardía todo el orbe. Le pareció que todo estaba al revés, que todo estaba equivocado. Pero Amistoso no sabía distinguir el bien del mal, como habían dicho los jueces.

—¿Estás preparado?

—Sí —mintió Amistoso.

—Pues entonces, mi querido amigo, ¡una vez más a la brecha! —y echó a correr calle abajo, con una mano en la empuñadura de su espada y la otra en el sombrero que llevaba en la cabeza. Amistoso tragó saliva y le siguió, moviendo lentamente los labios a medida que contaba los pasos que iba dando. Tenía que contar algo que no fuesen las diferentes maneras en que podía morir.

A medida que se acercaban al límite occidental de la ciudad, las cosas empeoraron. Los incendios, que habían crecido de una manera imponente, rugían y crepitaban como demonios gigantescos que diesen dentelladas a la noche. A Amistoso le producían un picor en los ojos que le hacía llorar. A no ser que sus lágrimas se debieran a la destrucción que se iba encontrando. Si quieres coger algo, ¿por qué quemarlo? Y si no quieres cogerlo, ¿por qué combatir para arrebatárselo a su dueño? En Seguridad, los hombres morían de vez en cuando. Pero allí morían todo el tiempo. Jamás había visto tanto desperdicio. No querían arriesgarse a dejar nada sin destruir. Y todo era valioso.

—¡Maldito fuego gurko! —exclamó Cosca mientras los dos evitaban una llamarada rugiente—. Hace diez años nadie suponía que llegarían a emplearlo como un arma. Luego lo utilizaron en Dagoska, para convertirla en un montón de cenizas, y en Agriont, para agujerear sus murallas. En cuanto comienza un asedio, todos lo piden a gritos. Aunque en mi época nos apeteciera quemar uno o dos edificios, sólo para que la cosa se pusiese un poco movida, nunca lo empleamos. Como la guerra se hace para ganar dinero, cierto grado de miseria relativa viene a ser un lamentable efecto colateral. Pero ahora se trata de destruir, y cuanto más, mejor. La ciencia, amigo mío, la ciencia. Se supone que hace la vida más llevadera.

Varias hileras de soldados manchados de hollín avanzaban lentamente, con las armaduras de color naranja por las llamas que se reflejaban en ellas. Varias hileras de civiles manchados de hollín se pasaban cubos de agua de mano en mano, con los rostros llenos de desesperación, medio iluminados por el resplandor de incendios que no podían apagar. Fantasmas airados, formas negras en la noche abrasadora. A sus espaldas había un mural de gran tamaño pintado en la destrozada pared: era el duque Salier vestido de punta en blanco, señalando con rostro austero el camino hacia la victoria. Amistoso pensó que la parte superior del edificio, que se había caído, debía de haberse llevado consigo el brazo con el que Salier quizá sostuviese una bandera. Las llamas que bailoteaban hacían que su cara pintada se retorciese, que su boca se moviese, que los soldados pintados cargasen contra la brecha recién abierta por el enemigo.

Cuando Amistoso era joven, en la celda número doce de su corredor vivía un anciano que siempre les contaba cuentos muy antiguos, cuentos acaecidos antes del Tiempo Antiguo, cuando este mundo y el que se encuentra bajo él sólo eran uno, y los diablos lo recorrían. Los reclusos se reían de aquel anciano, y también Amistoso, porque en Seguridad era prudente hacer lo que los demás y no destacar por nada. Pero en cierta ocasión, cuando todos ya se habían ido, él se le acercó para preguntarle cuántos años habían pasado exactamente desde que las puertas quedaron selladas y Euz expulsó del mundo a los diablos. El anciano no lo sabía. En aquellos momentos, a Amistoso le dio la impresión de que el mundo de abajo acababa de franquear las puertas que lo separaban del de arriba para anegar Visserine y extender el caos por ella.

Pasaron rápidamente al lado de una torre en llamas. El fuego crepitaba en sus ventanas y salía como una antorcha gigantesca por su tejado derruido. Amistoso sudaba, tosía y volvía a sudar aún más. Sentía la boca cada vez más seca, la garganta cada vez más áspera, las yemas de los dedos pringosas por el hollín. En el extremo de una calle cortada por los cascotes, vio la mellada línea de las murallas de la ciudad.

—¡Ya estamos muy cerca! ¡No te separes de mí!

