Marginado

El cuchillo de Amistoso, veinte veces hacia un lado, otras tantas hacia el otro, brillaba estremecido al rascar con un beso chirriante el húmedo adoquín. Y como, hablando de cuchillos, no hay nada peor que uno sin filo ni nada mejor que otro bien afilado, Amistoso sonrió al probar el filo y sentir su frío tacto en la punta de un dedo. La hoja ya estaba bien afilada.

—La Casa del Placer de Cardotti era el antiguo palacio de un comerciante —decía Vitari con voz tranquila y monocorde—. De madera, como la mayoría de los edificios de Sipani, colinda con un patio cuyas tres fachadas están cerca del Octavo Canal.

Los seis conspiradores se sentaban junto a la larga mesa montada en la parte trasera del almacén. Murcatto y Escalofríos, Day y Morveer, Cosca y Vitari observaban la maqueta en madera de un edificio bastante grande, construido junto a un patio. A Amistoso le molestaba que, aun pareciendo un modelo a escala 1:36 de la auténtica Casa del Placer de Cardotti, no pudiera estar seguro de que fuese una buena reproducción, porque no era amigo de andar con imprecisiones.

El extremo de uno de los dedos de Vitari recorrió las ventanas de una de sus fachadas.

—Aquí, en la planta de calle, están las cocinas y las oficinas, el salón de fumadores y el reservado a los dados y a las cartas —Amistoso se llevó una mano a la camisa y la apretó contra su pecho para sentir la confortable presión en sus costillas de los dados que llevaba en el bolsillo superior—. Dos escaleras en los rincones de detrás. En la primera planta, las trece habitaciones donde los invitados pasan el rato…

Follando —dijo Cosca—. Como todos los presentes somos adultos, llamemos a las cosas por su nombre. —Sus ojos inyectados en sangre iban y venían hacia las dos botellas de vino que descansaban en un estante. Amistoso ya se había dado cuenta de que llevaba un buen rato mirándolas.

El dedo de Vitari subió hasta el tejado de la maqueta.

—Y en la planta superior, tres grandes habitaciones para el… folleteo de los invitados más importantes. Dicen que la suite real, que es la del centro, está pensada para un emperador.

—Entonces, seguro que Ario querrá quedársela —dijo Murcatto, medio gruñendo.

Como el grupo había pasado de tener cinco miembros a siete, Amistoso dividió cada una de las dos hogazas de pan en catorce rebanadas, mientras la hoja del cuchillo siseaba al cortar la corteza y formaba pequeñas nubes de harina. Al partir veintiocho rebanadas en total, a cada uno le tocarían cuatro. Las que dejara Murcatto ya se las comería Day. A Amistoso no le gustaba que nadie se dejara comida en el plato.

—Según Eider, Ario y Foscar estarán protegidos por tres o cuatro docenas de guardias, algunos de ellos armados, aunque no muy acostumbrados a luchar, junto con seis guardaespaldas.

—¿Estás segura? —preguntó Escalofríos, sin poder eliminar su acento norteño.

—Habrá que jugar con la suerte, porque no creo que nos haya engañado.

—Para poder cogerlos con tanta gente alrededor necesitaríamos contar con más combatientes.

—Con más asesinos —puntualizó Cosca—. Insisto en que llamemos a las cosas por su nombre.

—Quizá con veinte —dijo Murcatto sin andarse con rodeos—, además de vosotros tres.

Veintitrés. Un número interesante. El calor besó una de las mejillas de Amistoso al quitar éste el seguro de la trampilla de la vieja estufa y abrirla con un chirrido. Veintitrés no podía ser dividido por ningún número, excepto por uno y por sí mismo. Nada de partes ni fracciones. Nada de medidas a medias. Nada parecido a la propia Murcatto. Levantó la enorme cazuela con ayuda del trapo que se interponía entre ella y sus manos. Los números no mienten. Al contrario que la gente.

—¿Cómo vamos a meter dentro a veinte hombres sin que nadie se dé cuenta?

—Se trata de una juerga —dijo Vitari—. Estará llena de artistas. Y nosotros podemos proporcionarlos.

—¿Artistas?

—Estamos en Sipani. Cualquiera es artista o asesino. No será difícil encontrar a unos cuantos que sean las dos cosas.

Aunque a Amistoso le hubieran dejado fuera de los planes que preparaban, no le importaba. Sajaam le había dicho que hiciera lo que le ordenase Murcatto. Y punto. Había aprendido hacía muchos años que la vida resulta más fácil cuando ignoras las maldades de la gente que te rodea. De momento, el estofado era su única preocupación.

