Un pez fuera del agua

El frío viento llegaba desde el mar y barría los muelles de Talins de una manera magnífica. O espantosa, según lo bien o mal abrigado que uno estuviera. Escalofríos no era de los que llevan mucha ropa encima. Sin darle importancia, se ajustó la liviana casaca en los hombros, más por comodidad que por otra cosa. Entornó la mirada y afrontó con talante mísero la última racha. Era evidente que aquel momento hacía honor a su sobrenombre. Llevaba así varias semanas.

Recordaba cuando se había sentado cerca del fuego, calentito, arriba en el Norte, en una confortable casa de Uffrith, con la barriga llena de carne y la cabeza llena de sueños, hablando con Vossula de la maravillosa ciudad de Talins. Lo recordaba con algo de amargura, porque aquel maldito comerciante, de ojos llorosos y cuentos almibarados que tenían que ver con su patria, le había convencido para hacer aquella travesía de pesadilla hasta Styria.

Vossula le había dicho que el sol siempre lucía en Talins. Por eso Escalofríos había vendido su excelente casaca antes de partir. ¿Verdad que no quería terminar sudoroso? Por eso mismo, mientras temblaba como la ahorquillada hoja de otoño que está a punto de caer de la rama, le pareció que Vossula no había hecho mucho honor a la verdad.

Escalofríos observaba las inquietas olas que mordisqueaban el muelle, lanzando su helada lluvia sobre los pocos esquifes podridos que quedaban en sus podridos amarres. Escuchó los crujidos de las guindalezas, los graznidos de las indefensas aves marinas, el golpeteo del viento en las persianas bajadas, los gruñidos y las quejas de los hombres que le rodeaban. Todos apelotonados en los muelles por la débil esperanza de encontrar trabajo, y dando pie al mayor cúmulo de historias tristes jamás contadas. Mugrientos y encanijados, con rostros macilentos y vestidos con harapos. Hombres desesperados. Para resumir, hombres como Escalofríos. Excepto que habían nacido allí. Cómo había podido ser tan estúpido para irse a vivir a aquel sitio.

Con el mismo cuidado con que el avaro saca su tesoro, extrajo lentamente del bolsillo interior de su casaca lo que le quedaba de la hogaza de pan duro y mordió un trocito, asegurándose de no desaprovechar ni una migaja. Entonces vio que el hombre que estaba más cerca de él se le quedaba mirando y se relamía los labios. Como Escalofríos se sintió abrumado, no tardó en ofrecerle el pan.

—Gracias, amigo —dijo el otro mientras lo devoraba.

—No es nada —dijo Escalofríos, que había estado partiendo madera durante varias horas para conseguir la hogaza. Sí que era algo, de hecho algo que le había costado mucho trabajo. Los demás le miraban con esos ojos grandes y llenos de tristeza que ponen los cachorrillos cuando tienen hambre. Movió las manos y dijo—: Si tuviera pan para todos, ¿qué coño creéis que haría en este sitio?

Volvieron la cabeza, rezongando. Él se aclaró la garganta y lanzó un escupitajo. Junto con un trozo de pan duro, era lo único que había pasado por sus labios aquella mañana, antes de salir por el otro lado. Había llegado con el bolsillo repleto de monedas de plata, el rostro lleno de sonrisas, el pecho henchido de felicidad y esperanza. Tras tres semanas de estar en Styria, de aquellas tres cosas sólo le quedaban los posos más amargos.

Vossula le había dicho que la gente de Talins era tan amistosa como los corderos y que recibía como invitados a los extranjeros. Pero él sólo había encontrado desdén, y descubierto que mucha gente se servía de los trucos más infames para aligerarle de su dinero cada vez más exiguo. En las esquinas de aquella calle no repartían segundas oportunidades. No más que lo que se hacía en el Norte.

Del barco que acababa de atracar en el muelle salían muchos pescadores que tiraban de las cuerdas y se quejaban del velamen. Escalofríos vio que los individuos desesperados que estaban con él se animaban al pensar que alguno podría encontrar trabajo. Él mismo sintió en el pecho un asomo de esperanza, por mucho que aquel trabajo pudiera ser duro, y tensionó los dedos de sus pies por si tenía que echar a andar deprisa.

El pescado salía de las redes para caer en el muelle, plata que se retorcía bajo el húmedo sol. La pesca era un trabajo tan bueno como honrado. Una vida entre salmuera, sin palabras hirientes, donde todos los hombres luchan contra el viento, recogen del mar su plateado botín y nada más. Un noble oficio, o eso se decía Escalofríos, olvidándose de lo mal que huele el pescado. Digamos que, en aquellas circunstancias, cualquier trabajo que hubiese conseguido le habría parecido el más noble.

Un individuo tan borracho como una cuba bajó de un salto del barco y se pavoneó delante de los mendigos, como dándose mucha importancia. Ellos comenzaron a empujarse unos a otros para que se fijase en ellos. Escalofríos supuso que debía de ser el capitán.

—Necesito dos hombres —dijo, echando hacia atrás su gorra gastada y mirando los rostros desanimados de aquellos hombres que lo esperaban todo de él—. Tú y tú.

