Política

Escalofríos se sentaba con el ceño fruncido y bebía.

El enorme comedor del duque Rogont era la habitación más grande en la que jamás se hubiese emborrachado. Cuando Vossula le comentó que Styria estaba llena de maravillas, debía de referirse a cosas como aquélla, y no a los asquerosos muelles de Talins. Debía de ser cuatro veces mayor que la gran sala que Bethod tenía en Carleon, y, por lo menos, el triple de alta. En las paredes, de un mármol claro que se hallaba surcado por vetas negro azuladas y por otras más tenues y brillantes, alguien había tallado hojas de viña. Éstas, al entremezclarse con la hiedra que crecía en las paredes, creaban un efecto tan curioso que, entre las sombras que bailaban en la sala, resultaba difícil diferenciar las plantas de verdad de las que estaban esculpidas. Las cálidas brisas vespertinas, que entraban por unas ventanas tan grandes como las puertas de un castillo, hacían que las llamas anaranjadas de un millar de lámparas de araña parpadearan y se meciesen, bañando con su agradable luz todo lo que tocaban.

Un lugar de magia y de majestuosidad, construido por los dioses para que los gigantes habitasen en él.

Pero, por desgracia, la gente que se refugiaba en su interior estaba tan lejos de los unos como de los otros. Mujeres con ropas vistosas, acicaladas, enjoyadas y maquilladas para parecer más jóvenes, o más delgadas o más ricas de lo que eran. Hombres con casacas de colores chillones, que llevaban encajes en el cuello y unas pequeñas dagas doradas al cinto. Si, nada más ver a Escalofríos, sus rostros empolvados le miraban con leve desdén, como si su carne fuese de ínfima calidad, cuando él les mostraba la parte izquierda del rostro, el horror cercano a la náusea que veía en ellos le hacía sentir una extraña sensación, formada en sus tres cuartas partes por satisfacción siniestra y en una cuarta parte por el espanto que sentía hacia sí mismo.

En los festines que acontecían en aquel sitio solía ser frecuente que algún bastardo estúpido, feo y mezquino acabara metiéndose con alguien sin ningún motivo en particular, porque las bebidas pasaban de mano en mano, convirtiendo la velada en una molestia para todos. Aquella noche parecía haberle llegado el turno a él. Carraspeó, arrancó una flema y la lanzó sonoramente hacia el reluciente suelo.

El hombre de casaca amarilla con faldones largos que se sentaba en la mesa contigua a la suya lo observó y esbozó una sonrisa en sus labios protuberantes. Escalofríos se inclinó hacia él y clavó la punta de su cuchillo encima de la bien pulimentada mesa, preguntando:

—¿Tienes algo que decirme, mequetrefe? —el individuo palideció y se volvió hacia sus amigos, sin decir palabra—. Atajo de bastardos cobardes —Escalofríos hundió la boca en su copa de vino, la vació enseguida y exclamó, tan claro y fuerte como para que le oyeran los que estaban a más de tres mesas de distancia—: ¡En esta jodida muchedumbre no hay ni un solo hueso duro!

Entonces pensó en lo que el Sabueso habría podido hacerles a todos aquellos mequetrefes que se reían con disimulo. O Rudd Tresárboles. O Dow el Negro. Sólo con pensarlo, lanzó un bufido siniestro, pero su risa se truncó casi al instante. Si se burlaban de alguien, era de él. A fin de cuentas, estaba allí en medio de ellos, dependiendo de su caridad, sin poder llamar amigo a nadie. O eso creía.

Miró con cara de enfado la mesa situada encima del estrado que dominaba toda la sala. Rogont se sentaba entre sus huéspedes más distinguidos, enseñando los dientes mientras sonreía a todo el que quisiera mirarle, como si fuese una resplandeciente estrella del cielo nocturno. Monza se sentaba a su lado. Aunque Escalofríos no pudiera verla bien desde su posición, por no hablar de que su mirada estaba un tanto empañada por la cólera y por todo el vino que había tomado, le pareció que reía. Sin duda, disfrutaba por no tener que seguir tirando de su errante chico tuerto.

El Príncipe de la Prudencia era un bastardo de apariencia elegante. Con dos ojos, claro. A Escalofríos le habría gustado partirle esa cara tersa y de presumido que tenía. A martillazos, como Monza había hecho con la cabeza de Gobba. O simplemente a puñetazos. Reventárselo con las manos. Convertirlo en añicos de color rojo. Agarró su cuchillo con mano temblorosa mientras revolvía en su mente una historia enloquecida que tenía que ver con su muerte. Se deleitó en sus detalles sangrientos, dándoles vueltas hasta verse a si mismo como un hombre enorme, mientras Rogont gemía pidiendo merced y se meaba encima, y los retorció de un modo demencial. De tal suerte, en aquella historia que se estaba imaginando, Monza le deseaba muchísimo mientras esperaba a que terminase. Y él, mientras se imaginaba todo aquello, no dejaba de vigilarles a los dos con su ojo entornado.