—Yo… yo… —En aquel aire lleno de humo, la voz de Amistoso hablaba con voz cascada al vacío. A medida que entraban en un callejón estrecho, en cuyo extremo parpadeaba una luz roja, le pareció escuchar un ruido, el de metales que chocaban unos con otros y de una marea de voces furiosas. Un ruido parecido al de la gran revuelta que Amistoso y los seis presidiarios más temidos habían dirigido en Seguridad, y que luego ellos mismos detuvieron para evitar la locura en que se había convertido. ¿Pero quién podría detener la locura que imperaba en aquel lugar? Entonces sonó un estruendo que hizo estremecer el suelo, y un resplandor rojizo iluminó el cielo nocturno.

Cosca se subió al tronco de un árbol sin hojas, manteniendo un perfil bajo mientras se aplastaba contra él. Cuando Amistoso le siguió, el ruido se hizo mucho más fuerte, aunque los latidos de su corazón, que sonaban con mucha fuerza en sus oídos, casi lo ocultaran.

La brecha no estaba a más de cien pasos, una mancha irregular de oscuridad que se había instalado en las murallas de la ciudad ocupada por las tropas de Talins. Los soldados se arrastraban como hormigas entre la pesadilla de piedras caídas y de traviesas rotas que formaban una accidentada rampa en declive por la que se accedía a la plaza en llamas, situada a su vez en uno de los extremos de la ciudad. Aunque quizá hubieran mantenido el orden de combate durante el primer asalto, para entonces sólo existía una furiosa e informe mezcolanza en el lugar donde los defensores se agolpaban: las barricadas levantadas delante de los edificios destripados, hacia las que se apresuraban los atacantes, que no dejaban de entrar por la brecha para añadir su innumerable presencia a la lucha, y sus innumerables cadáveres a la carnicería.

Las hojas de las hachas y de las espadas brillaban y relampagueaban, las picas y las lanzas se agitaban y se revolvían, una o dos banderas hechas jirones pendían por encima del tumulto. Las flechas y los cuadrillos revoloteaban de aquí para allá, de los de Talins, que se agolpaban fuera de las murallas, de los defensores, que las lanzaban desde sus barricadas, de las que salían de una torre derruida que estaba junto a la brecha. Mientras Amistoso miraba, un gran lienzo de pared cayó dando vueltas desde lo alto de la muralla y fue a parar en medio del hervidero de gente que estaba abajo, formando un agujero en medio de ella. Cientos de hombres peleándose y muriendo bajo el resplandor infernal de las antorchas, de los proyectiles de fuego, de las casas en llamas. Amistoso apenas podía creer que todo aquello fuese real. Todo le parecía falso, de pega, como un escenario que estuviese a punto de quedar plasmado en alguna pintura sensacionalista.

—La brecha de Visserine —dijo para sí, mientras enmarcaba la escena con las manos y se la imaginaba colgada de la pared de algún ricacho.

Cuando dos hombres van a matarse el uno al otro, siempre se sigue un modelo, que es el mismo si se trata de varios hombres. E incluso si son una docena. En aquel tipo de situaciones, Amistoso siempre se había sentido muy a gusto. Había que seguir ciertas pautas y, si se era más rápido, más fuerte, más agudo, se podía salir vivo. Pero aquello era diferente. La presión incontrolada. ¿Cómo puedes saber si, al ser empujado, la simple presión de los que se encuentran detrás acababa por clavarte en una pica? La espantosa carencia de probabilidades. ¿Cómo puedes predecir una flecha, un cuadrillo o una roca que te tiran desde arriba? ¿Cómo puedes ver llegar la muerte y de qué manera puedes evitarla? Era un colosal juego de azar en el que te apostabas la vida. Y al igual que los juegos de azar de la Casa del Placer de Cardotti, al final los que perdían eran los jugadores.

—¡Parece muy peligrosa! —le gritaba Cosca al oído.

—¿Peligrosa?

—¡He estado en otras que lo eran mucho más! ¡La brecha de Muris era como el patio de un matadero cuando terminamos!

—¿Has estado… en este tipo de sitios? —Amistoso apenas podía hablar, porque la cabeza le daba vueltas.

—En varias ocasiones —Cosca movió una mano como para quitarle importancia—. Pero, a menos que estés loco, enseguida te aburres. Quizá parezca divertido, pero no es lugar para un caballero.

—¿Cómo pueden saber quién es quién? —preguntó Amistoso, hablando entre dientes.

—Supongo que por instinto. Sólo hay que avanzar siempre en la dirección correcta y esperar que… ¡ah!

Un grupo de combatientes acababa de separarse del núcleo principal y avanzaba, erizado de armas. Amistoso no podía decir si eran sitiadores o sitiados, porque apenas parecían hombres. Se volvió para ver una pared de lanzas que, reflejando la luz en sus bruñidas puntas, las caras de quienes las asían como si fueran de piedra, avanzaba en dirección contraria, calle abajo. No estaba formada por hombres que actuasen de manera individual, porque era una máquina de matar.

