No más dilaciones

Cosca estaba delante del espejo, dando los últimos retoques al elegante lazo que se había puesto en el cuello, girando las cinco sortijas que llevaba para que sus gemas quedasen hacia fuera, recortando los pelillos de su barba hasta su entera satisfacción. Según el cómputo de Amistoso, todo aquello le había llevado hora y media. Doce pasadas de la cuchilla de afeitar por la correa que servía para afilarla. Treinta y un movimientos para quitarse la pelusa de la cara. Un pequeño corte debajo de la mandíbula. Trece tirones con las pinzas de depilar para librarse de los pelos que tenía en la nariz. Cuarenta y cinco botones abrochados. Cuatro pares de corchetes con sus ojales. Dieciocho tirillas que tensar y broches que cerrar.

—Y se acabó. Maese Amistoso, me gustaría concederte el empleo de sargento mayor de la brigada.

—No entiendo nada acerca de la guerra —nada, excepto que era una locura y que a él le sacaba de sus casillas.

—No tienes que entender nada. El empleo sólo consiste en mantenerte cerca de mí, callado pero muy siniestro, para ayudarme, para seguir mis órdenes cuando sea necesario y, la mayoría de las veces, para cubrir mis espaldas y también las tuyas. ¡El mundo está lleno de traición, amigo mío! También tendrás que cumplir algunas tareas tan singulares como sangrientas y, de vez en cuando, contar la cantidad de dinero pagado y recibido y hacer inventario de hombres, armas y todo aquello de que disponemos…

—Eso sí que lo puedo hacer —porque, palabra por palabra, casi era lo que Amistoso había estado haciendo para Sajaam, primero en Seguridad y luego fuera de ella.

—¡Mejor que nadie, estoy seguro! ¿Podrías comenzar por ayudarme a cerrar esta hebilla? Malditos armeros. Te juro que sólo las ponen para vejarme —metió el pulgar por la tirilla de uno de los lados del peto pavonado, se irguió y contuvo el aliento, encogiendo el vientre mientras Amistoso tiraba de ella para cerrarla—. ¡Gracias, amigo mío, eres una roca! ¡Un ancla! ¡Un eje inmóvil alrededor del que doy vueltas como un loco! ¿Qué haría yo sin ti?

—Pues lo mismo que haces sin mí —Amistoso no captaba la pregunta.

—No, no. De eso nada. Aunque nos conozcamos desde hace poco, creo que… nos comprendemos. Hay una conexión entre ambos. Tú y yo somos muy parecidos.

En ciertas ocasiones, Amistoso era consciente del miedo que le producía lo que tenía que decir, las nuevas personas a las que conocía y los lugares nuevos adónde iba. Porque, por tanto contar con los dedos desde la mañana hasta la noche, las palmas de las manos se le quedaban resentidas a causa de las uñas que se le clavaban en ellas. Cosca, muy al contrario, se movía por la vida con la misma facilidad que la flor bajo el viento. Sus maneras de hablar, de sonreír, de reír, de conseguir que los demás hiciesen lo mismo que él, le parecían tan mágicas como el modo en que la mujer gurka había salido de la nada la primera vez que la vio.

—¡Eres mi exacto contrapunto! Somos completamente opuestos, como la tierra y el aire y, sin embargo, a los dos… nos falta algo… que tienen los demás. Alguna parte de la maquinaria que permite a la gente acomodarse a la sociedad. Pero las partes que nos faltan a ti y a mí no son las mismas. Por eso, quizá entre los dos formemos algo medianamente parecido a una persona.

—Un todo formado por dos mitades.

—¡Un todo, incluso extraordinario! Nunca he sido una persona de fiar… no, no, no intentes decir lo contrario —Amistoso no intentaba decir nada—. Pero, amigo mío, tú eres constante, perspicaz y sincero. Eres… lo bastante honesto… para hacer que yo sea más honesto de lo que soy.

—He pasado la mayor parte de mi vida en la cárcel.

—Donde, estoy por asegurarlo, predicaste la honestidad a los presidiarios más peligrosos de Styria, y con mayor efectividad que la conseguida por todos los magistrados del país. ¡Estoy seguro! —le dio una palmadita en el hombro—. La gente honrada es tan escasa que a veces se la confunde con los criminales, los rebeldes y los locos. ¿Cuál fue tu crimen, el ser diferente?

—La primera vez fue el robo, y por eso cumplí siete años. Y cuando volvieron a cogerme fue por ochenta y cuatro cargos, catorce de asesinato.

—¿Y eras culpable? —Cosca enarcaba una ceja.

—Sí.

Cosca siguió mirándole circunspecto durante un momento y dijo, como quitándole importancia:

—Nadie es perfecto. Dejemos atrás el pasado —dio un último capirotazo a la pluma y se encasquetó el sombrero en la cabeza con la inclinación chulesca que le gustaba—. ¿Qué tal estoy?