Aunque le enfureciese la idea de que ambos se rieran de él, sabía que no era cierto. Cuando fue consciente de que apenas les importaba lo suficiente para que se mofasen de él, se sintió aún más irritado. Después de todo, aún tenía su orgullo, y se agarraba a él como el náufrago a un madero, aunque, en su caso, fuese demasiado pequeño para mantenerle a flote. Después de haberle salvado la vida tantas veces, ¿sólo le veía como un tullido incómodo? ¿Después de haber arriesgado la vida tantas veces por ella? ¿Después de todos los pasos que habían dado juntos para llegar a la cima de aquella maldita montaña? Se merecía algo más que el escarnio.

Arrancó el cuchillo de la mesa. El mismo que Monza le había dado el primer día en que se conocieron. Cuando aún tenía los dos ojos, y las manos menos manchadas de sangre. Cuando había decidido dejar de matar y ser mejor persona. Apenas podía recordar cómo se había sentido por entonces.

Monza se sentaba con el ceño fruncido y bebía.

Últimamente no tenía muchas ganas de comer, aún menos de aguantar ceremonias, y ninguna en absoluto de lamer culos. Por eso, el festín de los condenados que Rogont había organizado le parecía una pesadilla. Benna era el único al que le gustaban los festines, los formulismos y las lisonjas. Habría disfrutado con todo aquello… señalando con el dedo, riendo y dando palmaditas en la espalda a los más canallas. Si hubiera encontrado un momento para quitarse de encima las adulaciones de la gente que le despreciaba, se habría inclinado sobre ella para tocar fugazmente su brazo y susurrarle al oído. Y ella lo habría comprendido. Y le habría contestado con una mueca perversa. Pero en aquellos momentos, ni siquiera una mueca perversa conseguía aflorar en sus labios; sólo un rictus de desagrado.

Tenía una jaqueca bestial que le llegaba hasta donde le habían atornillado las monedas, de suerte que incluso el suave repiqueteo de la cubertería resonaba en su cabeza como si por ella le estuviesen metiendo unos clavos a martillazos. Era como si, desde que Fiel se ahogó en la noria, se le hubieran pegado las tripas. Y durante todo el tiempo reprimía las ganas de volverse hacia Rogont para escupirle una y otra vez en su inmaculada guerrera blanca bordada de oro.

Rogont se volvió hacia ella de manera cortés y preguntó:

—¿Por qué está tan taciturna, general Murcatto?

—¿Taciturna? —se tragó el ácido que le subía por la boca y respondió—: El ejército de Orso está en camino.

—Eso he oído —Rogont giró lentamente la copa de vino que agarraba por su pie—. Con el hábil concurso de su viejo mentor Nicomo Cosca. Los exploradores de las Mil Espadas ya han llegado a la colina de Menzes y vigilan los vados.

—Entonces no tardarán en llegar.

—Eso parece. Mis designios de gloria morderán el polvo muy pronto. Como suele suceder con frecuencia.

—¿Estáis seguro de que hay que celebrar la propia destrucción una noche antes de que suceda?

—Supongo que resulta imposible celebrarla una noche después.

—Uh —en eso tenía razón—. Quizá suceda un milagro.

—Nunca he sido muy proclive a creer en la intervención divina.

—¿No? Entonces, ¿qué hacen esos aquí? —Monza señaló con la cabeza un corrillo de gurkos que se sentaban justo debajo de la mesa principal, todos ataviados con las vestiduras y los gorros blancos de sus sacerdotes.

—Oh, su presencia no tiene nada que ver con las cuestiones del espíritu —dijo el duque mientras los miraba—. Son emisarios del profeta Khalul. Como el duque Orso tiene aliados en la Unión que le protegen la retaguardia, yo me he buscado otros amigos. Además, el emperador de Gurkhul se postra ante el profeta.

—Todo el mundo se postra ante alguien, ¿verdad? Supongo que el emperador y el profeta se consolarán mutuamente cuando sus sacerdotes le lleven la noticia de que vuestra cabeza ha sido clavada en una pica.

—Supongo que se repondrán de la noticia. Styria es para ellos como una barraca de feria. Me atrevería a decir que ya están preparando el próximo escenario de la guerra.

