Monza no se sentía en absoluto a gusto.
Le dolían las piernas, tenía aplastado el trasero de tanto cabalgar, el hombro se le había vuelto a quedar rígido por su manía de volver constantemente la cabeza hacia un lado como una lechuza demente, en un vano intento de relajarlo. Aunque uno de aquellos dolores agónicos que le hacían sudar cesase por un instante, otro corría rápidamente a ocupar su sitio. La burla protuberante que era su dedo meñique estaba asociada a un dolorcillo punzante que le subía hasta el codo siempre que quería servirse de aquella mano. El sol se mostraba implacable en el claro cielo, haciéndole guiñar los ojos y aumentando la ligera jaqueca de siempre, inducida por las monedas que mantenían unidos los huesos de su cráneo. El sudor le mojaba el cuero cabelludo, cayendo por su cuello y recogiéndose en las cicatrices que le había dejado el alambre de Gobba, las cuales le picaban con exasperación. Tenía la piel escocida, helada y sudorosa. Se cocía dentro de la armadura como una asadura enlatada puesta al sol.
Rogont la había obligado a vestirse según su propia versión, por otra parte, demasiado ingenua, de lo que debía ser la diosa de la guerra: una desafortunada mezcolanza de acero deslumbrante y encaje de seda que ofrecía la comodidad de una armadura de cuerpo entero y la protección de un camisón. Aunque el mismísimo armero de Rogont se la hubiese hecho a medida, la parte frontal del peto, que estaba cubierta de oro, le dejaba más espacio para el busto de lo que era aconsejable. Porque, según el Duque de la Dilación, eso era lo que le gustaba al pueblo.
Y muchos de sus representantes se habían echado a la calle para tal fin.
Se alineaban a lo largo de las calles de Talins. Se apretujaban en ventanas y tejados para intentar distinguirla. Se juntaban en plazas y jardines, en un gentío que daba vértigo, para arrojarle flores, febriles por la esperanza. Gritaban, rugían, chillaban, retumbaban, aplaudían, daban patadas en el suelo, la vitoreaban, compitiendo los unos con los otros para ver quién la dejaba antes sorda. Varios grupos de músicos habían ocupado las esquinas de las calles para interpretar melodías marciales en cuanto ella apareciese, tocando con trompetas y tubas para luego seguirla entre el estruendo metálico de sus instrumentos y fundirse con el estruendo de la siguiente banda improvisada, en una algarabía caótica, peligrosa y patriótica.
Era como el triunfo que le habían otorgado después de la victoria de Dulces Pinos, sólo que en la presente ocasión ella tenía más años y era más desconfiada, por no hablar de que su hermano se pudría en la tierra en vez de bañarse en la gloria, y de que quien iba tras ella era su viejo enemigo Rogont, y no su viejo amigo Orso. Quizá, a fin de cuentas, todo lo sucedido se redujera a eso. Quizá lo mejor que pudiera esperar fuese cambiar un bastardo más que evidente por otro que también lo era.
Cruzaron el Puente de las Lágrimas, el Puente de las Monedas, el Puente de las Gaviotas, donde unas imponentes aves marinas esculpidas miraban con odio la procesión que lo atravesaba, mientras las marrones aguas del Etris pasaban perezosas bajo ella. Cada vez que doblaba una esquina, una nueva oleada de aplausos se estrellaba contra ella, produciéndole otra oleada de náuseas. El corazón le latía muy deprisa. Esperaba recibir la muerte a cada momento. Las hojas de acero y las flechas parecían más apropiadas para eso que las flores y las palabras amables que no se merecía. De los agentes del duque Orso o de sus aliados de la Unión, o de cien personas que le guardasen rencor. Diablos, si ella hubiese estado entre la muchedumbre y una mujer hubiera pasado por delante de ella vestida de aquella guisa, la habría matado sólo por principios. Pero Rogont le había hecho una buena propaganda. Las gentes de Talins la amaban. O amaban la idea que ella encarnaba. O les gustaba lo que había hecho.