Sumergió en él la cuchara de madera y probó su sabor. No estaba mal. Le concedió una puntuación de cuarenta y uno sobre cincuenta. El olor de la comida mientras se hacía, el vapor que producía al cocer, el sonido de los maderos al crepitar en la estufa, todo aquello le traía el agradable recuerdo de las cocinas de Seguridad. De los estofados, las sopas y los purés que solían preparar en grandes perolas. Hacía muchos años de aquello, cuando su cabeza descansaba bajo la protección reconfortante de todas las toneladas de piedra que tenía encima, cuando los números se sumaban entre sí, cuando las cosas tenían sentido.

—Ario querrá echarse tranquilamente un trago —decía Murcatto— y jugar, y desembarazarse de todos sus idiotas. Y entonces subirá a la suite real.

—Donde dos mujeres le estarán esperando, ¿no? —los labios de Cosca se abrieron en una mueca.

—Una de pelo negro y otra, pelirroja —Murcatto intercambió un gesto adusto con Vitari.

—Una sorpresa pensada para un emperador —dijo un divertido Cosca.

—Cuando Ario muera, que será al instante, entraremos por la ventana de al lado y le haremos a Foscar la misma visita —Murcatto dirigió su mirada burlona a Morveer—. Habrán apostado guardias en la parte superior de las escaleras para que comprueben que todo sigue bien mientras ellos están atareados. Usted y Day se preocuparán de ellos.

—¿Acaso lo duda? —el envenenador dejó de mirarse las uñas y le lanzó una mirada burlona—. Eso les va que ni pintado a nuestras habilidades, puedo asegurárselo.

—Esta vez intente no envenenar a media ciudad. Deberíamos poder matar a los dos hermanos sin llamar la atención. Si algo sale mal, entonces los artistas entrarán en acción.

El viejo mercenario toqueteó la maqueta con un dedo tembloroso y explicó:

—Ocupar el patio lo primero, después las habitaciones dedicadas al juego y a los fumadores, y luego asegurar las escaleras, desarmar a los invitados y juntarlos a todos. Con educación, por supuesto, y con exquisitas maneras. Sin perder el control.

Control —el índice de la enguantada mano de Murcatto golpeó la superficie de la mesa—. Ésta es la palabra que quiero que grabéis en la frente de vuestras exiguas cabezas. Mataremos a Ario y luego a Foscar. Y si alguien supone un problema, se hace lo que haya que hacer, pero manteniendo los asesinatos al mínimo. Ya tendremos después bastantes problemas sin tener que contar además con un baño de sangre. ¿Lo habéis comprendido todos?

Cosca se aclaró la garganta antes de comentar:

—Un trago me ayudaría a comprenderlo todo…

—Lo he pillado —dijo Escalofríos, sin darle tiempo a añadir nada más—. Control, y la menor cantidad de sangre posible.

—Dos asesinatos —Amistoso dejó la cazuela encima de la mesa—. Primero uno, luego otro y ninguno más. La comida —y comenzó a repartirla en los cuencos.

Le habría gustado muchísimo estar seguro de que todos recibían el mismo número de trozos de carne. También el mismo número de trozos de zanahoria y de cebolla, el mismo número de alubias. Pero, para cuando hubiera podido contarlos todos, la comida se habría quedado fría. Además, sabía por experiencia propia que a la mayoría de la gente tanta precisión le resultaba desconcertante. En cierta ocasión, eso mismo había ocasionado que se pelease en la propia Seguridad, matando a dos hombres e hiriendo a otro. En aquellos momentos no tenía ganas de matar a nadie. Estaba hambriento. Por eso se contentó con servirle a cada uno de los presentes el mismo número de cazos de estofado, aun sintiendo cierta sensación de desasosiego.

—Está bueno —decía Day con la boca llena—. Es excelente. ¿Queda más?

—Amigo, ¿dónde aprendiste a cocinar? —preguntó Cosca.

—Pasé tres años en las cocinas de Seguridad. El hombre que me enseñó había sido el cocinero jefe del duque de Borletta.

—¿Qué hacía en la cárcel?

—Estaba allí por matar a su mujer, cortarla en trozos, hacer un estofado con ellos y luego comérselo.

En la mesa se hizo el silencio. Cosca carraspeó con fuerza para luego comentar:

—Confío en que hayas preparado este estofado sin tener que recurrir a la mujer de nadie.

