Las cosas habían cambiado mucho desde la última cabalgada que Monza hiciera hasta Fontezarmo, cuando se reía con su hermano. Era difícil creer que sólo hubiese pasado un año. El año más oscuro, más enloquecido y más sangriento de toda su vida. Un año que le había hecho pasar de muerta a duquesa, y que aún podía acabar dando la vuelta a la tortilla.
Era al atardecer, y no el momento de la aurora, porque el sol se ponía tras ellos por el oeste mientras ascendían por el camino lleno de curvas. A ambos lados del mismo, en las partes del terreno que estaban más o menos planas, los soldados habían plantado sus tiendas. Se sentaban delante de ellas en pequeños grupos indolentes, iluminados por la parpadeante luz de los fuegos del campamento, comiendo, bebiendo, sacando brillo a las botas o a la armadura, mirando a Monza con rostro cansado cuando pasó por delante de ellos.
Un año antes no había tenido guardia de honor, y no como en aquellos momentos, en que una docena de lanceros de Rogont la seguían tan ansiosos como perrillos. Le sorprendía que no se metiesen en la letrina en pos de ella. Lo último que quería el rey en ciernes era que volviesen a arrojarla montaña abajo. Al menos, no hasta que hubiese tenido la oportunidad de coronarlo con sus propias manos. Apenas doce meses antes ella había propiciado la coronación de Orso, cuando Rogont era su peor enemigo. Para ser una mujer a la que le gustaba tener algo a lo que apegarse, lo cierto es que había dado un giro completo en sólo cuatro estaciones.
Entonces tenía a Benna a su lado, y en aquellos momentos tenía a Escalofríos. Eso quería decir que no charlaban entre sí, y aún menos reían. El norteño sólo era una silueta oscura cuyo ojo postizo relucía al captar el último rayo de la luz a punto de desvanecerse. Aunque ella supiese que no podía ver nada por él, lo sentía constantemente fijo en ella. Aunque hablase muy poco, era como si no dejase de repetir: Debería haberte tocado a ti.
Había fuegos en la cima. Destellos de luz en las pendientes, un resplandor amarillo por detrás de las oscuras siluetas de murallas y torres, manchas de humo en el profundo cielo del atardecer. El camino culebreaba una vez más y luego se detenía ante una barricada formada por tres carretas a las que habían dado la vuelta. Victus se sentaba en una silla de campaña justo al otro lado de ella, calentándose las manos ante un fuego, en el cuello toda su colección de brillantes cadenas robadas. Cuando Monza tiró de las riendas de su montura, él hizo una mueca y le dirigió un saludo que resultó ridículo por lo florido:
—¡La gran duquesa de Talins, aquí en nuestro desaliñado campamento! ¡Nos avergonzáis, Excelencia! ¡Si hubiésemos tenido más tiempo para preparar vuestra regia visita, habríamos podido quitar toda esta mugre! —y abrió los brazos para señalar el mar de barro pisoteado, de roca pelada, de embalajes rotos y de carretas dispersas por la ladera de la montaña.
—Victus. La personificación del espíritu mercenario —bajó con dificultad de la silla, intentando ocultar el dolor que sentía—. Voraz como un pato, bravo como un pichón, leal como un cuco.
—Siempre he intentado imitar a las aves más nobles. Me temo que tendréis que dejar los caballos, porque a partir de aquí todo está lleno de trincheras. El duque Orso, que es un anfitrión de lo más grosero, tiene la fea costumbre de disparar con sus catapultas a cualquiera de los invitados que se asome lo suficiente —quitó el polvo de la silla de lona en la que se había sentado y movió hacia ella una mano llena de sortijas—. ¿Queréis que os lleven varios de los muchachos?
—Caminaré por mi propio pie.
La miró con mirada burlona mientras decía:
—Y tendréis una bella apariencia, estoy seguro. Supuse que llegaríais vestida de seda, dada vuestra alta posición.
—Las ropas no hacen a la persona, Victus —dijo ella, mirando igual de burlona la joyería que él llevaba encima—. Un trozo de mierda sigue siendo un trozo de mierda, por mucho oro que se le pegue encima.
—Oh, Murcatto, cuánto te hemos echado de menos. Por aquí.
