Llegaron a Visserine cuando el sol comenzaba a ocultarse tras los árboles y el terreno se oscurecía. Pero aún podían ver las torres, que estaban a varios kilómetros de distancia. Docenas de ellas. Veintenas. Altas y delgadas como los dedos de una dama, subiendo por el cielo gris azulado cubierto de nubes, llenas de puntos luminosos, las lámparas que ardían en sus ventanas más altas.
—Montones de torres —dijo Escalofríos en voz baja.
—A los de Visserine siempre les han gustado —dijo Cosca, mirándole de reojo—. Algunas son del Viejo Imperio, de hace ya muchos siglos. Las grandes familias compiten para ver quién las construye más altas. Es una cuestión de orgullo. Recuerdo que, cuando era niño, una cayó antes de estar terminada, a menos de tres calles de donde vivía. Una docena de moradas humildes quedaron aplastadas en la caída. Siempre son los pobres quienes resultan aplastados por las ambiciones de los ricos. Y raras veces se quejan, porque… bueno…
—¿Por qué sueñan con tener sus propias torres?
—Sí, bueno, supongo que sueñan con eso —Cosca chasqueó la lengua—. No se dan cuenta de que, cuanto más alto se está, más dura es la caída.
—La gente no se da cuenta de eso hasta que el suelo se les viene encima.
—Muy cierto. Y me temo que muchos ricos de Visserine no tardarán en caer…
Amistoso encendió una antorcha, Vitari también, y Day encendió una tercera, que colocó en la parte frontal de la carreta para iluminar el camino. No tardaron en ver antorchas a su alrededor, al punto de que la carretera se convirtió en una hilera de lucecillas que serpenteaba desde la tierra, ya a oscuras, hasta el mar. En otro momento les habría parecido algo digno de ver, pero no en aquél. La guerra se acercaba y nadie parecía de buen humor.
Cuanto más se aproximaban a la ciudad, más llena de gente estaba la carretera, y más basura aparecía tirada en las cunetas. La mitad de aquella gente parecía desesperada por entrar en Visserine y encontrar cuatro paredes donde poder esconderse, mientras que la otra mitad quería salir de allí y encontrar algún sitio al aire libre donde refugiarse. Siempre que la guerra estaba en camino, los granjeros debían tomar una decisión muy difícil. Apegarse a su tierra y recibir una dosis segura de fuego y saqueo, y quizá de violación o asesinato, o entrar en una ciudad, confiando en que pudiera proporcionarles alojamiento y arriesgándose a que sus protectores les robasen, para tomar parte en su saqueo cuando cayese. Aunque también podían correr hacia las colinas para ocultarse, quizá para que los atrapasen, o para morir de hambre o de frío cualquier noche heladora.
Aunque fuese muy cierto que la guerra mataba a muchos soldados, también dejaba dinero a los que quedaban, y canciones y un fuego para sentarse a su alrededor. Mataba a muchos más granjeros y sólo dejaba cenizas a los sobrevivientes.
Como si fuera justo lo que faltaba para levantar el ánimo, la lluvia comenzó a caer en medio de la oscuridad, crepitando y siseando al llegar a las parpadeantes antorchas, creando claros entre las luces que los rodeaban. La carretera se convirtió en un barro pegajoso. Aunque Escalofríos sintiese que la humedad le hacía cosquillas en el cuero cabelludo, sus pensamientos se hallaban muy lejos. En la ciudad donde había supuesto que se quedarían hasta que pasaran unas cuantas semanas. En el Cardotti y en el trabajo siniestro que había realizado en él.
Su hermano siempre le había dicho que la cosa más infame que cualquier hombre podía hacer era matar a una mujer. El respeto por las mujeres, los niños, las antiguas costumbres y la palabra dada era lo que diferenciaba a los hombres de los animales, y a los carls de los asesinos. Aunque no lo hubiera hecho a propósito, debía de haberse dado cuenta de que, cuando se mueve el acero entre una muchedumbre, se es responsable de lo que ocurra. La buena persona que él era hubiera debido morderse las uñas hasta hacerse sangre a causa de lo sucedido. Pero cuando volvía a ver su propia hoja asestando un golpe mortal por encima de las costillas a la mujer, cuando escuchaba el sonido hueco que hacía al caer sobre ella, cuando veía su mirada fija deslizarse lentamente hacia el suelo, sólo quería que aquel recuerdo desapareciese enseguida.