Como es evidente, Escalofríos no estaba entre ellos. Bajó la cabeza junto con los demás mientras la afortunada pareja se apresuraba en seguir al capitán hacia su bote. Uno de ellos, el bastardo al que le había dado el pan, ni siquiera se molestó en buscarlo con la mirada para regalarle una palabra de afecto. Aunque, muy posiblemente, sean los actos lo que define al hombre y no lo que recibe, como solía decir el hermano de Escalofríos, recibir algo bueno siempre le evita a uno morir de hambre.

—A la mierda —y echó a andar tras ellos, abriéndose camino entre los pescadores y sorteando cubos y carretillas repletos de sus estremecidas capturas. Llegó a cubierta, donde el capitán se entretenía haciendo algo, y exhibió la mueca más amistosa que pudo encontrar—. Bonito barco el suyo —dijo, aunque le pareciera una sucia bañera llena de mierda.

—¿Y?

—¿Sería tan amable de considerar la posibilidad de contratarme?

—¿A usted? ¿Qué sabe de pesca?

Escalofríos tenía una mano muy buena con el hacha, la espada, la lanza y el escudo. En el Norte era un Hombre Afamado que dirigía las cargas y que mantenía en su sitio la línea de la batalla. Que recibía muy pocas heridas graves y que infligía muchas que eran mortales. Por eso, como se le daba muy bien atacar, comenzó por agarrarse al argumento con la misma fuerza con la que el hombre que está a punto de ahogarse se agarra a un madero a la deriva.

—Solía pescar mucho cuando era niño. En el lago, con mi padre —sus pies tocaban directamente los tablones a través de las suelas. La luz se reflejaba en el agua. Veía las sonrisas de su padre y de su hermano.

—¿En un lago? Muchacho, aquí pescamos en el mar —el capitán no compartía su nostalgia.

—¿En el mar? Pues creo que nunca he practicado ese tipo de pesca.

—Entonces, ¿por qué me hace gastar mi maldito tiempo? Tengo más pescadores de Styria que los que necesito, los mejores, con doce años en la mar —señaló con una mano a los individuos ociosos que se alineaban en el embarcadero, los cuales más bien parecían haber pasado doce años en una cervecería—. ¿Por qué le iba a dar trabajo a un mendigo del Norte?

—Porque trabajaré duro. He tenido una racha de mala suerte. Sólo le estoy pidiendo una oportunidad.

—Todo eso está muy bien, pero aún no me ha dicho por qué tengo que ser yo el que tenga que darle trabajo.

—Sólo una oportunidad…

—¡Fuera de mi barco, bastardo pálido! —el capitán sacó un largo garrote de madera sin pulir y dio un paso adelante, como si fuera a pegar a un perro—. ¡Lárgate, y llévate contigo tu mala suerte!

—Quizá no sea buen pescador, pero siempre he tenido cierto talento para hacer sangrar a la gente. Mejor será que bajes ese garrote antes de que te lo haga tragar por las malas. —Escalofríos acompañó aquella advertencia con una mirada aviesa. Una mirada asesina que procedía del Norte. El capitán se estremeció y se detuvo en seco, para luego rezongar. Dejó caer el garrote y llamó a gritos a uno de los suyos.

Escalofríos se encogió de hombros y no volvió la cabeza. Caminó lentamente hasta la boca de un callejón, dejó atrás los pasquines pegados en las paredes y las palabras pintarrajeadas en ellos. Hasta que llegó a las sombras que se agazapaban entre los edificios apelotonados unos contra otros y fue consciente de que los ruidos de los muelles se iban apagando tras él. Le había ocurrido lo mismo con los panaderos y los herreros, con cualquiera de los oficios de aquella maldita ciudad. Incluso tuvo la esperanza de que el oficio de zapatero remendón le resolviera la vida, hasta que aquel zapatero le mandó a la mierda.

Vossula le había dicho que en Styria podría hacer cualquier tipo de trabajo, pues sólo tenía que buscarlo. Al parecer, y por motivos que no podía ni imaginar, el tal Vossula debía de haber estado mofándose de él todo el tiempo. Aunque Escalofríos le hubiera hecho todo tipo de preguntas, en aquel momento en que se hundía en la mugre del portal y sus botas desgastadas pisaban el agua de las alcantarillas, por no hablar de las cabezas de pescado que le hacían compañía, se dio cuenta de que no le había hecho la única pregunta que importaba. La única que le rondaba por la cabeza nada más llegar a aquel sitio.

Dime, Vossula… si Styria es tan maravillosa como dices, ¿qué diablos haces aquí, en el Norte?

—Maldita Styria —masculló en norteño. El dolor que sentía detrás de la nariz significaba que estaba a punto de llorar, aunque aquello no le produjera ninguna vergüenza. Caul Escalofríos. Hijo de Cuello Rechinante. Un Hombre Afamado que se había enfrentado a la muerte en mil situaciones. Que había luchado al lado de los hombres más célebres del Norte… Rudd Tresárboles, Dow el Negro, el Sabueso, Hosco Harding. Que había dirigido la carga contra la Unión cerca de Cumnur. Que había mantenido la línea contra mil shankas en Dunbrec. Que había combatido en los Sitios Altos durante siete días de matanzas. Sintió que una sonrisa se insinuaba en su boca al pensar en las situaciones de violencia y arrojo de las que había salido vivo. Aunque fuera consciente de haberse apartado malamente del buen camino, qué felices le parecían aquellos días. Al menos no los había vivido solo.