—Aguárdenme aquí —dijo a los guardias que le había proporcionado Rogont. Tenerlos todo el tiempo detrás de ella le hacía parecer débil. Como si los necesitase.
—Su Excelencia fue de lo más… —comenzó a decir el sargento que los mandaba.
—A la porra Su Excelencia. Aguárdenme aquí.
Subió por unos cuantos peldaños que crujían, hechos con cajas viejas, y entró en el interior de la montaña, con Escalofríos pegado a ella. Las trincheras no eran muy diferentes de las que habían excavado alrededor de Muris hacía tantos años…, paredes de tierra apisonada, sostenidas por potros y vigas de madera, con el mismo olor a enfermedad, moho, tierra húmeda y aburrimiento. Las trincheras en las que habían vivido la mayor parte de los seis meses como ratas en una alcantarilla. Donde los pies se le habían empezado a pudrir y donde Benna había agarrado una cagalera tan mala que perdió la cuarta parte de su peso y el sentido del humor. Mientras recorrían los fosos, los túneles y los refugios, vio algunos rostros conocidos, los de los veteranos que llevaban muchos años luchando en las Mil Espadas. Les saludó con la cabeza, como solía hacer cuando estaba al mando, y ellos le respondieron de la misma manera.
—¿Estáis seguros de que Orso sigue dentro? —preguntó a Victus.
—Oh, claro que sí. Cosca habló con él el primer día.
A Monza no le agradó mucho enterarse de aquello. Cuando Cosca se ponía a hablar con el enemigo, solía acabar mucho más rico y en el bando contrario. Por eso comentó:
—¿Y qué tendrían que decirse esos dos bastardos?
—Pregúntale a Cosca.
—Así lo haré.
—Tenemos el lugar rodeado, así que por eso no te preocupes. Hay trincheras en las tres caras —Victus dio una palmada en la tierra que estaba cerca de él—. Si hay algo que un mercenario sepa hacer bien, es cavar un agujero cojonudamente bueno para meterse dentro de él. Además, hemos puesto piquetes en el bosque y en el fondo del barranco —el bosque donde Monza se había quedado después de la caída, rodeada de hojarasca, hecha papilla, gimiendo como los condenados del infierno—. Y también disponemos de una amplia selección de los mejores soldados de Styria. De Ospria, de Sipani, de Affoia, en gran cantidad. Todos empeñados en ver muerto a nuestro antiguo patrón. Ni una rata podría salir sin que lo supiéramos. Si Orso hubiese querido huir, ya lo habría hecho hace varias semanas. Pero no lo hizo. Tú le conocías mejor que nadie. ¿Crees que ahora intentará salir huyendo?
—No —tuvo que admitir. Cuanto antes muriese, antes se sentiría mejor—. ¿Qué posibilidades hay de entrar?
—Los que diseñaron ese maldito lugar sabían lo que se hacían. El terreno que rodea las murallas es demasiado escarpado.
—Eso ya lo sabía. La cara norte de la muralla exterior es el sitio más apropiado para realizar el asalto, porque desde ella se puede acceder a la muralla interior.
—Eso mismo pensamos nosotros, pero, como suele decirse, del dicho al hecho hay mucho trecho, sobre todo cuando unas murallas altas se interponen en el hecho. Así que no lo hemos intentado —Victus se subió encima de un cajón y la ayudó a subir. Entre dos pantallas de mimbre, al otro lado de una fila de estacas afiladas que apuntaban hacia la pendiente desnuda, pudo ver la esquina más próxima de la fortaleza. Una de sus torres estaba en llamas, y su techo caído dejaba ver un cono de vigas desnudas que ardían, y partes de almenas circundadas de rojo y amarillo, rodeado todo por un humo negro que subía lentamente hacia el cielo azul oscuro—. Conseguimos quemar esa torre —dijo muy orgulloso, señalándola con el dedo—. Con una catapulta.
—Muy bonito. Todos podríamos irnos ya a casa.
—Algo es algo, ¿no? —Los guió por un refugio subterráneo que olía a humedad y a sudor rancio, donde los hombres roncaban en jergones situados a ambos lados—. Las guerras no sólo se ganan mediante una gran acción —entonaba las palabras como un pésimo actor— sino mediante muchas circunstancias menores. ¿Te acuerdas de que siempre nos decías eso? ¿De quién era? ¿De Stalicus?