Si matar por error a una mujer dentro de un burdel era algo malo, ¿acaso matar adrede a un hombre en medio de la batalla era más noble? ¿Algo para recordar con orgullo y para componer cantares en honor del asesino? Antaño, bien abrigado alrededor de un fuego, allá en el lejano Norte, la diferencia le habría parecido algo sencillo y obvio. Pero ya no la veía con la nitidez de antes. Y nada tenía que ver con el hecho de que él mismo se sintiese confuso. De repente, lo vio todo claro. Si comienzas a matar gente, no encontrarás el momento de detenerte, porque entonces nada te importará.
—Amigo mío, creo que tienes unos pensamientos muy sombríos —dijo Cosca.
—No creo que sea el momento de hacer chistes.
—Mi viejo mentor Sazine —dijo Cosca, chasqueando la lengua— me dijo en cierta ocasión que hay que reír mientras se siga con vida, porque luego resulta condenadamente difícil.
—¿Y ya está? ¿Y qué le pasó?
—Que murió por un hombro gangrenado.
—Pues menuda broma.
—Bueno, si la vida es un chiste —dijo Cosca—, tiene que ser uno de humor negro.
—Entonces lo mejor será no reírse, por si el chiste tiene que ver con uno.
—Eso o ajustar el sentido del humor que uno tiene.
—Hay que tener un sentido del humor bastante retorcido para reírse de todo esto.
Cosca se rascó el cuello mientras miraba las murallas de Visserine, que se levantaban negras contra la espesa lluvia, y dijo:
—Estoy de acuerdo, porque hasta ahora no he conseguido verle el lado divertido.
Con buena luz, cualquiera habría visto que había un buen atasco delante de la barbacana de la ciudad y que no mejoraba a medida que uno se iba acercando. La gente salía por ella de vez en cuando: ancianos, jóvenes, mujeres con niños, llevando equipajes que cargaban en mulos o que llevaban encima, carretas cuyas ruedas chirriaban en el pegajoso fango. La gente salía, avanzando con nerviosismo entre personas enfurecidas, aunque no fueran muchos los que entraban. Podía sentirse el miedo en el aire, que aún era mayor donde se producía el atasco.
Escalofríos bajó del caballo, estiró las piernas y se aseguró de soltar el seguro que mantenía su espada dentro de la vaina.
—De acuerdo —los cabellos de Monza se le pegaban a la cara por debajo de la capucha—. Entremos.
—¿Está absolutamente convencida de que debemos entrar? —preguntó Morveer.
Ella le miró durante un largo instante y dijo:
—El ejército de Orso no puede estar a más de dos días de distancia de nosotros. Eso quiere decir que Ganmark, quizá Fiel Carpi y las Mil Espadas, irán con él. Por eso tenemos que entrar ahí dentro, aunque no sepamos dónde están, y eso es todo.
—Usted es la patrona, por supuesto. Pero el deber me obliga a decirle que también hay algo que resulta muy evidente. Seguro que se nos ocurrirá una alternativa menos peligrosa que la de quedar atrapados por cuenta propia en una ciudad que pronto se verá rodeada por fuerzas hostiles.
—No hacemos nada bueno esperando aquí fuera.
—Y nada bueno haremos si nos matan a todos. Un plan que apenas pueda plegarse a las circunstancia es peor que cu… —Monza se volvió antes de que Morveer hubiese terminado de hablar y se dirigió hacia la barbacana, abriéndose paso entre la gente.
—Mujeres —dijo Morveer entre dientes.
—¿Qué pasa con ellas? —preguntó Vitari con un bufido.
—Que, exceptuando a la aquí presente, son más proclives a pensar con el corazón que con la cabeza.
—Pues en lo que a mí respecta, y teniendo en cuenta todo lo que nos está pagando, puede pensar con el culo si quiere.
—Morir rico sigue siendo morir.
—Y no es mucho mejor que morir pobre —dijo Escalofríos.
Poco después, media docena de guardias llegaban para empujar a la muchedumbre y apartarla con sus lanzas, dejando así el camino expedito, aunque no de barro, hasta la puerta. Un oficial de rostro grave los acompañó, y Monza fue justo detrás de él. Era evidente que había sembrado unas cuantas monedas y que en aquellos momentos recogía la cosecha.