Levantó la mirada al escuchar unos pasos. Cuatro individuos caminaban despacio por el callejón, siguiendo el camino que él había tomado desde los muelles. Tenían esa mirada triste que la gente suele poner cuando está pensando alguna maldad. Escalofríos se aplastó contra la puerta, esperando que la maldad que planeaban no tuviera nada que ver con él. Su corazón latió desacompasadamente cuando se abrieron en semicírculo a su alrededor. Uno de ellos tenía la nariz roja e hinchada, de esas que sólo se consiguen bebiendo mucho. Otro, tan calvo como una bota, asía un palo largo cerca de la pierna. Un tercero tenía una barba que le cubría todo el pescuezo, además de unos dientes marrones. Como no eran unos individuos finos, Escalofríos supuso que no debían de estar pensando en ninguna fineza.

El que iba al frente hizo una mueca. Era un bastardo de aspecto desagradable, con una cara larga que parecía de rata.

—¿Qué tienes para nosotros?

—Me gustaría tener algo que valiera la pena. Pero no lo tengo. Podéis seguir vuestro camino.

Cara de Rata miró enfadado a su compañero calvo, molesto por el hecho de que no pudieran sacar nada, y dijo:

—Pues danos las botas.

—¿Con este tiempo? Me quedaré helado.

—Pues quédate helado. Mira, me importa una mierda. Las botas, ahora, antes de que te dé una patada por hacerte el gracioso.

—Maldita Talins —exclamó Escalofríos cuando las ascuas de la conmiseración que anidaba en su garganta se aventaron, volviéndose ardientes y ansiando sangre. Le fastidiaba haber caído tan bajo. A aquellos bastardos no les servían sus botas, sólo querían sentirse importantes. Pero habría sido una locura luchar uno contra cuatro, y sin ninguna arma encima. No era una buena elección acabar muerto por un matón cualquiera, por mucho frío que hiciese.

Se agachó y comenzó a quitarse las botas, pero sin dejar de rezongar. Entonces, de un rodillazo, alcanzó a Nariz Roja en las pelotas y le hizo doblarse en dos. Lo cierto es que él estaba tan sorprendido como los demás. Quizá el hecho de quedarse descalzo fuera más de lo que su orgullo podía permitirse. Aplastó la barbilla de Cara de Rata, agarró las solapas de su casaca y lo lanzó como un ariete hacia uno de sus compañeros, de suerte que ambos cayeron en el suelo y maullaron como gatos bajo la tormenta.

Escalofríos agarró el garrote del bastardo calvo cuando caía y le atizó con él en el hombro. El hombre tropezó, ya perdido el equilibrio, y abrió una boca desmesurada. Escalofríos le colocó un directo en el extremo de la barbilla, tirándole de espaldas y haciéndole chillar. Luego le siguió para aplastarle la cara con un puño… una, dos, tres, cuatro veces, hasta que se la dejó hecha un desastre y su sangre le manchó el brazo de la casaca.

Se levantó a gatas, mientras Calvito escupía los dientes en el arroyo. Nariz Roja seguía doblado, quejándose, con las manos metidas entre las piernas. Pero los otros dos acababan de sacar los cuchillos con un reluciente relampagueo de metal. Escalofríos se agachó, apretó los puños, respiró hondo y su mirada fue de uno a otro mientras su ira languidecía. Quizá debiera darles las botas y asunto terminado. Lo más seguro es que las cogieran de sus pies, ya muertos y fríos, tras un breve instante de dolor. Maldito orgullo, que tanto daño hace al hombre por cosas de poco valor.

Cara de Rata se quitó la sangre de la nariz.

—¡Oh, ahora eres hombre muerto, cabrón norteño! No vales ni… —de repente sacó una pierna por debajo de su cuerpo y se derrumbó con un chillido. El puñal cayó de su mano, rebotando en el suelo.

Alguien salió de las sombras que estaban a su espalda. Alguien alto y encapuchado que sostenía tranquilamente una espada en su pálido puño izquierdo, cuya sutil hoja, que atrapaba la poca luz del callejón, relucía asesina. El último de los ladrones de botas que aún se tenía en pie, el de los dientes llenos de porquería, miró aquellos palmos de acero con ojos tan grandes como los de una vaca y comprendió de repente que su puñal era una birria.

—Puedes echar a correr para cogerlo —Escalofríos frunció el ceño y bajó la guardia, porque aquella voz era de mujer. A Dientes Marrones no hubo que decírselo dos veces. Se dio media vuelta y echó a correr hacia la salida del callejón.

—¡Mi pierna! —Cara de Rata aullaba mientras se agarraba la rodilla por detrás con la mano ensangrentada—. ¡Me has jodido la pierna!

—Deja de quejarte o te joderé la otra.