—El carnicero me dijo que era cordero, y no tuve ningún motivo para dudarlo —Amistoso levantó en alto su tenedor—. Además, nadie vende la carne humana tan barata.

Se hizo uno de esos silencios incómodos que Amistoso siempre parecía suscitar con sólo pronunciar más de tres palabras seguidas. Entonces Cosca lanzó una risotada.

—Eso depende de las circunstancias. Y me trae a la memoria cuando encontramos a esos niños, ¿lo recuerdas, Monza? Fue después del asedio de Muris —aunque ella le mirase con el ceño más fruncido que nunca, él no pareció darse por aludido—. Encontramos a esos niños y se nos ocurrió vendérselos a unos traficantes de esclavos, pero tú pensaste…

—¡Por supuesto! —Morveer casi chillaba—. ¡Hilarante! ¿Qué podría resultar más divertido que unos niños huérfanos metidos a esclavos?

Se hizo un nuevo silencio aún más tenso que el anterior, mientras el envenenador y el mercenario se fulminaban con la mirada. Amistoso había podido observar que los hombres encerrados en Seguridad solían mirarse de esa manera cuando llegaba sangre nueva y los presos tenían que vivir en un espacio más pequeño. En ocasiones metían juntos a dos hombres que no se entendían, que se odiaban el uno al otro desde el momento en que se veían. Porque eran muy diferentes o porque eran muy parecidos. Pero las cosas eran más difíciles de predecir fuera, por supuesto. Porque en Seguridad, cuando veías a dos hombres mirarse de esa manera, sabías que antes o después correría la sangre.

Un trago, un trago, un trago. Los ojos de Cosca fueron de la cara de aquel piojo atildado de Morveer al vaso lleno de vino que tenía y luego, a regañadientes, de los vasos de los demás a su mísera taza llena de agua, para finalmente detenerse en la botella de vino situada en medio de la mesa, cuya sola contemplación le dolía tanto como si le agarrasen los ojos con unas pinzas ardientes. Un movimiento rápido y la cogería. ¿Cuánto podría beber de ella antes de que se la arrebatasen de las manos? Poca gente podía beber más deprisa que él cuando las circunstancias lo exigían…

Entonces observó que Amistoso le miraba, y algo que había en los ojos inexpresivos y solitarios del presidiario le obligó a replantearse las cosas. ¡Maldición, él era Nicomo Cosca! O al menos lo había sido. Las ciudades habían temblado, etc. Había malgastado demasiados años pensando sólo en el siguiente trago. Era hora de mirar más allá, de beber después de haber hecho algo. Pero no le resultaba fácil cambiar.

Casi podía sentir el sudor que le salía por los poros. La cabeza le latía y aquellos latidos le ensordecían por lo que le dolían. Se rascó el cuello, porque le picaba, pero sólo consiguió que le picase más. Sonreía como una calavera, lo sabía, y hablaba de más. Pero, si no sonreía y hablaba, la cabeza le estallaría.

—… me salvó la vida en el sitio de Muris, ¿eh, Monza? ¿Fue en Muris, no? —apenas podía oír su voz cascada mientras hacía la pregunta—. Aquel bastardo llegó hasta mí como si acabara de salir de la nada. ¡Una estocada rápida! —al darle una puñalada al vaso con el dedo, estuvo a punto de volcarlo—. ¡Que le atravesó el corazón! Juro que ella le atravesó el corazón. Me salvó la vida. En Muris. Me salvó… la vida.

Fue como si casi deseara que le hubiese dejado morir. Fue como si la cocina diese vueltas, moviéndose y ladeándose como la cabina de un barco atrapado en una tempestad fatal. Se mantuvo a la espera para ver que el vino chapoteaba en los vasos, que el guisado salía de los cuencos, que los platos se deslizaban sobre la mesa. Aunque supiese que la única tormenta allí presente era la que él tenía dentro de la cabeza, se sorprendió de verse agarrado a la silla mientras la habitación parecía girar con evidente violencia.

—… y no habría sido tan malo si ella no hubiese vuelto a repetirlo al día siguiente. Recibí una flecha en el hombro y caí al maldito foso. Todos los combatientes lo vieron. Hacer que me sienta un idiota delante de mis amigos es una cosa, pero delante de mis enemigos…

—Te estás confundiendo.

—¿Que me confundo? —Cosca bizqueó al mirar a Monza, porque debía admitir que apenas podía recordar si la culpa era o no suya, por no hablar de lo sucedido en un asedio del que le separaban doce años de continua ebriedad.

