Ciencia y magia

Escalofríos detuvo su caballo en lo más alto de la elevación del terreno. La región se extendía más abajo, una mezcolanza de campos oscuros con alguna que otra granja o aldea por aquí y por allá y un pequeño grupo de árboles pelados. A unos dieciocho kilómetros escasos, el contorno del negro mar, la curva de una ancha bahía y, a lo largo de ella, la pálida corteza de una ciudad. Unas torres menudas, arracimadas en las tres colinas que dominaban el frío piélago bajo un cielo de gris acero.

—Westport —dijo Amistoso, chasqueando después la lengua y haciendo avanzar a su caballo.

A medida que se acercaban a aquel maldito lugar, Escalofríos comenzó a preocuparse. Y se sintió aún más resentido, helado e incómodo. Miró ceñudo a Murcatto y la adelantó, aún encapuchada, una figura negra en un negro paisaje. Las ruedas del carro traquetearon en el camino. Los caballos patalearon y relincharon. Unos cuantos cuervos graznaron por los desnudos campos. Pero nadie dijo nada.

Formaban un grupo siniestro que albergaba un propósito igual de siniestro. Ni más ni menos que el asesinato. Escalofríos se preguntó qué habría podido decir su padre de todo aquello. Cuello Rechinante, que se apegaba a las costumbres antiguas tanto como los cirrópodos a los barcos, y que siempre había intentado hacer lo correcto. Matar por dinero a un hombre al que no se conoce, era hacer todo lo contrario, por mucho que él quisiera justificarse.

Una risotada le sacó de sus cavilaciones. Era Day, encaramada en la carreta que seguía a la de Morveer, con una manzana mordisqueada en la mano. Como Escalofríos no había oído muchas risas en los últimos tiempos, aquélla le atrajo como la llama a la polilla.

—¿Qué te parece tan divertido? —preguntó, intentando seguirle la gracia.

Ella se inclinó hacia él, siguiendo con su cuerpo el movimiento de la carreta, y respondió:

—Sólo me preguntaba si, cuando saliste de la silla como una tortuga panza arriba, te ensuciaste encima.

—Estoy por asegurar que así debió de ser —dijo Morveer—, aunque dudo que oliéramos la diferencia.

Escalofríos seguía sonriendo. Se recordaba en aquel huerto, sentado y mirando ceñudo por encima de la mesa, intentando parecer peligroso. Luego se sintió mareado y aturdido. Intentó llevarse una mano a la cabeza y no lo consiguió. Intentó decir algo al respecto y no pudo. Entonces el universo se puso patas arriba. Y ya no recordaba mucho más.

—¿Qué me hiciste? —hablaba en voz baja—, ¿brujería?

—Oh, esto se está poniendo bien —Day lanzaba por la boca trocitos de manzana mientras reía.

—Ya dije yo que como compañero de viaje sería una fuente inagotable de inspiración —apuntó Morveer, guaseándose—. Brujería. Qué espanto. Es como una de esas historias.

—¡De esos libros grandes y de muchas páginas que sólo cuentan estupideces! ¡De magos, demonios y todo lo demás! —Day no comprendía que sólo era una broma—. ¡Historias tontas para niños!

—Ya está bien —dijo Escalofríos—. Creo que lo he entendido. Soy tan lento como una maldita trucha que se ha caído en la melaza. Si no es brujería, entonces, ¿qué es?

—Ciencia —Day sonreía, burlona.

—¿Y qué es eso? ¿Otro tipo de magia? —a Escalofríos no le sonaba mucho aquella palabra.

—No, puedo asegurarte que no lo es —dijo Morveer, rezongando—. La ciencia es un sistema de pensamiento racional concebido para investigar el mundo y determinar las leyes con las que opera. Los científicos emplean esas leyes para establecer un efecto. Y con frecuencia, éste parece algo mágico a los ojos de los primitivos —Escalofríos luchaba contra todas aquellas palabras styrias tan largas. Para un hombre que se decía inteligente, Morveer tenía una manera de hablar muy tonta, como si quisiera convertir lo sencillo en complicado—. La magia, al contrario, es un sistema de mentiras y despropósitos ideado para los necios e idiotas.