Calvito seguía echado en el suelo, sin decir nada. Nariz Roja ya no se quejaba de su pierna.

—¿Así que querías mis botas? —Escalofríos dio un paso y le propinó otra patada en las pelotas, para luego levantarle del suelo y reírsele en la cara—. ¡Pues ya te dado una de ellas, bastardo! —miró a la recién llegada, con la sangre latiéndole por detrás de los ojos y sin estar muy seguro de si no saldría de aquello con algo de acero entre las tripas. Tampoco estaba muy seguro de poder irse. Aquella mujer no tenía pinta de traer buenas noticias—. ¿Qué quiere? —preguntó.

—Nada por lo que tenga que preocuparse —podía ver un asomo de sonrisa en el rabillo de sus ojos, lo único de ella que asomaba por la capucha—. Quizá pueda ofrecerle un trabajo.

Un plato grande lleno de carne, vegetales y algún tipo de salsa, a cuyo lado había varias rebanadas de pan apelmazado. Escalofríos no sabía qué pensar de lo sucedido, porque estaba demasiado atareado en llevarse todo aquello a la boca para emitir un juicio correcto. Debía de parecer un auténtico animal, sin afeitarse durante dos semanas, demacrado y sucio por dormir en los incómodos portales. Pero estaba muy lejos de preocuparse por su apariencia, aunque una mujer le estuviera mirando.

Ella ya se había quitado la capucha, porque se encontraban en un lugar cerrado. Se apoyaba en la pared, al amparo de las sombras. Cuando alguien pasaba cerca, ladeaba la cabeza hacia delante, de suerte que aquellos cabellos suyos, tan negros como la pez, quedaban colgando encima de una de sus mejillas. Pero él, aprovechando los escasos momentos en que podía apartar los ojos de la comida, ya se había hecho una idea de su rostro, y le parecía interesante.

Rasgos duros, con huesos muy salientes, una mandíbula recta y orgullosa y un cuello largo, con una vena azul muy marcada en uno de sus lados. Pensó que era peligrosa, lo que no era nada nuevo después de haber visto cómo le había cortado a un hombre la parte posterior de la rodilla sin apenas miramientos. Pero había algo en su manera de entornar los ojos que le ponía nervioso. Aplomo y frialdad, como si le hubiera tomado la horma y supiese lo siguiente que iba a hacer. Lo sabía mejor que él. Tenía tres cicatrices largas en una de sus mejillas, unos cortes antiguos que aún se estaban curando. Se cubría con un guante la mano derecha, que apenas movía. También había descubierto su cojera. Aunque ella se hubiera visto envuelta en algún asunto turbio, Escalofríos tenía tan pocos amigos que no podía permitirse perder uno nuevo. De acuerdo, quienquiera que le alimentase contaría con su lealtad al completo.

Ella seguía mirando cómo comía.

—¿Hambriento?

—Un poco.

—¿Muy lejos de casa?

—Un poco.

—¿Ha tenido mala suerte?

—Más de la que me correspondía. Pero también porque no supe escoger bien.

—Los dos estamos igual.

—Ya lo veo —dejó cuchillo y tenedor encima del plato vacío—. Debería haberme dado cuenta antes —enjugó la salsa con la última rebanada de pan—. Pero siempre he sido mi peor enemigo —se hizo una pausa, ambos sentados uno delante del otro, mientras masticaba—. No me ha dicho su nombre.

—No.

—Esto le gusta, ¿verdad?

—Yo soy la que paga, ¿verdad? Pues será lo que yo diga.

—¿Por qué me paga? Un amigo mío… —carraspeó, porque ya no estaba seguro de que Vossula hubiese sido realmente un amigo—. Un hombre al que conocía, me dijo que no esperase encontrar en Styria nada gratis.

—Fue un buen consejo. Quiero algo de usted.

Escalofríos se pasó la lengua por la boca y sintió un sabor amargo. Tenía una deuda con aquella mujer y estaba por asegurar que acabaría pagándola. Por la mirada de ella, supo que podría costarle caro.

—¿Qué quiere?

—Lo primero de todo, que se dé un baño. Nadie va a tratar con usted con esa pinta.

En aquel momento, el hambre y el frío se habían ido, dejando un poco más de sitio para la vergüenza.

—Lo crea o no, me siento más a gusto si no apesto. Aún me queda un poco de mi jodido orgullo.

—Mejor para usted. Estoy por apostar a que no puede esperar el momento de estar jodidamente limpio.

Movió los hombros, un tanto incómodo. Tenía la sensación de estar a punto de meterse en una piscina cuya profundidad ignoraba.

—Y después, ¿qué?

—Poca cosa. Irá a un fumadero y preguntará por un individuo llamado Sajaam. Le dirá que Nicomo exige su presencia en el lugar acostumbrado. Y me lo traerá.

—¿Por qué no va usted en persona?

—Necio, porque le pago a usted para que vaya —sostenía una moneda en su mano enguantada. La plata relució bajo la luz, revelando un diseño de escamas estampadas en el brillante metal—. Usted me trae a Sajaam y se gana una escama. Luego decidirá si aún quiere seguir pescando, porque podrá comprarse un barril lleno de peces.

