El Príncipe de la Prudencia

El gran duque Rogont había instalado su cuartel general en las dependencias de los Baños Imperiales. El edificio seguía siendo uno de los mayores de Puranti, al punto de cubrir con su sombra la mitad de la plaza situada en la parte este del viejo puente. La mitad de su amplio frontón y dos de las seis imponentes columnas que antaño lo sujetaran se habían colapsado a lo largo de varias generaciones, pues era la costumbre que se aprovechara la piedra con que había sido construido para levantar las desiguales paredes de edificios más recientes y baratos. La manchada sillería estaba cubierta de musgo, hiedra muerta e, incluso, un par de arbolillos que no se resistían a secarse. Era muy posible que los baños fuesen muy importantes cuando el edificio había sido construido, antes de que todos los habitantes de Styria decidieran matarse entre sí. Tiempos felices, en los que la mayor preocupación de todo el mundo consistía en tener el agua lo más caliente posible. Pero aquel edificio a punto de caerse, que quizá hubiera sido testigo de las glorias de una era caduca, ilustraba de manera elocuente la larga decadencia de Styria.

A Monza todo aquello le importaba un comino, porque tenía otras cosas en la cabeza. Esperó a que se hiciera un hueco entre dos de las compañías del ejército en retirada de Rogont y entró a empujones en la plaza. Luego subió por los agrietados peldaños que conducían a los Baños, intentando contonearse como antaño, a pesar de que el hueso roto de la cadera se moviera en su articulación y le lanzase unos pinchazos de dolor que se le metían por el ano. Echó la capucha hacia atrás y miró fijamente al centinela que estaba más cerca, un veterano canoso, tan ancho como una puerta, con una cicatriz debajo de una de sus mejillas descoloridas.

—Tengo que hablar con el duque Rogont —dijo ella.

—Por supuesto.

—Soy Mon… ¿cómo dice? —esperaba tener que dar explicaciones. Incluso que se rieran de ella. Y que la ahorcasen de una de las columnas. Pero no que le dejasen pasar.

—Usted es la general Murcatto —el soldado exhibió en su canosa boca lo que más se parecía a una sonrisa—. Y la están esperando. Pero tendrá que dejarme su espada Ella se la entregó con cara de pocos amigos, porque antes habría preferido bajar los escalones a patadas.

Al otro lado de la puerta había una sala de mármol que contenía una enorme piscina. Rodeada por unas columnas muy altas, su agua oscura olía a podrido. Su viejo enemigo el gran duque Rogont, vestido con un sobrio uniforme de color gris, los labios apretados por la concentración, se inclinaba sobre el mapa desplegado encima de una mesita. Una docena de oficiales se arracimaba en torno a él, con tantos bordados de oro encima que bien habrían podido enjarciar una carraca. Dos de ellos levantaron la vista cuando Monza rodeó el fétido estanque para llegar a donde estaban.

—Es ella —decía uno de ellos, frunciendo los labios.

—Mur… ca… tto —decía otro, separando las sílabas como si su simple apellido fuese veneno. Y claro que lo era para ellos. Durante los últimos años se había burlado de aquellos hombres, y ya se sabe que el hombre, cuanto más burlado resulta, menos se preocupa de darlo a entender. Pero, como había dicho Stolicus, cuando el general se quede con muy pocos hombres, siempre deberá permanecer a la ofensiva. Por eso Monza caminó sin prisas, metiendo descuidadamente el pulgar de su mano izquierda, que llevaba vendada, en el cinturón, como si aquellos baños fuesen suyos y ella la única en llevar espada.

—Pero si es el Príncipe de la Prudencia, el duque Rogont. Bienvenida sea Su Precavida Alteza. Para llevar siete años en continua retirada, veo que habéis reunido un buen grupo de camaradas de aspecto marcial. A menos que hayáis decidido dejar de retiraros —dejó que aquellas palabras hicieran efecto durante un instante—. Oh, un momento. No os estáis retirando.

Entonces algunas barbillas se levantaron con altanería y una o dos fosas nasales resoplaron. Mientras tanto, los oscuros ojos de Rogont se apartaron lentamente del mapa sin sobresaltarse, quizá levemente cansados, pero aún hermosos y tranquilos, tanto que resultaban irritantes.

—¡General Murcatto, es todo un placer! —dijo él—. Me habría gustado encontrarla después de alguna batalla importante, preferiblemente en condición de prisionera alicaída, pero me temo que mis victorias hayan sido escasas.

—Tanto como la nieve de verano.

