En cuanto abrió los ojos, vio huesos.
Huesos largos y cortos, gruesos y menudos, blancos, amarillos, pardos, que cubrían la descascarillada pared desde el suelo hasta el techo. Cientos de ellos sujetos con clavos para formar un dibujo, el mosaico de un loco. Los observó con sus ojos cansados y enfermos. Una lengua de fuego palpitaba en una chimenea llena de hollín. Más arriba, sobre la repisa, unos cráneos hacían muecas, bien amontonados en tres filas.
Eran huesos humanos. Monza sintió que se le ponía carne de gallina.
Intentó incorporarse. La vaga sensación de entumecimiento que la dominaba se convirtió tan deprisa en dolor que estuvo a punto de vomitar. La habitación oscura se tambaleó y se desdibujó. La habían atado a conciencia y estaba echada encima de algo duro. Su mente estaba llena de lodo, y no podía recordar cómo había llegado hasta allí.
Movió la cabeza hacia un lado y vio una mesa. En la mesa había una bandeja metálica. En la bandeja se encontraban muy bien colocados varios instrumentos. Pinzas, alicates, agujas y tijeras. Una sierra pequeña, de aspecto muy profesional. Por lo menos una docena de cuchillos de todos los tamaños y formas. Sus ojos abiertos como platos se fijaron al instante en sus filos, curvos, rectos, mellados, que brillaban ávidos y crueles bajo la luz de la chimenea. ¿El instrumental de un cirujano?
¿O el de un torturador?
—¿Benna?
Su voz era un quejido fantasmal. Su lengua, sus encías, su garganta, sus fosas nasales estaban tan en carne viva como la carne de un animal despellejado. Intentó moverse de nuevo, pero apenas pudo levantar la cabeza. Todo aquel esfuerzo supuso una cuchillada de dolor que fue desde su cuello hasta su hombro, un latido apagado que le subió por las piernas y terminó en el brazo derecho, después de pasarle por las costillas. El dolor trajo consigo el miedo, y el miedo nuevamente dolor. Su respiración se aceleró, convirtiéndose en un estertor estremecido que salía por sus inflamadas fosas nasales.
Clic, clic.
Se quedó quieta de repente, aguzando el oído. Luego llegó un ruido de metal contra metal, el que hace una llave dentro de la cerradura. Se retorció frenética, con todas las articulaciones ardiéndole de dolor, tensionando cada músculo, la sangre latiéndole detrás de los ojos, la hinchada lengua apretada contra los dientes para no gritar. Una puerta se abrió con un chirrido para luego cerrarse de golpe. Pisadas en los tablones, que apenas sonaban, pero que, una tras otra, suscitaban pinchazos de miedo en su garganta. Una sombra recorrió el suelo, una silueta enorme, retorcida, monstruosa. Hizo un esfuerzo para mirar por el rabillo del ojo y se preparó para lo peor.
Una figura pasó por la puerta y se acercó hasta ella para luego dirigirse hacia un armario bastante alto. Pero sólo era un hombre de estatura mediana y cabellera rubia y corta. La desafortunada sombra había sido creada por el saco de arpillera que llevaba al hombro. Farfulló algo para sí mientras lo vaciaba, colocando cuidadosamente cada uno de aquellos objetos en su correspondiente estante. Luego se movió de un lado para otro hasta que entró en la habitación.
Si se trataba de un monstruo, no podía ser muy malo, porque parecía demasiado detallista.
Cerró las puertas con sumo cuidado, dobló el saco vacío y lo deslizó bajo el armario. Se quitó la casaca manchada y la colgó de una percha, limpiándola con una mano enérgica; luego se volvió y se quedó inmóvil. Su rostro era delgado y estaba pálido. Aunque no fuera el de un hombre mayor, tenía muchas arrugas, con pómulos muy marcados y ojos que miraban con brillo feroz desde unas cuencas hundidas.
Durante un momento, ella y él se miraron fijamente, dando la impresión de que ambos estuvieran igual de sorprendidos. Entonces sus labios exangües se curvaron en una sonrisa cansada.
—¡Está despierta!
—¿Quién es usted? —su garganta reseca le raspaba.
—Mi nombre no importa —tenía una pizca del acento de la Unión—. Le bastará saber que soy un estudioso de las ciencias físicas.
—¿Un curandero?
—Entre otras cosas. Como usted ya habrá supuesto, soy un entusiasta, sobre todo, de los huesos. Por eso estoy muy contento de que usted… cayera en mi vida —sonrió, pero como hubiese podido hacerlo una calavera, sin que la sonrisa se insinuase en su mirada.
—¿Cómo…? —tuvo que pelearse con las palabras, porque tenía la mandíbula igual de seca que una bisagra oxidada—. ¿Cómo he llegado hasta aquí?