Escalofríos frunció el ceño. ¿Una mujer elegante que sale de la nada, que te salva la vida y que luego te hace una magnífica oferta? Su suerte jamás había sido tan buena. La comida no había hecho más que recordarle lo mucho que disfrutaba con la buena mesa.

—Puedo hacerlo.

—Bien. Pero podría hacer algo más y ganarse cincuenta.

—¿Cincuenta? —la voz de Escalofríos era un graznido de ansiedad—. ¿Es una broma?

—¿Acaso me estoy riendo? He dicho cincuenta y, si aún sigue queriendo pescar, podrá comprarse su propio barco y disponer de ropa decente, ¿qué le parece?

Escalofríos sintió que ponía cara de vergüenza al ajustarse la raída casaca. Con todo aquel dinero podría regresar a Uffrith en el siguiente barco y patalear el huesudo trasero de Vossula a todo lo largo del pueblo. Un sueño que había sido su único consuelo en los últimos días.

—¿Y qué quiere a cambio de las cincuenta escamas?

—No gran cosa. Irá a un fumadero y preguntará por un hombre llamado Sajaam. Le dirá que Nicomo exige su presencia en el lugar acostumbrado. Y me lo traerá —hizo una breve pausa—. Y luego, y ésta es la novedad, me ayudará a matar a un hombre.

Para ser sincero consigo mismo, aquello no le sorprendió. Sólo había un tipo de trabajo en el que era realmente bueno. Aunque fuese la primera vez que iba a recibir cincuenta escamas por hacerlo. Había llegado hasta allí para ser mejor persona, pero era como decía el Sabueso: una vez que te manchas las manos de sangre, ya no es fácil tenerlas limpias.

Algo le empujó en el muslo por debajo de la mesa, haciéndole casi dar un brinco en la silla. La empuñadura de un cuchillo bastante largo descansaba encima de sus rodillas. Un cuchillo de combate, cuya empuñadura relucía con un color anaranjado mientras su hoja, aún envainada, seguía en la mano enguantada de aquella mujer.

—Será mejor que lo coja.

—No he dicho que vaya a matar a alguien.

—Ya sé lo que ha dicho. La hoja sólo es para que Sajaam vea que usted quiere negociar.

Tuvo que admitir que no se sentía intimidado por el hecho de que una mujer le sorprendiera metiéndole un cuchillo entre los muslos.

—No he dicho que vaya a matar a alguien.

—Y yo no he dicho que lo haya dicho.

—Entonces, de acuerdo. Sólo llegaré hasta donde usted ya sabe —cogió el cuchillo y lo guardó dentro de su casaca.

El cuchillo le golpeaba en el pecho al caminar, achuchándole como si fuese la antigua amante que regresa a por más. Escalofríos sabía que no era algo de lo que tuviera que sentirse orgulloso. Cualquier necio puede ir por ahí con un cuchillo. A pesar de eso, no estaba seguro de que le gustase sentir su peso contra sus costillas. Sentirse como si volviera a ser alguien.

Había llegado a Styria para encontrar un trabajo decente. Pero, cuando la bolsa comienza a quedar floja, no hay más remedio que dedicarse a los trabajos indecentes. Le pareció que nunca había visto un sitio más indecente que aquél. Una puerta pesada en una pared sucia y sin ventanas, con dos grandullones que montaban guardia a uno y otro lado de ella. Por la postura que adoptaban, Escalofríos podía asegurar que llevaban armas encima y que estaban dispuestos a emplearlas. Uno de ellos era un meridional de piel oscura, con cabellos lacios que le rodeaban la cara.

—¿Quieres algo? —preguntó, mientras el otro le clavaba los ojos a Escalofríos.

—Ver a Sajaam.

—¿Llevas armas? —Escalofríos sacó el cuchillo, cogiéndolo por la punta, y el otro lo cogió—. Ven conmigo —los goznes de la puerta rechinaron cuando se abrió.

Al otro lado, el aire estaba brumoso, cargado por un humo dulzón. Escalofríos sintió un picor en la garganta que le hizo toser, y un arañazo en los ojos que le hizo llorar. Todo estaba en silencio y a oscuras, demasiado calor para el frío que hacía fuera. Unas lámparas de cristal de colores diferentes arrojaban unas siluetas sobre las paredes manchadas… destellos verdes, rojos y amarillos que resaltaban en la lobreguez. Aquel sitio parecía una pesadilla.

Tenía cortinas, seda mugrienta que se estremecía en la penumbra. La gente estaba tirada encima de los cojines, semidesnuda y medio despierta. Un hombre estaba echado de espaldas, con la boca abierta y la pipa a punto de caérsele de la mano, una voluta de humo aún retorciéndose en su cazoleta. Una mujer se apretujaba contra uno de sus costados. Los rostros de ambos estaban perlados de sudor, tan inexpresivos como cadáveres. Daban una impresión de deleite y desespero, más bien de lo último.