—De Stolicus, so zopenco.
—Algún bastardo que ya está muerto. Sea como fuere, Cosca tiene un plan, pero quiere contártelo personalmente. Sabes cuánto le gusta el teatro al viejo —Victus se detuvo en el hueco donde confluían cuatro trincheras, el cual estaba tapado con unas cortinas de lona y alumbrado por una antorcha que chisporroteaba—. El capitán general está por llegar. Me ha pedido que disfrutes de todas las instalaciones que desees mientras esperas —lo de disfrutar de las instalaciones debía de referirse a cagar si le apetecía—. A menos que Su Excelencia desee alguna otra cosa más.
—Sólo una cosa más —Victus parpadeó por la sorpresa cuando el escupitajo de Monza le alcanzó en el ojo—. Esto es por Benna, cabronazo traidor.
Victus se limpió la cara. Su mirada fue hacia Escalofríos y luego a Monza.
—No hice nada que tú misma no hubieras hecho. Ni tu hermano, eso puedo asegurártelo. Ni que los dos no le hubierais hecho a Cosca, y eso que le debías más de lo que yo te debía a ti…
—Por eso, ahora te estás limpiando la cara en lugar de intentar meterte las tripas para adentro.
—¿Nunca pensaste que podría pasarte lo que te pasó? Las grandes ambiciones conllevan grandes riesgos. Lo único que yo hice fue flotar con la corriente…
De repente, Escalofríos dio un paso adelante y dijo:
—Pues deja de hacerlo antes de que te corten el cuello —entonces Monza vio que empuñaba un cuchillo con una de sus grandes manos. El que ella le había dado el día en que se conocieron.
—Adelante, grandullón —Victus levantó las manos con un destello de todas las sortijas que llevaba en ellas—. Ahora sólo hago mi trabajo, no te preocupes —y, haciendo mucho teatro, se volvió para entrar en la parte que estaba a oscuras—. Los dos necesitáis templar ese temperamento que tenéis —y, agitando un dedo por encima de uno de sus hombros, añadió—: No tenéis que molestaros por cosas sin importancia, porque eso suele acabar en sangre, ¡creedme!
Monza no tenía que hacer un gran esfuerzo para creerle. Porque todo lo que ella hacía acababa en sangre. Fue consciente de haberse quedado a solas con Escalofríos, a quien había estado evitando durante las últimas semanas como si hubiese cogido la peste. Sabía que tenía que decirle algo, dar algún paso para arreglar las cosas con él. Aunque hubiesen tenido problemas, él era su hombre, y lo era mucho más que Rogont. Necesitaba a alguien que le salvara la vida en los días venideros y, además, no era un monstruo, aunque lo pareciese.
—Escalofríos —se volvió hacia ella con el cuchillo aún agarrado con fuerza en la mano, mientras la acerada hoja y el ojo de acero atrapaban la luz de la antorcha para luego destellar con los colores del fuego—, escucha…
—No, escúchame tú —enseñó los dientes y dio un paso hacia ella.
—¡Monza, has venido! —Cosca acababa de salir por una de las trincheras y abría los brazos—. ¡Y acompañada por mi norteño favorito! —Ignoró el cuchillo y le estrechó amistosamente la mano que tenía libre, para luego coger a Monza por los hombros y besarla en ambas mejillas—. No había tenido la oportunidad de felicitarte por tu discurso. Nacida en una granja. Bonito toque. Humilde. Y hablar de paz. ¿Tú? Era como ver a un granjero expresar su confianza por la hambruna. Incluso este viejo cínico se sintió conmovido.
—Que te jodan, viejo —pero se alegraba por lo bajo de no haber podido encontrar otras palabras para el discurso.
—Intentaste dar con las palabras correctas… —Cosca enarcaba las cejas.
—A algunas personas no les gusta decir las palabras correctas —dijo Escalofríos con el susurro ronco que era tan característico en él, mientras apartaba el cuchillo—. ¿Aún no habías aprendido esa lección?
—Cada día que sigo vivo aprendo una nueva lección. ¡Por aquí, camaradas! Justo ahí delante tendremos una excelente vista del asalto.