—Yo buscaba cadáveres para mi trabajo. En ocasiones suelo encontrarlos donde la encontré a usted. Pero nunca había encontrado a nadie con vida. Me pareció que usted era una mujer espectacularmente afortunada —durante un momento le dio la impresión de que pensaba lo que iba a decir—. Hubiera sido mejor que no cayera, pero… como así fue…
—¿Dónde está mi hermano? ¿Dónde está Benna?
—¿Benna?
El recuerdo le llegó como un torrente que la cegó durante un instante. La sangre escapándose a borbotones por entre los engarabitados dedos de su hermano. La larga hoja deslizándose por su pecho mientras ella miraba sin poder hacer nada. Su rostro perezoso tiñéndose de rojo.
Lanzó un grito estremecedor, se retorció y se tensionó. La agonía recorrió todos sus miembros, haciéndole retorcerse aún más, pero la había atado muy fuerte. Su anfitrión observó su lucha con una cara de cera tan inexpresiva como una página en blanco. Ella se hundió en el jergón, escupiendo y quejándose, mientras el dolor empeoraba y la apretaba como si fuera un enorme tornillo al que alguien le estuviese dando vueltas.
—La ira no arregla nada.
Sólo podía rezongar mientras su respiración entrecortada salía por entre sus dientes apretados.
—Supongo que debe de sentir un poco de dolor —abrió un cajón del armario y extrajo de él una pipa bastante larga con cazoleta negra—. Me gustaría ver si le sirve de alivio —se volvió y, ayudándose con unas tenazas, extrajo un tizón de la chimenea—. Mucho me temo que el dolor será su compañero inseparable.
La gastada boquilla apareció ante ella. Había visto a muchos fumadores de cáscaras tendidos como cadáveres, marchitos hasta la ineptitud por las propias cáscaras, despreocupados de cualquier cosa que no fuese la siguiente pipa. Las cáscaras eran como la piedad. Algo para los débiles. Para los cobardes.
Él volvió a esbozar su sonrisa de muerto.
—Esto la ayudará.
Demasiado dolor convierte a cualquiera en un cobarde.
El humo le quemó los pulmones e hizo estremecerse sus doloridas costillas; cada golpe de tos enviaba nuevas sacudidas a las yemas de sus dedos. Gimió, torció la cara y volvió a retorcerse, pero menos que antes. Un nuevo acceso de tos y se relajó. El dolor estaba embotado. El miedo y el pánico ya no eran tan afilados como antes. Todo se difuminó lentamente. Se sentía tranquila, cálida, confortable. Alguien emitió un largo suspiro apenas audible. Quizá ella. Sintió que una lágrima le bajaba por una mejilla.
—¿Más? —En aquella ocasión retuvo el humo. Cuando lo expulsó, el humo adoptó la forma de un brillante penacho. Y cuando recobró poco a poco el aliento, el latido de la sangre que le estallaba en la cabeza se había convertido en el suave chocar de las olas.
—¿Más? —La voz bañaba su cuerpo como las olas a la suave playa. Los huesos titilaban, despidiendo unos halos de cálida luz. Los carbones de la chimenea eran piedras preciosas que chispeaban con todos los colores. Apenas sentía dolor y nada le importaba. No hizo nada. Sus ojos se agitaron lentamente y, aún más despacio, comenzaron a cerrarse. Unos dibujos en mosaico bailaron y se movieron por dentro de sus párpados. Flotaba en un mar cálido tan dulce como la miel…
—¿Ya ha vuelto con nosotros? —su rostro fue haciéndose más nítido, tan inexpresivo y blanco como una bandera de rendición—. Confieso que estaba preocupado, porque no creía que se despertase; pero ahora que está aquí, sería una pena que…
—¿Benna? —Monza seguía sintiendo que la cabeza se le iba. Gruñó, intentó mover un tobillo, y el dolor agobiante regresó, haciéndole recordar la realidad e imprimiendo en su rostro una mueca de desesperación.
—¿Aún le duele? Quizá conozca una manera de mejorarle el ánimo —juntó sus largas manos—. Ya le he quitado los puntos.
—¿Cuánto tiempo he estado durmiendo?
—Apenas unas horas.
—Me refiero a antes de ahora.
—Pues, exactamente, doce semanas —ella le miró fijamente—. Parte del otoño y del invierno: el año nuevo no tardará en llegar. Es un buen momento para cualquier comienzo. Que se haya despertado no tiene nada de milagroso. Sus heridas eran…, bueno, creo que estará complacida con mi trabajo. Sé lo que hago.
Sacó un cojín grasiento de debajo del jergón y se lo puso bajo la cabeza, tocándola con la misma desconsideración con que el carnicero manipula la carne y, finalmente, echándole la barbilla hacia delante para que ella pudiera verse. No tuvo más remedio que seguir sus instrucciones. Su cuerpo era una silueta borrosa bajo una basta manta gris, cruzado como estaba por las tres tiras de cuero que lo sujetaban en pecho, caderas y tobillos.