Entonaban su nombre, el de su hermano y los nombres de las batallas que había ganado. Afieri. Caprile. Musselia. Dulces Pinos. La Margen Alta. También los Vados del Sulva. Se preguntó si sabrían el significado de todo aquello por lo que la vitoreaban. Lugares en los que había dejado regueros de cadáveres a su paso. La cabeza de Cantain pudriéndose encima de las puertas de Borletta. El cuchillo plantado en el ojo de Hermon. Gobba descuartizado, para que las ratas se llevasen los trozos de su cuerpo por las alcantarillas que estaban debajo de todos ellos. Mauthis y sus escribientes, con los libros de cuentas envenenados, los dedos envenenados, las lenguas envenenadas. Ario y sus amigos de vida alegres, todos masacrados en el Cardotti. Ganmark, asesinado junto con sus guardias. Fiel dando vueltas en la noria. Foscar, con la cabeza abierta encima del polvoriento suelo. Cadáveres para llenar una carreta. Lamentaba algunas de aquellas muertes, otras no. Pero a nadie parecía importarle. Miró a las ventanas con una mueca de dolor. Quizá en eso se diferenciase de aquella gente.
Quizá fuera que a ellos les gustaban los cadáveres, siempre, claro, que no se tratase de los suyos.
Miró por encima del hombro a sus supuestos aliados, pero apenas le sirvió de ayuda. El gran duque Rogont, rey en ciernes, sonriendo a la muchedumbre desde el interior de un cordón formado por guardias en alerta, un hombre cuyo amor duraría exactamente el tiempo que ella siguiese siéndole útil. Escalofríos, con su ojo de reluciente acero, el hombre que, al recibir su toque de ternura, había dejado de ser un optimista simpático para convertirse en un asesino tullido. Cosca, que le guiñaba un ojo… el aliado menos fiable del mundo, así como el enemigo más impredecible, algo que aún quedaba por decidir. Amistoso… ¿quién podía decir lo que pasaba detrás de aquellos ojos muertos?
Más atrás cabalgaban los demás sobrevivientes de la Liga de los Ocho. O de los Nueve. Lirozio de Puranti, con sus bonitos bigotes bien peinados, que había entrado a hurtadillas en el bando de Rogont después de una brevísima alianza con Orso. La condesa Cotarda, cuyo tío, que siempre la vigilaba, no estaba muy lejos. Patine, primer ciudadano de Nicante, con su porte de emperador y sus raídas ropas de labriego, que había declinado compartir la batalla de los Vados del Sulva, pero que compartía muy gustoso la victoria. Luego llegaban los representantes de las ciudades que ella había saqueado por orden de Orso, los ciudadanos de Musselia y de Etrea, la joven nieta bizca del duque Cantain, que, de repente, se había encontrado convertida en la duquesa de Borletta y que, según podía verse, disfrutaba muchísimo con ello.
Tenía algunos problemas con las gentes a las que había considerado enemigas durante tanto tiempo, lo que, a juzgar por sus caras, cuando su mirada se cruzaba con las de ellos, también era recíproco. Ella era la araña que habían tenido que aguantar dentro de la despensa para librarse de las moscas. Por eso mismo, cuando ya no había moscas, ¿quién querría encontrarse una araña en la ensalada?
Miró al frente, los hombros pegados por el sudor, e intentó ver lo que había delante del cortejo. En aquel momento pasaban por la interminable curva que daba al mar, con las gaviotas volando en círculos, zambulléndose, graznando en las alturas. Tenía el olfato impregnado del pestazo a sal que domina por completo a Talins. Dejaron atrás el embarcadero, con los cascos medio terminados de dos enormes navíos de guerra en los diques secos, como los esqueletos de otras tantas ballenas que hubiesen embarrancado en la playa para pudrirse en ella. Dejaron atrás a los que hacían sogas y a los que hacían velas, a los carpinteros y a los que torneaban la madera, a los que trabajaban el bronce y a los que fabricaban cadenas. Dejaron atrás la vasta y apestosa lonja del pescado, sus frágiles y vacías casetas, sus pasillos en silencio, que quizá lo estuvieran por primera vez desde que la victoria lograda en Dulces Pinos consiguiera vaciar todos los edificios y llenar las calles con una muchedumbre muy contenta.
