Era temprano, y las retorcidas calles de Sipani estaban tranquilas. Monza se acurrucaba en una arcada, la casaca bien ceñida, las manos metidas en los sobacos. Por lo menos llevaba una hora allí, cada vez más helada, respirando la bruma que llenaba el lugar. Los extremos de la nariz y de las orejas le picaban de mala manera. Era un milagro que no se le hubiesen congelado hasta los mocos. Pero tenía que ser paciente. Era necesario.
Las nueve décimas partes de la guerra consisten en aguardar, había dicho Stolicus, y fue como si escuchara sus palabras en voz baja.
Un hombre pasó con una carretilla llena de paja cuyo chirrido quedaba amortiguado por la espesa niebla, y los ojos de Monza le siguieron hasta que se convirtió en una silueta imprecisa que acabó por desaparecer. Echaba de menos a Benna.
Y echaba de menos la pipa que no se había llevado consigo.
Se pasó la lengua por los labios resecos para dejar de pensar en todo aquello, pero era como si le hubiesen clavado una astilla debajo de la uña del pulgar. El fuerte y maravilloso mordisco en los pulmones, el sabor del humo cuando sus volutas abandonaban lentamente su boca, sus miembros que se hacían más pesados, el universo que parecía hacerse más amable. La duda, el ansia, el miedo, que se desvanecían…
Unas pisadas resonaron en el empedrado y un par de figuras salieron de la penumbra. Monza se tensionó, los nudillos prietos, el dolor que relampagueaba en sus nudillos retorcidos. Una mujer ataviada con una casaca de color rojo intenso, recamada en oro.
—¡Date prisa! —dijo con ligero acento de la Unión al hombre que avanzaba titubeante a su lado mientras cargaba un pesado baúl en un hombro—. No quiero volver a llegar tarde…
El chillido de Vitari atravesó la calle vacía. Escalofríos salió de un portal, dominó al criado con su estatura y le agarró por los brazos. Amistoso salió de la nada y le propinó cuatro fuertes directos en las tripas antes de que pudiese gritar, enviándole a vomitar encima del empedrado.
Antes de que la mujer se volviera para correr, Monza escuchó su grito ahogado y atisbó su rostro sorprendido. Pero antes de que hubiera dado un solo paso, la voz de Vitari se insinuó en la penumbra que se encontraba ante ella:
—¡Carlot dan Eider, si no me confundo!
La mujer vestida de rojo retrocedió hacia el portal en que se encontraba Monza y alzó una mano, exclamando:
—¡Tengo dinero! ¡Puedo pagaros!
Vitari salió lentamente de la bruma, tan tranquila y tan a gusto como un gato en su jardín, y dijo:
—Oh, pues claro que nos pagarás. Debo confesar que me sorprendió saber que la amante favorita de Ario estaba en Sipani. Había oído que apenas salías de su dormitorio —Vitari la llevó hasta el portal y Monza se adentró por él, atravesando un pasillo casi a oscuras y torciendo el gesto por las punzadas de dolor que sentía en las piernas al andar.
—Sea lo que fuere que os pague la Liga de los Ocho, yo…
—No trabajo para ella, y la simple suposición me molesta. ¿No te acuerdas de mí? ¿De Dagoska? ¿No te acuerdas de cuando intentaste vender la ciudad a los gurkos? ¿No recuerdas cuando te apresaron?
Monza vio que dejaba caer algo que no tardaba en estrellarse contra el empedrado: una hoja con empuñadura en forma de cruz, que bailoteaba y se retorcía en el extremo de una cadena.
—¿Dagoska? —la voz de Eider tenía una nueva nota de terror—. ¡No! ¡Yo no hice nada de lo que me pidió! ¡Nada! ¿Por qué…?
—Oh, ya no trabajo para el Lisiado —Vitari se acercó más a ella—. Me he hecho autónoma.
La mujer de rojo atravesó el umbral y el pasillo, tambaleándose y caminando hacia atrás. Al volverse, vio que Monza la esperaba con la enguantada mano encima del pomo de su espada. Se paró en seco, y su entrecortada respiración retumbó en las húmedas paredes. Vitari cerró la puerta y corrió el cerrojo, que hizo un clic final.
