—Un trago, un trago, un trago. ¿Dónde puede tomarse uno un trago?
Nicomo Cosca, famoso soldado de fortuna, se apoyaba contra la pared del callejón, rebuscando nuevamente en su bolsa con dedos temblorosos. Lo único que había en ella era un montón de pelusas grises. Las sacó, las quitó de los extremos de sus dedos y vio cómo caían lentamente. Era toda su fortuna.
—¡Maldita bolsa! —Presa de una rabia impotente, la arrojó a la alcantarilla. Luego se lo pensó mejor y la pescó al vuelo, gimiendo como un viejo. Era un viejo. Un hombre perdido. Un hombre a punto de morir, que daba sus últimos estertores. Cayó lentamente de rodillas y miró su imagen rota en la negra agua que se encharcaba entre el empedrado de la calle.
Habría dado todo lo que tenía por el mínimo trago de licor. Pero no tenía nada. Lo único que le quedaba era su cuerpo. Sus manos, que habían alzado a príncipes hasta lo más alto del poder y luego los habían dejado caer. Sus labios, que habían besado gentilmente a las bellezas más célebres de su tiempo. Su polla escocida, sus tripas doloridas, su cuello sarnoso…, todo eso lo habría vendido por un simple vasito de licor de uva. Pero no sabía dónde encontrar un comprador.
—Me he convertido… en una bolsa vacía —levantó los brazos que le pesaban e imploró y gimió en la lobreguez de la noche—. ¡Que alguien me dé un maldito trago!
—¡Cierra la boca, escoria! —dijo una voz aguardentosa, y entonces, cuando unas contraventanas se cerraron de golpe, el callejón se sumió en una oscuridad más profunda.
Había comido en las mesas de los duques. Había jugueteado en los lechos de las condesas. Las ciudades habían temblado a la sola mención de Cosca.
—¿Cómo he podido llegar… a esto? —Se levantó tambaleante, tragándose las ganas de vomitar. Se apartó el cabello de las sienes que le latían, manoseó las puntas desiguales de su bigote. Echó a andar por la calle con un contoneo que a muy duras penas se parecía a su manera de andar de antaño, tan bravucona, entre edificios fantasmales y la luz de un farol vislumbrado entre la bruma, mientras el rocío creado por la brisa nocturna se condensaba en su fatigado rostro. Cuando un sonido de pasos se acercó, Cosca fue hacia él—. ¡Buen señor! Me encuentro temporalmente sin efectivo, y me preguntaba si usted tendría la amabilidad de prestarme una pequeña suma hasta…
—Anda y jódete, mendigo —el hombre le empujó, haciéndole llegar a tumbos hasta la pared.
Cosca se puso colorado por el ultraje.
—¡Está hablando, ni más ni menos, con Nicomo Cosca, célebre soldado de fortuna! —aquellas palabras caían en descrédito por la voz cascada de quien las pronunciaba—. ¡Capitán general de las Mil Espadas! Bueno, ex capitán general —el hombre le hizo un gesto obsceno antes de desaparecer en la niebla—. ¡He comido… en los lechos… de los duques! —Cosca sufrió un ataque de tos convulsa que le obligó a doblarse en dos, mientras sus temblorosas manos sujetaban sus igualmente temblorosas rodillas, y su dolorida caja torácica retumbaba igual que una campana cascada.
Así era la vida del bebedor. Una cuarta parte de toda ella, sentado encima de su propio trasero; otra cuarta parte, con la cara en el suelo; otra cuarta parte, de rodillas; y la parte que quedaba, doblado por la tos. Finalmente, consiguió cosechar un gran moco de flema que quedó colgando de su dolorida lengua tras un golpe de tos postrero. ¿En eso consistía todo su legado? ¿En escupir encima de cien mil alcantarillas? ¿En que su nombre se hubiese convertido en un chiste con el que hacer pequeñas traiciones por el ansia de dinero? Con el profundo gemido que sólo da la desesperación, se enderezó y se quedó mirando a la nada, porque incluso las estrellas parecían sustraerse a su mirada, ocultas entre la niebla que velaba toda la ciudad de Sipani.