—Al contrario que las suyas, siempre vestida de gloria. Me siento casi desnudo ante su victoriosa aureola —miró hacia el fondo de la sala—. Pero, dígame: ¿Por dónde andan ahora esas Mil Espadas suyas que lo conquistan todo?

—Fiel Carpi me las quitó —Monza se chupaba los dientes.

—¿Sin pedirle permiso? Qué… maleducado. Me temo que usted se preocupa demasiado por los aspectos militares y muy poco por los políticos. Y también me temo que a mí me pasa lo contrario. Aunque, como dijera Juvens, las palabras pueden tener más poder que las espadas, he descubierto a mis expensas que en ciertas ocasiones nada puede sustituir al aguzado metal.

—Vivimos en los Años de Sangre.

—Y tanto que lo son. Todos somos prisioneros de las circunstancias, precisamente las mismas circunstancias que una vez más no me han dejado otra opción que una retirada amarga. El noble Lirozio, duque de Puranti y dueño de estos maravillosos baños, era un aliado muy constante y buen guerrero mientras el poder del duque Orso seguía a muchas leguas del otro lado de las grandes murallas de Musselia. Debería haberle visto cuando rechinaba los dientes y su espada no se cansaba de ir de un lado a otro para derramar sangre caliente.

—A los hombres les gusta hablar de la guerra —Monza paseó su mirada por los hoscos rostros de los consejeros de Rogont—. Incluso algunos se visten para ir a ella. Pero mancharse el uniforme de sangre ya es otra cuestión.

Aunque dos de aquellos tipos que se pavoneaban moviesen la cabeza como molestos, Rogont se limitó a sonreír.

—Yo mismo he llegado a esa triste conclusión. Ahora, gracias a usted, las grandes murallas de Musselia han sido conquistadas, Borletta ha caído y Visserine ha sido incendiada. El ejército de Talins, hábilmente ayudado por sus camaradas de antaño, las Mil Espadas, saquea la región que se encuentra junto a la puerta de la casa de Lirozio. El bravo duque acaba de descubrir que su entusiasmo por los tambores y las cornetas ha menguado muchísimo. Los hombres poderosos son tan inconstantes como el agua que corre. Debería haberme aliado con gente menos importante.

—Ya es un poco tarde para lamentarlo.

El duque suspiró profundamente y añadió:

—Demasiado tarde, demasiado tarde…, ése será mi epitafio. En Dulces Pinos llegué sólo dos días tarde, cuando el temerario de Salier ya había luchado y perdido, sin esperarme. Por eso Caprile se encontró sin refuerzos ante la bien documentada ira de usted —aunque se tratase de una versión muy ridícula de lo que realmente había sucedido, Monza no hizo ningún comentario—. Llegué a Musselia con todas las fuerzas a mi mando, preparado para defender sus grandes murallas y para tapar el hueco de Etris, y me encontré con que el día antes usted había saqueado la ciudad, hecho limpieza y defendía la muralla contra mí —más injurias a la verdad, pero Monza no le dio importancia—. Después, en la Margen Alta, fui contenido de manera inevitable por el finado general Ganmark, mientras que el también finado duque Salier, completamente decidido a que usted no se burlase de él por segunda vez, lo fue, precisamente por usted, y su ejército se vio tan aplastado como la broza por el fuerte viento. Igual que Borletta —sacó la lengua, apuntó a la puerta con un pulgar e hizo una sonora pedorreta—. Igual que el bravo duque Cantain… —se pasó un dedo por el cuello y repitió la pedorreta—. Demasiado tarde, demasiado tarde… Dígame, general Murcatto, ¿a qué se debe que siempre llegue la primera al campo de batalla?

—A que me levanto pronto, cago antes del amanecer, me oriento en la dirección correcta y no dejo que nada me detenga. A todo eso y a que siempre intento llegar al campo de batalla.

—¿Qué quiere decir? —preguntó el joven oficial que Rogont tenía cerca de uno de sus codos, cuya cara parecía más avinagrada que la de los demás.

—¿Que qué quiero decir? —dijo ella, remedándole y mirándole como a un idiota, para luego mirar del mismo modo al propio duque—, pues que hubierais podido llegar a tiempo a Dulces Pinos, pero preferisteis ir despacio, sabiendo que el orgulloso y gordo de Salier la fastidiaría antes de ordenar dar media vuelta a sus pantalones y que malgastaría todas sus fuerzas, venciese o no. Perdió y entonces él fue el tonto, mientras que vos resultasteis ser el listo, que era lo que queríais —a Rogont le acababa de llegar el turno de quedarse callado—. Dos campañas después, hubierais podido llegar a tiempo de tapar el hueco y de defenderlo contra el mundo entero, pero os vino bien retrasaros para que yo les diera a los de Musselia la lección que vos queríais que aprendieran. A saber, que debían comportarse con humildad ante vuestra prudente Excelencia.