—Las tiras son para su propia protección. Para evitar que se dé la vuelta en el jergón mientras duerme —chasqueó la lengua—. No queríamos que se rompiese nada, ¿verdad? ¡Ja… ja! No queríamos que se rompiese nada —terminó de aflojar la última tira y levantó la manta, cogiéndola con el índice y el pulgar mientras ella miraba hacia abajo, desesperada por no poder verlo todo de golpe.
Él apartó la manta como quien muestra el premio que está a punto de repartirse.
Ella apenas reconoció su propio cuerpo. Completamente desnudo, magro y marchito como el de un mendigo, con la piel pálida y tirante por culpa de unos feos bultos óseos, surcado en toda su extensión por unas abrasiones enormes de color negro, marrón, púrpura y amarillo. Sus ojos recorrieron aquella carne agostada que recobraba la elasticidad después de tocarla. Estaba surcada completamente por estrías rojas. Oscura e inflamada, bordeada de carne rosada, marcada por las señales de los puntos que le había quitado. Había cuatro, uno encima de otro, que en uno de los costados seguían la curvatura de sus hundidas costillas. Y otros más, situados en las caderas, bajo las piernas, en el brazo derecho y en el pie izquierdo.
Se echó a temblar. Aquella carcasa de carnicería no podía ser su cuerpo. Su aliento siseó entre los dientes que castañeteaban, mientras su triste y marchita caja torácica se levantaba al mismo tiempo.
—¡Uh…! —gimió—. ¡Uh…!
—¡Lo sé! Impresionante, ¿verdad? —Él se agachó para quedar encima de ella y seguir con los precisos movimientos de su mano la escalera de marcas rojas que tenía en el pecho—. Las costillas de aquí estaban completamente astilladas, lo mismo que el esternón. Tuve que hacer unas incisiones para arreglarlo todo, ya sabe, y acceder al pulmón. Reduje los cortes al mínimo, pero, como puede ver, el daño…
—¡Uh…!
—Estoy especialmente contento por cómo ha quedado la cadera izquierda —y señaló un zigzag carmesí que iba desde el extremo de su estómago vacío hasta el interior de su pierna marchita, la cual estaba rodeada a ambos lados por un sendero de puntos rojos—. Desafortunadamente, el hueso del muslo se rompió en este sitio —chasqueó la lengua y metió un dedo en el puño que mantenía apretado—. Hace que la pierna sea una pizca más corta, pero, con la suerte que ha tenido, la espinilla de la otra se le rompió y tuve que quitar una pequeñísima sección de hueso para equilibrar la diferencia —frunció el ceño mientras estiraba juntas las dos rodillas, observando luego cómo giraban a cada lado, sus pies caídos sin remedio hacia fuera—. Una rodilla es un poquito más larga que la otra, y usted ya no parecerá tan alta, pero, considerando…
—¡Uh…!
—Veamos —hizo una mueca y apretó suavemente sus marchitas piernas desde los extremos de sus rodillas hasta sus nudosos tobillos. Ella observó que la tocaba como si fuera un cocinero que manipulase un pollo desplumado, y apenas le importó—. Todo ha quedado bien después de quitar los tornillos. Una maravilla, créame. Si los escépticos de la Academia pudieran ver esto, dejarían de reírse. Si mi antiguo maestro pudiera ver esto, incluso…
—¡Uh…! —ella levantó despacio la mano derecha. O más bien el tembloroso remedo de mano que colgaba en el extremo de su brazo. La palma estaba doblada, mermada, con una enorme y fea cicatriz justo donde el alambre de Gobba la había cortado. Los dedos estaban retorcidos como las raíces de un árbol, apelotonados entre sí, el meñique hacia fuera, formando un extraño ángulo. Cuando intentó cerrar la mano, el aliento se le escapó entre los dientes que mantenía apretados. Aunque los dedos apenas se movieran, el dolor le subió por el brazo, haciendo que la bilis le quemase la parte posterior de la garganta.
—Lo he hecho lo mejor que podía. Ya ve que los huesecillos están malamente dañados y que los tendones del dedo meñique han quedado casi separados —su anfitrión parecía sentirse incómodo—. Es una impresión muy fuerte, lo reconozco. Las marcas desaparecerán… en parte. Pero realmente, considerando la caída…, bueno, aquí tiene.
Cuando la boquilla de la pipa se dirigió a su encuentro, ella le dio una ávida chupada y la agarró con los dientes como si fuese su única esperanza. Y lo era.
Partió un trocito del extremo del filete, justo con el mismo tamaño que los que se les dan a las aves para que se alimenten. Monza le observó mientras lo hacía, sintiendo que la boca se le llenaba con una saliva amarga. Hambre o debilidad, no había mucha diferencia. Lo cogió sin entusiasmo, lo acercó a sus labios, tan débil que la mano derecha le tembló por el esfuerzo, lo obligó a pasar por entre sus dientes y lo envió esófago abajo.
Estremecida, como si acabara de tragarse cristal molido.