—He oído decir que las guerras nunca se terminan —Monza apuró su copa y la dejó encima de la mesa. Quizá en Ospria hicieran el mejor vino del mundo, pero a ella le sabía a vómito. Como todo. Su vida estaba hecha de náuseas. De náuseas y de deposiciones acuosas que eran tan frecuentes como dolorosas. Tripas apretadas, lengua con sabor a serrín, dientes ásperos, culo pelado. Un criado con cara de caballo y peluca empolvada revoloteó alrededor de su hombro para dejar caer un largo chorro de vino en su copa vacía, como si aquel florilegio con la botella, desde tan arriba, tuviese la virtud de mejorar su sabor. Luego se retiró con una consumada rapidez. A fin de cuentas, la retirada era la especialidad de Ospria. Volvió a coger la copa. La pipa que acababa de fumarse había cortado el temblor de sus manos, pero poco más.

Por eso pidió a la inconsciente, vergonzosa y estupefaciente borrachera que la anegase y le quitase de encima la miseria.

Dejó que su mirada reptase por encima de los ciudadanos más ricos e inútiles de Ospria. Si se pensaba seriamente en ello, aquel festín tenía cierto toque de histeria nerviosa. Se bebía demasiado. Se hablaba demasiado deprisa. Se reía demasiado alto. Nada como vislumbrar la aniquilación inminente para atenuar las inhibiciones. El único consuelo que Rogont encontraba en la cercana derrota consistía en que gran número de aquellos necios iban a perderlo todo al mismo tiempo que él.

—¿Estáis seguro de que debo quedarme? —preguntó Monza, un tanto molesta.

—Alguien tiene que quedarse —Rogont miró de soslayo a la juvenil duquesa Cotarda de Affoia, y no pareció muy entusiasmado—. Al parecer, la noble Liga de los Ocho se ha convertido en una Liga de Dos —se acercó más a Monza—. Para ser completamente sincero, me estaba preguntando si no sería demasiado tarde para largarme. Lo lamentable es que me estoy quedando sin invitados importantes.

—O sea, que me exhibís para levantar vuestro prestigio un tanto decaído, ¿es así?

—Así es. Es usted completamente encantadora. Y esas historias acerca de mi decaimiento sólo son rumores procaces, puedo asegurárselo —como Monza no tenía fuerzas ni para enfadarse, sonrió y lanzó un bufido de cansancio—. Debería comer algo —y señaló con un tenedor el plato que ni siquiera había tocado.

—Tengo náuseas —eso y que la mano derecha le dolía tanto que apenas podía coger el cuchillo—. Siempre las tengo.

—¿De veras? ¿Por lo que come? —Rogont se metió un trozo de carne en la boca y la masticó con el apetito de quien apenas va a vivir una semana más—. ¿O por lo que hace?

—Quizá sólo se deba a la compañía.

—No me sorprendería. Mi tía Sefeline siempre estaba enfadada conmigo. Era una mujer muy proclive a las náuseas. En cierta manera, usted me la recuerda. Mente aguda, gran talento, voluntad de hierro y un estómago más débil de lo que cualquiera se hubiese esperado.

—Lamento llevaros la contraria —bien sabían los muertos que ella se sentía frustrada consigo misma.

—¿A mí? Oh, todo lo contrario, se lo aseguro. No somos de piedra, ¿no le parece?

Si pudiese ser de piedra… Monza bebió más vino y miró con desagrado la copa vacía. Un año antes sólo sentía desprecio por Rogont. Recordaba cómo ella, Benna y Fiel se reían por lo cobarde que era y lo traicionero que se mostraba con sus aliados. Pero Benna estaba muerto, y ella había matado a Fiel para luego salir corriendo al lado de Rogont como la niña caprichosa que pide ayuda y refugio a su tío rico. En las actuales circunstancias, un tío que ni siquiera podía protegerse a sí mismo. Pero su compañía era mejor que la que le ofrecía la otra alternativa que le quedaba. Sus ojos fueron a regañadientes hacia el extremo de la larga mesa situada a su derecha, donde Escalofríos se sentaba en solitario.

Lo malo de todo aquello era que él la ponía enferma. Tenía que esforzarse mucho para poder estar a su lado y dejar que la tocase. Era algo más que la simple fealdad de su rostro mutilado. Había visto demasiadas cosas feas, y también hecho algunas, para no sentirse incómoda por ellas. Eran sus silencios, cuando antes siempre tenía que mandarle callar. Ocultaban las deudas que ella nunca podría pagarle. Era contemplar aquella ruina muerta donde antes había estado un ojo, y recordar las palabras que le había dicho al oído: Debería haberte tocado a ti. Y ella sabía que tenía razón. Y después, cuando volvió a hablar, ya nunca le preguntó cómo debía hacer lo que le ordenaba, ni siguió diciendo eso de que le habría gustado ser mejor persona. Aunque quizá se sintiera contenta por haberle dejado a su aire después de que ella misma lo hubiese intentado. Pero sólo podía pensar en que había contratado a un hombre que era medio decente y que, de alguna manera, lo había convertido en otro que era medio malvado. No era que ella se hubiese corrompido a sí misma, sino que corrompía todo lo que tocaba.