—Una última oportunidad. Es todo lo que pido —había perdido la cuenta de las últimas oportunidades que había malgastado—. ¡Dios! Solo una —jamás había creído en Dios ni un solo instante—. ¡Hados! —nunca había creído en los Hados—. ¡Lo que sea! —jamás había creído en nada que no fuese el siguiente trago que iba a tomarse—. Sólo una… oportunidad… más.
—De acuerdo. Una más.
—¿Dios? ¿Eres tú? —Cosca parpadeaba.
Alguien lanzó una risita. Era una voz de mujer, y el modo en que se burlaba, sin compasión, no parecía muy divino.
—Si quieres, Cosca, puedes ponerte de rodillas.
Torció la vista en medio de la húmeda bruma, mientras su cerebro alcoholizado intentaba ponerse a trabajar. Que alguien conociera su nombre no era nada bueno. Sus enemigos sobrepasaban a sus amigos, y sus acreedores a unos y a otros. Su mano de borracho fue hacia la empuñadura dorada de su espada, y entonces recordó que la había empeñado en Ospria hacía varios meses para comprarse otra más barata. Su mano de borracho fue hacia la empuñadura de aquella última espada, y entonces recordó que la había empeñado nada más llegar a Sipani. Dejó caer aquella mano inútil. No era una gran pérdida. No estaba muy seguro de tener la fuerza suficiente para blandir una espada en caso de tener una.
—¿Quién diablos anda por ahí? Si te debo dinero… sé breve… —sintió un retortijón que le hizo lanzar un prolongado eructo muy desagradable— al ¿matarme?
Una silueta oscura, que acababa de salir de la penumbra, apareció a su lado, haciéndole dar un respingo que le llevó a tropezarse con sus propios pies y a caer al suelo con los miembros extendidos, con la mala fortuna de que su cabeza crujió al chocar contra la pared y entonces él vio las estrellas.
—Así que aún sigues vivo. ¿Lo estás, verdad? —era una mujer muy alta y delgada, cuyo rostro muy marcado, que seguía prácticamente entre las sombras, parecía cubierto por unos pelos teñidos de rojo que eran como picas. Su mente aún tardó un rato en reconocerla.
—Shylo Vitan, jamás me lo hubiera imaginado —aunque no fuese realmente una enemiga, tampoco era una amiga. Se apoyó en un codo para levantarse, pero, al ver cómo daba vueltas la calle, desistió y se quedó quieto—. No creo que quieras… invitarme a un trago, ¿verdad?
—A un trago de leche de cabra.
—¿Qué?
—Dicen que es bueno para hacer la digestión.
—Siempre había oído que tenías el corazón de piedra, aunque jamás hubiera supuesto que fueses tan fría que quisieras invitarme a un trago de leche, ¡maldita seas! Sólo un trago más de ese licor añejo de uva. Un trago, un trago, un trago. Sólo uno más y se terminará.
—¡Oh, ya se ha terminado! ¿Cuánto has estado borracho esta vez?
—Me parece que era verano cuando comencé a darle a la botella. ¿En qué mes estamos?
—Seguro que no estamos en el mismo año. ¿Cuánto dinero te has gastado?
—Todo lo que tenía y más. Me sorprendería que aún quedara en el mundo alguna moneda que no haya pasado por mi bolsa en uno u otro momento. Pero creo que he vuelto a quedarme sin fondos, así que, si has cambiado dinero y tienes algo suelto para gastar…
—Tú eres el que tiene que cambiar, y no seguir gastando.
Se levantó todo lo que se lo permitían sus rodillas y se apuñaló en el pecho con un dedo engarabitado.
—¿Crees que mi mejor parte, la marchita, la avergonzada, la horrorizada, la parte que grita para que la saquen de su tortura, no lo sabe? —se encogió de hombros, impotente, y todo su cuerpo se colapso por el dolor—. Para que un hombre pueda cambiar, necesita la ayuda de buenos amigos o, mejor, de buenos enemigos. Mis amigos llevan muertos mucho tiempo, y mis enemigos, bueno, debo admitir que tienen mejores cosas que hacer.