—Tienes razón. Debo de ser el bastardo más estúpido del Círculo del Mundo. Es una maravilla que pueda retener la mierda dentro sin tener que estarle pidiendo permiso a mi culo todo el tiempo.

—Ese pensamiento ya se me había ocurrido.

—La magia existe —Escalofríos rezongaba—. Yo he visto a una mujer invocar a la bruma.

—¿De verdad? Y, ¿en qué se distinguía de la bruma corriente? ¿Tenía el color de la magia? ¿Era verde? ¿Naranja?

—Era como la bruma corriente —Escalofríos frunció el ceño.

—Así que una mujer dijo algo y apareció la bruma —Morveer enarcó una ceja y miró a su aprendiza—. Menuda maravilla.

Day hizo una mueca y hundió los dientes en la manzana.

—Vi a un hombre al que le habían escrito unas letras encima del cuerpo, y por eso la mitad de él era a prueba de armas. Yo mismo le clavé una lanza. Aunque fuese un golpe mortal, no le dejó ni una marca.

—¡Ooooooh! —Morveer levantó las manos y retorció los dedos como si fuese un niño jugando a ser un fantasma—. ¡Letras mágicas! Al principio no había ninguna herida y después… ¿seguía sin haber ninguna herida? ¡Me retracto! El mundo está lleno de milagros —más risitas de Day.

—Sé lo que vi.

—No, mi mistificado amigo, tú crees que lo ves. No existe la magia. Al menos no en Styria.

—Sólo la traición —canturreó Day—, y la guerra, y la peste, y ganar dinero.

—Dime, ¿por qué favoreces a Styria con tu presencia? —preguntó Morveer—. ¿Por qué no quedarse en el Norte, bien arrebujado entre brumas mágicas?

Escalofríos se rascó ligeramente el cuello. Después de todo lo sucedido, lo cierto era que sus motivos le parecían extraños; por eso se sintió como un idiota cuando dijo:

—Vine hasta aquí para ser mejor persona.

—Pues, dadas la circunstancias, me atrevería a decir que eso te va a resultar bastante difícil.

A Escalofríos aún le quedaba algo de orgullo, y aquel capullo sonriente comenzaba a socavarlo. Le hubiera gustado darle un hachazo y arrojarlo fuera de su carro. Pero, como intentaba ser mejor persona, en vez de hacer lo que quería se inclinó hacia fuera y dijo en norteño, lenta y solemnemente:

—Creo que tienes la cabeza llena de mierda, lo cual no es de extrañar porque también tienes cara de culo. Suele sucederle a los hombrecillos como tú. Siempre intentan demostrar lo agudos que son para tener algo de lo que sentirse orgullosos. No me importa cuánto te rías de mí, porque ya te he ganado. Jamás serás alto —y se le rió en la cara—. Observar lo que hay en una habitación llena de gente siempre será para ti un sueño.

—Y, ¿qué se supone que quieres decir con toda esa farfolla? —Morveer ponía cara de pocos amigos.

—Tú eres el jodido científico. Averígualo.

Day lanzó una risotada que Morveer interrumpió al fulminarla con la mirada. Aún sonreía mientras sólo dejaba de la manzana las pipas del corazón, para escupirlas acto seguido. Escalofríos se repantigó para ver cómo quedaban atrás los campos pelados y la tierra, que aparecía medio congelada a causa de la escarcha. Le recordaba a su hogar. Suspiró y vio que el aliento humeaba al recortarse contra el cielo gris. Todos sus amigos habían sido guerreros. Carls y Hombres Afamados, camaradas en la línea de batalla, que para entonces, de una u otra manera, habían regresado a la tierra. Como le parecía que Amistoso era la cosa más parecida a él en aquella Styria, dio un ligero codazo a uno de los flancos de su caballo para que se acercara al presidiario.