Escalofríos le producía náuseas, y el hecho de que ella se sintiera mal en vez de sentirse agradecida, le producía más náuseas.

—Estoy perdiendo el tiempo —dijo entre dientes, como si hablase con su copa.

—Todos lo estamos perdiendo —dijo Rogont, suspirando—. Sólo intentamos pasar estos momentos tan difíciles para que, cuando llegue la hora en que la más ignominiosa de las muertes nos alcance, nos parezca menos terrible.

—Debería haberme marchado —intentó cerrar la mano que ocultaba con el guante, pero el dolor le hizo sentirse aún más débil—. Para encontrar la manera…, la manera de acabar con Orso —estaba tan cansada que casi no podía ni hablar.

—¿Venganza? ¿De veras?

—Venganza.

—Me derrumbaría si usted se marchase.

—¿Para qué diablos me queréis? —Monza estaba tan cansada que apenas se fijaba en lo que decía.

—¿Yo, quererla? —la sonrisa de Rogont se desvaneció durante un instante—. No puedo retrasarlo más, Monzcarro. Pronto, quizá mañana, habrá una gran batalla. Una que decidirá el destino de Styria. ¿Qué puede ser más importante que el consejo de uno de los soldados más grandes de Styria?

—Intentaré encontrar a uno para vos —musitó ella.

—Y, además, usted tiene muchos amigos.

—¿Yo? —no se le ocurría ni uno que siguiese vivo.

—El pueblo de Talins aún la ama —enarcó las cejas al observar a los invitados y ver que algunos de ellos la miraban amenazantes, con muy poca amistad—. Aunque aquí sea menos popular, es evidente. Pero eso sólo sirve para reforzar lo dicho. A fin de cuentas, el que para uno resulta un malvado, para otro es un héroe.

—En Talins todos creen que estoy muerta, pero no me importa —apenas sabía lo que decía.

—Al contrario, mis agentes están informando a sus ciudadanos del triunfo que ha supuesto su supervivencia. Los pasquines que han pegado en todas las encrucijadas ponen en entredicho la historia del duque Orso, le culpan por intentar asesinarla y proclaman su regreso inminente. Créame, el pueblo se toma esas cosas muy en serio, se las toma con la pasión desbordante que las gentes del común sienten por las grandes figuras que nunca conocieron y que nunca conocerán. Aunque no sea gran cosa, al menos servirá para que se vuelvan contra Orso y le causen problemas en casa.

—La política, ¿verdad? —se bebió el contenido del vaso—. Gestos que apenas sirven de nada cuando la guerra llama a la puerta.

—Todos hacemos los gestos que podemos. Pero, tanto en la guerra como en la política, usted aún se merece que la cortejen —acababa de recuperar la sonrisa, que en aquellos momentos parecía más franca que antes—. Además, ¿qué otra razón necesitaría cualquier hombre para querer que una mujer tan astuta como hermosa esté siempre al alcance de su mano?

—No me jodáis —Monza ni siquiera le miró.

—Ya me gustaría —la miró de frente—. Pero ahora lo que más necesito es que me ayude.

—Usted parece tan amargado como yo.

—¿Eh? —Escalofríos dejó de mirar con cara de malas pulgas a una pareja que parecía feliz—. ¡Ah! —quien le hablaba era una mujer—. ¡Oh! —era bastante bonita, y además parecía tener un aura a su alrededor. Entonces cayó en la cuenta de que aquella aura también la tenían los demás. Debía de tener una cogorza de campeonato.

No obstante, ella parecía diferente. Un collar de gemas rojas circundaba su largo cuello. Su vestido blanco le quedaba igual de holgado que los que llevaban en Westport las mujeres de piel oscura, con la diferencia de que ella era de piel más pálida. Había algo natural en su manera de llevarlo que no le hacía sentirse encorsetada. También había algo natural en su sonrisa. Durante un instante estuvo a punto de devolvérsela. Hubiera sido la primera vez en mucho tiempo.

—¿Puedo sentarme? —hablaba en styrio con el fuerte acento de la Unión. Otra extranjera como él.

—¿Quiere sentarse… conmigo?

—¿Por qué no? ¿No tendrá la peste?

—Con mi suerte, no me extrañaría —volvió la parte izquierda de su rostro hacia ella—. Creo que esta cara mía mantiene lejos a la mayoría de la gente.

Ella le miró y apartó la mirada, pero no la sonrisa.

—Todos tenemos cicatrices —dijo—. Algunos las tienen fuera, otros…

—Aunque las que están por dentro no pagan tanto pontazgo a las miradas, ¿no le parece?

—He descubierto que las miradas están sobrevaloradas.

—A usted le resulta fácil decir eso, porque seguro que todos la miran —Escalofríos acababa de mirarla lentamente de arriba abajo, disfrutando mientras lo hacía.