—¿Estáis atacando? ¿Ahora?
—Lo intentamos a la luz del día. No funcionó —no parecía que las cosas fuesen mejor con la oscuridad. En la siguiente trinchera había varios hombres heridos… muecas de dolor, gemidos, vendas llenas de sangre—. ¿Y dónde se encuentra mi noble patrón, Su Excelencia el duque Rogont?
—En Talins —Monza lanzó un escupitajo al suelo para subrayar sus palabras—. Preparándose para la coronación.
—¿Tan pronto? ¿No sabe que Orso aún sigue vivo y que debería aguardar un poco más? ¿Ignora el dicho de que no se puede vender la piel del león antes de matarlo?
—Ya se lo he dicho. Muchas veces.
—Ya me lo imagino. La Serpiente de Talins aconsejándole al Duque de la Dilación que sea precavido. ¡Qué ironía tan dulce!
—Ha hecho algunas cosas interesantes. Como ordenar a todos los carpinteros, sastres y joyeros de la ciudad que trabajen afanosamente en el edificio del Senado. Preparándolo todo para la ceremonia.
—¿Y no se les caerá encima el maldito edificio?
—No estaría mal —dijo Escalofríos, hablando entre dientes.
—Eso ensombrecería el orgulloso pasado de la Styria imperial —dijo Monza.
—Y convertiría el último esfuerzo de Styria por conseguir la unidad en un vergonzoso desastre.
—También se lo he dicho. Muchas veces.
—¿Y ni caso?
—Ya estoy acostumbrada.
—¡Ah, el orgullo! Como lo he sufrido durante tanto tiempo, reconozco enseguida sus síntomas.
—Entonces te gustará lo que voy a contarte —Monza no pudo evitar una sonrisa burlona—. Ha traído mil pájaros cantores de la lejana Thond.
—¿Sólo mil?
—Al parecer, como un símbolo de paz. Los soltarán por encima de la gente cuando le vitoreen como rey de Styria. Y los admiradores llegados de todas las partes del Círculo del Mundo… condes, duques, príncipes y el mismísimo dios de los jodidos gurkos aplaudirán la inflada opinión que tiene de sí mismo, y se postrarán para lamer su culo gordo.
—Detecto cierta tensión entre Talins y Ospria, ¿estoy en lo cierto? —Cosca enarcaba las cejas.
—Las coronas tienen algo que hace que los hombres se comporten como necios.
—¿Puedo suponer que también se lo has dicho?
—Hasta quedarme afónica, pero, como era de esperar, ni siquiera me hizo caso.
—Intenta que el evento quede bonito. Es una pena no estar allí.
—¿Quieres ir a verlo? —Monza parecía preocupada.
—¿Yo? No, no, no. La cosa quedaría un tanto deslucida. Debes saber que estoy preocupado por ciertos rumores turbios que conciernen al ducado de Visserine.
—No te creo.
—¿Quién sabe cómo comenzarían esos rumores? Además, alguien tiene que hacerle compañía al duque Orso.
Monza se pasó la lengua por la boca y lanzó otro escupitajo.
—He oído que estuviste hablando con él.
—Sólo fue una simple charla. Del tiempo, del vino, de las mujeres y de su destrucción inminente; ya sabes, de todas esas cosas. Me dijo que hubiera debido cortarme la cabeza. Yo le repliqué que comprendía su entusiasmo y que me había aprovechado de él. Yo me sentía muy contento mientras que él, lo digo sinceramente, estaba muy enfadado —Cosca agitó uno de sus largos dedos—. Es muy posible que el asedio le haya dejado sin recursos.
—¿O sea, que no vas a poder cambiar de bando?
—Ése hubiese sido su siguiente argumento si, en cierto modo, no nos hubiesen interrumpido el fuego de unas cuantas ballestas y el asalto contra sus murallas, que quedó en nada. Quizá lo vuelva a sacar la próxima vez que nos tomemos un té.
La trinchera dio paso a un refugio cubierto con una plancha de madera, que resultaba demasiado bajo para quedarse de pie. Sesenta mercenarios bien armados se agachaban en su interior. Cosca pasó entre ellos repartiendo palmadas en sus hombros.
—¡Muchachos, por la gloria, por la gloria y una buena paga!