—Despacio —murmuró él—. Muy despacio. Desde que te arrojaron montaña abajo sólo has tomado leche y agua azucarada.
El pan se agitó en su estómago y entonces tuvo ganas de vomitar, notando un calambre en las tripas justo donde Fiel le había clavado el puñal.
—Aquí —pasó una mano alrededor de su cráneo con cuidado, pero también con firmeza, le levantó la cabeza y acercó una botella de agua a sus labios. Ella bebió dos veces seguidas y se miró los dedos. Sentía unos bultos desconocidos en una sien—. Tuve que quitarte unos cuantos trozos de cráneo. Los reemplacé por monedas.
—¿Monedas?
—¿Hubieras preferido que te dejara los sesos al aire? El oro no se oxida. No enmohece. Por supuesto que fue un tratamiento muy caro, pero permitía recuperar la inversión en caso de muerte; como no ha sucedido, bueno…, creo que debo darlo por bien empleado. Sentirás el cuero cabelludo algo abultado, pero el cabello volverá a crecerte. Ese cabello tan bonito que tienes. Negro como la noche.
Dejó caer su cabeza con suavidad en la almohada y sus manos permanecieron un instante encima de ella. Un roce muy suave. Casi una caricia.
—Por lo general, suelo ser un individuo taciturno. Quizá haya pasado mucho tiempo solo —una vez más exhibía su sonrisa de muerto—. Pero he descubierto que tú… sacas lo mejor que hay en mí. Lo mismo que la madre de mis hijos. En cierta manera, me la recuerdas.
Monza le devolvió una sonrisa que más bien era una mueca, aunque un calambre de repugnancia hubiese comenzado a trabajarle las tripas. Se juntaba con la debilidad que comenzaba a sentir en aquellos momentos. La necesidad le producía sudores fríos.
Tragó saliva y dijo:
—¿Podría…?
—Claro que sí —y le acercó la pipa.
—Más cerca.
—¡No quiero juntarlos! —dijo ella siseando, mientras intentaba juntar tres dedos de la mano, porque el meñique seguía tan tieso como antes, aunque mucho más cerca de los otros de lo que antes hubiese estado. Recordó lo ágil que solía ser con los dedos, lo segura y rápida que era, y la frustración y la furia fueron mucho más fuertes que el dolor—. ¡No quieren juntarse!
—Llevas echada ahí varias semanas. No te he remendado para que te pases el tiempo fumando y sin hacer nada. Inténtalo con más ganas.
—¿Estás intentando fastidiarme?
—Muy bien —cerró la mano alrededor de la suya y forzó sus dedos doblados para que se cerraran en un puño. Los ojos estuvieron a punto de salírsele de las órbitas cuando su respiración fue demasiado agitada para poder gritar—. No estoy seguro de que comprendas lo mucho que te estoy ayudando —apretaba cada vez con más fuerza—. No se puede crecer sin el dolor. No se puede mejorar sin el dolor. El sufrimiento nos lleva a terminar grandes cosas —los dedos de su mano buena tiraron de la de él, arañándola, pero sin éxito—. El amor es como un cojín que sólo sirve para descansar en él, pero sólo el odio podrá hacer de ti una persona mejor —la soltó y ella se relajó, lloriqueando, viendo que sus dedos temblorosos se iban apartando poco a poco los unos de los otros y que sus cicatrices se volvían de color púrpura.
Quería matarlo. Quería lanzarle todas las invectivas que conocía. Pero le necesitaba de mala manera. Por eso reprimió su lengua, sollozó, tragó saliva, apretó los dientes y aplastó la nuca nuevamente contra la almohada.
—Y ahora, cierra la mano —ella miró fijamente su cara, tan inexpresiva como una tumba recién abierta—. Hazlo, o yo lo haré por ti.
Gritó por el esfuerzo, mientras el brazo entero le temblaba hasta el hombro. Poco a poco, los dedos se fueron acercando, pero el meñique siguió tan tieso como antes.
—¡Mira, cabrón! —agitó su puño, adormecido, nudoso y retorcido, bajo la nariz de él—. ¡Mira!
—¿A que no ha sido tan difícil? —le acercó la pipa y ella se la arrancó de los dedos—. No tienes por qué darme las gracias.
—Y ahora veremos si puedes…
Ella chilló y se tropezó con las rodillas; habría caído si él no la hubiese agarrado.
—¿Ya? —frunció el ceño—. Ya deberías caminar. Los huesos se han soldado. Por supuesto que duele, porque… quizá haya quedado algún fragmento metido en una articulación. ¿Dónde te duele?
—¡Por todas partes! —exclamó ella.
—No creo que se trate solamente de tu cabezonería. No me gustaría volver a abrir sin necesidad las heridas de las piernas —pasó sin esfuerzo un brazo por encima de sus rodillas y la levantó para que se tumbase en el jergón—. Ahora vuelvo.
Ella le agarró.
—¿Volverás enseguida?
—Enseguida.