—Vosotros seis, traed la carreta hacia aquí —el oficial señaló con un dedo enguantado a Escalofríos y a los demás—. Venid por aquí. Vosotros seis y nadie más.
Hubo algunos murmullos airados entre la gente que se encontraba delante de la puerta. Alguien dio una patada a la carreta cuando pasó cerca.
—¡Esto es una mierda! ¡No está bien! He pagado impuestos a Salier durante toda la vida, ¿y ahora me deja fuera? —alguien agarró a Escalofríos por el cuello mientras éste intentaba llevar de la brida a su caballo. Por lo que alcanzaba a ver bajo la luz de la antorcha y la lluvia que caía, era un granjero, más desesperado que los demás—. ¿Por qué te dejan pasar esos bastardos? He traído mi familia para…
Escalofríos aplastó su puño derecho en la cara del granjero. Le agarró por la casaca mientras caía y lo levantó, atizándole un segundo puñetazo y dejándole tirado de espaldas, desmadejado, en la cuneta. La sangre, negra por la oscuridad, le caía por la cara mientras intentaba levantarse. Cuando uno comienza una pelea, lo mejor es terminarla enseguida. Un instante de violencia en el momento justo puede ahorrarte la molestia de más y más violencia. Era lo que Dow el Negro habría hecho. Escalofríos dio un paso adelante, plantó una bota encima del pecho de aquel hombre y le obligó a hundirse en el barro.
—Mejor será que te quedes dónde estás —otras personas que estaban detrás ni se movieron; eran las oscuras siluetas de varios hombres y de una mujer con dos niños, que se escondían entre sus rodillas. Un chico le miraba a los ojos, agachado, como si pensara hacer algo. Quizá fuese el hijo del granjero—. Chico, todo esto lo hago para ganarme la vida. ¿Sientes la apremiante necesidad de acabar en el suelo?
El chico denegó con la cabeza. Escalofríos volvió a coger su caballo por la brida, chasqueó la lengua y se encaminó hacia la arcada. Pero no muy deprisa. Lo suficiente para defenderse por si alguien cometía la locura de atacarle. Volvieron a gritar de nuevo cuando apenas había dado dos pasos, preguntándoles por qué eran tan especiales, por qué podían pasar mientras que a ellos los dejaban de pasto para los lobos. El individuo al que dejas sin conocimiento después de atizarle un puñetazo en los dientes no suele hacer ese tipo de preguntas. Y como aquellos a los que no les has pegado sólo piensan en que puede llegarles el turno, hacen todo lo posible por evitarlo. Soplándose en los nudillos, Escalofríos siguió a los de su grupo y pasó por debajo de la arcada, adentrándose en la oscuridad del largo túnel.
Intentó recordar lo que le había dicho el Sabueso cien años antes, o eso le parecía, cuando estaban en Adua. Algo acerca de que la sangre llama a la sangre y que nunca es demasiado tarde para parar. Que nunca es demasiado tarde para ser buena persona. Rudd Tresárboles había sido una buena persona, mejor que nadie. Había estado apegado a las viejas costumbres durante toda su vida y nunca había seguido el camino fácil a menos que fuese el correcto. Aunque a Escalofríos le llenase de orgullo poder decir que había combatido a su lado y que le había considerado su jefe, al final, ¿qué honor había conseguido Tresárboles con aquella manera suya de proceder? Unas cuantas palabras de recuerdo, por otra parte fútiles, cuando se sentaban alrededor del fuego. Eso, una vida dura y un sitio en la tierra húmeda al morir. Dow el Negro había sido el bastardo más frío que jamás hubiera conocido. Un hombre que no se enfrentaba al enemigo si podía atacarle por la espalda, que quemaba las aldeas porque sí, que quebrantaba los juramentos hechos sin que le importasen las consecuencias. Un hombre tan implacable como la peste y que tenía una conciencia tan pequeña como el pito de un piojo. En aquellos momentos se sentaba en el trono de Skarling, con la mitad del Norte a sus pies y la otra mitad atemorizada con sólo escuchar su nombre.
Salieron del túnel y llegaron a la ciudad. El agua salía de las cañerías rotas, mojando los adoquines desgastados. Una procesión empapada de hombres, mujeres, muías, carretas, que intentaban salir de la ciudad y que veía cómo ellos tomaban a trompicones el sentido opuesto. Mientras se encaminaban hacia una torre que se elevaba a mucha altura en medio de la noche, Escalofríos echó la cabeza hacia atrás y entornó los ojos a causa de la lluvia. Aunque aquella torre triplicase en altura la del edificio más alto de Carleon, ni siquiera era la más alta que podía verse por los alrededores.