Sus rostros ceñudos dieron paso a una mueca siniestra cuando golpearon sus armas, escudos, yelmos y petos como respondiéndole con un estruendo metálico de aprobación.
—¡General!
—¡Capitán general!
—¡Cosca!
—¡Muchachos! ¡Muchachos! —dijo él, muy contento, agarrándoles por el brazo, estrechándoles la mano, saludándoles con parsimonia. Todo lo contrario de cómo Monza se había comportado cuando los mandaba. Ella siempre había permanecido fría, dura, inaccesible, porque, de lo contrario, no le habrían mostrado respeto. Una mujer no puede permitirse el lujo de mostrarse amistosa con los hombres. Por eso había dejado que Benna riese por ella. Seguro que todos se habían reído mucho menos desde que Orso lo mató.
—Y ahí arriba está el pequeño rincón que me sirve de hogar —Cosca les hizo subir por una escalera de madera para entrar en una especie de cobertizo construido con grandes troncos, que se hallaba iluminado por un par de lámparas de luz parpadeante. Por la amplia abertura dispuesta en una de sus paredes, el sol poniente lanzaba sus últimos destellos en el terreno liso, ya casi a oscuras, que se encontraba hacia el oeste. Unas ventanas estrechas miraban a la fortaleza. Un montón de cajas se levantaba en un rincón, la silla de capitán general ocupaba el otro. Cerca de ella, una mesa se hallaba cubierta por un revoltijo de naipes diseminados, de dulces mordisqueados y de botellas con contenidos y colores variados—. ¿Cómo sigue la batalla?
—Sigue —Amistoso se sentaba con las piernas cruzadas, los dados entre ellas.
Monza se acercó a una de las ventanas. Como ya casi era de noche, apenas podía observar los detalles del asalto. Lo único que veía era un ligero movimiento en las almenas, diminutas en la distancia, el singular reflejo en el metal de las hogueras repartidas entre las pendientes rocosas. Pero, aunque no viese nada del asalto, sí que podía oírlo. Gritos lejanos, chillidos tenues y el ruido del metal contra el metal, todo ello arrastrado por la brisa.
Cosca se sentó en su baqueteada silla de capitán general y suscitó un ruido de cristalería al poner sus botas llenas de barro encima de la mesa.
—¡Los cuatro otra vez juntos! ¡Igual que en la Casa del Placer de Cardotti! ¡Igual que en la galería de Salier! Qué tiempos tan felices, ¿verdad?
Entonces se escuchó el golpe seco de la cuerda de una catapulta, y un proyectil en llamas siseó justo delante de la ventana para estrellarse en la gran torre de la fachada norte del castillo, enviando un gran chorro de llamas y lanzando por lo alto arcadas de relucientes cenizas. El resplandor iluminó las escalas apoyadas en las murallas por las que subían unas siluetas diminutas, cuyas armaduras relucieron brevemente antes de volver a quedarse a oscuras.
—¿Estás seguro de que es la mejor ocasión para bromear? —preguntó Monza.
—Los tiempos de infelicidad son los mejores para la intrascendencia. No enciendes una vela cuando estás a plena luz del día, ¿verdad que no?
—¿Realmente crees que hay alguna posibilidad de llegar a lo alto de esas murallas? —Escalofríos miraba preocupado la pendiente que conducía a Fontezarmo.
—¿Esas murallas? ¿Estás loco? Se cuentan entre las más poderosas de toda Styria.
—Entonces, ¿por qué…?
—Pues porque quedarse sentado debajo de ellas y no hacer nada no queda bien. Tienen grandes reservas de comida, agua, armas y, lo que es peor, lealtad. Pueden resistir durante meses. Meses durante los cuales, la hija de Orso, que también es la reina de la Unión, puede convencer a su recalcitrante marido de que los ayude —Monza se preguntó si importaría el hecho de que su marido supiese que a ella le gustaban las mujeres…
—¿Y en qué te beneficia el hecho de ver cómo tus hombres se caen de las murallas? —preguntó Escalofríos.
—Pues en bajar la moral de los defensores —Cosca se encogió de hombros—, en no dejarles descansar, en mantenerlos a la espera y distraídos ante cualquier otro ataque que podamos hacer.