—Yo estaba en el foso y tú bajaste de un salto y me sacaste de él. Arriesgaste la vida y recibiste un flechazo a cambio.

—Me parece algo muy sorprendente que yo haya podido hacer eso que dices —le resultaba muy difícil pensar en otra cosa que no fuese la imperiosa necesidad de echarse un trago—. Pero debo confesar que estoy teniendo ciertas dificultades para recordar los detalles. Si uno de vosotros pudiera pasarme el vino, entonces yo…

—Ya basta —ella tenía la mirada de siempre, la misma que tenía cuando le sacaba de las tabernas, aunque más encolerizada, más marcada e incluso con mucha más reprobación—. Tengo que matar a cinco hombres y no tengo tiempo para salvar a ninguno más. Y menos de su propia estupidez. No necesito a un borracho.

Todos los que se sentaban a la mesa guardaron silencio, mientras él comenzaba a sudar.

—No soy un borracho —dijo Cosca con voz aguardentosa—, simplemente me gusta el sabor del vino. Y me gusta tanto que tengo que probarlo con frecuencia o volverme violentamente enfermo —agarró el tenedor mientras la habitación daba vueltas a su alrededor, y congeló el rictus de dolor que era su sonrisa mientras los demás reían entre dientes. Que disfrutaran de la risa mientras pudiesen, porque Nicomo Cosca siempre reía el último. Siempre que no estuviese enfermo, por supuesto.

Morveer comenzaba a sentirse marginado. Aunque en compañía de otras personas, pocas, fuese un brillante conversador (huelga decirlo), nunca se sentía a gusto con bastante gente alrededor. Aquel escenario le recordaba otro más desagradable, el del comedor del orfanato, donde los chicos mayores se divertían tirándole comida, evidente y siniestro preludio de los susurros, cachetes, lanzamiento de mierda y demás tormentos que acaecerían en la nocturnal negrura de los dormitorios.

Los dos nuevos ayudantes de Murcatto, para cuya contratación ni siquiera había sido consultado, le creaban cierto malestar. Shylo Vitari, una torturadora que vendía información por su cuenta, era altamente competente, aunque dominada por una personalidad dominadora. Ya había colaborado antes con ella, y la experiencia no había sido agradable. Para Morveer, el concepto de infligir dolor personalmente era algo repugnante. Pero como Shylo conocía Sipani, tendría que aguantarla. De momento.

Nicomo Cosca era infinitamente peor. Un mercenario famoso por ser destructivo, traicionero y caprichoso, cuyos únicos códigos y escrúpulos se centraban en su propio beneficio. Un borracho golfo y mujeriego con el autocontrol de un perro rabioso. Un reincidente, pagado de sí mismo y propenso a hinchar épicamente sus propias habilidades, que era, precisamente, lo contrario de Morveer. Y mientras le hacían confidencias a aquel elemento tan peligrosamente impredecible y le contaban hasta el menor detalle de sus planes, todos parecían hacerle la corte al estremecedor infierno. Incluso Day, su ayudante, reía sus bromas sin tener la boca llena, lo que, admitámoslo, era muy raro.

—¿Un grupo de descreídos sentados alrededor de la mesa de un almacén vacío? —Cosca paseaba sus ojos inyectados en sangre alrededor de la mesa, porque acababa de hacer un chascarrillo—. ¿Hablando de máscaras, disfraces y armamento? No puedo ni imaginarme cómo es posible que un hombre de tan alto fuste como el mío haya terminado en semejante compañía. ¡Cualquiera pensaría que aquí hay algún asunto turbio!

—¡Exactamente mis propios pensamientos! —era la voz chillona de Morveer—. Jamás habría podido vivir tranquilo con una mancha como ésa en mi conciencia. Por eso he aplicado a vuestros cuencos un extracto de la flor de la viuda. ¡Espero que disfrutéis de vuestros últimos momentos de agonía!

Los seis rostros se volvieron hacia él completamente en silencio.

—Vamos, es una broma —dijo con voz burlona, comprendiendo al instante que su incursión verbal no había tenido el efecto deseado. Escalofríos dejó escapar un largo suspiro. Murcatto acarició con la lengua uno de sus caninos. Day seguía mirando su cuenco con el ceño fruncido.

—Me han dado puñetazos más divertidos en la cara —dijo Vitari.