Llevaba unas botas de montar con enormes espuelas de oro que tenían forma de cabeza de toro. Un peto de acero pavonado con adornos de oro. Unas mangas de terciopelo negro, acuchilladas en seda amarilla y rematadas en los puños con encajes de Sipani. Una espada cuya rutilante guarda sobredorada le cubría toda la mano, y una daga a juego, colgada de una manera ridícula muy por debajo de la cintura. Un sombrero enorme cuya pluma amarilla casi limpiaba el techo.

—Pareces un alcahuete que se hubiese vuelto loco al entrar en una sastrería —comentó Amistoso.

—¡Pues ése era el aspecto que quería tener! —dijo Cosca con una sonrisa radiante—. ¡A trabajar, sargento Amistoso! —dio un paso adelante, levantó el faldón de la tienda y salió por ella para enfrentarse a la brillante luz del sol.

Amistoso le siguió de cerca. En eso consistía su nuevo trabajo.

Los aplausos comenzaron en cuanto se subió encima del tonel. Había ordenado a todos los oficiales de las Mil Espadas que se reuniesen para escuchar su discurso, y allí estaban todos, aplaudiendo, meneándose, vitoreándole y silbando lo mejor que podían. Los capitanes delante, los tenientes, amontonados, detrás, y los alféreces arracimados detrás de los tenientes. En cualquier otra unidad de combate, aquellos hombres habrían sido los mejores y los más brillantes, los más jóvenes y de cuna más ensalzada, los más valientes e idealistas. Pero en aquella brigada mercenaria eran todo lo contrario. Los que llevaban más tiempo de servicio, los más inclinados al vicio, a los que mejor se les daba apuñalar por la espalda, los ladrones de tumbas más expertos y los que huían más deprisa, los hombres con menos ilusiones y los más traidores. En otras palabras, un fiel reflejo de todo lo que definía al propio Cosca.

Sesaria, Victus y Andiche se habían puesto en fila al lado del tonel. Aplaudiendo educadamente, y eso que eran los mayores criminales de aquella asamblea. Descontando a Cosca, naturalmente. Amistoso no estaba lejos, los brazos cruzados con tuerza sobre el pecho, los ojos clavados como dardos en todos los allí reunidos. Cosca se preguntó si no los estaría contando, y llegó a la conclusión de que, casi con toda seguridad, así era.

—¡No, no! ¡No, no! ¡Muchachos, no merezco tantos honores! ¡Me avergonzáis con vuestras muestras de afecto! —y movió la mano para que cesase tanta adulación, obteniendo un silencio espectacular. Una masa de rostros llenos de cicatrices, picados de viruela, quemados por el sol y con signos de haber sufrido enfermedades se volvieron hacia él, expectantes. Tan ansiosos como una recua de bandidos. Pues eso es lo que eran.

»¡Bravos héroes de las Mil Espadas! —su voz retumbó en la fragante mañana—. Bueno, por lo menos, bravos hombres de las Mil Espadas. ¡Si os parece demasiado, dejémoslo sólo en hombres de las Mil Espadas! —risas aisladas y alaridos de aprobación—. ¡Muchachos, todos conocéis mi temple! Algunos de vosotros habéis combatido a mi lado… o incluso contra mí —más risas—. Los demás conocéis mi… reputación intachable —muchas más risas—. Sabéis que, por encima de todo, soy uno de vosotros. ¡Sí, un soldado! ¡Un luchador, a eso me refiero! Pero uno que prefiere envainar su arma —carraspeó mientras se ajustaba el pantalón en la ingle— ¡a desenvainarla! —Y entonces dio una palmada en la empuñadura de su espada, suscitando la diversión de todos los presentes.

»¡Que nunca se diga que no cumplimos con la gloriosa profesión de las armas! ¡Pues, por lo menos, la cumplimos tanto como esos perros falderos vestidos con botas elegantes! ¡Hombres llenos de vigor! —y dio una palmada al enorme brazo de Sesaria—. ¡Hombres llenos de ingenio! —y apuntó hacia la gorda cabeza de Andiche—. ¡Hombres llenos de gloria! —y señaló con un pulgar a Victus—. ¡Que jamás se diga que no somos valientes y que no corremos riesgos para obtener nuestra recompensa! ¡Pues sí que los corremos, pero minimizándolos para que la recompensa sea mayor! —otra oleada de afirmaciones.

»Nuestro patrón, el joven príncipe Foscar, quería que atravesarais el vado inferior para enfrentaros al enemigo en una dura batalla… —el silencio se hizo muy tenso—. ¡Pero yo no lo acepté!, porque, aunque os paguen para combatir, así se lo dije, ¡preferís la paga al combate! —aplausos de emoción—. Así que nuestras botas atravesarán el vado superior, ¡con mucha menor oposición! Y pase lo que pase en este día, y veáis lo que veáis en él, podréis estar seguros en todo momento de que… ¡vuestros intereses nunca dejarán de ser los míos! —Y levantó el pulgar por encima del puño cerrado para que los vítores fuesen aún mayores.