Detrás de las multicolores salpicaduras de humanidad, los edificios estaban salpicados de pasquines, tal y como en Talins era costumbre desde la invención de la imprenta. Antiguas victorias, advertencias, incitaciones, bravatas patrioteras, se amontonaban unas encima de otras. Los últimos pasquines ofrecían un rostro de mujer… austero, inocente, frío y hermoso. Con un calambre en las tripas, Monza vio que era el suyo. Bajo él aparecían escritas las siguientes palabras: Fuerza, Coraje, Gloria. Orso le había dicho antaño que el mejor modo de convertir una mentira en verdad era insistir en ella, y ahí estaba su rostro de persona medio honrada repetido hasta la saciedad, medio roto y abarquillado por todas las paredes manchadas de sal. En la siguiente fachada medio derruida, cubierta por otro grupo de pasquines, espantosamente impresos y peor dibujados, aparecía ella espada en mano. La leyenda escrita en su parte superior rezaba así: Nunca rendirse. Nunca ceder. Nunca perdonar. Y en los ladrillos de más arriba, pintarrajeada con letras rojas del tamaño de una persona, podía leerse la siguiente palabra:
Venganza.
Monza tragó saliva, sintiéndose menos tranquila que nunca. Dejaron atrás los muelles interminables, llenos de barcos de pesca, de barcos de placer, de barcos mercantes de todas las formas y tamaños, fletados por todas las naciones que se encuentran bajo el sol, meciéndose sobre las olas de la gran bahía, mientras sus redes y cordajes se atestaban de marineros que querían ver a la Serpiente de Talins tomando posesión de la ciudad.
Precisamente, lo que Orso había temido tanto.
Cosca se sentía completamente a gusto. Aunque hiciese calor, una suave brisa llegaba del resplandeciente mar, y, además, uno de los nuevos miembros de su legión de sombreros, siempre en auge, mantenía sus ojos a la sombra. Había peligro, porque aquel gentío podía cobijar con facilidad a más de un asesino impaciente. Pero también había muchos blancos más odiados que él al alcance de la mano. Un trago, un trago, un trago. Cómo no. Aquella voz de borracho que tenía dentro de la cabeza nunca se callaría del todo. Pero ya no era un grito desesperado, sino, más bien, un murmullo de enfado que los vítores conseguían acallar por completo.
Además del leve olor a algas, todo estaba como en Ospria después de vencer la célebre batalla de las Islas. Cuando, al frente de su columna, se había erguido en su silla de montar todo lo alto que era, recibiendo el aplauso, levantando juntas ambas manos y exclamando: «¡No, por favor!», cuando lo que quería decir era: «¡Más, más!». La gran duquesa Sefeline, la tía de Rogont, se había aprovechado de la gloria conseguida por él muy pocos días antes de que intentara envenenarle. Muy pocos meses antes de que el reflujo de la batalla se volviese contra ella y decidiera envenenarse. Así es la política en Styria. Por eso, de pasada, se preguntó por qué quería entrar en ella.
—Las circunstancias cambian, la gente se hace mayor, los rostros cambian, pero el aplauso sigue siendo el mismo… vigoroso, contagioso y muy breve.
—Uh —respondió Escalofríos con un gruñido. Aunque el norteño no pareciera darle mucha conversación, no le importaba. A pesar de los ocasionales esfuerzos para evitarlo, Cosca siempre prefería hablar en lugar de escuchar.
—Aunque siempre hubiera odiado a Orso, lo cual es más que evidente, su caída no me proporciona un gran placer —en una de las calles adyacentes a aquella por donde pasaban, podía verse una estatua bastante grande del temido duque de Talins. Orso era el mecenas de los escultores, siempre que éstos lo tomasen de modelo para sus obras. Habían levantado un andamio por encima de su frente, donde unos hombres se arracimaban alegremente para golpear con unos martillos los austeros rasgos de su rostro—. Con cuánta premura nos libramos de los héroes del ayer. Tal y como se libraron de mí.