Miró de reojo a Monza según la manera que acostumbraba. Ella seguía con la mirada preocupada de siempre, mirando hacia delante mientras la luz de las antorchas ante las que pasaban iluminaba los prominentes huesos de su rostro. Sólo pensaba en una cosa, y haría todo lo que fuera necesario para conseguirla. A la mierda la conciencia y las consecuencias. La venganza primero, y las preguntas para más tarde.
Se pasó la lengua por dentro de la boca y escupió. A medida que pasaba el tiempo, más seguro estaba de que ella tenía razón. La piedad y la cobardía eran lo mismo. A nadie le dan ningún premio por comportarse bien. Ni allí, ni en el Norte, ni en ningún sitio. Si quieres algo, pues lo coges, y el tipo más importante es el que coge más. No habría estado mal que la vida fuese de manera diferente.
Pero era como era.
Monza estaba rígida y dolorida, como siempre. Estaba furiosa y cansada, como siempre. Necesitaba fumarse una pipa más que nunca. Y también tener un poco de esparcimiento antes de dormir, porque estaba empapada, helada y escocida por la silla de su montura.
Recordaba Visserine como un lugar hermoso, plagado de vidrio reluciente y edificios muy bonitos, de buena comida y libertad. Tenía muy buen humor, cosa rara en ella, cuando lo había visitado por última vez. Pero por entonces hacía calor, porque era verano y no una gélida primavera como en aquel momento. Gozaba de la compañía de Benna, que esperaba que a ella le dieran el liderazgo, y no estaba obsesionada por los cuatro hombres a los que tenía que matar.
A pesar de todo ello, aquel lugar estaba muy lejos de ser el rutilante jardín de placeres que recordaba.
Debía de haber una lámpara encendida detrás de las contraventanas, porque por ellas salía la suficiente luz para siluetear las figurillas de cristal de los nichos que coronaban las ventanas y para hacerle a ella parpadear. Los espíritus familiares, una tradición muy antigua, incluso anterior al Nuevo Imperio, solían ser puestos en aquellos sitios para traer prosperidad y alejar al mal. Monza se preguntó para qué servirían aquellos trozos de cristal cuando el ejército de Orso entrase en la ciudad. Las calles estaban dominadas por el miedo, una sensación de amenaza tan palpable que a Monza le puso la carne de gallina y le erizó los pelos de la nuca.
Visserine estaba llena de gente. Algunos corrían hacia las puertas de la ciudad y sus muelles. Hombres y mujeres con fardos y todo lo que podían llevarse encima, tirando de los niños mientras los ancianos resoplaban y marchaban a su zaga. Los carros que traqueteaban, llenos de sacas y cajas, colchones y cómodas, y de todo tipo de trastos inservibles, que sin duda acabarían abandonados, se alineaban a lo largo de las carreteras que salían de Visserine. En un momento como aquél, intentar salvar lo que no fuese la propia vida suponía una pérdida de tiempo y de esfuerzo.
Si decides huir, lo mejor es hacerlo deprisa.
Pero la ciudad también estaba llena de gente que había decidido entrar en ella para refugiarse y que, para su gran desconsuelo, acababa por descubrir que se encontraba en un callejón sin salida. Ocupaban las aceras de las plazas. Llenaban los portales, se amontonaban bajo las mantas para protegerse de la lluvia. Atestaban por docenas los sombríos soportales de un mercado vacío, agachándose al paso de una columna de soldados cuyas armaduras, perladas por la humedad, relucían a la luz de las antorchas. Los sonidos resonaban en la oscuridad. Vasos de vidrio que se rompían y de maderas arrancadas. Gritos de ira o de miedo. Uno o dos chillidos espeluznantes.
Monza se preguntó si algunos de los ciudadanos no habrían comenzado el saqueo por su cuenta. Para zanjar alguna deuda pendiente o para afanar algunas de las cosas que siempre habían codiciado, mientras los ojos de los poderosos sólo se preocupaban en descubrir alguna manera de sobrevivir. Era uno de esos momentos raros en los que uno puede llevarse algo gratis, pero que no le serían cuando el ejército de Orso avanzase hacia la ciudad para acampar a sus puertas. La pátina de la civilización comenzaba a disolverse.