—¡Eh! —Amistoso no dijo ni palabra. Ni siquiera movió la cabeza para dar a entender que le había oído. El silencio se hizo más tenso. El hecho de mirar aquella cara de ladrillo y comprender que el presidiario nunca sería un compañero divertido, le quitó las ganas de hacer bromas. Pero, como uno jamás pierde la esperanza, preguntó—: ¿Así que fuiste soldado?

Amistoso meneó la cabeza.

—¿Y participaste en alguna batalla?

Otra vez lo mismo.

Escalofríos pensó que había dicho que sí. Para entonces no le quedaba más remedio que seguir hablando.

—Pues yo combatí en algunas. Cargué entre la bruma con los carls de Bethod, al norte de Cumnur. En Dunbrec aguanté la posición al lado de Rudd Tresárboles. Luché siete días en las montañas con el Sabueso. Fueron siete días llenos de desesperación.

—¿Siete? —preguntó Amistoso, enarcando una ceja como si aquello le resultase interesante.

—Sí —dijo Escalofríos—. Siete —los nombres de aquellos hombres y lugares no significaban nada para la gente que le acompañaba. Observó que un grupo de carretas cubiertas seguían el sentido opuesto, ocupadas por hombres que se tapaban la cabeza con gorros de metal y empuñaban ballestas, quienes le miraron con mala cara al pasar cerca de ellos—. Entonces, ¿dónde aprendiste a luchar? —preguntó, mientras la esperanza de mantener una conversación decente desaparecía rápidamente.

—En Seguridad.

—¿Eh?

—Es donde te encierran cuando cometes un delito.

—Y, ¿por qué mantenerte seguro después de cometerlo?

—No lo llaman Seguridad porque tú estés seguro dentro, sino porque los de fuera están seguros de que no vas a hacerles nada. Cuentan los días, los meses y los años que te tienen dentro. Te meten allí, muy adentro, donde no llega la luz, hasta que los días, los meses y los años han pasado y ha terminado la cuenta atrás. Entonces tú dices «gracias» y ellos te dejan libre.

A Escalofríos le parecía una manera un tanto bárbara de hacer las cosas.

—Si en el Norte cometes un delito, pagas una compensación en dinero y asunto arreglado. Eso si el jefe no decide que hay que ahorcarte. Quizá te marquen con la maldita cruz si has cometido un asesinato. ¿Meter a alguien en un agujero? Eso sí que es un delito.

—Tienen reglas que le dan algo de sentido —Amistoso se encogió de hombros—. Cada cosa tiene su momento. El número que le corresponde en el gran reloj. No como fuera.

—Sí, claro. Los números y todo eso —Escalofríos deseó no haberle hecho ninguna pregunta.

—Aquí fuera —no parecía que Amistoso le hubiera escuchado— el cielo está muy alto, y todos hacen lo que quieren cuando quieren, pero nada tiene el número que le corresponde —mientras seguía mirando hacia Westport con cara de pocos amigos, un amasijo de edificios que se confundían entre sí apareció en la fría bahía—. Maldito caos.

A eso del mediodía llegaban ante los muros de la ciudad, donde les aguardaba una delgada fila de gente. Los soldados se mantenían delante de la puerta, haciendo preguntas, examinando paquetes y baúles, escarbando con desgana en una carreta con los cantos de sus lanzas.

—Los Aldermen han estado nerviosos desde que cayó Borletta —dijo Morveer desde su asiento—. Registran a todos los que entran. Yo hablaré. —Tanto le agradó aquella sugerencia a Escalofríos que no se opuso, porque a aquel capullo le gustaba muchísimo escucharse.

—¿Su nombre? —preguntó el guardia de mirada tremendamente aburrida.

—Reevrom —dijo el envenenador con una mueca de oreja a oreja—. Un humilde comerciante de Puranti. Y estos son mis socios…

—¿Los negocios que les traen a Westport?

—El asesinato —un silencio desagradable—. ¡Espero hacer una auténtica escabechina al vender ciertos viñedos de Ospria! Lo cierto es que también espero hacer una escabechina en su ciudad. —Morveer rió su propia gracia y Day, que se reía disimuladamente, pasó a su lado.