—Humor de envenenador —todos veían la cara colorada de Cosca, aunque el golpeteo de su tenedor contra el cuenco y la tensión que podía verse en su mano derecha quitaran algo de efecto a su rostro—. Una amante mía murió envenenada. Desde entonces sólo siento asco por tu profesión. Y por todos sus representantes, naturalmente.

—No esperarás que vaya a hacerme responsable de los actos cometidos por la gente de mi gremio —Morveer pensó que lo mejor sería negar su participación en aquel suceso del que era personalmente responsable, porque catorce años antes había sido contratado por la gran duquesa Sefeline de Ospria para matar a Nicomo Cosca. Comenzaba a molestarle el hecho de haber fallado el blanco y acabar matando a su amante.

—Aplasto avispas donde me las encuentro, sin ponerme a pensar en si me han picado o no. Para mí, tu gente, si es que se puede llamar así, merece el mismo desprecio. El envenenador es un cobarde de la peor especie.

—¡Siempre a la zaga del borracho! —Morveer le devolvió el cumplido, frunciendo ostensiblemente el labio superior—. Un desecho humano como el borracho suscitaría la piedad si no fuese tan absolutamente repelente. Ningún animal es más predecible. Como un pichón a su casa llena de porquería, el borracho vuelve siempre a la botella, incapaz de cambiar. Es la única vía de escape para la miseria que deja. Para los borrachos, el mundo de la sobriedad está tan repleto de antiguos fracasos y nuevos miedos que los ahoga. El que lo abandona es un auténtico cobarde —alzó su vaso y se tomó un largo trago de vino. Y como no estaba acostumbrado a beber deprisa, le entraron ganas de vomitar, que él disimuló con una sonrisa.

Al ver beber a Morveer, Cosca se agarró con mucha fuerza a la mesa, de suerte que los nudillos de su escuálida mano se volvieron blancos por el esfuerzo, y dijo:

—Qué poco me conoces. Puedo dejar de beber en cuanto me lo proponga. De hecho, acabo de proponérmelo. Te lo demostraría —el mercenario alzó una mano titubeante— si tuviese medio vaso de vino para calmar estos malditos temblores.

Los demás rieron y la tensión bajó, pero Morveer se quedó con la mirada letal que había visto en el rostro de Cosca. Aunque el viejo borracho pudiese parecer tan inofensivo como un patán aldeano, antaño había sido uno de los hombres más peligrosos de Styria. Hubiera sido una locura tomar a un hombre como él a la ligera, y Morveer no era ningún loco. Tampoco era el niño huérfano que había hecho pucheros cuando le apartaron de su madre.

La precaución primero, y siempre. Y en todo momento.

Monza se sentaba en silencio, hablando sólo lo imprescindible y comiendo menos, agarrando con fuerza y dolor el cuchillo en su mano enguantada. Se sentaba lejos de los demás, en la cabecera de la mesa. La distancia que necesita el general para estar apartado de los soldados, el patrón para alejarse de sus empleados y una mujer en busca y captura para apartarse de todo el mundo, siempre que tenga algo de sensatez. No le resultaba difícil. Llevaba muchos años manteniendo las distancias y dejando a Benna a cargo de las chácharas, las risas y caer bien a la gente. Un líder no puede permitirse caerle bien a nadie. Y menos si es mujer. Aunque Escalofríos no le quitase el ojo de encima, ella no le devolvía la mirada. Haber permitido que la disciplina se hubiese relajado un poco en Westport le hacía sentirse débil. No podía permitirse que volviera a ocurrir.

—Los dos parecéis conoceros bien —decía Escalofríos mientras su mirada iba de Monza a Cosca y recíprocamente—. ¿Erais viejos amigos?

—Más bien éramos de la familia —el viejo mercenario agitó el tenedor con tanta fuerza que habría podido dejar tuerto a alguien—. ¡Luchamos hombro con hombro como nobles miembros de las Mil Espadas, la brigada mercenaria más famosa del Círculo del Mundo!

Monza frunció el ceño al escuchar aquellas palabras. Sus viejas historias sangrientas iban a traer de vuelta actos y decisiones que había sido necesario hacer y tomar, y que ella habría preferido que no salieran del pasado.

—Recorrimos luchando toda Styria —seguía diciendo Cosca— y regresamos cuando Sazine fue nombrado capitán general. ¡Eran buenos tiempos para ser mercenario! Antes de que las cosas comenzaran a… complicarse.

—Te refieres a la sangre —dijo Vitari con voz burlona.