»¡No os insultaré apelando al valor, a la decisión, a la lealtad y al honor! ¡Porque todas esas cosas ya las tenéis, y en sumo grado! —risas generalizadas—. Así pues, sólo diré: ¡Oficiales de las Mil Espadas, a vuestras unidades, y aguardad mis órdenes! ¡Que nuestra amante, la Fortuna, esté siempre a vuestro lado, que es el mío! Porque, a fin de cuentas, ¡siempre favorece a los que menos se lo merecen! ¡Que la noche, cuando llegue, nos encuentre victoriosos! ¡Sin haber sido heridos! Y, por encima de todo…, ¡ricos!

Los vítores que recibió estaban llenos de emoción. Escudos y armas, brazos cubiertos de malla y placas de acero, y guanteletes, se agitaron en el aire.

—¡Cosca!

—¡Nicomo Cosca!

—¡El capitán general!

Bajó del tonel y, aún sonriendo, esperó a que los oficiales comenzaran a irse. Sesaria y Victus los acompañaron para que sus respectivos regimientos (o sus bandas de oportunistas, criminales y estranguladores) estuviesen listos para la acción. Cosca se dirigió lentamente hacia la cumbre de la colina para ver el hermoso valle que se extendía ante él y las brumosas nubes que cubrían como un sudario sus flancos inferiores. Ospria miraba orgullosa hacia abajo desde lo alto de su montaña, incluso más hermosa por el día, con toda aquella piedra de color blanco surcada de negro por las obras de albañilería, los tejados de cobre que habían ido tomando un color verde pálido por el paso de los años, los escasos edificios reparados no hacía mucho, que relucían con vigor en la radiante mañana.

—Bonito discurso —comentó Andiche—, siempre que a uno le gusten esas cosas.

—Muy amable. A mí sí que me gustan.

—Aún te salen muy bien.

—Ah, amigo mío, tú has visto a los capitanes generales llegar y marcharse. Sabes perfectamente que hay cierto tiempo, por otra parte muy feliz, en el que nada de lo que haga y diga el hombre recién promovido al mando parecerá mal a sus hombres. Será como el esposo para la esposa con la que se acaba de casar. Pero, ay, eso no suele durar. Sazine, yo mismo, Murcatto, el desafortunado Fiel Carpi. Las mareas que nos llevan a todos y cada uno de nosotros podrán moverse más o menos deprisa, pero siempre nos dejarán en la playa, traicionados o muertos. Así me sucederá a mí. Una vez más. Tengo que trabajar duro para conseguir sus aplausos futuros.

—Siempre podrías apelar a la causa —la mueca de Andiche era todo dientes.

—¡Ja! —Cosca se sentó en la silla de capitán general, para entonces dispuesta bajo la sombra intermitente de un olivo joven, desde la que tenía una vista excelente de los vados situados más abajo—. ¡A la mierda las malditas causas! No son más que excusas enormes. Jamás he visto a nadie que actúe con más ignorancia, violencia y malicia autojustificada que cuando se siente amparado por una causa justa —bizqueó al mirar el sol que escalaba el brillante cielo azulado—. Como no tardaremos en comprobar en las horas venideras…

Rogont desenvainó su espada con un leve tañido de acero.

—¡Hombres libres de Ospria! ¡Hombres libres de la Liga de los Ocho! ¡Animad vuestros corazones!

Monza volvió la cabeza y escupió. Mejor moverse deprisa y atacar con contundencia que perder el tiempo comentándolo. Si en alguna ocasión hubiese sido consciente de que antes del ataque aún tenía tiempo para lanzar un discurso, entonces no habría atacado. Sólo una persona demasiado pagada de sí misma puede pensar que sus palabras conseguirán volcar la balanza a su favor.

Por eso no le sorprendía que Rogont hubiera preparado bien su discurso.

—¡Me habéis seguido por largo tiempo! ¡Por largo tiempo habéis estado aguardando el momento de probar vuestro temple! ¡Os agradezco vuestra paciencia! ¡Os agradezco vuestro coraje! ¡Os agradezco vuestra fe! —se irguió en los estribos y levantó la espada por encima de la cabeza—. ¡Hoy lucharemos!

No podía negar que la escena era digna de ver. Alto, fuerte y guapo, con largos rizos agitados por la brisa. El acero de su armadura, por otra parte, engastada con relucientes gemas, había quedado tan brillante que casi hacía daño a la vista. Pero sus hombres también se lo habían tomado en serio. En el centro, infantería pesada, hombres bien armados bajo el bosque de alabardas y mandobles que sujetaban con sus guanteletes; escudos y azules cotas de armas en los que figuraba la blanca torre de Ospria. En las alas, infantería ligera, cuyos hombres resultaban llamativos por el cuero endurecido que vestían y las picas que mantenían erguidas con sumo cuidado. También los ballesteros, cubiertos con bonetes de acero, y los encapuchados arqueros. Aunque, a la izquierda de todas aquellas unidades, un destacamento de Affoia, por su armamento desigual y su alineación un tanto desparejada, empañase ligeramente aquella disposición tan perfecta, el orden de batalla era mejor que cualquier otro en el que Monza hubiera participado.