—Por aquí —dio un empujón a Eider que a punto estuvo de tirarla al suelo por enredarse con los faldones de la casaca—, te lo ruego. —Cuando recobró el equilibrio le dio otro empujón que le hizo rasparse la cara con una de las paredes del pasillo. Vitari la agarró de un brazo y Monza las siguió lentamente hasta la habitación, apretando las mandíbulas.
Al igual que su mandíbula inferior, aquella habitación debía de haber conocido días mejores. El estucado, de mírame y no me toques, estaba manchado con mohos negros y levantado por la humedad, y el aire viciado olía a podredumbre y a cebollas. Day se apoyaba en la pared de un rincón, con una sonrisa desinhibida en el rostro, mientras limpiaba con la manga una ciruela que tenía el mismo color que un raspón reciente y se la ofrecía a Eider.
—¿Una ciruela?
—¿Qué? ¡No!
—Como quiera. Están muy buenas.
—Siéntate —Vitari empujó a Eider hasta la silla desvencijada que constituía todo el mobiliario. Por lo general, que a uno le tocase aquella silla era algo bueno. Pero eso no podía aplicarse a la presente situación—. Por más que digan que la historia se repite, jamás hubiera pensado que volviésemos a vernos. Es algo para echarse a llorar, ¿no te parece? Sobre todo tú.
No daba la impresión de que Carlot dan Eider fuera a echarse a llorar. O, al menos, no de repente. Se sentó muy derecha y cruzó las manos en el regazo. Una postura muy recatada, dadas las circunstancias. Sobre todo, digna. Aunque hubiera dejado atrás la primera plenitud de la juventud, aún era una mujer imponente, vestida, pintada y empolvada de la mejor manera posible para causar una gran impresión. Un collar de gemas rojas relampagueaba en su cuello, el oro relucía en sus largos dedos. Parecía más condesa que amante, tan fuera de lugar en aquella habitación cochambrosa como un anillo de diamantes en un montón de basura.
Vitari estuvo merodeando alrededor de la silla hasta que se agachó para decir con voz sibilante:
—Tienes muy buen aspecto. Siempre supiste cómo caer de pie. Como el palomo volteador. De ser la jefa del gremio de los especieros a ser la puta del príncipe Ario.
Eider ni siquiera parpadeó al replicar:
—Así es la vida. ¿Qué quieres?
—Sólo hablar —la voz de Vitari se convirtió en el ronroneo suave de los amantes—. A menos que no obtengamos las respuestas que estamos buscando. Entonces tendremos que hacerte daño.
—No dudo de que disfrutarás haciéndolo.
—Así es la vida —de repente lanzó un puñetazo a las costillas de la amante de Ario, lo suficientemente fuerte para hacer que se retorciera en la silla. Se dobló en dos, sin aliento, y Vitari se inclinó nuevamente sobre ella y le enseñó el puño—. ¿Otro más?
—¡No! —Eider levantó una mano, enseñó los dientes y recorrió con la mirada aquella habitación, para luego llevarla nuevamente hacia Vitari—. No… ah… os ayudaré. Sólo… tienes que decirme qué queréis saber.
—¿Por qué has llegado antes que tu amante?
—Para hacer los preparativos del baile. Trajes, máscaras, todo tipo de…
El puño de Vitari volvió a hundirse entre sus costillas justo en el mismo sitio que antes, pero con más fuerza, porque el sonido apagado del impacto reverberó en las paredes mojadas. Eider gimoteó, cruzó los brazos alrededor del cuerpo, aspiró profundamente y luego tosió con el rostro retorcido por el dolor. Vitari volvió a inclinarse sobre ella como la araña negra sobre la mosca recién atrapada.
—Estoy perdiendo la paciencia. ¿Por qué estás aquí?
—Ario quería hacer… después… otro tipo de fiesta. Para su hermano. Por el cumpleaños de su hermano.
—¿Qué tipo de fiesta?