Sus pisadas se desvanecieron en el pasillo. Ella escuchó cómo se cerraba la puerta de delante y luego el sonido de la llave en la cerradura.
—Hijo de mala madre —se incorporó y balanceó las piernas fuera del jergón. Hizo una mueca cuando sus pies tocaron el suelo, y enseñó los dientes mientras se levantaba, gruñendo por lo bajo mientras salía del jergón y se ponía de pie.
Le dolía de una manera infernal, pero se sentía bien.
Respiró profundamente, se aclaró las ideas y comenzó a andar como un pato mareado por el extremo de la habitación, mientras el dolor subía por tobillos, rodillas, caderas y espalda, y ella alargaba los brazos para equilibrarse. Llegó hasta el armario y se agarró a una de sus esquinas, abriendo el cajón. La pipa estaba dentro, junto a un tarro de vidrio verde abullonado en el que aún quedaban unas cuantas bolas negras de cáscaras. Cuánto la deseaba. Tenía la boca seca y las palmas de las manos sudorosas por la adicción. Cerró el cajón de un golpe y regresó tambaleante al jergón. Sufría unas punzadas heladas por todo el cuerpo, pero cada día se iba sintiendo más fuerte. Pronto estaría preparada. Pero aún no.
Como había dicho Stolicus, «la paciencia es la madre del éxito».
Cruzó la habitación y luego regresó adonde estaba, maldiciendo entre dientes. Otra vez, gimiendo, tambaleándose, bufando. Se apoyó en el jergón el tiempo suficiente para recobrar el aliento.
Y luego volvió a cruzar la habitación.
A ella le habría gustado que el espejo no sólo tuviera la fractura que lo recorría, sino muchas más.
¡Tu cabello es como una cortina de medianoche!
Los cabellos que le había afeitado en la parte izquierda de la cabeza le crecían como si fueran una costra asquerosa. Los demás colgaban lacios, enmarañados y grasientos como algas marinas.
¡Tus ojos relucen como zafiros penetrantes y sin precio!
Amarillos, inyectados en sangre, legañosos, rodeados de carne viva, dentro de unas órbitas que se habían vuelto de púrpura oscuro a causa del dolor.
¿Labios como pétalos de rosa?
Cuarteados, resecos, grises por las pieles sueltas y la baba amarillenta que se acumulaba en sus comisuras. En sus chupadas mejillas podía ver tres largas costras, úlceras marrones sobre un blanco de cera.
Monza, esta mañana estás especialmente hermosa.
A ambos lados de su cuello, retorcidas como un rollo de pálidas cuerdas, veía las rojas cicatrices que le había dejado el alambre de Gobba. Parecía una mujer que acabase de morir por culpa de la plaga. Apenas parecía tener mejor pinta que los cráneos apilados en la repisa.
En la imagen que contemplaba en el espejo, su anfitrión sonreía.
—¿Qué te dije? Tienes muy buen aspecto.
La mismísima diosa de la guerra.
—¡Parezco una maldita curiosidad de feria! —dijo en tono de burla, y la bruja decrépita que se agazapaba en el espejo la miró con aire burlón.
—Estás mejor que cuando te encontré. Deberías aprender a ver el lado bueno de las cosas —tiró el espejo encima del jergón, se levantó y se puso la casaca—. Ahora debo marcharme, pero volveré, como siempre. Sigue ejercitando la mano y conserva las fuerzas. Más adelante te haré un corte en las piernas para descubrir por qué te resulta molesto estar de pie.
—Sí. Comprendo —Monza intentó esbozar una sonrisa cansada.
—Bien. Entonces, hasta pronto —y se echó al hombro el saco de arpillera. Sus pisadas hicieron crujir las tablas del pasillo, luego echó la cerradura. Ella contó muy despacio hasta diez.
Saltó del jergón y cogió de la bandeja un par de agujas y un cuchillo. Se acercó al armario, abrió el cajón y echó la pipa, junto con el tarro, en uno de los bolsillos de sus pantalones prestados, que colgaban de los huesos de sus caderas. Avanzó a trompicones por la habitación con un crujido de tablas bajo sus pies desnudos. Fue al dormitorio, hizo una mueca mientras sacaba sus viejas botas de debajo de la cama y gruñó cuando se las puso.
Salió de nuevo al pasillo, jadeando por el esfuerzo, el dolor y el miedo. Se arrodilló al lado de la puerta de la calle, aunque mejor sería decir que se agachó gradualmente hasta que sus ardientes rodillas quedaron encima de las tablas. Hacía mucho tiempo que no forzaba una cerradura. Metió y sacó las agujas, ayudándose con la mano torcida, y luego hizo palanca con ellas.
—Gira, bastarda, gira.
Por fortuna, la cerradura no era cara. Los resortes cedieron y giraron con un sonido de satisfacción. Ella agarró el pomo y abrió la puerta.