—Éste no es el tipo de gente que necesitamos —otro guardia miraba a Escalofríos con cara de pocos amigos.

—Oh, no tienen que preocuparse por él —Morveer seguía con sus bromas—. Es prácticamente un retrasado. Tiene el intelecto de un niño. Pero es bastante bueno para mover uno o dos barriles. No me importa tenerlo, porque casi no me cuesta. Day, ¿qué soy yo?

—Un sentimental —respondió la chica.

—Tengo un gran corazón. Siempre lo he tenido. Mi madre murió cuando yo era muy joven. Ya ve, era una mujer maravillosa…

—¡Ya está bien! —era la voz de alguien que estaba en la fila.

Morveer agarró uno de los faldones de tela de saco que mantenían cerrada la trasera del carro y preguntó:

—¿Quiere comprobar…?

—¿Cree que quiero comprobar la carga con media Styria entrando por mi maldita puerta? Adelante —el guardia agitó una mano cansada—. Muévanse.

Con un chasquido de riendas, el carro entró en la ciudad de Westport y Murcatto y Amistoso lo siguieron. Escalofríos entró a su zaga, lo que parecía haberse convertido últimamente en una costumbre.

Al otro lado de las murallas todo estaba tan apelotonado como en una batalla y parecía casi igual de espantoso. Una calle pavimentada corría entre los edificios altos, con árboles sin hojas a cada lado de la acera, llena con una marea variopinta de gentes de todo aspecto y color. Hombres pálidos con ropas blancas, soldados y vendedores de espadas con cotas de malla y placas pavonadas. Criados, trabajadores, comerciantes, caballeros, ricos y pobres, elegantes y apestosos, nobles y mendigos. Un espantoso montón de mendigos. Caminantes y jinetes aparecían de repente como manchas borrosas, caballos, carretas y carruajes cubiertos, mujeres con postizos enormes y cargadas con joyas que aún pesaban más, llevadas por parejas de criados sudorosos en literas que se balanceaban.

Escalofríos había pensado que Talins estaba llena de gente tan extraña como diferente. Pero Westport era aún peor. Vio una hilera de animales de largo cuello que estaban atados con sutiles cadenas, los cuales ondeaban con tristeza sus pequeñas cabezas por encima del gentío. Aunque Escalofríos cerrara los ojos y menease la cabeza, aquel monstruo seguía allí cuando volvió a abrirlos, moviendo sus cabezas sobre la inquieta muchedumbre como si ésta no lo viese. Aquel sitio era como un sueño, un sueño desagradable.

Doblaron una esquina y entraron en una calle más estrecha, ocupada a ambos lados por tiendas y puestos. Su olfato se vio apuñalado por una sucesión de olores (pescado, pan, betún de zapatos, fruta, aceite, especias y una docena de otros más que nunca había olido) que le hicieron toser y le provocaron náuseas. Salido de la nada, un chico montado en una carreta arrojó una jaula de mimbre a la cara de Escalofríos, y el monito que estaba dentro de ella le bufó y le escupió, estando a punto de hacerle caer de la silla por la sorpresa. Los gritos proferidos en veinte idiomas distintos retumbaron en sus oídos. Una especie de cántico se sobrepuso a ellos y, cada vez más alto, llegó hasta Escalofríos para ponerle la carne de gallina, porque era tan extraño como hermoso.

Un edificio rematado por una gran cúpula se levantaba en uno de los lados de una plaza, con seis altas torretas que se elevaban en su fachada principal y chapiteles dorados que refulgían en sus tejados. De allí procedía el cántico. Cientos de voces agudas y profundas que se juntaban en una sola.

—Es un templo. —Como Murcatto había llegado a su lado con la capucha aún echada, sus cejas enarcadas eran lo único que podía ver de su rostro.