Pero eso fue antes de que se volviese y viera la caballería que se alineaba tras de ella, una hilera que brillaba entre las sombras de la muralla más alejada de Ospria. Todos los nobles por nacimiento o por espíritu, con caballos de testeras bruñidas, con yelmos de cimeras esculpidas, con lanzas desnudas y relucientes, se disponían a ascender los peldaños de la gloria. Como salidos de un mal libro.

Monza carraspeó, arrancó un gargajo y lo escupió. Por experiencia, algo de lo que estaba sobrada, sabía que los hombres que formaban de aquella manera tan impecable eran tanto los primeros en acudir al combate como, luego, en huir de él.

Rogont seguía preocupado por elevar su retórica hasta las cimas más extravagantes:

—¡Ahora estamos en un campo de batalla! ¡Del que, en los años venideros, la gente dirá que se llenó de héroes! ¡Del que la gente dirá que decidió el futuro de Styria! ¡Aquí, amigos míos, aquí, en nuestro propio suelo! ¡Delante de nuestros hogares! ¡Ante las antiguas batallas de la altiva Ospria! —vítores entusiastas de las compañías que estaban más cerca de él. Porque Monza no podía asegurar que las demás pudiesen escuchar lo que decía, y menos aún que pudieran verle. Y respecto a las que lo veían y escuchaban, tampoco estaba muy segura de que la manchita brillante que distinguían a lo lejos pudiese levantarles la moral.

»¡Tenéis el destino en vuestras manos! —aquel destino que antes Rogont había dejado escapar de las suyas. En aquellos momentos se encontraba entre las de Cosca y las de Foscar, y todo parecía presagiar que sería sangriento.

»¡Ahora, a por la libertad! —o, mejor, a por una variedad más agradable de tiranía.

»¡Ahora, a por la gloria! —o a por un sitio glorioso en el cieno del río.

Rogont tiró de las riendas con la mano que tenía libre, haciendo que su destrero bayo se encabritase y cocease al aire con sus cascos delanteros. El efecto quedó un tanto deslucido por los enormes cagajones que al mismo tiempo abandonaron los cuartos traseros del noble bruto. Pasó al lado de las apretadas filas de la infantería, y, una tras otra, sus compañías le vitorearon, levantando las lanzas al unísono y lanzando un rugido. A Monza hubiera podido parecerle un espectáculo impresionante si ya no lo hubiese visto antes, y con amargos resultados. Un buen discurso no compensaba gran cosa el hecho de que el enemigo los superase en proporción de tres a uno.

El Duque de la Dilación avanzó al trote hacia ella y los demás miembros de su plana mayor, que seguían siendo la misma colección de hombres muy condecorados y de escasa experiencia de los que se había burlado en los baños de Puranti, preparados para la batalla como si fueran a una parada militar. Baste decir que no se habían mostrado afectuosos con ella. Y también que a ella eso no le importaba.

—Bonito discurso —comentó Monza—, siempre que a uno le gusten esas cosas.

—Muy amable —Rogont volvió grupas a su caballo y lo emparejó con el de ella—. A mí sí que me gustan.

—Jamás me lo habría imaginado. Bonita armadura.

—Un obsequio de la joven condesa Cotarda —un grupito de damas se había juntado en la cumbre de la ladera para mirar desde las sombras de las murallas. Se sentaban de lado en sus respectivas sillas de montar, ataviadas con ropajes muy coloridos y joyas chispeantes, como si esperasen asistir a una boda y no a una carnicería. La propia Cotarda, de tez tan blanca como la leche y vestida con unas ropas flotantes de seda amarilla, ondeó lánguidamente una mano, saludo que Rogont le devolvió de la misma manera—. Me parece que a su tío le gustaría que nos casásemos. Si aún sigo con vida al terminar el día, por supuesto.

—Amor joven. Mi corazón palpita.

—Lo que voy a decirle desalentará un poco a esa alma tan sentimental que usted tiene, pero lo cierto es que no es de mi tipo. Me gustan las mujeres algo… mordaces. Pero la armadura es, ciertamente, muy bonita. Cualquier observador imparcial podría tomarme por algún tipo de héroe.

—Uh. Como decía Farans, la desesperación logra que incluso de la harina más podrida puedan hornearse héroes.

Rogont dio un largo suspiro y dijo:

—Ya casi no tenemos tiempo para preparar ese tipo de hogazas tan particulares.

—Yo suponía que esos rumores acerca de que vuestros problemas iban en aumento sólo eran para difamaros. —Había algo familiar en una de las damas de la condesa Cotarda, precisamente la que se vestía de manera más sencilla que las otras, la que tenía el cuello largo y era elegante. Cuando volvió la cabeza, vio que su montura comenzaba a bajar por la verdeante pendiente, justo hacia ellos. Entonces Monza sintió una punzada en el corazón, porque acababa de reconocerla—. ¿Qué diablos está haciendo aquí?

—¿Carlot dan Eider? ¿La conoce?