—No obstante, volvieron a darte el puesto.
—¡A eso me refería! A todos nos arrastra la marea. Observa cómo vitorean a Rogont y a sus aliados, ese despreciable lodo que ha traído la marea —señaló con un dedo los pasquines que revoloteaban por el viento en la pared más cercana, los cuales representaban el duque Orso con la cara metida dentro de la taza de un retrete—. Arranca la última capa de pasquines y descubrirás otros que denuncian del modo más infamante que puedas imaginar a la mitad de los que van en este cortejo. Recuerdo uno del duque Rogont cagando en un plato, con el duque Salier zampándose el menú con ayuda de un tenedor. Y otro del duque Lirozio intentando montar a su caballo. Y cuando digo «montar»…
—¡Je! —dijo Escalofríos.
—El caballo no parecía muy impresionado. Arranca unas capas más y (me ruborizo al admitirlo) darás con alguno que me condene por ser el canalla con el corazón más negro de todo el Círculo del Mundo, pero ahora… —Cosca lanzó un beso de lo más extravagante hacia las damas que estaban en un balcón y que sonreían mientras le señalaban con el dedo, como si pensaran que era el héroe que las había salvado.
—En este sitio la gente no parece pesar mucho —el norteño se encogió de hombros—. El viento se la lleva cuando quiere.
—He viajado mucho —como si huir de un descalabro militar tras otro fuese viajar— y, según mi experiencia, la gente pesa lo mismo en todas partes —desenroscó el tapón de su petaca—. En general, la gente tiene una serie de profundas creencias que tienen que ver con el mundo, pero que, a la hora de aplicar a sus propias vidas, encuentran de lo más inconveniente. Muy poca gente encuentra oportuna la moral. Ni siquiera conveniente. La persona que sigue creyendo en algo incluso cuando supone un inconveniente es una cosa extraña y peligrosa.
—Hay cierto tipo de locos que siguen el camino difícil porque es el único bueno.
Cosca se echó un largo trago de la petaca, hizo una mueca de dolor, se pasó la lengua por los dientes de la mandíbula superior y dijo:
—El que puede distinguir el camino malo del bueno es un tipo especial de loco. Yo nunca tuve esa habilidad —se irguió en los estribos, se quitó el sombrero y lo agitó por el aire como un loco, gritando como un chiquillo de quince años. El gentío lo aprobó con un rugido. Como si él se mereciese aquellos vítores. Como si, a fin de cuentas, no fuese el mismísimo Nicomo Cosca.
En un tono tan bajo que nadie debió de oírlo, tan bajo como si las notas sólo estuviesen en su imaginación, Shenkt tarareaba.
—¡Ha venido!
El silencio cargado de amenaza se convirtió en una tormenta de aplausos. La gente bailaba, levantaba los brazos, aplaudía con un entusiasmo lleno de histeria. La gente reía, lloraba y lo celebraba, como si sus vidas fuesen a cambiar de manera significativa por el hecho de que a Monzcarro Murcatto le entregasen un trono robado.
Era una marea que Shenkt había visto con frecuencia en la política. Cuando un líder nuevo llega al gobierno, todo queda dominado por un breve encantamiento en virtud del cual, haga lo que haga aquel nuevo líder, todo parece hacerlo bien. Una edad de oro en que la gente está cegada por la esperanza de que las cosas salgan mejor. Pero nada es eterno, desde luego. A su debido tiempo, que en ocasiones es alarmantemente breve, la imagen impoluta del líder comienza a empañarse por pequeñas desavenencias con sus súbditos, los fracasos y las frustraciones. Poco después ya no hace nada bien. La gente clama por un nuevo líder y entonces se consideran renacidos. Y vuelta a empezar.
Pero en aquellos momentos ponían a Murcatto por los cielos, y lo hacían de una manera tan estruendosa que, aunque Shenkt hubiera visto aquello mismo una docena de veces, casi se lo llegó a creer. Quizá estuviese viviendo un gran día, el primero de una gran era en la que él, después de tantos años, podría jugar un papel importante. Aunque dicho papel fuese tan siniestro como siempre. Porque, a fin de cuentas, ciertas personas tienen que encargarse siempre de los detalles sórdidos.