Para ser justos con Escalofríos, hay que decir que ella le daba bastante miedo. No sólo por haber visto cómo se complacía al romperle con un martillo los huesos a un hombre, sino porque, al hablar con ella de aquel trabajo que no se decidía a aceptar, había tenido la sensación a flor de piel de que ella estaba a punto de apuñalarle. Por no hablar de aquella mano que siempre mantenía enguantada. Como no recordaba haber tenido nunca miedo de ninguna mujer, se sentía tan nervioso como avergonzado. Pero no podía negar que, aparte de lo del guante, del martillo y de la sensación tan enfermiza de peligro, le gustaba su porte. Un montón. No estaba seguro de si le gustaba el peligro un poquito más de lo que era saludable. A eso se añadía su ignorancia respecto a qué demonios iba a decirle en cualquier momento.

—¿Un templo?

—Donde la gente del Sur reza a Dios.

—¿Eh, Dios? —a Escalofríos le dolió el cuello al intentar mirar los chapiteles que llegaban mucho más arriba que los árboles más altos del lugar donde había nacido. Había oído decir que algunas personas del Sur pensaban que en el cielo vivía un hombre. Un hombre que había hecho el mundo y que lo veía todo. Aunque le pareciese que aquella creencia era un tanto disparatada, al ver todo aquello estuvo a punto de creer en ella—. Muy bonito.

—Hará unos cien años, cuando los gurkos conquistaron Dawah, un nutrido grupo de sureños huyó ante su empuje. Algunos cruzaron las aguas y se asentaron aquí, y luego erigieron templos para agradecer su salvación. Westport es tanto del Sur como de Styria. Pero también forma parte de la Unión desde que los Aldermen acabaron finalmente por tomar partido y compraron al Alto Rey su victoria sobre los gurkos. Llaman a este sitio la Encrucijada del Mundo. Aunque algunos dicen que es un nido de tramposos. Aquí hay gente llegada de las Mil Islas, de Suljuk y de Sikkur, de Thond y del Viejo Imperio. Incluso gente de tu Norte.

—Los que sean, menos esos estúpidos bastardos.

—Primitivos, para ser hombres. He oído que algunos se dejan el cabello largo como las mujeres. Pero aquí se da trabajo a cualquiera —y su mano enguantada señaló una larga fila de hombres subidos encima de unas plataformas pequeñas, dispuestas al otro extremo de la plaza. Una muchedumbre demasiado extraña, incluso para aquel lugar. Viejos y jóvenes, altos y bajos, gordos y flacos, algunos con extrañas ropas o tocados, algunos medio desnudos y pintarrajeados, otros con huesos que les taladraban la cara. Algunos tenían letras pintadas en el cuerpo, o llevaban cuentas y abalorios. Bailaban y hacían cabriolas, levantaban los brazos hacia arriba mirando fijamente al cielo, caían de rodillas, lloraban, reían, bramaban, cantaban, gritaban, suplicaban, parloteando entre sí en más idiomas de los que Escalofríos jamás hubiese escuchado.

—¿Quiénes son esos bastardos? —dijo él, casi murmurando.

—Hombres santos. O locos, según a quien preguntes. Abajo, en Gurkhul, hay que rezar como indica su profeta. Aquí, cada uno reza como le place.

—¿Están rezando?

—Es como si quisieran convencer a todo el mundo de que saben hacerlo mejor que nadie —Murcatto se encogía de hombros.

La gente se quedaba mirándolos. Algunos asentían a las palabras que estaban diciendo, otros denegaban con la cabeza, riendo y lanzándoles invectivas. Algunos los miraban con aburrimiento. Uno de aquellos hombres santos, o locos, comenzó a gritarle a Escalofríos con palabras que no podía entender. El santón se arrodilló, estiró los brazos, giró su cuello artrítico y comenzó a pedirle algo con voz rasposa. Escalofríos podía verlo en sus ojos tiernos, y pensó que era la cosa más importante que jamás le hubiera ocurrido.

—Debe de ser una sensación placentera —dijo él.

—¿A qué te refieres?

—A pensar que conoces todas las respuestas… —se apartó cuando una mujer pasó ante él tirando de un hombre. Un hombre grande y oscuro que llevaba un collar de metal lustroso y transportaba un saco en cada mano sin dejar de mirar al suelo—. ¿Ha visto eso?