—La conozco —siempre que darle un puñetazo a alguien en Sipani equivalga a conocerle.

—Es una vieja… amiga —dijo Rogont, dando a entender, por lo que había tardado en decir aquella última palabra, que Carlot era algo más—. Vino a verme porque peligraba su vida y necesitaba mi protección. ¿En qué otras circunstancias hubiera podido negarme?

—¿Qué tal la de haber sido fea?

—Debo admitirlo —Rogont se encogió de hombros con un ligero roce de acero—, soy tan previsible como cualquier hombre.

—Mucho más, Excelencia.

Eider acercó su montura a las de ellos e hizo una reverencia no exenta de gracia.

—¿A quién tenemos aquí? ¡Vaya, pero si es la Carnicera de Caprile! ¡Y yo que creía que sólo era una ladrona, chantajista, asesina de inocentes y practicante aventajada del incesto! ¡Y resulta que también es un soldado!

—Carlot dan Eider, ¡qué sorpresa! ¡Y yo que creía que esto era un campo de batalla, aunque ahora comience a olerme más a burdel! ¿Con cuál de las dos cosas tendré que quedarme?

—A juzgar por todas esas espadas —Eider miraba con una ceja enarcada los regimientos reunidos ante ellos—, yo diría que con… ¿la primera? Pero tú eres la experta. Te vi en el Cardotti y ahora te encuentro aquí y, la verdad, creo que te sientes igual de cómoda vestida de guerrero o de puta.

—Qué extrañas son las cosas, ¿verdad? Yo me visto como una puta mientras tú haces lo que las putas.

—¿Quizá debería emplear la mano para asesinar a niños?

—¡Ya basta, por caridad! —Rogont se vio obligado a intervenir—. ¿Acaso he sido condenado a encontrarme siempre rodeado de mujeres que discuten? ¿Han caído en la cuenta de que tengo una batalla que perder? ¡Lo único que me falta para completar el trío es que esa diablesa de Ishri, que aparece y desaparece, me salga por el ojo del culo para matarme del susto! ¡Mi tía Sefeline era igual, siempre intentando demostrar que la polla más grande de toda la reunión era la suya! ¡Si lo que pretenden es comportarse como gallos y no como gallinas, les sugiero que vayan al otro lado de las murallas de esta ciudad y me dejen pensar a solas en mi caída!

—Excelencia —Eider hizo una reverencia con la cabeza—, no deseaba entrometerme. Sólo he venido a desearos la mayor de las fortunas.

—¿Seguro que no quieres luchar? —preguntó Monza, muy cortante.

—Oh, Murcatto, hay otras maneras de luchar que nada tienen que ver con manchar el suelo de sangre —se inclinó en la silla y dijo—: ¡Ya lo verás!

—¡Excelencia! —Un estridente toque de llamada, una ola de excitación que recorre a la caballería. Uno de los oficiales de Rogont señalaba con un dedo la parte superior del río, la quebrada situada en el extremo más alejado del valle. Recortándose contra el pálido cielo, algo se movía por allí. Monza orientó su caballo hacia aquel lugar mientras sacaba el catalejo que le habían prestado y con él escrutaba la quebrada.

Lo primero que vio fue un grupo poco numeroso de jinetes. Exploradores, oficiales y portaestandartes que llevaban bien en alto unas banderas blancas, las de Talins, con una cruz negra en el centro y, a los lados, bordados en rojo y plata, los nombres de las batallas ganadas. No le ayudaba en nada que hubiera echado una mano en casi todas. Luego apareció tras ellos una amplia columna de soldados que, lanzas al hombro, bajaban rápidamente por la cinta marrón que era la calzada imperial, para dirigirse al vado inferior.

El regimiento de vanguardia se detuvo y comenzó a dispersarse a un kilómetro escaso del agua. Otras columnas comenzaron a llegar por la calzada, agrupándose en cuadro dentro del valle. Por lo que ella podía ver, no había un orden definido de batalla.

Pero ellos contaban con la superioridad numérica. No necesitaban ser inteligentes.

—Ya han llegado los talineses —murmuró sin más Rogont.

Era el ejército de Orso. Los hombres con los que ella había luchado hacía un año y a los que había llevado a la victoria en Dulces Pinos. Los mismos que había mandado Ganmark hasta que Stolicus se le cayó encima. Los hombres que en aquellos momentos comandaba Foscar. Aquel joven impaciente que tenía una pelusa por bigote y que tanto se había reído con Benna en los jardines de Fontezarmo. Aquel joven impaciente al que ella había jurado matar. Se mordió el labio inferior al apartar el catalejo de las polvorientas hileras que se encontraban al frente, mientras más y más hombres bajaban por la colina situada encima de ellos.

—Los regimientos de Etrisani y de Cesale en el ala derecha, con algunos de Baol en la izquierda —gente andrajosa, vestida con pieles y gruesas cotas de malla, combatientes selváticos de los montes y colinas del extremo oriental de Styria.