—Por los Hados —a su lado, Shylo curvaba los labios con desdén—. ¿A qué se parece? A una maldita vela dorada. A un mascarón de proa de colores chillones, pintado con oro para que no se vea que está podrido.
—Pues a mí me parece que tiene mucha prestancia —a Shenkt le encantaba descubrir que aún seguía viva, montando un caballo negro al frente del vistoso cortejo. Aunque el duque Orso estuviera acabado, aunque su gente vitorease a un nuevo líder y aunque su palacio de Fontezarmo estuviera rodeado y asediado, nada de eso le importaba. Shenkt tenía un trabajo que cumplir y seguiría con él hasta el final, por amargo que le pareciese. Como siempre había hecho. A fin de cuentas, algunas historias acaban mejor con un final amargo.
Murcatto estaba más cerca, con una expresión de lo más sangrienta y la mirada llena de determinación. A Shenkt le habría gustado muchísimo dar un paso adelante, empujar a la muchedumbre, sonreír y darle la mano. Pero había muchos mirones, demasiados guardias. Ya llegaría el momento en que pudiera saludarla cara a cara.
Así que no se movió, y su caballo pasó a su lado, y él siguió tarareando.
Demasiada gente. Demasiada gente para poder contarla. Cada vez que lo intentaba, se sentía muy raro. De repente, el rostro de Vitari apareció entre la muchedumbre, al lado de un hombre enjuto de cabellos cortos y claros y sonrisa imprecisa. Cuando Amistoso se irguió en los estribos, una banderola se metió por medio, de suerte que cuando volvió a mirar ya no los vio. Un millar de rostros diferentes que se mezclaban en un revoltijo imposible de distinguir. Por eso se dedicó a observar el cortejo.
Si hubiesen estado en Seguridad, y Murcatto y Escalofríos hubieran sido presidiarios, Amistoso, observando la mirada y la cara del norteño, habría podido decir sin género de dudas que quería matarla a ella. Pero como no estaban en Seguridad, lo cual era una pena, había reglas que Amistoso desconocía. Sobre todo cuando una mujer entraba en danza, porque las mujeres le parecían un pueblo extranjero. Quizá Escalofríos la amase, y esa mirada de rabia contenida se debiese al amor que sentía por ella. Aunque Amistoso supiera que habían estado follando en Visserine, porque él los había oído mientras lo hacían, suponía que ella debía de haberse follado después al gran duque de Ospria, y desconocía lo que hubiera podido pasar. Ése era el problema.
Amistoso nunca había aprendido realmente a follar, y mucho menos a amar. Cuando estaba en Talins, Sajaam le llevaba de putas, diciéndole que era una recompensa. Aunque no rehusara aquella invitación por parecerle una grosería, lo cierto es que no le gustaba. Al principio tenía problemas para que se le pusiese dura. Incluso después, el mayor disfrute que sacaba de aquel asunto tan complicado consistía en contar el número de meneos que necesitaba antes de que todo hubiese terminado.
Intentó calmar sus nervios a flor de piel contando el número de pisadas de su caballo. Para evitar confusiones que pudiesen causar algún molesto embarazo, decidió guardar sus preocupaciones para sí mismo y dejar que las cosas siguiesen su curso. A fin de cuentas, si Escalofríos acababa matándola, a él no le importaría gran cosa. Lo más seguro es que muchas personas quisieran matarla. Suele suceder cuando te conviertes en alguien notable.
Escalofríos no era un monstruo. Sólo que ya estaba harto.
Harto de que le trataran como a un idiota. Harto de que sus buenas intenciones acabaran dándole por el culo. Harto de tener que hacer de tripas corazón. Harto de preocuparse por las preocupaciones de otros. Y, lo peor de todo, harto de que le picase la cara. Hizo una mueca de dolor cuando se clavó las uñas en las cicatrices.