Todos los allí reunidos seguían callados mientras ella proseguía:

—¿Cuándo os disteis cuenta de que el tiempo se acababa? ¿Cuando visteis que, debido a todos esos retrasos, vuestros aliados eran cada vez más débiles y que Orso se hacía cada vez más fuerte? No dudo de que, por una vez, quisierais llegar a tiempo a Dulces Pinos, pero Ganmark se os adelantó. Y entonces se acabó el jugar a ser el buen aliado, porque ya era… —Monza se echó hacia delante para decir con voz muy baja— demasiado tarde. Toda vuestra política consistía en aseguraros de que, cuando la Liga de los Ocho venciera, vos fueseis la parte con más poder, para capitanearla. Una gran idea, y muy bien administrada. Excepto, claro, porque Orso ganó, y porque para la Liga de los Ocho… —colocó su lengua entre los labios e hizo una pedorreta delante de aquel selecto ramillete de varones— ya era demasiado tarde, cabrones.

El más enfadado de la carnada se fue hacia ella con los puños apretados, diciendo:

—¡No escucharé ni una palabra más… usted es un diablo! ¡Mi padre murió en Dulces Pinos!

Fue como si todos tuvieran algún entuerto por vengar, pero Monza tenía demasiadas heridas encima para preocuparse por las de los demás. Así que se limitó a decir:

—Gracias.

—¿Por qué?

—Puesto que, presumiblemente, su padre se hallaba entre mis enemigos, y la finalidad de cualquier combate es acabar con ellos, considero su muerte como un cumplido. Suponía que no necesitaba explicárselo a un militar.

Su rostro era una curiosa mezcla de colores rosa y blanco cuando dijo:

—Si usted fuese un hombre, la dejaría muerta en el sitio.

—Diga mejor si usted lo fuese. Y como me llevé a su padre, considero justo darle algo a cambio —movió la lengua a uno y otro lado de la boca y le lanzó un escupitajo a la cara.

Se acercó a ella andando como un pato, con las manos desnudas, como ella había supuesto. No hay que temer al hombre que sólo reacciona a fuerza de insultos. Como estaba preparada, dio varias vueltas alrededor de él para agarrarle finalmente por los bordes superior e inferior del peto y emplear su propio peso para hacerle girar, mientras le pisaba un pie con una bota muy bien situada. Agarró la empuñadura de su espada cuando él cayó hacia atrás y casi se dobló en dos, porque una parte suya quería echar a correr mientras la otra quería tirarse al suelo, y la sacó de su vaina. El oficial lanzó un chillido al caer en la piscina, mandando hacia arriba un surtidor de relucientes gotas de agua mientras Monza se volvía y aprestaba el acero.

—Oh, por piedad… —Rogont giraba los ojos en sus órbitas mientras sus hombres se atropellaban unos a otros y desenvainaban sus respectivas espadas, maldiciendo y a punto de tirar la mesa por la prisa que se daban en atrapar a Monza—. ¡Menos acero, caballeros, por favor, menos acero!

El oficial acababa de salir a la superficie, o al menos lo intentaba, chapoteando y forcejeando, porque su armadura de fantasía le empujaba hacia abajo. Dos de los ayudantes de Rogont se apresuraron a sacarle de la piscina mientras los demás corrían hacia Monza, arrastrando los pies y empujándose unos a otros para ver quién la traspasaba primero.

—¿No erais los que siempre os retirabais? —dijo ella con voz burlona mientras retrocedía hasta las columnas.

—¡Muere, maldita…! —el que estaba más cerca de ella acababa de tirarle una estocada.

—¡Ya basta! —exclamó Rogont con voz tonante—. ¡Basta! ¡Basta! —sus hombres fruncieron el ceño como niños desobedientes a los que acabaran de regañar—. ¡Nada de luchar con espadas en los baños, por piedad! ¿Es que nunca se acabará esta vergüenza que me devora? —suspiró profundamente y movió un brazo—. ¡Dejadnos, todos!

—Pero, Excelencia, ¿vos con esa… criatura execrable? —el bigote del ayudante que estaba más cerca se estremecía horrorizado.

—No tema, sobreviviré —arqueó una ceja y los miró—. Sé nadar. Y ahora, todos fuera, antes de que alguien se haga daño. ¡Vamos! ¡Lárguense!