—La mayoría de las tropas regulares del duque Orso. Pero, oh, ¿dónde?, ¿dónde están sus camaradas de las Mil Espadas?

Monza señaló con la cabeza la colina de Menzes, una protuberancia verde surcada por bosquecillos de olivos que se alzaba encima del vado superior, mientras decía:

—Apostaría mi vida a que están allí, al otro de la cumbre. Foscar cruzará el vado inferior con todas sus fuerzas, para no dejaros otra elección que lanzaros de cabeza contra él. En cuanto entabléis combate, las Mil Espadas cruzarán el vado superior sin oposición y os atacarán por el flanco.

—Eso parece. ¿Qué me aconseja?

—Que hubierais debido llegar a tiempo a Dulces Pinos. O a Musselia. O a la Margen Alta.

—Ay, si entonces era tarde para llegar a tiempo a esas batallas, creo que ahora aún lo es más.

—Deberíais haberles atacado mucho antes de llegar a esto. Haberos arriesgado cuando bajaban por la calzada imperial en dirección a Puranti —Monza observó preocupada el valle y el gran número de soldados que ocupaban las dos márgenes del río—. Vuestra fuerza es la menor.

—Pero mi posición es la mejor.

—Siempre que llevéis la iniciativa. Ya no podéis atacar por sorpresa. Vos mismo habéis caído en la trampa. Siempre es aconsejable que el general con menor número de fuerzas a su cargo se muestre siempre a la ofensiva.

—Stolicus, ¿verdad? Nunca supuse que le gustase leer libros.

—Rogont, conozco mi oficio, tenga que ver con los libros o con lo que sea.

—Mis gracias más épicas a usted y a su amigo Stolicus por explicitar mis fallos. ¿Sería posible que uno de los dos me pudiese dar una opinión al respecto de cómo conseguir la victoria?

Monza dejó que sus ojos se movieran a lo largo de toda aquella vista para calcular los ángulos de las pendientes, la distancia de la colina de Menzes al vado superior, la del superior al inferior, la que había desde las listadas murallas de la ciudad hasta el río. La posición parecía mejor de lo que era. Pero Rogont tenía que cubrir demasiado territorio con muy pocos hombres.

—Debéis hacer lo obvio. Golpear a los talineses con todos vuestros arqueros mientras cruzan, y luego enviar a toda vuestra infantería en cuanto sus primeras filas toquen la otra orilla. Mantened la caballería donde está, para, al menos, contener a las Mil Espadas en cuanto aparezcan. Esperad a que Foscar se doblegue con facilidad, mientras su infantería sigue en el río, y luego volveos contra los mercenarios. No resistirán si ven que las tornas se vuelven contra ellos. Pero, doblegar a Foscar… —vio cómo aquel enorme cuerpo de tropas formaba por unidades que tenían la misma anchura que el vado, mientras las nuevas columnas que llegaban por la calzada imperial se juntaban con ellas—. Si Orso ha sido consciente de que vos tenéis alguna posibilidad, entonces habrá contado con un comandante con más experiencia y menos valor en lo personal —echó un vistazo a la pendiente. Los sacerdotes gurkos se habían sentado para observar la batalla no muy lejos de donde se encontraban las damas de Styria, con sus blancas vestiduras que relucían bajo el sol y sus oscuros rostros eclipsados—. Si el profeta quiere mandaros algún milagro, ahora sería la ocasión.

—Ay, lo único que me mandó fue dinero. Y palabras amables.

—Necesitaréis algo más que palabras amables para vencer —dijo Monza con un bufido.

—Las necesitaremos los dos —corrigió a Monza—. Puesto que usted lucha a mi lado. Por cierto, ¿por qué lucha a mi lado?

—Supongo que porque no puedo resistirme a los hombres guapos que están metidos en muchos apuros —lo cierto es que estaba a su lado porque se encontraba demasiado cansada y enferma para seguir luchando sola—. Cuando teníais todas las cartas, luché a favor de Orso. Y ved cómo me fue.

—Más bien, que cualquiera vea los apuros que tenemos los dos —inspiró profundamente y echó el aire como si aquello le divirtiera.

—¿Por qué diablos parecéis tan contento?

—¿Acaso le gustaría más que pareciese desesperado? —contestó con una mueca Rogont, tan guapo como condenado a perder. Quizá los dos acabasen juntos—. En honor a la verdad, me alegro de que la espera haya acabado, por complicado que sea aquello a lo que nos enfrentamos. Aunque quienes tenemos grandes responsabilidades debamos ser pacientes, debo decir que la paciencia nunca me ha gustado en absoluto.

—Eso no cuadra con vuestra reputación.

—La gente es más complicada que su reputación, general Murcatto. Usted debería saberlo. Hoy, en este sitio, dejaremos zanjados nuestros asuntos. No más dilaciones. —Picó espuelas a su caballo para ir a hablar con uno de sus ayudantes y Monza se acomodó en su silla, con los brazos cruzados encima de su pomo, mirando ceñuda la cumbre de la colina de Menzes.