Monza tenía razón. La piedad y la cobardía eran lo mismo. No había recompensas por ser bueno. Ni en el Norte, ni allí, ni en ningún otro sitio. La vida era una asquerosa hija de puta que trataba bien a los que cogían lo que querían. El derecho estaba a favor de los más despiadados, los más traidores, los más sangrientos; y la manera en que todos aquellos idiotas la vitoreaban a ella era la prueba. Vio cómo cabalgaba lentamente, montada en su caballo negro, la brisa agitando su negra cabellera. Había tenido razón en todo, más o menos.
Y él iba a asesinarla, casi para poder follarse a otra mujer.
Se imaginó apuñalándola, dándole una cuchillada, trinchándola de diez maneras diferentes. Se imaginó las cicatrices de sus costillas mientras deslizaba suavemente una hoja entre ellas. Se imaginó las cicatrices de su cuello, y cómo tendría que poner las manos en él para estrangularla. Se preguntó si podría estar cerca de ella por última vez. Qué extraño le parecía que le hubiese salvado la vida tantas veces, que hubiese arriesgado la suya tantas veces para salvarla y que en aquellos momentos estuviese pensando en la mejor manera de acabar con ella. Era como en cierta ocasión le había dicho el Sanguinario, que entre el amor y el odio apenas cabe el filo de un cuchillo.
Escalofríos conocía cien maneras de matar a una mujer para que pareciese que había muerto de manera natural. El problema surgía con el «dónde» y el «cuándo». Puesto que ella esperaba constantemente un cuchillo por la espalda, estaba en guardia todo el tiempo. No por él, sino por todo el mundo. Seguro que había mucha gente que la acechaba. Como Rogont lo sabía, tenía tanto cuidado con ella como un avaro con sus monedas. Y como necesitaba que toda aquella gente se pasase a su bando, siempre tenía varios hombres vigilándola. Por eso, Escalofríos debía esperar, y aprovechar el momento oportuno. Pero tenía que ser un poco paciente. Como decía Carlot, nada sale bien si se hace de manera… precipitada.
—Mantente más cerca de ella.
—¿Eh? —era el gran duque Rogont, que acababa de adelantarle por el lado en que no veía. Escalofríos tuvo que reprimirse para no aplastar con su puño derecho el rostro burlón de aquel hombre tan guapo.
—A Orso aún le quedan amigos en esta ciudad —los ojos de Rogont escrutaban con mucho nerviosismo la muchedumbre—. Agentes. Asesinos. Hay peligro por todas partes.
—¿Peligro? Todos parecen tan contentos…
—¿Estás intentando hacerte el gracioso?
—No sabría ni cómo comenzar —Escalofríos puso una cara tan inexpresiva que Rogont no supo si se burlaba de él o no.
—¡Mantente más cerca de ella! ¡Se supone que eres su guardaespaldas!
—Sé lo que soy —y Escalofríos obsequió a Rogont con la mayor mueca que conocía—. No os preocupéis por eso —espoleó los flancos de su caballo para que avanzase deprisa. Justo para estar más cerca de Monza, tal y como se le había ordenado. Lo bastante cerca para ver lo tensa que tenía la cara por apretar con tanta fuerza los músculos de la mandíbula. Lo suficientemente cerca para sacar el hacha y partirle la cabeza en dos.
»Sé lo que soy —susurró. No era un monstruo. Sólo que ya estaba harto.
El cortejo llegó finalmente a su término en el corazón de la ciudad, en la plaza situada delante de la Casa del Senado. El tejado del poderoso edificio se había hundido hacía varios siglos, y sus peldaños de mármol estaban medio rotos y cubiertos de hierbajos. Las esculturas de los dioses olvidados que ocupaban su colosal frontón se habían erosionado, convirtiéndose en una maraña de pegotes en las que se subían las parlanchinas gaviotas, que eran legión. Las diez poderosas columnas que lo sostenían parecían alarmantemente muy poco seguras, recorridas en toda su longitud por deyecciones y recubiertas por los fragmentos ondeantes de pasquines muy antiguos. Pero la poderosa reliquia de otros tiempos aún hacía empequeñecer los edificios más discretos que habían florecido a su alrededor, proclamando de tal suerte la perdida majestuosidad del Nuevo Imperio.