—No todos —era la voz de otra mujer. Al escucharla, Cosca sintió que un escalofrío bajaba por su espalda, porque sabía de quién era. Fue como si una figura cobrase forma a partir de la penumbra, como si la bruma abandonase sus contornos para dejar sólo unos remolinos de vapor alrededor de los faldones de su casaca.
—No… —dijo con un gemido.
Recordaba la primera vez que la había visto: una chica de diecinueve años, de melena despeinada y espada a la cadera, cuya mirada luminosa estaba llena de ira, desconfianza y una pizca de desprecio que resultaba fascinante. En aquel momento en que volvía a verla, su rostro era inexpresivo, excepto por el rictus de dolor que se insinuaba en su boca. Llevaba la espada en el lado contrario, y la mano de aquel lado, la derecha, que tenía enguantada, descansaba sobre su pomo. Sus ojos aún tenían la decisión imperturbable de antaño, aunque con más ira, más desconfianza y mucho más desprecio. ¿Quién hubiera podido reprochárselo? Cosca se encontraba más allá del desprecio, y lo sabía.
Por supuesto que había jurado mil veces que la mataría cuando volviese a verla. A ella o a su hermano, o a Andiche, Victus, Sesada, Fiel Carpi, o a cualquier otro de los bastardos traidores de las Mil Espadas que antaño le habían traicionado. Que le habían quitado el sitio. Que le habían obligado a salir huyendo del campo de batalla de Afieri, con la reputación y las ropas hechas jirones.
Aunque hubiera jurado mil veces que la mataría, Cosca había roto todo tipo de juramentos durante su vida; así que la sola contemplación de aquella mujer no le hizo sentir rabia. Al contrario, suscitó en él una mezcla de cosas anticuadas: autocompasión, alegría inexplicable y, lo peor de todo, la acuciante vergüenza de poder ver en la cara de ella lo bajo que había caído. Y todo ese dolor lo sintió en la nariz, por dentro de las mejillas, en las lágrimas que brotaban de sus ojos atormentados. Por una vez agradeció que estuvieran tan rojos como las heridas, porque así nadie podría ver que lloraba.
—Monza —intentó levantar su mugriento cuello por la camisa, pero las manos le temblaban demasiado para conseguirlo—. Debo confesarte que había oído noticias de tu muerte. Por supuesto que estaba intentando vengarme…
—¿Por mí o de mí?
Se encogió de hombros cuando dijo:
—Es difícil recordar; me detuve en el camino para echar un trago.
—Hueles como si te hubieras tomado más de uno —la pizca de decepción que Cosca veía en su rostro le dolía por dentro más que la mordedura del acero—. Oí que habías acabado por conseguir que, finalmente, te matasen en Dagoska.
—Siempre han corrido falsos informes acerca de mi muerte —intentaba levantar una mano para alejar las palabras que ella acababa de pronunciar—. Ilusiones vanas que se hacían mis numerosos enemigos. ¿Dónde está tu hermano?
—Muerto —dijo ella, sin alterar la expresión de su rostro.
—Bueno. Lo siento por él. Siempre me gustó ese chico —la lisonja cobarde de siempre.
—Tú siempre le gustaste a él —aunque los dos siempre se hubieran detestado, ¿qué importaba?
—Si su hermana hubiera sentido lo mismo por mí, las cosas habrían sido muy diferentes.
—Quizá esas cosas no nos hubieran llevado a ningún sitio. Todos tenemos… remordimientos.
Estuvieron mirándose fijamente durante un buen rato, ella de pie, él de rodillas. No era así como él se había imaginado su reencuentro.
—Remordimientos. El precio de los negocios, como solía decir Sazine.
—Quizá debiéramos dejar el pasado a un lado.
—Apenas me acuerdo del ayer —dijo él, mintiendo. El pasado le pesaba tanto como la armadura de un gigante.
—Entonces pensemos en el futuro. Tengo un trabajo para ti, si te decides a aceptarlo. ¿Puedo suponer que estás buscando trabajo?