Se preguntó si Nicomo Cosco estaría allí arriba, torciendo la vista para mirarles con su catalejo.

Cosca torcía la vista para mirar con su catalejo la soldadesca que se encontraba en la ribera opuesta del río. Aunque fueran el enemigo, no sentía ningún rencor especial por ninguno de ellos. En el campo de batalla no había sitio para el rencor. Las banderas azules con la blanca torre de Ospria ondeaban por encima de ellos. Una, más grande que las demás, estaba orlada de oro. El estandarte del mismísimo Duque de la Dilación. Varios jinetes lo rodeaban, junto con un grupo de damas que, así lo parecía, debían de haber cabalgado hasta aquel sitio para ver bien la batalla. A Cosca se le antojó que también había visto unos cuantos sacerdotes gurkos, aunque su presencia no viniese a cuento. También se preguntó si Monzcarro Murcatto se encontraría entre aquella gente. Su imagen, sentada de lado en la silla, con sedas que flotaban al aire, tal y como cuadraba a una coronación, le supuso un breve momento de diversión. El campo de batalla era el lugar más apropiado para el entretenimiento. Bajó el catalejo, echó un trago de la petaca y cerró los ojos, contento, sintiendo el parpadeo del sol a través de las ramas de los viejos olivos.

—¿Y bien? —era la fuerte voz de Andiche.

—¿Qué? Oh, ya ves. Aún están formando.

—Rigrat informa de que los talineses han comenzado el ataque.

—¡Ah! Ahí están —Cosca se echó hacia delante, enfocando con su catalejo la quebrada que tenía a la izquierda. Las primeras filas de la infantería de Foscar estaban muy cerca del río, dispersándose en orden cerrado por la pradera salpicada de flores, haciendo que el polvoriento sendero que definía la calzada imperial fuese invisible por tan gran masa de hombres. Escuchaba muy apagado el sonido de sus botas, las voces impersonales de sus oficiales, el acompasado latido de sus tambores que flotaba en medio del cálido aire, y entonces agitó cordialmente una mano—. ¡Un magnífico espectáculo de esplendor militar!

Giró la redonda ventana por la que miraba al mundo hacia la reluciente corriente de agua, por otra parte tranquila, hacia la ribera de enfrente y luego hacia más arriba. Los regimientos de Ospria comenzaban a desplegarse para ir a su encuentro a unos cien pasos por encima del río. En el terreno más elevado, los arqueros acababan de ponerse en posición, formando una larga línea, arrodillándose y preparando sus armas.

—Fíjate, Andiche… tengo la sensación de que muy pronto vamos a ver un poco de sangre. Que se adelanten los hombres. Unos cincuenta pasos hacia el otro lado de la cima.

—Pero… nos verán. Perderemos el factor sorpresa…

—A la mierda la sorpresa. Que vean la batalla, y que la batalla los vea a ellos. Que la saboreen.

—Pero, general…

—Da las órdenes, amigo. Y no seas remilgado.

Andiche dio media vuelta, bastante preocupado, y llamó a uno de sus sargentos. Cosca se echó hacia atrás con un suspiro de satisfacción, estiró las piernas y cruzó una bota muy brillante encima de la otra. Buenas botas. ¿Cuánto tiempo habría pasado desde la última vez que se puso unas botas tan buenas? La primera fila de los hombres de Foscar acababa de entrar en el río. Lo vadeaban con una determinación siniestra, era evidente, con la fría agua hasta las rodillas, viendo, sin darle importancia, el considerable número de soldados desplegados en excelente orden de batalla enfrente y encima de ellos. Esperando que las flechas comenzasen a caer. Esperando que la carga se les viniera encima. Un trabajo que él no envidiaba, el de abrirse paso por aquel vado. Tenía que reconocer que se había sentido muy aliviado al no tener que cruzarlo.

Llevó la petaca de Morveer a sus labios y los humedeció, pero sólo un poquito.

Escalofríos escuchó las órdenes dadas a gritos que llegaban tenues a sus oídos, el tañido conjunto de varios cientos de flechas disparadas al mismo tiempo. La primera andanada, negras astillas que volaban, abandonó las filas de los arqueros de Rogont y cayó sobre los talineses cuando éstos entraban en el agua.

Escalofríos se estiró en la silla y se rascó ligeramente la cicatriz, que le picaba, mientras veía retorcerse y doblarse las líneas enemigas, que no tardaron en llenarse de claros y de banderas caídas. Algunos soldados comenzaron a detenerse, como si pensaran retroceder, y otros apretaron el paso, como si pensaran cargar. Miedo e ira, dos lados de la misma moneda. A nadie le gusta marchar en formación por un terreno inadecuado mientras te disparan flechas. Ni pisar a los muertos. Ni menos a los amigos. Ni saber, con una sensación próxima a la náusea, la poca diferencia que existe entre recibir una flecha por detrás y recibir otra de frente, en la cara.