Monza sintió que unos ojos les seguían a ella y a los demás de su alegre banda mientras avanzaban lentamente por las calles. Ojos llenos de miedo, de sospecha y… de otras cosas, que intentaban descubrir si eran lo suficientemente débiles o lo suficientemente ricos para robarles. Cogió las riendas con la mano derecha, que le dolió, y dejó la izquierda encima de su muslo, cerca de la empuñadura de su espada. Al parecer, la única ley que en aquellos momentos imperaba en Visserine era la que podía dictar el filo de un arma. Y eso que el enemigo aún no había llegado.
He visto el infierno, y es una ciudad populosa bajo asedio, había dicho Stolicus.
Más adelante, el camino pasaba bajo un arco de mármol. Un largo riachuelo de agua brotaba de su piedra angular. Encima de la pared de más arriba había un mural. En su parte superior, pintado de manera ideal, más como un gordito simpático que como el enorme obeso que era, el gran duque Salier se sentaba en su trono. Mientras levantaba en alto la mano con la que bendecía, una luz celestial parecía emanar de su sonrisa paternal. Bajo él podía verse un variado surtido de los ciudadanos de Visserine, desde el más humilde al más ensalzado, que parecían disfrutar humildemente con los beneficios de su buen gobierno. Pan, vino, riqueza. Debajo de ellos, rodeando la parte inferior del arco, las palabras Caridad. Justicia. Valor aparecían escritas con letras de oro que eran tan altas como un hombre. Pero alguien, haciendo gala de un innegable apetito por la verdad, debía de haberse subido para pintarrajear encima de ellas con trazos rojos lo siguiente: Codicia. Tortura. Cobardía.
—Qué arrogancia la de ese cabronazo gordinflón de Salier —decía Vitari mientras miraba a Monza de soslayo y sus cabellos rojizos parecían de color castaño oscuro por efecto de la lluvia—. Creo que esa baladronada suya será la última, ¿no te parece?
Monza se limitó a lanzar un gruñido. Mientras miraba el huesudo rostro de Vitari, sólo pensaba hasta qué punto podría confiar en ella. Aunque estuvieran en medio de una guerra, la traición podía alcanzarla dentro de su pequeña compañía de proscritos. ¿Vitari? Estaba con ella por dinero… siempre hay un factor de riesgo cuando tienes algún bastardo al que le gusta el dinero más que a ti. ¿Cosca? ¿Cómo puedes fiarte de un borracho que es notoriamente traicionero, cuando tú misma le traicionaste en una ocasión? ¿Amistoso? ¿Quién diablos podía saber cómo funcionaba la mente de aquel hombre?
Pero todos le parecían como de la familia si los comparaba con Morveer. Echó un vistazo por encima del hombro y vio que la miraba con cara de pocos amigos desde el pescante de la carreta. Aquel hombre era puro veneno y, en el momento que le pareciese más favorable, podría asesinarla con la misma facilidad con que se aplasta a una garrapata. Aunque ya estuviera bastante mosqueado porque ella hubiese decidido ir a Visserine, lo que menos quería era que conociese sus razones. Porque, para entonces, Orso ya debía de haber recibido la carta de Eider. Porque seguro que, gracias al dinero de Valint y Balk, debía de haber ofrecido el rescate de un rey por su muerte, y porque la mitad de los asesinos del Círculo del Mundo debían de estar rebuscando por toda Styria para meter su cabeza en una bolsa. Junto con las de aquellos que la habían ayudado, por supuesto.
Había más posibilidades de que estuvieran a salvo en medio de una batalla que fuera de ella.
Escalofríos era el único en el que confiaba un poco. Cabalgaba achantado, grande y silencioso a su lado. Su parloteo le había molestado muchísimo en Westport, pero después de que se callara, qué cosa tan curiosa, lo echaba de menos. Le había salvado la vida en la brumosa Sipani. Y aunque la vida no fuese lo que a ella más le importaba, el hecho de que un hombre le salvase la vida hacía que aumentase la estima que pudiera sentir por él.
—De repente, te has quedado callado —apenas podía ver su rostro en aquella oscuridad, sólo su contorno, las sombras en las cuencas de sus ojos, en los hoyuelos de sus mejillas.