—De ése por el que Sipani es famosa —Eider tosió una vez más, volvió la cabeza y escupió, dejando unas pequeñas manchas en una de las hombreras de su preciosa casaca.
—¿Dónde?
—En la Casa del Placer de Cardotti. Ha alquilado todo el local para la fiesta. Para él, Foscar y sus escoltas. Me envió aquí para que me encargase de los preparativos.
—¿Envía a su amante para contratar putas?
—Eso le va a Ario —dijo Monza, burlándose—. ¿Qué tipo de preparativos?
—Buscar músicos y artistas, arreglar el local, cerciorarme de que es seguro. Él… confía en mí.
—El muy necio —Vitari se burlaba de ella—. Me pregunto qué haría si supiera para quién trabajas, ¿eh? ¿Para quién trabajas ahora? ¿Para nuestro común amigo de la Casa de las Preguntas? ¿Para nuestro amigo lisiado de la Inquisición de Su Majestad? ¿Para la Unión, echándole un ojo a los negocios de Styria? Seguro que tienes problemas para recordar a quién se supone que debes traicionar cada semana.
Eider la miró con el rostro encendido y sin soltar los brazos con los que se protegía las doloridas costillas.
—Así es la vida.
—Más bien la muerte, si Ario sabe la verdad. Una pequeña nota y se acabó.
—¿Qué queréis?
Monza salió de entre las sombras.
—Quiero que nos ayudes a acercarnos a Ario y a Foscar. Quiero que nos introduzcas en la Casa del Placer de Cardotti justo cuando vaya a celebrarse esa fiesta de la que nos has hablado. Y que, a la hora de contratar a músicos y a artistas, contrates a quienes te digamos, cuando te digamos y como te lo digamos. ¿Has comprendido?
Eider se puso muy pálida.
—¿Queréis matarlos? —aunque nadie le respondiera, el silencio lo dijo todo—. ¡Orso supondrá que yo le he traicionado! ¡El Lisiado sabrá que le he traicionado! ¡No hay peores enemigos en todo el Círculo del Mundo! ¡Mejor es que me mates ahora mismo!
—Bueno —la hoja forjada por Calvez cantó plácidamente al abandonar su vaina. Eider abrió unos ojos como platos.
—Espera…
Monza se alejó para que la reluciente punta de la espada pudiese apoyarse encima de la depresión situada entre las dos clavículas de Eider, y luego apretó con suavidad. La amante de Ario se echó hacia atrás, indefensa, y comenzó a abrir y cerrar las manos.
—¡Ja! ¡Ja! —Monza giró la muñeca y el acero relampagueó mientras la delgada hoja iba imperceptiblemente a uno y otro lado y su delgada punta se hundía en el cuello de Eider, haciéndole un corte. De la herida brotó un sutil reguero de sangre negra que reptó hasta su esternón. Sus chillidos fueron más estridentes, más apremiantes, más aterrorizados.
—¡No! ¡Ah! ¡Por favor! ¡No!
—¿No? —Monza la mantenía inmovilizada contra el respaldo de la silla—. O sea, que, a fin de cuentas, ¿no estás lista para morir? Pocos lo estamos cuando llega la hora —apartó la espada y Eider se echó hacia delante, tocando con la estremecida yema de uno de sus dedos su cuello ensangrentado, mientras recobraba el aliento con unos vahídos entrecortados.
—No lo comprendes. ¡No sólo se trata de Orso y de la Unión! Ambos están respaldados por los banqueros. Por la Banca de Valint y Balk. Le pertenecen a esa banca. Los Años de Sangre no son para ellos más que un espectáculo de caseta de feria. Una escaramuza. No tienes ni idea de en qué jardín estás meando…
—Respuesta equivocada —Monza se agachó y Eider se echó hacia atrás—. No me importa nada de todo eso. Ésa es la diferencia.
—¿Ahora? —preguntó Day.
—Ahora.
La mano de la joven salió disparada para agarrar con unas tenacillas relucientes la oreja de Eider.
—¡Ah! —Day bostezó al introducir las tenacillas en uno de sus bolsillos interiores, después de terminar la operación—. No te preocupes, actúa muy despacio. Tienes al menos una semana.