—Muy amable —suspiró, vaciando sus mofletes hinchados de aire mientras miraba en redondo toda la sala—. No creo que encuentre nada de eso en toda esta muchedumbre. Estoy por jurar que usted es la única persona honrada que encontraré por aquí.

—Se equivocará —su sonrisa crecía. A fin de cuentas, siempre había que aprovechar la ocasión de adular a una mujer bonita y elegante. Aún tenía orgullo. Parpadeó cuando ella le tendió una mano—. ¿Puedo besársela?

—Si le apetece… No me voy a volatilizar.

Era tersa y suave. Ni parecida a aquella mano de Monza… llena de cicatrices, curtida, callosa como la de cualquier Hombre Afamado. Ni tan retorcida como la raíz de la ortiga, ni, mucho menos, oculta bajo un guante. Escalofríos aplicó sus labios a los nudillos de la mano de aquella mujer y percibió un leve aroma de perfume. Parecido al de las flores, y también a otra cosa que le alteró la respiración.

—Yo… hum… me llamo Caul Escalofríos.

—Ya lo sé.

—¿Lo sabe?

—Ya nos habíamos visto antes, aunque fugazmente. Yo me llamo Carlot dan Eider.

—¿Eider? —Escalofríos se tomó un respiro para recordar aquel apellido. Un rostro vislumbrado entre la bruma. Sipani. La mujer de la casaca roja. La amante del príncipe Ario—. ¿Tú eres aquella a la que Monza…?

—¿Te refieres a una mujer herida, chantajeada, aniquilada y dada por muerta? Su descripción también cuadra conmigo —su mirada llena de preocupación fue hacia la mesa principal—. Es ella, ¿verdad? No la has llamado por su nombre, sino por su diminutivo, algo que denota familiaridad. Los dos debéis de ser íntimos.

—Bastante —aunque no tanto como lo habían sido en Visserine. Antes de que le arrancaran el ojo.

—Y mientras ella se sienta ahí arriba, con el gran duque Rogont, tú te sientas aquí abajo, con los mendigos y la gente que resulta incómoda.

Era como si le leyese el pensamiento. Volvió a sentirse furioso. Por eso intentó cambiar de tema de conversación y preguntó:

—¿Qué te ha traído hasta aquí?

—Después de la carnicería de Sipani no me quedaba otra elección. Sin duda, el duque Orso ofrece una buena recompensa por mi cabeza. Durante los tres últimos meses he estado esperando que cualquiera de las personas que pasara cerca de mí me apuñalase, me envenenase, me estrangulase o me hiciese algo peor.

—¡Uh! Conozco esa sensación.

—Entonces tienes toda mi simpatía.

—Hasta los muertos saben que me merezco alguna.

—Yo te ofrezco la mía, toda, porque te la mereces. Al igual que yo, sólo eres una pieza más de este sórdido juego, ¿no te parece? Y has perdido mucho más que yo. El ojo. El rostro.

—Eso parece —Escalofríos se encogió de hombros. A pesar de que ella no se hubiese movido, le parecía que estaba más cerca de él.

—El duque Rogont es un viejo conocido. Aunque no sea muy de fiar, hay que reconocer que es guapo.

—Eso parece —dijo entre dientes.

—No he tenido más remedio que arrojarme a sus pies para implorar su merced. Aunque el aterrizaje no haya sido fácil, al menos me ha permitido un breve respiro. Pero ahora veo que acaba de encontrar un nuevo entretenimiento.

—¿Monza? —Que él hubiera estado pensando lo mismo durante toda la noche, no le había servido de gran ayuda—. No le gustan los hombres de su estilo.

—¿De veras? —Carlot dan Eider lanzó un sutil bufido de incredulidad—. ¿No es una mentirosa tan asesina como traidora que se sirve de quien sea para conseguir sus fines? ¿No traicionó a Nicomo Cosca para hacerse con su silla? ¿Por qué crees que el duque Orso quiso matarla? Porque su trono iba después —como la bebida le había dejado atontado, Escalofríos no supo qué responder—. ¿Por qué no utilizar a Rogont para sus fines? ¿O es que está enamorada de alguien?

—No —dijo él con un gruñido—. Bueno… ¿cómo podría saberlo? ¡Joder, no! ¡Retuerces las palabras!

Ella puso una mano en el pálido pecho de Escalofríos y dijo:

—¿Que las retuerzo? ¿Por qué crees que la llaman la Serpiente de Talins? ¡Pues porque las serpientes sólo se quieren a sí mismas!

—Hablas por hablar. Ella te utilizó en Sipani. ¡La odias!