—Por aquí —Escalofríos siguió a su guía a través de la penumbra y luego por un pasillo medio a oscuras. Una mujer que se apoyaba en el quicio de la puerta le miró con sus ojos muertos mientras pasaba. Alguien se quejaba, «Oh, oh, oh», en algún sitio cercano, como si estuviese aburrido.

Atravesó una cortina de cuentas tintineantes y otra habitación espaciosa, con menos humo pero más inquietante. En ella había unos cuantos hombres de todos los tipos y colores. A juzgar por sus miradas, todos estaban acostumbrados a la violencia. Ocho de ellos se sentaban junto a una mesa llena de copas, botellas y calderilla, mientras jugaban a las cartas. Varios más se agazapaban en las sombras. La mirada de Escalofríos fue a parar a una pequeña hacha de feo aspecto que estaba al alcance de la mano de uno de ellos, la única arma que había visto en aquel sitio. En lo alto de la pared había un reloj que enseñaba las entrañas, cuyo péndulo iba de un lado para otro, haciendo tic, tac, tic, tac con un sonido tan alto que le puso aún más nervioso.

Un grandullón se sentaba en el extremo de la mesa que en el Norte le habría correspondido al jefe. Era un hombre mayor, con una cara tan llena de cicatrices como el cuero viejo. Su piel tenía el color del aceite oscuro, y sus cortos cabellos y barba estaban surcados de canas. Jugueteaba con una moneda de oro que se pasaba de una a otra mano por encima de los nudillos. El guía se agachó para murmurarle algo al oído y le entregó el cuchillo. Para entonces, los ojos de los presentes se posaban en Escalofríos. Entonces pensó que, a fin de cuentas, una simple escama no fuera una gran recompensa.

—¿Eres Sajaam? —entre todo aquel humo, su voz sonaba más chillona de lo que hubiera deseado.

—Así me llaman, como todos mis queridos amigos te confirmarán. Esta arma tuya revela muchas cosas del hombre que la lleva —la sonrisa del viejo era como una curva amarilla en su rostro.

—¿Si?

Sajaam sacó el cuchillo de su vaina y lo mantuvo en alto, mientras la luz de las lámparas se reflejaba en su hoja, diciendo:

—No es una hoja barata, pero tampoco cara. Apropiada para el trabajo y sin adornos en los bordes. Afilada, pesada, buena para lo suyo. ¿Me voy acercando al blanco?

—Estás bastante cerca —como era evidente que a aquel tipo le gustaba hablar, no se atrevió a mencionar que el cuchillo ni siquiera era suyo. Cuanto menos hablase, antes estaría de vuelta.

—Y, ¿cómo debo llamarte, amigo? —eso de «amigo» no le parecía muy convincente.

—Caul Escalofríos.

—Brrr —Sajaam se estremeció como si estuviese helado, lo que divirtió mucho a sus hombres. Parecía bastante contento de ver cómo se iban desarrollando las cosas—. Estás muy, pero que muy lejos de casa, amigo.

—Eso me importa un carajo. Tengo un mensaje para ti. Nicomo exige tu presencia en el lugar acostumbrado.

El buen humor que reinaba en la estancia desapareció tan deprisa como la sangre que se pierde por una cuchillada en la garganta.

—¿Dónde?

—En el lugar acostumbrado.

—¿Y lo exige? —dos de los hombres de Sajaam salieron de las sombras y retorcieron las manos—. Es tremendamente osado por su parte. Y, ¿por qué mi viejo amigo Nicomo querría enviar a un grandullón paliducho del Norte para hablar conmigo? —Escalofríos pensó que, por alguna razón desconocida, la mujer acababa de hacerle aterrizar en la mierda. Era más que evidente que ella no era el tal Nicomo. Pero él no sólo había agotado durante las últimas semanas su provisión de sarcasmos, sino que la muerte podía llegarle antes de abrir la boca.

—Pregúntaselo en persona. Yo no he venido aquí para intercambiar preguntas, viejo. Nicomo exige tu presencia en el lugar acostumbrado, y eso es todo. Ahora, levanta tu negro culo antes de que pierda los modales.

Hubo una larga pausa, bastante tensa, mientras todos pensaban en aquellas palabras.

—Me gusta —dijo Sajaam con un gruñido—. ¿A ti te gusta? —preguntó a uno de sus estranguladores.

—Creo que sí, si a ti te gusta este tipo de cosas.

—Sólo de vez en cuando. Las palabras mayores, las bravatas, la virilidad de pelo en pecho. También me aburren enseguida, pero en ocasiones me hacen sonreír. Así que Nicomo exige mi presencia, ¿no?

—Sí —dijo Escalofríos, sin más salida que dejarse llevar a donde la corriente quisiera llevarle, esperando que fuese algo parecido a una playa.

—Pues entonces, de acuerdo —el viejo tiró sus cartas encima de la mesa y se levantó lentamente—. Que nunca se diga que el viejo Sajaam no cumple una deuda. Si Nicomo me llama… iré a donde dice —y agarró el cuchillo que Escalofríos había llevado al cinto—. Creo que me quedaré con esto. Al menos por el momento.