Una plataforma de bloques de piedra salía de los escalones para dominar el mar de gente que atestaba la plaza. En una de sus esquinas se levantaba la desgastada estatua de Scarpius, tan alta como cuatro hombres, que había llevado la esperanza al mundo. La mano que proyectaba hacia delante se le había roto por la muñeca hacía varios cientos de años, sin que nadie se hubiese molestado en reemplazar la que debía de haber sido la pieza de imaginería más notoria de Styria. Los guardias, siempre con cara de pocos amigos, se apostaban delante de la escultura, en los escalones, en las columnas. Aunque llevasen en sus sobrevestes la cruz de Talins, Monza sabía a ciencia cierta que eran hombres de Rogont. Porque, aunque Styria fuese a convertirse en una sola familia, el azul de Ospria no habría sido bien recibido en aquel sitio.
Se deslizó de la silla y avanzó por la pequeña depresión bordeada por la muchedumbre. La gente empujaba a los guardias, la llamaba, solicitando su bendición. Como si su simple contacto fuese a hacerles algún bien. La verdad es que no se lo había hecho a nadie. Mantenía la mirada al frente, siempre al frente, con la mandíbula que le dolía por apretarla con tanta fuerza, aguardando la hoja, la flecha, el dardo que podría acabar con ella. Aunque hubiera sido capaz de matar despreocupadamente a quien fuese con tal de conseguir el dulce olvido que otorga una buena pipa, lo cierto es que estaba intentando dejar a un lado tanto las matanzas como la pipa.
Cuando comenzó a subir por los escalones, Scarpius la dominó con su estatura, mirándola por los rabillos de sus ojos incrustados de líquenes, como diciendo: ¿Y esta zorra es lo mejor que han podido encontrar? Tanto se erguía sobre ella el monstruoso frontón, que se preguntó si aquellos cientos de toneladas de roca, en tan precario equilibrio encima de las columnas, no querrían aprovechar la ocasión de venirse abajo y aniquilar a todos los líderes de Styria, ella incluida. Y parte de ella (una parte nada despreciable) esperó que así sucediese, para poner un rápido fin a aquella rancia ordalía.
Un grupito de los ciudadanos más importantes (entiéndase, los más zorros y avariciosos) se apretujaban un tanto nerviosos en el centro de la plataforma, sudando bajo sus vestiduras más caras y mirándola con la misma expresión de hambre que los gansos a un cuenco de migajas. Hicieron una reverencia cuando se acercó hasta ellos, siempre acompañada por Rogont, y movieron juntos sus respectivas cabezas de una manera que revelaba que lo habían estado ensayando. Lo cual hizo que, sin saber exactamente por qué, se sintiera más molesta que antes.
—Arriba —dijo con un gruñido.
—¿Dónde está la diadema? —preguntó Rogont, moviendo una mano y, acto seguido, chasqueando los dedos—. Venga, la diadema, ¡la diadema!
La mayoría de aquellos ciudadanos parecían una caricatura mal hecha de lo que se supone que deben ser las personas sabias. Todos tenían la nariz ganchuda, la barba blanca y una voz cascada que salía por debajo de un sombrero de fieltro verde muy parecido a un orinal puesto al revés.
—Señora, me llamo Rubine, y he sido designado para hablar en representación de los ciudadanos.
—Yo soy Scavier —era una mujer regordeta cuyo corpiño azul mostraba un escote vertiginoso.
—Y yo soy Grulo —era un hombre muy alto, delgado y tan calvo como el culo de un niño, que le sacaba más de la cabeza a Scavier.
—Nuestros dos comerciantes más notorios —explicó Rubine.
—¿Y? —todo aquello le importaba un carajo a Rogont.
—Y, con vuestro permiso, Excelencia, deseamos discutir algunos detalles del acuerdo…
—¿Sí? ¡Pues adelante!
—En lo que concierne al título, habíamos pensado que no tuviese ninguna connotación nobiliaria. El de gran duquesa recordaría la tiranía de Orso.