—En el Sur, la mayoría de la gente es dueña de otros o es propiedad de alguien.

—Es una costumbre infame —musitó Escalofríos—. Me parecía haberle oído decir que este sitio formaba parte de la Unión.

—Y les gusta la libertad que disfrutan en ella. Aquí no puedes convertir a nadie en esclavo —señaló con la cabeza a una hilera de esclavos de aspecto triste y humilde—. Pero si pasan por aquí, nadie los libera, eso puedo asegurártelo.

—Maldita Unión. Es como si esos bastardos siempre necesitasen más tierras. Aquí hay muchos más que en el Norte. Desde que se reanudaron las guerras, Uffrith está llena de ellos. ¿Qué quieren hacer con tanta tierra? Ya lo ve en esta ciudad con la que casi se han hecho. Hacen que parezca una aldea.

—¿Te refieres a Adua? —ella le miró con perspicacia.

—Por ejemplo.

—¿Has estado en ella?

—Sí. Allí luché contra los gurkos. Me dejaron esta señal —y se remangó la camisa para mostrarle la cicatriz de la muñeca. Después de verla, Monza tenía una mirada extraña. A cualquiera le habría parecido que era de respeto. A él le gustó que por un instante alguien le mirara sin desprecio.

—¿Estuviste bajo la sombra de la Casa del Maestro? —preguntó ella.

—En algún momento del día, una u otra parte de la ciudad cae bajo la sombra de esa cosa.

—Y, ¿cómo era?

—Más oscura de lo que suelen ser las sombras, al menos por lo que yo sentí.

—Uh.

—Siempre dije que volvería a ella —era la primera vez que Escalofríos veía lo más parecido a una sonrisa, y pensó que le gustaba.

—¿A Adua? ¿Y qué te lo impide?

—Los seis hombres que debo matar —Escalofríos acababa de lanzar un resoplido.

—Ah, eso.

Una especie de arrepentimiento recorrió todo su ser, haciéndole preguntarse por qué había aceptado el trabajo. Por eso dijo:

—Siempre he sido mi peor enemigo.

—Entonces, pégate a mí —su sonrisa era más marcada—. No tardarás en tener peores enemigos. Fíjate dónde estamos.

No era un lugar que diera muchos ánimos. Un callejón estrecho, tan poco iluminado como el atardecer. Unos cuantos edificios se arracimaban a su lado, con las persianas podridas y descascarilladas, soltando yeso por los mojados ladrillos. Llevó su caballo hasta detrás del carro y pasó por una entrada a oscuras, mientras Murcatto cerraba sus chirriantes puertas después de franquearlas y echaba el oxidado cerrojo. Escalofríos ató las bridas de su caballo en el poste podrido de un patio que estaba lleno de hierbas y tejas caídas.

—Un palacio —musitó, levantando la mirada hacia el cuadrado de cielo gris que se encontraba más arriba y viendo que las paredes del patio estaban llenas de hierbajos secos y que las ventanas colgaban de sus goznes de una manera miserable—. O lo fue una vez.

—Lo compré por su emplazamiento —dijo Murcatto—, no por su decoración.

Entraron en un salón a oscuras y recorrieron los pasillos que llevaban a las vacías habitaciones.

—Hay un montón de habitaciones —comentó Escalofríos.

—Veintidós —dijo Amistoso.

Las botas de todos ellos se encaminaron por la chirriante escalera para adentrarse en las podridas tripas del edificio.

—¿Cuándo va a comenzar con los preparativos? —le preguntaba Murcatto a Morveer.

—Prácticamente ya he comenzado. Acabo de enviar unas cartas de presentación. Disponemos de un considerable depósito que mañana por la mañana confiaremos a la Banca de Valint y Balk. Lo suficientemente considerable para llamar la atención de su ejecutivo en jefe. Yo, mi ayudante y Amistoso nos infiltraremos en el banco, haciéndonos pasar por un comerciante y sus socios. Nos entrevistaremos con Mauthis y luego buscaremos el modo de eliminarlo.

—¿Así de fácil?