Era de noche, una noche bastante desagradable. La fría lluvia azotaba un patio cubierto de hierbajos cuyos extremos relucían tenuemente bajo la luz de la luna, el cual se hallaba rodeado por unas paredes medio derruidas y empapadas de agua. Al otro lado de una valla desvencijada se erguían varios árboles en cuyas ramas se agazapaba la tiniebla. Una noche muy desagradable para que una inválida la pasara al raso. Pero el viento helado que azotaba su rostro y el aire fresco que se le metía por la boca lograron que volviera a sentirse como un ser vivo. Mejor helarse en libertad que pasar un instante más rodeada de huesos. Entró titubeante en la lluvia, cojeando por el jardín, pinchándose con las ortigas. Marchó hacia los árboles, entre sus troncos relucientes, y se apartó del sendero sin mirar atrás.
Una larga pendiente que recorrió con los labios apretados, doblada en dos, la mano buena apoyada en el suelo embarrado para impulsarse hacia delante. Rezongaba ante cada traspié, mientras todos sus músculos chasqueaban. La lluvia caía negra de las negras ramas, serpenteaba entre las hojas caídas, reptaba entre sus cabellos y los pegaba a su cara, reptaba entre sus ropas robadas y llegaba hasta su piel en carne viva.
—Un paso más.
Tenía que poner distancia entre ella y el jergón, los cuchillos y aquella cara floja, blanca e inexpresiva. Entre ella y aquella cara, y también entre ella y la cara que había visto en el espejo.
—Un paso más… un paso más… un paso más.
El suelo negro corría hacia atrás, su mano se arrastraba por el barro húmedo, por las raíces de los árboles. Hacía muchos años que había seguido a su padre mientras él hundía la reja del arado, arrastrando la mano por la tierra recién abierta, en busca de piedras.
¿Qué haría yo sin ti?
Se había arrodillado en el frío bosque, al lado de Cosca, esperando la emboscada, su olfato lleno del olor húmedo y tostado de los árboles, el corazón a punto de estallar por el miedo y la excitación.
Tienes el diablo en el cuerpo.
Pensó en todo lo que necesitaba para seguir en pie, y los recuerdos avanzaron por delante de sus pesadas botas.
Por la terraza, y acabemos de una vez.
Se detuvo en seco, aún agachada, lanzando el humeante aliento a la húmeda noche. No tenía ni idea de lo lejos que había llegado, ni de dónde había comenzado a andar ni de adónde iba. Para entonces, apenas le importaba.
Apoyó una vez más la espalda contra el delgado tronco de un árbol, agarró el cierre de su cinturón con la mano buena y empujó con el dorso de la otra. Hasta que consiguió abrir el maldito trasto, tardó una eternidad de dientes apretados. Al menos no tenía que quitarse los pantalones. Bajó su huesudo trasero, y sus piernas llenas de cicatrices se flexionaron para equilibrar su peso. Se detuvo un momento, preguntándose cómo podría volver a levantarlas.
Sólo una batalla a la vez, había dicho Stolicus.
Se agarró a una rama baja, resbaladiza por la lluvia, se colocó bajo ella y llevó la mano derecha hasta su camisa mojada, mientras le temblaban las desnudas rodillas.
—Adelante —dijo con un siseo, intentando que se le relajara la encogida vejiga—. Si hay que hacerlo, hazlo. Hazlo. Sólo…
Lanzó un gruñido de satisfacción cuando su orina cayó en el barro, se mezcló con la lluvia y avanzó colina abajo en un reguero. La pierna derecha le quemaba más que nunca y los marchitos músculos le hacían estremecerse. Torció el gesto cuando intentó soltar su mano de la rama y desplazar su peso hacia la otra pierna. En un instante febril, uno de sus pies la abandonó y ella cayó de espaldas y sin resuello, abandonada toda razón por el fugaz recuerdo de la caída. Se mordió la lengua mientras su cabeza se hundía en el barro, se deslizó uno o dos pasos y pudo detenerse en un charco lleno de hojas podridas. Seguía bajo la insistente lluvia con los pantalones alrededor de los tobillos, y empapada.
Era un momento penoso, de eso no había duda.
Se enrabietó como una niña. Inerme, desatendida, desesperada. Sus sollozos la atormentaron, la ahogaron, hicieron estremecer su cuerpo magullado. No recordaba cuándo había llorado por última vez. Quizá nunca hubiese llorado. Benna se encargaba de llorar por los dos. En aquellos momentos, todo el dolor y el miedo de doce años de negros pesares afloraron de repente en su desgraciado rostro. Se quedó en el barro, torturándose por todo lo que había perdido.