—No creo que tenga mucho que decir.
—Nunca habías estado tan callado.
—Bueno. Estoy comenzando a verlo todo de manera diferente.
—¿Cómo así?
—Quizá pienses que me resulta fácil, pero intento mantener la esperanza. Y ese esfuerzo no siempre se ve recompensado.
—Creía que ser mejor persona ya era una recompensa por sí misma.
—Y yo que me recompensaría por todo el esfuerzo que hago. Por si no lo has notado, estamos en medio de una guerra.
—Créeme, sé lo que es una guerra. La mayor parte de mi vida he vivido en una guerra continua.
—¿Y qué tiene eso de raro? A mí me ha pasado lo mismo. A juzgar por las que he visto, y he visto muchas, una guerra no es el mejor sitio para ser mejor persona. Estoy pensando que, a partir de ahora, podría intentar hacer las cosas a tu manera.
—¡Vaya! ¡Pues piensa en algún dios y dale las gracias! ¡Bienvenido al mundo real! —aunque sonriese, no estaba muy segura de no sentirse un poco decepcionada. A pesar de que Monza hubiera dejado hacía muchos años de ser una persona decente, le gustaba la idea de poder señalar con el dedo a alguien que aún lo fuese. Cuando la carreta que iba delante se detuvo con un chirrido, tiró de las riendas para que su caballo fuese al paso—. Ya hemos llegado.
El edificio que ella y Benna compraran mucho tiempo atrás era muy viejo, pues había sido construido antes de que la ciudad dispusiera de unas buenas murallas y de que los ricos se preocuparan en guardar a buen recaudo sus posesiones. Una torre de piedra de cinco plantas, el salón y los establos detrás de una de las fachadas, ventanas estrechas en la planta de calle y almenas en el tejado. Se veía negra y grande al recortarse contra la oscuridad del cielo, una bestia muy diferente de las achaparradas casas de madera y ladrillos que se arracimaban a su alrededor. Llave en alto se dirigió hacia la puerta, que estaba tachonada con clavos de hierro, y frunció el ceño. Como la áspera piedra de su marco estaba iluminada por la luz que salía de su interior, era evidente que la habían forzado. Se llevó un dedo a los labios y señaló hacia ella.
Escalofríos levantó una de sus enormes botas y la abrió de una patada. Entonces, un ruido de maderas caídas, como si algo hubiese estado obstaculizando su entrada, salió de su interior. Monza se precipitó por el hueco, su mano izquierda en la empuñadura de la espada. La cocina estaba sin muebles, pero llena de gente. Gente mugrienta y de apariencia cansada que la miraba fijamente, entre sorprendida y asustada, bajo la parpadeante luz de una única vela. El que se encontraba más cerca de Monza, un individuo rechoncho con un brazo en cabestrillo, tropezó con un barril vacío y agarró un garrote.
—¡Retrocede! —exclamó, dirigiéndose a Monza. Otro hombre que vestía una camisa de granjero bastante sucia dio un paso hacia ella, enarbolando una pequeña hacha.
Escalofríos fue en ayuda de Monza, agachándose para pasar bajo el dintel y luego erguirse todo lo alto que era, una enorme sombra proyectada en la pared situada a su espalda, la pesada espada desenvainada que relucía junto a una de sus piernas.
—Tú eres quien tiene que retroceder —se limitó a decir.
El granjero hizo lo que se le pedía sin apartar los ojos de aquellos palmos de reluciente metal.
—¿Quién eres? —preguntó.
—¿Yo? —aquella simple palabra de Monza restalló en la estancia—. La dueña de esta casa, bastardo.
—Son once —dijo Amistoso, que acababa de entrar por la puerta.
Junto a aquellos dos individuos estaban dos mujeres mayores y un hombre anciano, que se inclinaba hacia el costado derecho mientras movía sus nudosas manos sin parar. Además de una mujer con la misma edad de Monza, que tenía un bebé en sus brazos, y dos niñas pequeñas sentadas a su lado, las cuales, que parecían gemelas, la miraban con ojos muy grandes. Una chica de unos dieciséis años se encontraba al lado de la vacía chimenea. Mientras rodeaba con un brazo a un niño de unos diez y lo protegía con su cuerpo, sostenía entre sus manos un cuchillo de tosca factura con el que destripaba un pescado Sólo era una chica que se preocupaba por su hermanito.