Por supuesto que Escalofríos había visto muchas batallas. Las había visto durante toda su vida. Miraba a aquella gente mientras moría, y mantenía el oído alerta por si escuchaba la llamada que le obligaría a entrar en acción y a apurar la suerte, intentando entonces ocultar su miedo a aquellos a los que seguiría y a los que le seguirían a él. Recordaba la batalla del Pozo Negro, corriendo entre la bruma con el corazón en un puño y sobresaltándose por las sombras. La de Cumnur, donde lanzó el grito de guerra junto con otros cinco mil hombres, mientras todos ellos bajaban a la carga por la larga pendiente. La de Dunbrec, donde siguió a Rudd Tresárboles en una carga contra el Temible, estando a punto de dar la vida para mantener recta la línea. La de los Sitios Altos, donde el valle era un hervidero de shankas, cuando los orientales enloquecidos intentaban subir valle arriba, luchando hombro con hombro con el Sanguinario a vida o muerte. Recuerdos tan nítidos que le parecía sentir de nuevo los olores, los sonidos, la caricia del aire sobre la piel, la fe desesperada y la ira enloquecida.

Vio salir otra andanada y, sin sentir apenas más que curiosidad, observó la enorme masa de talineses que llegaban por el agua. Ningún allegado en uno y otro bando. Ninguna pena por los muertos. Ningún miedo. Vio caer a los hombres bajo la andanada de acero y eructó, y el sabor cálido que le inundó la garganta le incomodó más que si el río se hubiese desbordado de repente para llevarse hacia el mar a todos aquellos bastardos. Como si se ahogaba el puto mundo. El desenlace le importaba un carajo. Aquélla no era su guerra.

Y eso le hizo preguntarse por qué estaba a punto de intervenir en ella, casi estando seguro de hacerlo en el bando perdedor.

Apartó la mirada de la batalla inminente y miró a Monza. Cuando vio que le daba a Rogont una palmadita en el hombro, se puso tan colorado como si él mismo la hubiese recibido en la cara. Cada vez que ella hablaba con Rogont, él se sentía muy incómodo. Durante un instante, el viento echó hacia atrás la negra cabellera de Monza, mostrando parte de su rostro y la prieta mandíbula. No sabía si la amaba, si la deseaba, o si, simplemente, le molestaba que ella no le desease. Era como la costra que uno no puede arrancarse, el labio partido que uno no puede dejar de morderse, la hebra suelta de la que uno no puede dejar de tirar hasta que se queda sin camisa.

Abajo, en el valle, la vanguardia de los talineses tenía problemas peores que los suyos, mientras salía a duras penas del río e intentaba escalar los altos de la ribera, pero ya sin mantener el orden cerrado a causa de todas las flechas recibidas al cruzar el vado. A gritos, Monza decía algo a Rogont, que se apresuraba a llamar a uno de sus hombres. Escalofríos escuchó que los gritos recorrían la pendiente situada más abajo. Eran las órdenes de cargar. Los infantes de Ospria bajaron las lanzas, sus hierros formaron una brillante ola al juntarse todos, y comenzaron a avanzar. Lentamente en un principio y luego más deprisa, dejando a un lado a los arqueros, que disparaban una y otra vez todo lo deprisa que podían, y bajando por la larga pendiente que llegaba hasta la inquieta agua, mientras los talineses intentaban formar en línea en la parte alta de la ribera.

Escalofríos vio que los dos bandos se acercaban y se juntaban. Un instante después el viento le llevó, aunque débil, el ruido que ambos hacían al chocar. El alarido del metal que tintinea, que choca, que cencerrea, muy parecido al que produce el granizo contra un tejado emplomado. Rugidos, gemidos, gritos ilocalizables se mezclaban con él. Otra andanada cayó entre las filas que aún intentaban salir del agua. Escalofríos no dejaba de mirar y de eructar.

La plana mayor de Rogont estaba tan callada como los muertos, mientras todos bajaban la mirada hacia el vado, boquiabiertos y con los ojos como platos, pálidos los rostros y tensas las riendas, por la preocupación. Como los talineses ya habían logrado desplegar a sus ballesteros, en aquel momento lanzaban desde el agua una andanada contra sus enemigos, de suerte que los dardos, sibilantes y siguiendo una trayectoria tensa, hicieron caer a más de uno. Alguien chilló. Un dardo atrevido se clavó en la hierba próxima a uno de los oficiales de Rogont, sobresaltando a su montura, que a punto estuvo de lanzarle de la silla. Monza picó espuelas a la suya para que se adelantase uno o dos pasos, irguiéndose en los estribos para ver mejor, mientras la armadura que le habían prestado relucía brumosa bajo el sol de la mañana. Escalofríos frunció el ceño.

De una manera u otra, estaba allí por ella. Para combatir por ella. Para protegerla. Para intentar arreglar las cosas en entre los dos. O quizá para hacerle a ella el mismo daño que ella le había hecho a él. Cerró el puño, y las uñas casi se le clavaron en la palma de la mano, y los nudillos le dolieron por el puñetazo dado al criado al que le rompió los dientes. Entonces supo que le dolerían aún más.