—Es cierto que no derramaré ninguna lágrima sobre su cadáver. Y que el hombre que le clave una espada tendrá mi gratitud y aún más. Pero eso no me convierte en mentirosa —estaba tan cerca que casi le hablaba al oído—. ¿Monzcarro Murcatto, la Carnicera de Caprile? Ella y su hermano asesinaron a muchos niños —casi podía sentir su aliento encima, mientras la piel le picaba por tenerla tan cerca y la ira y el deseo, ambos igual de ardientes, se fundían en su mente—. ¡Los asesinaron! ¡En las calles! Por lo que he oído, ya no le era fiel a su hermano…

—¿Eh? —a Escalofríos le habría gustado no estar tan bebido, porque la sala comenzaba a girar a su alrededor.

—¿No lo sabías?

—¿Saber qué? —una extraña mezcla de curiosidad, miedo y asco le subía por la espalda.

Eider dejó una mano encima de su brazo, lo suficiente para que él sintiese otra oleada de perfume… dulce, perturbador, enfermizo, y dijo:

—Que ella y su hermano eran amantes —pronunció la última palabra como ronroneando, para que durase más tiempo.

—¿Qué? —la mejilla donde tenía la cicatriz le dolía como si acabase de recibir en ella una bofetada.

—Amantes. Dormían juntos como marido y mujer. Follaban juntos. No es ningún secreto. Pregunta a quien quieras. Pregúntale a ella.

Escalofríos apenas podía respirar. Debía de habérselo imaginado. Algunas cosas habrían tenido sentido si se hubiese dado cuenta a tiempo. Quizá lo había hecho, pero no lo había querido reconocer. De cualquier modo, se sentía burlado. Engañado. Convertido en un hazmerreír. Como un pez sacado del río y dejado en la orilla para que se asfixie. Después de todo lo que había hecho por ella, de todo lo que había perdido… La rabia hervía en su interior con tanta fuerza que apenas podía contenerse.

—¡Cierra la puta boca! —apartó la mano de Eider—. ¿Crees que no me doy cuenta de que me estás provocando? —se había levantado del asiento y la dominaba con su estatura. Mientras tanto, la sala se movía a su alrededor en una confusión de luces borrosas y rostros desvaídos—. ¿Me tomas por idiota, mujer? ¿Quieres reírte de mí?

En lugar de retroceder, ella se echó hacia delante, casi apretándose contra él, con unos ojos tan grandes como platos.

—¿Yo? —dijo—. ¡Tú no te sacrificaste por mí! ¿Acaso soy yo la responsable de que te dejaran así? ¿Soy yo la que te ningunea?

Escalofríos tenía el rostro encendido. La sangre le martilleaba tanto el cráneo que creyó que el ojo le iba a estallar en cualquier momento. Lo malo era que ya no lo tenía. Lanzó un quejido estrangulado al tener cerrada la tráquea por lo furioso que se sentía. Retrocedió para no empujarla y fue derecho hacia un criado, chocando con la fuente de plata que llevaba en las manos y haciendo que los vasos tintineasen, las botellas se estremeciesen y el vino se derramara.

—Señor, con toda humildad…

El puño izquierdo de Escalofríos se aplastó en sus costillas y lo tiró hacia un lado, mientras que el derecho golpeaba el rostro de aquel hombre antes de que cayera. Rebotó contra la pared y cayó al suelo, desmadejado entre el naufragio de las botellas que llevaba. Escalofríos tenía el puño manchado de sangre. Tenía sangre, y una astilla blanca entre los dedos. Un trozo de diente. En aquellos momentos, lo único que quería era arrodillarse encima de aquel bastardo, cogerle la cabeza entre las manos y golpear con ella las hermosas tallas de la pared hasta que se le salieran los sesos. Y poco le faltó para hacerlo.

Pero, en lugar de eso, se volvió. Se volvió y cayó redondo.

El tiempo pasaba lentamente.

Monza se acostaba en el lado donde solía hacerlo, dándole la espalda a Escalofríos en el mismísimo borde de la cama. Guardando el mayor espacio posible entre ellos, pero evitando caerse al suelo. En aquel momento, los primeros indicios de la aurora comenzaban a insinuarse entre las cortinas, tiñendo la habitación con un color gris sucio. El efecto del vino comenzaba a disiparse, dejándola más cansada, desesperanzada y mareada que nunca. Como la ola que, al bañar una playa llena de porquería, parece que vaya a dejarla limpia, pero que, al retroceder, sólo deja en ella gran cantidad de peces muertos.

Intentaba pensar en lo que hubiera podido decir Benna. En lo que hubiera podido hacer para que ella se sintiese mejor. Pero ya no podía recordar ni cómo era su voz. Había comenzado a desvanecerse, llevándose consigo lo mejor de ella. Recordaba cuando, hacía mucho tiempo, era un niño esmirriado, enfermizo y sin recursos que necesitaba que ella le cuidase. Recordaba cuando ya era un hombre que reía y cabalgaba a su lado, mientras ambos subían por la montaña de Fontezarmo. Incluso entonces necesitaba que ella le cuidase. Recordaba de qué color eran sus ojos. Recordaba que tenía patas de gallo en ellos, por tanto reír. Pero no podía recordar su sonrisa.