Ya era tarde cuando llegaron al lugar que la mujer le había indicado, un jardín casi pelado y tan oscuro como un sótano. Y también vacío, por lo que Escalofríos alcanzaba a ver. Sólo unos papeles rotos se retorcían en el aire de la noche, noticias antiguas que colgaban de los mugrientos ladrillos.

—Y bien —dijo Sajaam de repente—, ¿dónde está Cosca?

—Ella dijo que estaría aquí —Escalofríos casi hablaba entre dientes.

—¿Ella? —su mano fue a la empuñadura del cuchillo—. ¿Quién diablos eres…?

—Por aquí, viejo capullo —salió por detrás del tronco de un árbol y se quedó bajo un retazo de luz, con la capucha quitada. Escalofríos pudo verla con claridad, aún más guapa que antes, y también más resuelta. Muy guapa y muy resuelta, con una sutil línea roja a un lado del cuello, muy parecida a la que se les queda a los ahorcados. Enarcaba las cejas, apretaba los labios, entornaba los ojos y miraba fijamente al frente. Como si se preparara para tirar abajo una puerta con la cabeza y el resultado le importase un carajo.

La cara de Sajaam estaba igual de flácida que una camisa empapada.

—Sigues viva.

—Tan agudo como siempre.

—Pero me habían dicho…

—Pues no.

—No deberías estar en Talins, Murcatto —el viejo no había tardado mucho en atar cabos—. Ni siquiera a ciento cincuenta kilómetros de Talins. Y, lo que es más importante, ni siquiera a mil quinientos de mí —lanzó un juramento en una lengua que Escalofríos no conocía, y luego ladeó la cabeza hacia el oscuro cielo—. Dios, Dios, ¿por qué no me darías una vida más honrada?

—Porque no tienes los suficientes redaños para sobrellevarla —la mujer lanzó un bufido—. Por eso, y porque te gusta demasiado el dinero.

—Lamentablemente, todo eso es cierto —aunque hablasen como antiguos amigos, la mano de Sajaam no había soltado el cuchillo—. ¿Qué quieres?

—Que me ayudes a matar a unos cuantos hombres.

—¡Vaya! La Carnicera de Caprile me necesita para que le ayude a matar. Con tal de que ninguno de ellos se encuentre demasiado cerca del duque Orso…

—Él será el último.

—Oh, zorra loca —Sajaam bajó lentamente la cabeza—. Cuánto te gusta ponerme a prueba, Monzcarro. Cuánto te gustó siempre ponernos a prueba a todos. Jamás lo conseguirás. Jamás, aunque esperes a que el sol se apague.

—¿Y si lo consiguiera? Dime que no lo has estado deseando todos estos años.

—¿Te refieres a todos esos años en los que tú recorrías Styria a sangre y fuego en su nombre? ¿Contenta de aceptar sus órdenes y su dinero, y de lamerle el culo como hace el cachorrillo con el hueso que acaba de encontrar? ¿Te refieres a todos esos años? No recuerdo que me ofrecieras tu hombro para llorar en él.

—Mató a Benna.

—¿De veras? Los pasquines decían que los agentes del duque Rogont os habían cogido a los dos —Sajaam señaló con el dedo varios papeles viejos que se agitaban en la pared situada detrás de Monza. En ellos aparecían los rostros de una mujer y de un hombre. Con una punzada en el estómago, Escalofríos vio que aquel rostro de mujer era el de Monza—. Asesinados por la Liga de los Ocho. Todo el mundo se sintió conmovido.

—No estoy de humor para burlas, Sajaam.

—¿Y cuándo lo estás? Pero no es broma. Fuiste una heroína para esa gente. Así te llamaron, porque habías matado a tantos que lo de «asesina» se quedaba corto. Orso hizo un gran discurso y dijo que todos teníamos que pelear más que nunca para vengarte, y todo el mundo lloró. Lo lamento por Benna. Siempre me gustó ese chico. Pero me he reconciliado con mis demonios. Y tú deberías hacer lo mismo.

—Los muertos pueden olvidar. Los muertos pueden ser olvidados. Los demás tenemos mejores cosas por hacer. Necesito tu ayuda. Me la debes. Salda tu deuda, bastardo.

Durante un buen rato, ambos se miraron con cara de pocos amigos. Luego, aquel hombre mayor dio un largo suspiro y dijo:

—Siempre dije que serías mi muerte. ¿Qué quieres de mí?

—Que me des alguna dirección. Que me presentes a alguien de aquí o de allá. Eso es lo que ahora haces, ¿no es así?

—Conozco a cierta gente.

—Entonces necesito un hombre de cabeza fría y brazo decidido. Un hombre que no se aturrulle al ver la sangre vertida.

Dio la impresión de que Sajaam recapacitaba acerca de lo que le había dicho. Luego volvió la cabeza y dijo por encima del hombro:

—Amistoso, ¿conoces a alguien con esas características?

Un ruido de pasos hirió las tinieblas del camino por donde había llegado Escalofríos. Al parecer, alguien había estado siguiéndoles, y muy bien, por cierto. La mujer se agachó para adoptar una postura de combate, entornó la mirada y llevó su mano izquierda a la empuñadura de la espada. Escalofríos habría cogido un arma en caso de tener una, pero había vendido la suya en Uffrith y su cuchillo lo tenía Sajaam. Así que se contentó con abrir y cerrar la mano, lo cual no servía para nada.