A regañadientes envainaron las espadas y salieron rezongando de la sala, y el que estaba empapado dejó tras de sí un rastro húmedo cuando la abandonó con muy malos modos. Monza hizo una mueca malvada al arrojar la espada sobredorada del oficial al agua de la piscina, donde se hundió con un chapoteo. Aunque sólo fuese una pequeñísima victoria, tenía que paladear las pocas que pudiera conseguir por aquellos días.

Rogont aguardó en silencio a que se quedaran solos y entonces suspiró profundamente.

—Ishri, acertaste al decir que vendría.

—Bueno, es que nunca me canso de acertar.

Monza se sobresaltó. Una mujer de piel oscura apoyaba la espalda en el alféizar de una ventana situada más arriba, a unos dos pasos por encima de la cabeza de Rogont. También apoyaba en la pared las dos piernas que acababa de cruzar, pero no uno de los brazos y la cabeza, por lo que Monza podía verle el rostro.

—De hecho, siempre acierto —se apoyó completamente de espaldas y saltó, cayendo sobre sus cuatro extremidades con la agilidad de un lagarto.

Monza no acababa de comprender por qué no la había visto nada más llegar, y eso la incomodaba.

—¿Qué es usted? ¿Una acróbata?

—Oh, nada hay tan poético como un acróbata. Soy el Viento del Este. Para usted sólo soy uno de los muchos dedos que Dios tiene en su mano derecha.

—Dice demasiadas tonterías para ser una sacerdotisa.

—Oh, nada hay tan reseco y mohoso como un sacerdote —su mirada fue hacia el techo—. Aunque, a mi manera, sea una creyente muy ferviente, sólo nuestros hombres pueden llevar hábito, gracias a Dios.

—Entonces, es una agente del emperador de Gurkhul —dijo Monza, frunciendo el ceño.

—Eso de agente parece tan… clandestino. Emperador, profeta, Iglesia, Estado. Más bien diría que soy una humilde representante de los Poderes del Sur.

—¿Qué es Styria para ellos?

—Un campo de batalla —y su sonrisa se hizo más grande—. Aunque Gurkhul y la Unión hayan firmado la paz…

—La lucha sigue.

—Eso siempre. Los aliados de Orso son nuestros enemigos, así que sus enemigos son nuestros aliados. Estamos unidos en una causa común.

—La caída de Orso, el gran duque de Talins —musitó Rogont—. Dios lo quiera.

Monza le miró con un asomo de sonrisa y dijo:

—Uh, Rogont, ¿ahora rezáis a Dios?

—A quienquiera que me escuche, con el mayor de los fervores.

La mujer gurka no se había movido y estiraba los largos dedos de sus pies.

—¿Y usted, Murcatto? —preguntó—. ¿No será la respuesta a las desesperadas plegarias de este pobre hombre?

—Quizá.

—Y, ¿no será él la respuesta a las suyas?

—Posiblemente, aunque nunca me gustaron los poderosos.

—No creo que sea el primer amigo al que he decepcionado —Rogont asentía, mirando el mapa—. Dicen de mí que soy el Conde del Comedimiento. El Duque de la Dilación. El Príncipe de la Prudencia. ¿Aún quiere convertirse en mi aliada?

—Miradme, Rogont, estoy tan desesperada como vos. Como decía Farans, las grandes tempestades arrojan a la playa extraños compañeros.

—Era un hombre sabio. Dígame, ¿en qué puedo ayudar a mi extraña compañera? Y, lo más importante, ¿cómo puede ayudarme ella?

—Ayudándome a matar a Fiel Carpi.

—¿Por qué preocuparnos por dar muerte a ese traidor de Carpi? —Ishri comenzó a caminar lentamente, echando la cabeza hacia un lado, y luego se detuvo. No parecía muy contenta—. ¿Es que las Mil Espadas no cuentan con otros jefes? ¿Sesaria, Victus, Andiche? —sus ojos eran tan oscuros como la pez, tan vacuos y muertos como las prótesis del fabricante de ojos—. ¿Acaso ninguno de esos buitres infames ocupará su viejo puesto mientras picotea el cadáver de Styria?

—Veo que aún no puedo abandonar el baile que me agobia —Rogont parecía enfadado—, aunque tenga una nueva pareja. Sólo he conseguido un momento de respiro.