En cambio, sí que recordaba con todo lujo de detalles, por otra parte sangrientos, los rostros de los cinco hombres a los que ella había matado. Gobba, que, con las manos destrozadas, intentaba librarse del garrote que le estaba dando Amistoso. Mauthis, que parecía haberse doblado en dos como una marioneta mientras echaba una espumilla rosácea por la boca. Ario, que se llevaba la mano al cuello, por donde la sangre salía a borbotones. Ganmark, que la miraba desde arriba mientras la desmesurada espada de Stolicus le atravesaba la espalda. Fiel, que se ahogaba lentamente para luego quedarse colgado en la rueda del molino, y que no era peor que ella.

Los rostros de los cinco hombres a los que había matado y de los dos que estaban por matar. El vehemente y pequeño Foscar, que apenas era un hombre. Y Orso, cómo no. El gran duque Orso, que la amaba como a una hija.

Monza, qué haría yo sin usted…

Echó las sábanas hacia delante y sacó sus sudorosas piernas de la cama para ponerse los pantalones, temblando aunque hiciese demasiado calor, con dolor de cabeza por el vino que estaba pasado.

—¿Qué haces? —preguntó Escalofríos con voz cascada.

—Necesito una pipa —le temblaban tanto los dedos que mil no podía encender la lámpara.

—¿No has pensado que quizá deberías fumar menos?

—Lo pensé —se peleaba con la bola de cáscaras y hacía muecas mientras movía sus destrozados dedos—. Y decidí que no.

—Aún es de noche.

—Pues duerme.

—Qué hábito tan jodidamente asqueroso —se había sentado en su parte de la cama, con la espalda de lado para que sólo pudiese verle el ojo bueno.

—Tienes razón. Quizá debería cambiarlo por el de romperle los dientes a los criados —cogió su cuchillo y comenzó a picar con él la bola de cáscaras que había metido en la cazoleta de la pipa, lanzando polvo al aire durante la operación—. Te diré que no le impresionó mucho a Rogont.

—Por lo que puedo recordar, no hace mucho que tú tampoco parecías muy impresionada por él. Me parece que tus sentimientos cambian con el viento.

La cabeza estaba a punto de estallarle. Como no tenía ganas de hablar, le dejó que siguiera. Pero, como en ocasiones la gente se defiende atacando, preguntó:

—¿Qué te reconcome? —y entonces supo que no quería escuchar la respuesta.

—¿Tú qué crees?

—Tú sabrás, yo también tengo problemas.

—¡Pues que me dejaste tirado, eso es lo que es!

—¿Cuándo te he dejado tirado? —se sobresaltó al escucharlo.

—¡Esta noche! ¡Abajo, con toda la morralla, mientras tú te sentabas como una señorona al lado del Duque de la Dilación!

—¿Acaso crees que yo me encargué de asignar los asientos? —le contestaba de malos modos—. Me puso a su lado para que él quedase mejor, eso es todo.

Se hizo una pausa. Escalofríos apartó la cabeza hacia un lado, se encogió de hombros y dijo:

—Bien. Supongo que conseguir que alguien quede bien es más de lo que yo he podido hacer estos últimos días.

—Rogont puede ayudarme —temblaba un poco, sintiéndose molesta y contrariada—. Eso es todo. Foscar está ahí fuera, con el ejército de Orso… —lo cierto era que tenía que morir, costara lo que costase.

—¿Venganza, verdad?

—Mataron a mi hermano. Suponía que no tendría que explicártelo. Ya sabes cómo me siento.

—No. No lo sé.

—¿Qué le pasó a tu hermano? —Monza fruncía el ceño—. Me parece recordar que dijiste que lo mató el Sanguinario. Suponía…

—Yo odiaba al cabrón de mi hermano. La gente decía que era Skarling renacido, pero lo cierto es que era un bastardo. Me enseñó a subir por los árboles y a pescar, y me daba golpecitos debajo de la barbilla y reía cuando nuestro padre estaba delante Pero, en cuanto se marchaba, me golpeaba hasta quitarme la respiración. Decía que yo había matado a nuestra madre. Lo único que hice fue nacer —su voz sonaba hueca, ya sin ira—. Cuando me enteré de que había muerto, intenté reír, pero me eché a llorar, porque era lo que hacían todos. Juré vengarme de su asesino y todo lo demás, porque era una manera de seguir con la gente. No quería quedarme sin amigos. Pero cuando supe que Nueve el Sanguinario había clavado la cabeza del bastardo de mi hermano en el extremo de una pica, no supe si odiarle por haber hecho aquello y haberme robado la oportunidad de hacerlo yo, o agradecerle el favor con un beso… de hermano.