El recién llegado se acercó con parsimonia, se agachó y bajó la mirada. Aunque fuese media cabeza más bajo que Escalofríos, su apariencia maciza daba miedo, porque tenía el cuello más ancho que la cabeza y unas manos enormes que colgaban por las mangas de su tupida casaca.

—Amistoso —Sajaam era todo sonrisas por la sorpresa que el recién llegado les había causado—, te presento a una antigua amiga llamada Murcatto. Si no tienes nada que objetar, estarás a su servicio durante una temporada. —El hombre encogió sus pesados hombros—. ¿Cómo me dijiste que te llamabas?

—Escalofríos.

Los ojos de Amistoso se elevaron por un instante y luego volvieron a mirar el suelo, para no apartarse de él. Unos ojos tristes y extraños. Durante un momento se hizo el silencio.

—¿Es buena persona? —preguntó Murcatto.

—La mejor que conozco. O la peor, si estás en el bando contrario. Me lo encontré en Seguridad.

—¿Qué hizo para que lo encerraran allí junto con tus semejantes?

—De todo, y más.

Más silencio.

—Para llamarse Amistoso, no parece que sea muy amigo de hablar.

—Es lo primero que pensé cuando me lo encontré —dijo Sajaam—. Supongo que le pusieron ese nombre con algo de ironía.

—¿Ironía? ¿En una prisión?

—A la prisión llega todo tipo de gente. Algunos tenemos sentido del humor.

—Si tú lo dices. Creo que voy a fumarme unas cáscaras.

—¿Tú? Eso le habría ido al estilo de tu hermano. ¿Para qué quieres fumar cáscaras?

—Viejo, ¿desde cuándo les preguntas a tus clientes por qué quieren tu mercancía?

—Buen punto —se sacó algo del bolsillo y lo lanzó a la mujer, que lo recogió en el aire.

—Ya te avisaré cuando necesite más.

—¡El enfado me durará horas! ¡Siempre dije que serías mi muerte, Monzcarro! —Sajaam se apartó—. Mi muerte.

Escalofríos se le acercó para decir:

—Mi cuchillo —aunque no hubiese comprendido qué quería decir eso de «buen punto», sabía cuándo estaba metido en algo turbio y sangriento. Algo en lo que iba a necesitar una buena hoja.

—Con mucho gusto —Sajaam lo depositó en la palma de la mano de Escalofríos, que la bajó un poco por todo lo que pesaba—. Me siento en la obligación de aconsejarte que, si ya has decidido estar a su servicio, te hagas con una hoja más larga —Escalofríos echó una mirada a su alrededor y asintió lentamente—. ¿Vosotros tres, héroes, vais a acabar con el duque Orso? Cuando le matéis, ¿querréis hacerme un favor? Que lo hagáis rápidamente y que mi nombre no salga a relucir —y con aquella recomendación tan singular, echó a caminar, tambaleándose, y desapareció en la noche.

Cuando Escalofríos se volvió, la mujer apellidada Murcatto le miró directamente a los ojos y dijo:

—¿Qué pasa contigo? El oficio de pescador es una mierda. Casi tanto como el de granjero, aunque huele mucho peor —levantó la mano enguantada y la plata brilló dentro de su palma—. Sigo necesitando otro hombre. Dime, ¿te conformas con esta escama o te gustaría tener cincuenta más?

Escalofríos lanzó una extraña mirada al metal que relucía. En su época de combatiente, había matado por mucho menos. Batallas, disputas, peleas, en todas las situaciones y en cualquier tiempo. No siempre justas, aunque en ocasiones sirvieran para hacer algo de justicia. Nunca un asesinato, sino una venta de sangre y un pago por ella.

—Ese hombre al que vamos a matar… ¿qué le hizo?

—Te pago cincuenta escamas por su cadáver. ¿No te basta con esto?

—No.

—Veo que eres uno de ellos —le miró enfadada. De alguna manera, su mirada franca comenzaba a crearle problemas.

—¿Uno de quiénes?

—Uno de esos hombres que se mueren por los motivos. Que necesitan excusas. Tío, eres muy peligroso. Difícil de predecir —se encogió de hombros—. Pero si eso te ayuda…, te diré que mató a mi hermano.

Escalofríos parpadeó. El hecho de escuchar aquella confesión le hizo revivir aquel día, para recordar lo sucedido con mayor nitidez que nunca. Veía la cara gris de su padre y comprendía. Le decía que a su hermano lo habían asesinado mientras pedía merced. Junto a las cenizas del salón, con las lágrimas en los ojos, juraba que se cobraría venganza. Un juramento que había decidido romper para dejar atrás la sangre y ser mejor persona.

Y ahí estaba ella, salida de la nada, ofreciéndole otra posibilidad para vengarse. Mató a mi hermano. Se sintió como si hubiera dicho «no» a todo. Aunque quizá sólo fuera porque necesitaba dinero.

—A la mierda —dijo—. Deme las cincuenta escamas.