Benna había muerto, y todo lo que de bueno había en ella había muerto con él. La manera en que cada uno de ellos hacía reír al otro. La comprensión que sólo da una vida en común se había ido. Él había sido casa, familia, amigo y más cosas, y todo eso había desaparecido al mismo tiempo. Con la misma levedad con que se apaga una vela barata. Tenía destrozada la mano. Se llevó al pecho la burla de mano que le quedaba. Le dolía. Esa manera suya de esgrimir una espada, de escribir con una pluma, de estrechar fuertemente una mano, había quedado aplastada por la bota de Gobba. Esa forma suya de caminar, de correr, de cabalgar, había quedado destrozada montaña abajo tras la caída por el balcón de Orso. El sitio que le correspondía en el mundo, el trabajo de diez años, construido con sangre y sudor, por el que había luchado, por el que había sudado, se habían desvanecido como humo. Todo por lo que había trabajado, todo lo que había esperado, todo por lo que había soñado.
Había muerto.
Intentó abrocharse el cinturón, pero las hojas muertas le hicieron resbalar por el esfuerzo. Unos cuantos sorbetones finales y lo consiguió, apartando con una mano helada las hojas que tenía debajo de la nariz. La vida que ella conocía se había marchado. La mujer que fue, había desaparecido. Lo que habían roto nunca podría arreglarlo nadie.
Pero no tenía sentido lamentarlo.
Se arrodilló en el barro, estremeciéndose en la tiniebla, en silencio. Todo eso no se había ido, sino que se lo habían robado. Su hermano no había muerto, lo habían asesinado. Lo habían matado como si fuese un animal. Se obligó a juntar sus retorcidos dedos para cerrarlos en un puño tembloroso.
—Los mataré.
Una tras otra, pasó revista a sus caras. Gobba, el cerdo grasiento que se repantigaba entre las sombras. Un desperdicio de carne buena. Torció el rostro al recordar cómo su bota le aplastaba con fuerza la mano, cómo le rompía los huesos. Mauthis, el banquero, cuyos fríos ojos miraban fijamente el cadáver de su hermano. Incómodo. Fiel Carpi. El hombre que caminó a su lado, que comió a su lado, que luchó a su lado un año tras otro. De veras que lo siento. Vio cómo echaba el brazo hacia atrás para apuñalarla, sintió que la herida se insinuaba en su costado, la taladraba a través de la camisa empapada, mientras ella hundía sus dedos dentro hasta sentir cómo la quemaba.
—Los mataré.
Ganmark. Veía su mirada blanda y cansada. Cómo retrocedía cuando su espada atravesaba el cuerpo de Benna. Se acabó. El príncipe Ario, repantigado en su silla, la copa de vino bailando en su mano. Su puñal le abría el cuello a Benna, la sangre borboteaba entre sus dedos. Se obligó a rememorar todos los detalles, a recordar todas las palabras que habían dicho. También Foscar. No tomaré parte en esto. Pero eso no cambiaba nada.
—Los mataré a todos.
Y, finalmente, Orso. Orso, para quien había luchado, combatido y matado. El gran duque Orso, señor de Talins, que se había vuelto contra ellos a causa de un rumor. Que había asesinado a su hermano y que a ella la había descoyuntado por nada. Por miedo de que le quitaran el sitio. La mandíbula le dolía por lo fuerte que apretaba los dientes. Sintió la mano de su padre en el hombro, y entonces se le puso carne de gallina. Vio la sonrisa y escuchó la voz que resonaba en su aporreado cráneo.
¿Qué haría yo sin ti?
Siete hombres.
Se levantó, mordiéndose el dolorido labio inferior, y se tambaleó por entre los árboles que estaban a oscuras, mientras el agua caía en su cabellera empapada y le bajaba por la cara. El dolor le mordió las piernas, los costados, la mano, el cráneo… pero ella mordió con más fuerza y se obligó a seguir avanzando.
—Los mataré… los mataré… los mataré…
Huelga decir que ya había dejado de llorar.
El viejo sendero estaba lleno de malezas que casi lo ocultaban. Las ramas golpeaban el dolorido cuerpo de Monza. Las zarzas agarraban sus ardientes pies. Se metió por el hueco que dejaban dos setos muy crecidos y contempló el lugar donde había nacido, que estaba más abajo. Cuánto le habría gustado que el testarudo suelo le hubiese dado una cosecha tan abundante como aquella otra, de espinos en flor y ortigas, que contemplaba en aquel momento. El campo de arriba era un mosaico de malezas muertas. El de abajo era un amasijo de zarzas. Las ruinas de la granja principal se asomaban con tristeza por el borde del bosque, con la misma tristeza con que ella las contemplaba.
Era como si el tiempo les hubiera dado a las dos una patada.
Se agachó, apretando los dientes cuando sus músculos doloridos hicieron trabajar sus retorcidos huesos, mientras escuchaba a unos cuantos pájaros graznar bajo el sol poniente y observaba cómo el viento doblegaba las malezas y meneaba las ortigas. Hasta que estuviera segura de que el lugar estaba tan abandonado como parecía. La vida regresó lentamente a sus cansadas piernas cuando avanzó cojeando hacia los edificios. La casa donde había muerto su padre era una cáscara caída en la que apenas quedaban unas pocas vigas, con un perímetro tan pequeño que le pareció imposible haber vivido en ella. Ella, su padre y, también, Benna. Volvió la cabeza y escupió en el barro seco. No había vuelto a aquel lugar para tener recuerdos agridulces.