—Demasiados cadáveres para una simple distracción.
—Pues sin ellos no habría mucha distracción.
—¿Y cómo consigues que tus hombres se suban a las escalas?
—Empleando el viejo método de Sazine.
—¿Eh?
Monza recordaba que Sazine enseñaba el dinero a los nuevos reclutas y después lo apilaba en unos montones de monedas relucientes. Por eso explicó:
—Si la muralla es tomada, el primero en llegar a las almenas recibe mil escamas, y los diez primeros que le siguen, cien por cabeza.
—Siempre que sobrevivan para recoger el botín —añadió Cosca—. Si la tarea resulta ser imposible, nunca lo recogen, y, si lo consiguen, pues entonces resulta que has conseguido lo imposible por dos mil escamas. Eso te asegura un rápido flujo de hombres voluntariosos escalas arriba, junto con el beneficio añadido de que consigues eliminar de la brigada a sus individuos más valientes.
Escalofríos parecía aún más perplejo cuando preguntó:
—¿Y por qué querrías hacer eso?
—La valentía es la virtud de los caídos —dijo Monza en voz muy baja—. El comandante sabio jamás debe confiar en ella.
—¡Verturio! —Cosca se dio una palmada en una pierna—. ¡Me encanta cualquier escritor capaz de convertir la muerte en algo divertido! Los hombres valientes son de utilidad, pero también son condenadamente impredecibles. Se preocupan por el rebaño. Son peligrosos para los espectadores.
—Por no hablar de que son rivales potenciales en el mando.
—Por eso, lo que da más seguridad es apartarlos como se hace con la nata —y Cosca imitó la operación con el pulgar y el índice—. Los cobardes con moderación resultan infinitamente mejor soldados.
—Tu gente tiene una manera elegantemente jodida de hacer la guerra —Escalofríos movía la cabeza con disgusto.
—No hay ninguna manera elegante de hacer la guerra, amigo mío.
—Hablaste de una distracción —terció Monza.
—Lo hice.
—¿Respecto a qué?
Entonces se escuchó un siseo y Monza vio fuego por el rabillo de un ojo. Instantes después, el calor le rozaba una mejilla. Se volvió con la Calvez medio desenvainada. Ishri estaba entre las cajas situadas detrás de ella, desperezándose indolente como un gato viejo al sol, con la cabeza echada hacia atrás y cimbreando de un lado para otro una de sus largas, esbeltas y vendadas piernas en el borde de una de las cajas.
—¿Es que nunca dices ni siquiera «hola»? —dijo Monza, muy cortante.
—¿Y dónde estaría la gracia si lo dijese?
—¿Siempre contestas a una pregunta con otra?
—¿Quién? ¿Yo? —Ishri apretaba una mano contra su pecho vendado y abría como platos sus ojos negros. Movió algo oscuro que tenía entre el pulgar y el índice, un pequeño grano de color negro, y lo lanzó con una puntería sorprendente hacia la lámpara que estaba al lado de Escalofríos. Ardió con luz muy fuerte, crepitando y lanzando chispas, de suerte que la caperuza de cristal que cubría la lámpara se rajó. El norteño se echó hacia atrás, maldiciendo y quitándose las cenizas que habían caído en uno de sus hombros.
—Algunos lo llaman azúcar gurko —explicó Cosca mientras se relamía—. A mí me suena mejor al oído que el otro nombre que le dan, fuego gurko.
—Dos docenas de barriles —dijo Ishri con un murmullo—, cortesía del profeta Khalul.
—Para ser un hombre que no nos conoce —Monza enarcaba las cejas—, da la impresión de que le gustamos mucho.
—Lo único que importa —la mujer de piel morena se deslizó entre las cajas como una serpiente, moviendo el cuerpo desde los hombros hasta las caderas como si no tuviese huesos, y arrastrando los brazos tras de él— es que odia a vuestros enemigos.