—Palabras diferentes para referirse a lo mismo. La gente era más rica y se asustaba más fácilmente, y las murallas eran más bajas. Entonces Sazine recibió un flechazo en el brazo, perdió el brazo, luego la vida y a mí me eligieron capitán general —Cosca hurgó en el estofado que tenía en su cuenco—. Al enterrar a aquel viejo lobo, comprendí que la lucha sería un trabajo muy duro en el que yo, como la mayoría de las personas de calidad, intentaría hacer lo menos posible —hizo una mueca retorcida que dedicó a Monza—. Dividimos la brigada en dos partes.

—Tú dividiste la brigada en dos partes.

—Yo me hice cargo de una parte, y Monzcarro y su hermano Benna se hicieron cargo de la otra, haciendo correr el rumor de que nos habíamos peleado. Echamos mano de todo lo que se nos ocurrió (se nos ocurrieron muchas cosas) y… dimos a entender que luchábamos entre nosotros.

—¿Disteis a entender? —preguntó Escalofríos.

El cuchillo y el tenedor del tembloroso Cosca se peleaban entre sí en medio del aire.

—Nos tiramos así varias semanas, dejando el territorio pelado, montando la usual y complicada escaramuza que queríamos que todos vieran, y terminando la campaña mucho más ricos y sin ningún muerto. Bueno, quizá alguno de los que estaban más enfermos. Mejor aprovecharnos de cada uno de los bandos que tener que cerrar el negocio. Incluso montamos un par de batallas falsas, ¿verdad?

—Así fue.

—Hasta que Monza se comprometió con el gran duque Orso de Talins y decidió terminar con las batallas falsas. Hasta que decidió montar una carga en toda regla con espadas bien afiladas y blandidas como se debe. Hasta que decidiste hacer las cosas por tu cuenta, ¿eh, Monza? ¡Qué lástima que no me dijeras que ya no estábamos fingiendo! Aquel día hubiera podido avisar a mis chicos y salvar algunas vidas.

—Tus chicos —dijo ella con un bufido—. No quieras hacernos creer que te importaban otras vidas que no fueran la tuya.

—Había unas cuantas que tenía en gran estima. Nunca me aproveché de ellas y ellas no se aprovecharon de mí —Cosca no apartaba sus ojos inyectados en sangre de los de Monza—. ¿Cuál de los tuyos se volvió contra ti? ¿Fiel Carpi, verdad? Al final no resultó tan fiel, ¿eh?

—Era todo lo fiel que se podía esperar de él. Hasta que me apuñaló.

—Y ahora va a ser nombrado capitán general, ¿verdad?

—Me dijeron que intenta calzar su culo gordo en la silla de capitán general.

—Igual que tú metiste el tuyo, encanijado, en ella después de que yo quitara el mío. Pero él no hubiera podido hacerlo sin el consentimiento de unos cuantos capitanes. Unos chicos notables. Ese bastardo de Andiche. Esa sanguijuela tan grande de Sesaria. Ese gusano burlón de Victus. ¿Aún están contigo esos puercos avariciosos?

—Siguen con la cara metida en el abrevadero. Seguro que todos se apartaron de mí como antes lo habían hecho de ti. No me estás contando nada que no sepa.

—Al final nadie te agradece nada. Ni por las victorias que les das, ni por el dinero que les haces ganar. Se aburren. Y al primer olorcillo de algo mejor…

A Monza se le había acabado la paciencia. Un líder no puede permitirse parecer blando. Y menos si es mujer.

—Para ser un experto en el don de gentes, Cosca, es sorprendente que hayas terminado sin amigos, sin un cobre y hecho un borracho. No pretendas decir que no te di mil oportunidades. Las malgastaste todas, como haces con todo lo que te dan. Lo único que me interesa es saber si acabarás malgastando también ésta. ¿La aprovecharás, como sigo insistiendo machaconamente, o seguirás siendo mi enemigo?

Cosca se limitó a sonreír con tristeza.

—En nuestro trabajo, los enemigos son algo de lo que sentirse orgullosos. Si la experiencia nos ha enseñado algo a los dos, es que nuestros amigos son los únicos a los que hay que vigilar. Mis felicitaciones al cocinero —dejó el tenedor encima del cuenco, cogió éste y caminó hacia la cocina casi en línea recta. Monza frunció el ceño al ver las caras de pocos amigos que acababa de dejar junto a la mesa.

Jamás temas a tus enemigos, teme siempre a tus amigos, había dicho Verturio.