Había vuelto para vengarse.
La pala seguía en el granero, donde la dejara hacía dos inviernos, su parte metálica aún reluciente, aunque con un poco de óxido. Treinta pasos hacia los árboles. Mientras caminaba como un pato por entre los hierbajos, arrastrando la pala tras de sí, le resultó difícil recordar lo fácil que había sido dar aquellos pasos largos, elásticos y homogéneos. En el silencio del bosque, mientras hacía una mueca a cada paso, los diseños rotos creados por la luz del sol que se hundía en el horizonte bailotearon alrededor de las hojas caídas.
Treinta pasos. Apartó las zarzas con la hoja de la pala, logrando finalmente empujar hacia un lado el tronco podrido para luego comenzar a cavar. Si aquello le hubiera resultado bastante trabajoso pudiendo servirse de manos y pies, en su situación actual era una ordalía que le hacía gemir, sudar y rechinar los dientes. Pero Monza jamás había sido una de esas personas que dejan las cosas a medias, por mucho que les cueste. Tienes el diablo en el cuerpo, solía decirle Cosca, y tenía razón. Ella lo había aprendido por las malas.
Ya anochecía cuando escuchó el sonido hueco del metal al chocar con la madera. Apartó la poca tierra que quedaba y atrapó la anilla de hierro con las yemas de sus dedos rotos. Tiró de ella, rezongó, y las ropas robadas golpearon con su frialdad su carne llena de cicatrices. La trampilla se abrió con un quejido de metal y un agujero negro apareció ante su vista, dejando adivinar una escalera medio oculta en las tinieblas.
Lenta y dolorosamente, se abrió paso hacia el fondo, porque no le apetecía romperse más huesos. Bajó a tientas hasta dar con el estante, para acto seguido comenzar a pelearse, con la ayuda de su simulacro de mano, con el pedernal para encender una antorcha. La luz reverberó débilmente en la cripta abovedada, reluciendo en los cantos metálicos de todo lo que Benna había tenido la precaución de guardar, que seguía tal y como lo habían dejado.
A Benna siempre le había gustado planificar las cosas con anticipación.
Las llaves colgaban de una hilera de ganchos oxidados. Llaves de edificios desocupados, dispersos por toda Styria. Un aparador que recorría la pared de la izquierda estaba erizado de espadas, tanto largas como cortas. Abrió el cofre que estaba cerca de ella. Ropas cuidadosamente dobladas que jamás se habían puesto. No le pareció que fueran de la misma talla que el cuerpo tan menguado que se le había quedado. Se acercó para tocar una de las camisas de Benna, recordando que la había escogido por lo buena que era su seda, y observó su propia mano bajo la luz de la antorcha. Cogió un par de guantes, descartó uno de ellos y metió aquella cosa maltrecha por el otro, haciendo una mueca al mover los dedos y comprobar que el meñique seguía empeñándose en apartarse de los demás.
Las cajas de madera estaban apiladas en la parte trasera de la bóveda, veinte en total. Se acercó cojeando hasta la más cercana y levantó su tapa. El oro de Hermon brilló ante ella. Montones de monedas. Una pequeña fortuna sólo en aquella caja. Con amargura, pasó los extremos de los dedos por una de sus sienes y sintió el contorno de algo duro bajo la piel. Oro. Tienes mucho más de lo que puedes gastar, así que no pierdas la cabeza.
Metió la mano en la caja y dejó que las monedas tintineasen entre sus dedos. Hay que ver las posibilidades que se le abren a uno cuando se encuentra a solas con una caja llena de dinero. Ésas serían sus armas, ésas y…
Pasó la mano por las espadas que estaban en el anaquel y cogió una. Una larga espada artesanal de gris acero. Aunque sus adornos no fuesen demasiado floridos, le pareció una belleza digna de temer. La belleza de aquel objeto se adecuaba perfectamente a su propósito. Era una Calvez, forjada por el mejor herrero de Styria. Se la había regalado a Benna, aunque él no supiera distinguir una buena hoja de una zanahoria. La había llevado durante una semana para luego cambiarla por otra de pésimo acero, y además muy cara, sólo porque tenía una ridícula cazoleta dorada.
La misma que había intentado desenvainar cuando ellos le mataron.
Pasó los dedos por la fría empuñadura, que sintió como extraña al sujetarla con la mano izquierda, y la extrajo un palmo de su vaina. Relucía brillante y ansiosa bajo la luz de la antorcha. El excelente acero forjado, que nunca se rompe. El excelente acero que jamás se embota y que siempre está a punto. El excelente acero que no siente dolor, piedad ni, lo que es mejor, remordimientos.
Fue consciente de sonreír. Por primera vez durante meses. Por primera vez desde que Gobba le apretase con fuerza en el cuello.
Al fin, venganza.