—Aparta tu espada —dijo Monza.
—¿Eh?
—Nadie va a morir esta noche.
—¿Quién es ahora optimista? —Escalofríos enarcaba una ceja.
—Afortunadamente para todos vosotros, esta casa que compré es muy grande. Así que hay sitio para todos.
El hombre del cabestrillo, que tenía toda la pinta de ser el cabeza de familia, la miró fijamente y dejó caer el garrote.
—Somos granjeros llegados del valle en busca de algún sitio seguro —explicó—. Este sitio estaba así cuando lo encontramos, no hemos robado nada. No os causaremos ningún problema…
—Mejor será que no nos causéis ninguno. ¿Son éstos todos los tuyos?
—Me llamo Furli. Ésta es mi mujer…
—No necesito conocer vuestros nombres. Os quedaréis aquí y no os interpondréis en nuestro camino. Nos instalaremos arriba, en la torre. No debéis subir por las escaleras, ¿me comprendes? Así nadie sufrirá daño alguno.
—He comprendido —dijo, asintiendo con la cabeza, mientras su miedo comenzaba a mudarse en alivio.
—Amistoso, lleva los caballos al establo y aparta la carreta de la calle.
Las caras famélicas de aquellos granjeros desamparados, débiles y necesitados le hicieron sentirse mal a Monza. Apartó de una patada una silla desvencijada y comenzó a subir por las escaleras, husmeando en la oscuridad mientras sentía la rigidez de sus piernas después de llevar un día en la silla. Morveer la alcanzó en el cuarto descansillo, seguido por Cosca, Vitari y Day, que subía la última por llevar un cofre en brazos. El farol de Morveer arrojaba un círculo de débil luz sobre la barbilla de su rostro entristecido.
—Estos campesinos suponen para nosotros una amenaza innegable —dijo en voz baja—. Un problema que, no obstante, puede resolverse fácilmente. No creo que haya que recurrir al rey de los venenos. La caritativa contribución de una hogaza de pan espolvoreada con una pizca de flor de leopardo hará que dejen de…
—No.
—Si tiene intención de dejarlos ahí abajo a su aire —dijo, parpadeando—, me veré en la obligación de protestar enérgicamente…
—No se admiten las protestas. Y fíjese en que me importan una mierda. Usted y Day pueden coger esta habitación —y, mientras se volvía para escrutar las tinieblas, le quitó el farol de la mano—. Cosca, tú estarás en la segunda planta con Amistoso. Vitari, creo que tendrás que dormir sola en la siguiente habitación.
—Dormir sola —dio una patada a un trozo de yeso caído de las paredes—. La historia de mi vida.
—Entonces me acercaré a la carreta para subir mi equipaje a La Carnicera de Caprile, el hotel para campesinos desplazados —Morveer meneaba la cabeza muy disgustado mientras bajaba por la escalera.
—Adelante —rezongó Monza. Permaneció inmóvil durante un momento, hasta que el ruido de las botas del envenenador abandonó los últimos escalones y se perdió en la distancia. Abajo, excepto por la voz de Cosca, que seguía hablando con Amistoso, todo estaba en silencio. Entonces siguió a Day hasta su habitación y cerró la puerta con sumo cuidado—. Tenemos que hablar.
La joven acababa de abrir el cofre para sacar un trozo de pan.
—¿De qué?
—De lo que ya hablamos en Newsport. De tu jefe.
—Le pone de los nervios, ¿verdad?
—No me digas que a ti no te pone nerviosa.
—Todos los días de estos últimos tres años.
—Supongo que no será fácil trabajar con un hombre así —Monza dio un paso hacia la joven para mirarla a los ojos—. Antes o después, el pupilo debe salir de la sombra de su maestro para serlo él.
—¿Por eso traicionó usted a Cosca?
Aquella salida le dio a Monza unos instantes para responder:
—Más o menos. En ocasiones hay que correr riesgos. Agarrar la ortiga a contrapelo. Pero tú tienes muchos, y mejores, motivos que yo para hacerlo —dijo de repente, como dejándolo caer.
Era el momento de que Day hiciera una pausa antes de preguntar:
—¿Qué motivos?
—Bueno, pues que… —Monza se hacía la sorprendida— antes o después Morveer me traicionará e irá a ver a Orso. —Aunque era evidente que no estaba muy segura, llevaba mucho tiempo intentando protegerse contra aquella eventualidad.