Durante un instante, ella estuvo a punto de levantarse, de acercarse a él y de ponerle una mano en el hombro. Pero entonces, Escalofríos entornó su único ojo y la miró con frialdad, diciendo:

—Supongo que sabrás de qué hablo. De besar a un hermano.

La sangre se agolpó detrás de sus ojos con mayor violencia que nunca cuando exclamó:

—¡Lo que yo hiciese con mi hermano sólo me incumbe a mí! —y cuando fue consciente de que le estaba amenazando con el cuchillo, lo tiró—. No tengo la costumbre de explicar lo que hago. ¡Y no voy a comenzar ahora a explicárselo a la gente que contrato!

—¿Eso es lo que yo soy para ti?

—¿Qué otra cosa podrías ser?

—¿Después de lo que he hecho por ti? ¿De lo que he perdido?

—¿Acaso no cobraste una buena paga? —vacilaba, y las manos le temblaban más que nunca.

—¿Una paga? —se inclinó hacia ella, apuntándole con el dedo a la cara—. ¿Y cuánto valía mi ojo, coño malvado?

Ella lanzó un quejido sofocado, se levantó con un salto de la silla, agarró la lámpara, le volvió la espalda y se encaminó hacia la puerta del balcón.

—¿Adónde vas? —su voz se había hecho súbitamente conciliadora, como si fuese consciente de haber llegado demasiado lejos.

—¡A alejarme de tu autocompasión, bastardo, antes de que vomite! —abrió la puerta de golpe y salió al aire del exterior.

—Monza… —se dejó caer en la cama con una mirada muy triste en el rostro. Mejor dicho, en la mitad que aún le funcionaba. Roto. Desanimado. Desesperado. Con su ojo protésico apuntando a cualquier lugar. Dio la impresión de que fuera a echarse a llorar, a ponerse de rodillas, a pedir que le perdonase.

Ella cerró la puerta de golpe. Le venía bien tener una excusa. Antes prefería la culpa llevadera de volverle la espalda que la culpa interminable de mirarle. De veras que la prefería, y con mucho.

La vista desde el balcón podía ser una de las más sobrecogedoras del mundo. Ospria cayendo a pico. Un laberinto demencial de tejados de cobre puestos unos encima de otros. Los cuatro pisos de la ciudad, junto con sus torres y murallas. Edificios muy altos de antigua piedra clara que se arracimaban tras ellas, con ventanas muy estrechas y listas de mármol blanco, apretujados en calles muy empinadas y en callejones retorcidos de mil peldaños, tan profundos y oscuros como los cañones que excavan los ríos en las montañas. Las pocas luces madrugadoras que brillaban en unas pocas ventanas y los parpadeantes puntitos: las antorchas de los centinelas que se movían por las murallas. Más allá, el valle del Sulva, que seguía sumido en las sombras de las montañas, y el débil brillo del río que corría por su fondo. Y en la cumbre de la colina más alta situada al otro lado, recortados contra el terciopelo azul del cielo, quizá los alfilerazos de los fuegos del campamento de las Mil Espadas.

No era lugar para alguien que tuviese miedo a las alturas.

Pero Monza ocupaba su mente con otras cosas. Lo único que intentaba era que nada le importase, y que cuanto antes dejara de importarle, mejor. Fue rápidamente al rincón más protegido y se acurrucó al lado de su lámpara y de su pipa, imitando a la persona que se está helando y que sólo puede calentarse con el fuego. Mordió la boquilla con los dientes, levantó con manos temblorosas la tapadera, se inclinó hacia delante…

Y entonces tuvo lugar en el rincón un súbito fogonazo que le metió por los ojos varios cabellos llenos de grasa. La llama parpadeó y se apagó. Ella se quedó inmóvil, helada, mirando compungida la fenecida lámpara mientras le asaltaba un sudor frío. El rostro se le aflojó por el horror cuando las consecuencias de lo sucedido comenzaron a abrirse paso por su aturrullada mente.

Sin llama. Sin pipa. Y sin querer volver.

Se levantó de un salto, dio varios pasos hacia el balcón y lanzó la lámpara todo lo lejos que podía. Echó la cabeza hacia atrás, respiró profundamente, se agarró al parapeto, se columpió hacia delante y gritó con toda la fuerza de sus pulmones. Liberando todo el odio que sentía por la lámpara mientras ésta caía hacia la ciudad; por el viento que la había apagado; por la ciudad que se extendía bajo sus pies; por el valle que se extendía más allá; por el mundo y todos los que moraban en él.

A lo lejos, el inflamado sol comenzaba a reptar por encima de las montañas, manchando de sangre el cielo que rodeaba sus pendientes en penumbra.