—¿Qué tipo de trabajo?
—Combatir.
—Siempre estuviste obsesionada por el combate —Cosca frunció el ceño—. ¿Cuántas veces te dije esto mismo? Un mercenario no tiene futuro si se obsesiona con esa estupidez.
—La espada es para que tintinee, no para desenvainarla.
—Ésta es mi chica. Te he echado de menos —dijo sin pensar y, como había estado conteniendo tanto tiempo su vergüenza, sufrió un acceso de tos por el que estuvo a punto de echar fuera un pulmón.
—Amistoso, ayúdale.
Un hombre enorme acababa de aparecer mientras hablaban, no muy alto, pero sí muy ancho y musculoso, y con aspecto de dominar la fuerza que le poseía. Agarró a Cosca por debajo del codo y lo levantó casi sin esfuerzo.
—Un brazo tan fuerte como buena es la hazaña —comentó al borde de la náusea—. ¿Te llamas Amistoso? ¿Eres un filántropo?
—Soy un presidiario.
—No veo ningún motivo para que no puedas ser ambas cosas. Mi agradecimiento en cualquier caso. Y ahora, si me colocases en la dirección precisa en que se encuentra alguna taberna…
—Las tabernas tendrán que esperar —dijo Vitari—. Aunque eso suponga un bajón para la industria del vino. La conferencia comienza dentro de una semana y te necesitamos sobrio.
—No estaré sobrio nunca más. La abstinencia duele. ¿Alguien ha dicho «conferencia»?
Monza seguía mirándole con ojos llenos de decepción.
—Necesito a un buen hombre. Un hombre con coraje y experiencia. Un hombre que no tenga miedo de enfrentarse al gran duque Orso —torció una de las comisuras de la boca—. Eres lo único que hemos podido encontrar en tan poco tiempo.
Cosca se agarró a la mano del hombretón mientras la calle envuelta en bruma se ladeaba.
—De entre todas las cosas de esa lista, ¿crees que tengo… experiencia?
—Cogería a cualquiera que sólo tuviese una de ellas con tal de que estuviese necesitado de dinero. ¿Tú necesitas dinero, no, viejo?
—Mierda, claro que sí. Pero no tanto como un trago.
—Haz bien el trabajo y ya veremos.
—Acepto —se sorprendió al ver que se había erguido completamente y que desde su elevada estatura levantaba la barbilla y miraba hacia abajo a Monza—. Deberíamos hacer una cédula de reclutamiento, como en los viejos tiempos. Escrita con letra apretada, con todas las condiciones, como Sajaam solía hacer. Firmada con tinta roja… ¿Dónde podríamos encontrar un notario a estas horas de la noche?
—No te preocupes. Aceptaré tu palabra.
—Debes de ser la única persona de Styria que me ha dicho eso. Pero que sea como dices —señaló con firmeza el otro extremo de la calle—. Por aquí, amigo mío, y mantén el rumbo. —Echó a andar con paso decidido, pero como se le dobló una rodilla, se quejó cuando Amistoso le agarró.
—No es por ahí —decía la voz tranquila y profunda del presidiario. Deslizó una mano por debajo del brazo de Cosca y casi le llevó en volandas hacia la dirección opuesta.
—Señor, es usted un caballero —musitó Cosca.
—Soy un asesino.
—No veo ningún motivo para que no puedas ser ambas cosas…
Cosca intentó centrar la vista en Vitari, que avanzaba a zancadas por delante de ellos, y luego en uno de los lados del macizo rostro de Amistoso. Extraños compañeros. Marginados. El tipo de gente que no le serviría a nadie. Contempló el caminar de Monza, la decidida zancada que recordaba desde hacía tantos años tenía algo de cojera. Eran los que se iban a enfrentar con el gran duque Orso. Y eso significaba que estaban locos o que no tenían otra elección posible. ¿En cuál de aquellas dos categorías entraría él?
Encontró rápidamente la respuesta. No veía ningún motivo para que no pudiera pertenecer a las dos.