—Nada mejor para una alianza que compartir un mismo asco —Cosca observaba sus contorsiones con una mezcla de desconfianza y fascinación—. Esta nueva era es magnífica, amigos míos. Ya pasó el tiempo de excavar durante meses una mina de varios cientos de pasos de longitud, de cortar cientos de toneladas de madera para apuntalarla, de llenarla con paja y aceite, de prenderle fuego y de correr como si el infierno se te pegase a los talones, para, la mitad de las veces, ver que las murallas no se vienen abajo. Ahora sólo hay que hacer un hueco lo bastante profundo, meter el azúcar en él, encender una mecha y…
—Buuum —dijo Ishri, poniéndose de pie y tocándose con las manos los dedos de los pies.
—Y murallas abajo —añadió Cosca—. Puesto que es la manera actual de terminar un asedio, me pregunto quién soy yo para oponerme al signo de los tiempos… —se quitó el polvo que había caído encima de su casaca de terciopelo—. Sesaria era un genio en el arte de las minas. Como sabéis, hizo que se derrumbase el campanario de Gancetta. Pero un poco antes de la hora fijada, por lo que unos cuantos hombres murieron en el derrumbe. ¿Te conté alguna vez…?
—¿Y cuando hayas tirado abajo la muralla? —preguntó Monza.
—Entonces nuestros hombres entrarán por la brecha, vencerán a los sorprendidos defensores y nos habremos hecho con la muralla exterior. Los nuestros se reunirán en los jardines del recinto para sobrepasarles en número. Después de eso, capturar la muralla interior sólo será un asunto rutinario de escalas, sangre y avaricia. Luego atacaremos el palacio y haremos lo que suele ser usual. Yo me dedicaré al saqueo y tú…
—A la venganza —Monza entornó los ojos para mirar la mellada silueta de la fortaleza. Orso se encontraba en ella. Apenas a pocos cientos de pasos de distancia. Quizá a causa de la noche, del fuego, de esa mezcla tan embriagadora de oscuridad y peligro, parte de la excitación de antaño comenzó a crecer poco a poco en su interior. La misma furia feroz que había sentido cuando escapó de la ruinosa casa del ladrón de huesos y se adentró en la lluvia—. ¿Cuánto tardaréis en preparar la mina?
—Al ritmo actual, veintiún días y seis horas —dijo Amistoso, apartando la mirada de los dados.
—Es una pena —Ishri adelantaba el labio inferior—, por mucho que me gusten los fuegos artificiales, debo regresar al sur.
—¿Cansada tan pronto de nuestra compañía? —preguntó Monza.
—Mi hermano ha muerto —sus negros ojos no mostraban ningún signo de emoción—. Por una mujer que quería vengarse.
Monza parecía seria, sin saber si se burlaba de ella. Luego comentó:
—Esas zorras siempre encuentran la manera de hacer daño.
—Pero siempre lo hacen a quien no se lo merece. Mi hermano es afortunado, porque ahora está con Dios. O eso me han dicho. Los que sufren son mis familiares. Ahora tendremos que trabajar más que antes —se deslizó con gran facilidad por la escala y movió la cabeza hacia ambos lados de una manera muy incómoda, hasta que la apoyó en uno de los peldaños de madera—. Procurad que no os maten. No me gustaría que todo lo que he hecho aquí hubiese sido para nada.
—Cuando me corten el cuello, mi primera preocupación será la de pensar que te molestaste por nada —pero nadie le respondió, porque Ishri acababa de desaparecer.
—Así te quedarás enseguida sin gente valiente —dijo Escalofríos con voz cascada, retomando el tema de la conversación anterior.
—La verdad es que no tenía mucha cuando comencé —dijo Cosca con un suspiro. Bajo la parpadeante luz de las fogatas de las almenas, los sobrevivientes del asalto comenzaban a reagruparse en una de las laderas de la montaña. Monza pudo ver que la última escala caía de las murallas, quizá con una o dos motitas pegadas a ella—. Pero no te preocupes. Los hombres de Sesaria siguen excavando. Sólo es cuestión de tiempo que Styria sea una sola nación —sacó la petaca de uno de sus bolsillos interiores y desenroscó el tapón—. O que Orso recobre el sentido y me ofrezca lo suficiente para cambiar de bando.
—Quizá debieras decidirte de una vez por uno u otro bando —Monza no se rió, porque no le hacía mucha gracia.
—¿Y por qué tendría que decidirme? —Cosca levantó la petaca, tomó un sorbo y se relamió muy satisfecho—. Es una guerra. La razón no está en ninguno de los dos bandos.