—La fidelidad que esos tres sienten por Orso pasa por un bolsillo lleno de dinero. Se les convenció muy fácilmente para traicionar a Cosca y ponerme a mí en su sitio, y luego para traicionarme a mí y poner a Fiel en el mío. Si el precio es el apropiado, después de acabar con Fiel puedo conseguir que vuelvan a mí y que dejen de estar al servicio de Orso, para ponerse al vuestro.

—¿Está segura de que puede comprarlos? —preguntó la mujer gurka.

—Sí —era una pequeña mentira—. Jamás me enfrento a riesgos innecesarios —como aquella segunda mentira era más gorda, Monza la soltó con más aplomo. Cuando algo tenía que ver con las Mil Espadas, la certeza no existía, y menos aún en lo concerniente a cualquiera de los bastardos descreídos que las mandaban. Pero, si mataba a Fiel, quizá tuviese alguna posibilidad. Lo importante era que Rogont la ayudase a matarle, y luego ya se vería.

—¿Y cómo sería el precio de alto?

—¿Por volverse contra el bando vencedor? Más alto de lo que yo puedo permitirme, eso puedo asegurároslo —aunque pudiera disponer de lo que quedaba del tesoro de Hermon, la mayor parte seguía enterrada a treinta pasos del granero en ruinas de su padre—. Pero a vos, el duque de Ospria…

—¡Oh, la bolsa sin fondo de Ospria! —Rogont bromeaba sin ganas—. Estoy hasta el cuello. Pondría mi trasero en venta si supiese que iban a darme por él algo más que unas simples monedas de cobre. No, me temo que no podrá sacarme dinero.

—¿Y qué pasa con sus Poderes del Sur? —preguntó Monza—. Por lo que he oído, los montes de Gurkhul son de oro.

—De simple tierra, como todos —dijo Ishri mientras se apoyaba en una de las columnas—. Pero se puede sacar mucho oro de ellos, siempre que se sepa dónde excavar. ¿Cómo había pensado acabar con Fiel?

—Lirozio se rendirá al ejército de Orso en cuanto llegue.

—Sin duda —dijo Rogont—. Es tan hábil en la rendición como yo lo soy en la retirada.

—Las Mil Espadas avanzarán hacia el sur, hacia Ospria, dejándolo todo arrasado, y luego les seguirán los talineses.

—No necesito a ningún genio militar para que me diga eso.

—Encontraré un sitio entre la tierra de Lirozio y Ospria, y haré salir a Carpi. Podré matarle si dispongo de cuarenta hombres. Sin apenas riesgo para ninguno de ustedes dos.

Rogont se aclaró la garganta y dijo:

—Si puede sacar de su madriguera a ese viejo perro faldero, creo que podré proporcionarle algunos hombres.

Ishri miró a Monza como ésta habría mirado a una hormiga y comentó:

—Y cuando goce del descanso eterno, si usted aún sigue creyendo que puede comprar a las Mil Espadas, nosotros le proporcionaremos el dinero.

Si, si, si. Pero era más de lo que Monza hubiera podido esperar. Porque muy bien podía haber salido de aquella reunión con los pies por delante.

—Entonces podemos dar el asunto por terminado. Gracias a los extraños compañeros, ¿o no?

—Realmente, Dios le ha otorgado sus bendiciones —Ishri bostezó de manera muy extravagante—. Vino buscando un amigo y se marcha con dos.

—Suerte que tengo —dijo Monza, aunque pensase que se marchaba sin ninguno. Se volvió hacia la puerta, acompañada por el ruido que hacían sus botas al pisar en el desgastado mármol del suelo y por la esperanza de no echarse a temblar antes de salir de aquel lugar.

—¡Una cosa más, Murcatto! —se volvió hacia Rogont, que se había quedado solo al lado de sus mapas, porque Ishri se había desvanecido tan rápidamente como había aparecido—. Su posición es débil, por eso debe emplear la fuerza. Eso lo comprendo. Usted es como es, temeraria más allá de cualquier temeridad. Me gustaría seguir ese camino. Pero yo también soy como soy. Por eso, un poco más de respeto a partir de ahora hará que nuestro matrimonio basado en la mutua desesperación sea más llevadero.

—Vuestra Resplandeciente Presencia —Monza acababa de hacer una reverencia exagerada— debe saber que no sólo soy débil, sino que el remordimiento me hace sentir indigna.

Rogont movió lentamente la cabeza y comentó:

—Aquel oficial debería haberse hecho con usted para darle un buen repaso.

—¿Y vos no habríais intervenido?

—¡Oh, no, por piedad! —siguió mirando los mapas—. Yo sólo le habría pedido a usted un poco más de saliva.