—¿Y ya está? —Day había dejado de sonreír.
—A él no le gusta cómo hago las cosas.
—¿Y quién dice que la manera en que usted hace las cosas me guste a mí?
—¿Es que no lo ves? —la reacción de Day a sus palabras fue la de entornar los ojos y, por una vez, olvidarse de la comida—. Si va a ver a Orso, tendrá que echarle la culpa a alguien por lo de Ario. Un chivo expiatorio.
—No —dijo Day, que acababa de captar la idea—. Me necesita.
—¿Cuánto llevas con él? Tres años, ¿no? ¿Nunca te ha manipulado? ¿Cuántos ayudantes crees que ha tenido? ¿Crees que habrán sido muchos?
Day abrió la boca, parpadeó, luego se lo pensó mejor y permaneció callada.
—Quizá esté pasando por una mala racha y todos acabemos siendo una familia feliz y amistosa. La mayoría de los envenenadores son buenas personas cuando llegas a conocerlos —Monza se le acercó más para poder hablar en susurros—. Pero cuando él te diga que va a ver a Orso, recuerda que te lo advertí.
Dejó a Day mirando el trozo de pan con cara preocupada, pasó en silencio por la puerta y la cerró suavemente, acariciándola con las yemas de los dedos. Miró por el hueco de la escalera, pero sin ver ni rastro de Morveer, sólo la barandilla que se perdía entre las sombras describiendo una espiral. Asintió para sus adentros. Ya había plantado la semilla y habría que esperar para ver que salía de ella. Obligó a sus cansadas piernas a subir los estrechos escalones que había hasta la última planta, abrió la puerta con un crujido y avanzó por la habitación abuhardillada mientras la lluvia seguía tamborileando, aunque débilmente, en el tejado.
Era la habitación donde ella y Benna habían pasado un mes juntos, en medio de aquellos años tan aciagos. Lejos de las guerras. Riendo, hablando, observando el mundo desde las anchas ventanas. Pensando en cómo habrían sido sus vidas si no se hubiesen dedicado a guerrear, pensando si hubieran podido hacerse ricos de otra manera. A su pesar, descubrió que sonreía. La figurilla de cristal aún relucía en el nicho situado encima de la puerta. El espíritu de la casa. Aún recordaba la mueca de Benna mientras ella la cogía con los dedos y la subía a aquel sitio.
Para que pueda velarte mientras duermes, como tú haces conmigo.
Su sonrisa se desvaneció cuando fue hacia la ventana para abrir una de las jambas que se deshacían en la mano. La lluvia había tejido un velo gris por toda la ciudad, que se convertía en goterones encima del alféizar. El ramalazo de un relámpago lejano iluminó por un instante la maraña de tejados empapados, consiguiendo que los grises contornos de las demás torres parecieran amenazantes en medio de la negrura. Unos instantes después, el trueno restallaba y repartía su estruendo por toda la ciudad.
—¿Y yo dónde voy a dormir? —Escalofríos estaba en el umbral, con los brazos apoyados en la parte superior del marco y varias mantas encima de un hombro.
—¿Tú?
Su mirada fue a la estatuilla de cristal que quedaba encima de su cabeza y luego volvió al rostro de Escalofríos. Aunque hubiera pasado mucho tiempo desde que había tenido un nivel de vida muy alto, a Benna, sus dos manos y un ejército tras ella, en aquellos momentos lo único que tenía tras de sí eran seis inadaptados, una buena espada y un montón de dinero. Es muy posible que un general deba guardar la distancia respecto a sus tropas y que una mujer en busca y captura deba guardarla con todo el mundo. Pero Monza ya había dejado de ser un general. Benna había muerto y ella necesitaba algo. Uno puede llorar sus infortunios, o puede levantarse y hacer bien las cosas sin que le importe una mierda lo que sean. Cerró la contraventana con un codo, se echó en la cama con una mueca de dolor y dejó el farol en el suelo, diciendo acto seguido:
—Pues aquí, conmigo.
—¿Yo? —Escalofríos enarcaba las cejas.
—Pues claro, optimista. Es tu noche de suerte —se echó hacia atrás, apoyó los codos mientras el viejo somier crujía y levantó una pierna hacia él—. Y ahora cierra la puerta y ayúdame con estas malditas botas.