—¿Hasta qué?
—Hasta que te sientas enferma —Day dio un mordisquito a su ciruela y el jugo le resbaló por la barbilla—. Maldición —dijo, rezongando mientras se limpiaba con la punta de un dedo.
—¿Enferma? —musitó Eider.
—Realmente muy enferma. Un día después estarás más muerta que Juvens.
—Si nos ayudas, te daremos el antídoto y tendrás una oportunidad de huir —con el pulgar y el dedo corazón de su guante, Monza enjugó la sangre de la punta de la espada que había sido de su hermano—. Si le cuentas a alguien lo que estamos planeando, ya sea de aquí o de la Unión, ya sea a Orso o a Ario, o a tu amigo el Lisiado, entonces… —devolvió la espada a su vaina y la dejó caer en ella con un chasquido— de una manera u otra, Ario tendrá una amante menos.
—Sois unas zorras malvadas —Eider las miraba mientras se apretaba el cuello con una mano.
—Así es la vida —Day acababa de dar un último chupetón al hueso de la ciruela antes de tirarlo.
—Hemos terminado —Vitari cogió por un codo a la amante de Ario y la condujo hasta la puerta.
Monza se acercó a ellas y preguntó:
—¿Qué le dirás ahora a tu criado cuando regrese a tu lado después de reponerse de la paliza que le hemos dado?
—Que… ¿nos han robado?
Monza levantó su mano enguantada. Eider agachó el rostro. Se desabrochó el collar y lo dejó caer en la palma de la mano de Monza, adonde también fueron a parar sus sortijas.
—¿Resulta bastante convincente?
—No lo sé. Pareces ser del tipo de mujer capaz de resistirse —y le atizó un puñetazo. Eider chilló y se tropezó. Habría caído al suelo si Vitari no la hubiese agarrado. Alzó la cabeza, la sangre saliéndole por la nariz y el labio partido, y durante un instante su rostro adoptó una expresión peculiar. Golpeada, sí. Asustada, por supuesto. Pero mucho más enfadada. Quizá su mirada fuese como la que tenía Monza cuando la tiraron por el balcón.
—Ahora sí que hemos terminado —dijo.
Vitari agarró a Eider por el codo y la llevó a rastras por el pasillo hacia la puerta de la casa, mientras las pisadas de ambas rascaban el suelo desigual. Day suspiró, se apartó de la pared y se limpió con la mano el yeso que se le había quedado en la espalda.
—Rápido y bien.
—No por obra y gracia de tu maestro. ¿Dónde está?
—Prefiero llamarle patrón, y me dijo que tenía que hacer algunos recados.
—¿Recados?
—¿Supone algún problema?
—Le pago al maestro, no al perro.
—Guau, guau —dijo Day, enseñando los dientes—. De todo lo que Morveer hace, no hay nada que yo no pueda hacer.
—¿De veras?
—Se está haciendo viejo. Y arrogante. En Newsport, la cuerda que debía quemarse estuvo a punto de matarle. No quiero que cualquier otro descuido vaya a interferir con los asuntos de usted. No nos está pagando para que eso suceda. No hay nada peor que estar al lado de un envenenador descuidado.
—No vas a sacarme ningún comentario al respecto.
—En nuestro trabajo los accidentes ocurren de continuo —Day se encogía de hombros—. Especialmente si se es viejo. Realmente, está pensado más para los jóvenes —y, echando a andar muy despacio, salió hacia el pasillo y se cruzó con Vitari.
Hacía un buen rato que la mirada burlona y la expresión fanfarrona habían abandonado su rostro enjuto. Levantó una bota negra y, de una patada, mandó la silla a un rincón.
—Entonces vamos por el buen camino —comentó Vitari.
—Eso parece.
—Tal y como le había prometido.
—Justo lo que había prometido.
—Ario y Foscar, los dos juntos, y el modo de capturarlos.
—Un buen día de trabajo.
Se miraron la una a la otra y Vitari se pasó la lengua por los labios, como si la boca le supiese amarga.
—Bueno —dijo, encogiendo sus huesudos hombros—, así es la vida.