—Aprovechar el momento oportuno suele ser la clave para este tipo de asuntos. Por otra parte, si no se presenta, la entrevista nos servirá para echar los cimientos con los que… estructurar mejor un nuevo encuentro.

—Y mientras tanto, ¿qué hacemos nosotros? —preguntó Escalofríos.

—Nuestra patrona, obviamente, posee un rostro memorable por el que puede ser reconocida, mientras que … —era evidente que se mofaba de él mientras seguían subiendo por la escalera— resaltas tanto como una vaca entre los lobos, por lo que eres tan poco útil como ella. Eres demasiado alto y tienes demasiadas cicatrices, y tus ropas son demasiado rurales como para no llamar la atención en un banco. Y, en lo que respecta a esos cabellos…

—Pffuh —dijo Day, meneando la cabeza.

—Y, ¿qué se supone que quiere decir eso? —preguntó Escalofríos.

—Exactamente lo que sugiere el sonido. Que, sencillamente, estás lejos, demasiado lejos del… —Morveer hizo una floritura con la mano— Norte.

Murcatto abrió la puerta situada en el extremo del último rellano, que parecía a punto de desintegrarse, y la dejó abierta. La luz marrón del día salió por ella. Escalofríos, que fue el último en entrar, parpadeó al sentir el sol.

—Por los muertos.

Un amasijo de tejados desparejados de todas las formas y pendientes: tejas rojas, pizarras grises, chapas blancas, paja podrida, traviesas peladas y llenas de moho, cobre verdoso y lleno de porquería, parches de tela y cuero viejo. Un revoltijo de ventanas abuhardilladas, desvanes, vigas, pinturas descascarilladas por las que salían hierbajos, tuberías al aire y canalones torcidos, sujetos con cadenas y cañerías, cada cosa encima de la otra y en cualquier ángulo, como si todo aquello pudiera soltarse en cualquier momento y caer a las calles que se encontraban más abajo. El humo que eructaban las incontables chimeneas creaba una bruma que hacía del sol un borrón sudoroso. Por aquí y por allá una torre salía a empujones, o una cúpula abultaba por encima del caos, pudiéndose observar una estrambótica maraña de madera pelada por donde los árboles habían tenido la suerte de poder subir sus ramas. El mar era un borrón en la distancia; los mástiles de los buques atracados en el puerto, un bosque lejano que se mecía inquieto con las olas.

Desde allí arriba se escuchaba el enorme siseo de la ciudad. Ruido de trabajos y de juegos, de hombres y animales, gritos de gente comprando y vendiendo, el chirrido de las ruedas y el resonar de los martillos, fragmentos de sonidos y retazos de músicas, alegría y desesperación, todo mezclado como si estuviera dentro de una enorme cazuela.

Escalofríos se apoyó en el parapeto lleno de líquenes, al lado de Murcatto, y miró. Más abajo, como el agua por el fondo de un cañón, la gente iba y venía por una calle pavimentada de piedras. Un edificio monstruoso situado al otro lado lo dominaba todo.

Sus paredes eran como un acantilado tallado en piedra clara que tuviese cada veinte pasos una columna tan ancha que ni Escalofríos hubiera podido abarcarla con los dos brazos, coronada en su extremo superior con hojas y rostros también tallados en piedra. Tenía una hilera de pequeñas ventanas que, más o menos, tenían dos veces la altura de un hombre, otra igual más arriba y después otra con ventanas aún mayores, todas protegidas por rejas de metal. Por encima de todas ellas, a lo largo del perímetro de su tejado plano, casi a la misma altura en la que se encontraba Escalofríos, sobresalía una hilera de pinchos de negro hierro muy parecidos a las espinas de un cardo.

Morveer hizo una mueca al ver el edificio y comentó teatralmente:

—Damas, caballero y salvaje, les presento la sucursal en Westport… de la Banca de… Valint y Balk.

—Ese sitio es como una fortaleza —Escalofríos disentía con la cabeza.

—Como una cárcel —murmuró Amistoso.

—Como un banco —dijo el burlón de Morveer.