—¡Por aquí! —Amistoso sintió que una mano le agarraba por un brazo y que, a través de un portal derruido, le llevaba hasta una pared a punto de caerse. Se tambaleó y avanzó pegado a ella. Corriendo dificultosamente, entró en una nube de cenizas que por poco no le asfixia, para ir a parar a un enorme montón de cascotes, tocando a Cosca con su panza y mirando cómo se desarrollaba el combate más arriba. Los hombres chocaban unos con otros, mataban y morían en medio de una sopa informe de rabia. Por encima de sus gritos, de sus bramidos de ira, del choque y chirrido del metal, Amistoso pudo distinguir un sonido. Miró hacia un lado. Cosca estaba de rodillas y se estremecía por una alegría incontenible.

—¿Te estás riendo?

El viejo mercenario se secó los ojos con un dedo lleno de hollín y respondió:

—¿Y qué otra cosa puedo hacer?

Estaban en una especie de valle oscuro, lleno de desechos. ¿Una calle? ¿Un canal seco? ¿Una cloaca? Mucha gente andrajosa hurgaba entre los restos. No muy lejos, un cadáver yacía boca abajo. Una mujer se agachaba sobre él con un cuchillo, en mitad de la faena que suponía quitarle todas las sortijas que llevaba en una mano.

—¡Apártate de ese cadáver! —dijo Cosca, dando un salto y desenvainando la espada.

—¡Es nuestro! —le respondió un individuo encanijado que tenía los pelos revueltos y una porra en la mano.

—No —Cosca blandió la espada—. Es nuestro —dio un paso adelante y el saqueador retrocedió, casi a punto de caer después de tropezar con un arbusto quemado. Finalmente, la mujer que acababa de cortar con el cuchillo el hueso de uno de los dedos de la mano del muerto, sacó la sortija, se la guardó en el bolsillo, le tiró el dedo a Cosca y se escabulló en la oscuridad con una retahíla de insultos.

El viejo mercenario los buscó con la mirada, sopesando su espada con la mano izquierda.

—Es de Talins. ¡Quitémosle la ropa!

Amistoso se acercó, reptando torpemente, y comenzó a despojar al muerto de su armadura. Le quitó el espaldar y lo metió en el saco.

—Rápido, amigo mío, antes de que regresen esas ratas de cloaca.

Aunque Amistoso no tuviera ninguna gana de entretenerse, le temblaban las manos. Y no sabía por qué. Por lo general, no solían temblarle. Cogió las grebas y el peto del soldado y, con un tintineo metálico, lo echó todo al saco. Eso hacía cuatro equipos. Tres más uno. Necesitaban tres más. Tres más y cada uno de ellos tendría el suyo. Entonces podrían matar a Ganmark y, hecho eso, él podría volver a Talins y ocupar el sitio de Sajaam y contar las monedas mientras jugaban a las cartas. Qué feliz le parecía aquel tiempo. Alargó una mano para arrancar el cuadrillo que el muerto tenía clavado en el cuello.

—Ayúdame —apenas era un susurro. Amistoso se preguntó si se lo estaba imaginando. Entonces comprobó que el soldado acababa de abrir unos ojos enormes. Volvió a mover los labios—. Ayúdame.

—¿Cómo? —susurró Amistoso. Con el mayor cuidado que le era posible, desabrochó los herretes y ojales de la guerrera guateada de aquel hombre y se la quitó, pasando suavemente la manga de su mano por encima de los sangrientos muñones en que se habían convertido sus dedos mutilados. Metió aquellas ropas en el saco y luego dio la vuelta al soldado para dejarle boca abajo, tal y como se lo habían encontrado.

—¡Bien! —Cosca señaló con el dedo una torre quemada que se apoyaba de un modo muy precario sobre un tejado derruido—. ¿Qué tal si vamos por ahí?

—¿Y por qué vamos a ir por ahí?

—¿Y por qué no?

Amistoso no podía moverse. Le temblaban las rodillas.

—No quiero irme —dijo.

—Lo comprendo, pero tenemos que seguir juntos —el viejo mercenario se volvió hacia él, y Amistoso le agarró del brazo, mientras las palabras pugnaban por salir de su boca.

—¡He perdido la cuenta! No puedo… no puedo pensar. ¿Por qué número vamos? ¿Me… me… he vuelto loco?

—¿Tú? No, amigo mío —Cosca sonrió al darle una palmada en el hombro—. Tú no estás loco en absoluto. Esto. ¡Todo esto! —se quitó el sombrero y lo agitó en el aire—. ¡Esto sí que es una locura!