—Habíamos pensado… —se aventuró a comentar Grulo, mientras movía la sortija barata que llevaba en un dedo— en un título que reflejase el mandato del pueblo llano.
—¿Mandato? —Rogont miró a Monza con una mueca de dolor, como si la expresión pueblo llano le supiese a meados.
—¿Qué tal presidenta electa? —sugirió Scavier—. ¿Primera ciudadana?
—A fin de cuentas —añadió Rubine—, el anterior gran duque aún sigue, técnicamente, vivo…
—¡Se encuentra bajo asedio a dieciocho kilómetros de aquí, en Fontezarmo, como una rata en la madriguera! —dijo Rogont con los dientes apretados—. Sólo es cuestión de tiempo que se enfrente a la justicia.
—Pero sabéis que las cuestiones legales pueden provocar ciertos problemas…
—¿Cuestiones legales? —aunque Rogont hablase en voz baja, estaba muy furioso—. ¡Dentro de muy poco voy a ser el rey de Styria, y quiero que la gran duquesa de Talins se encuentre entre los que van a coronarme! Quiero ser rey, ¿lo entiende usted? ¡Las cuestiones legales son para los demás!
—Pero, Excelencia, quizá no fuese apropiado…
Para ser un hombre que tenía la reputación de tener mucha paciencia, daba la impresión de que Rogont la hubiera perdido en las últimas semanas. Por eso dijo:
—¿Y cómo de apropiado le parecería que, por ejemplo, yo decidiese ahorcarle a usted? Aquí y ahora. Junto con los demás bastardos de esta ciudad, que sólo saben poner pegas. De esa manera, ustedes podrían discutir las cuestiones legales entre sí mientras se balancean.
La amenaza se cernió en el aire durante un momento tan largo como incómodo. Monza se inclinó hacia Rogont, completamente consciente del elevado número de ojos que los miraban, y dijo:
—Creo que lo que ahora necesitamos es un pequeño acuerdo. Unos cuantos ahorcamientos mandarían el mensaje que intentamos evitar. Acabemos con esto, ¿no te parece? Y luego todos nos podremos ir a dormir a una habitación bien oscura.
Grulo se aclaró la garganta y dijo:
—Claro que sí.
—¡Una larga conversación que termina donde comenzó! —exclamó Rogont acto seguido—. ¡Denme la maldita diadema!
Scavier sacó una banda muy estrecha, fabricada en oro. Monza se volvió despacio para mirar al gentío.
—¡Pueblo de Styria! —exclamó Rogont, situándose detrás de ella—. ¡Os entrego a la gran duquesa Monzcarro de Talins! —y Monza sintió una ligera presión en la frente cuando la diadema se asentó en su cabeza.
Y de aquella manera tan sencilla, ascendió a las vertiginosas alturas del poder.
Con un leve roce de ropajes, todos se arrodillaron. La plaza se había quedado en completo silencio, tanto que ella pudo escuchar los aleteos y chillidos de los pájaros situados en el frontón. Tanto que pudo escuchar el ruido que sus deyecciones hacían al caer cerca de su costado derecho, manchando las antiguas piedras con salpicaduras de colores blanco, negro y gris.
—¿Qué están esperando? —dijo en voz baja a Rogont, casi sin mover los labios.
—Tus palabras.
—¿Mis palabras?
—¿Qué otra cosa, si no?
La ola de miedo que se abatió sobre ella la dejó desconcertada. La gente que la rodeaba era como un enemigo que estuviese en la proporción de cinco mil a uno. Entonces pensó que, si su primera actuación como jefe del Estado era salir corriendo de la plataforma, les fallaría. Por eso comenzó a caminar lentamente, porque era lo más importante que había acometido en toda su vida, e intentó poner en orden sus pensamientos tan caóticos mientras rebuscaba palabras que nunca antes había pronunciado. Pasó bajo la enorme sombra de Scarpius y salió a la luz del día, descubriendo que un mar de rostros se abría ante ella, se inclinaba hacia ella, la miraba con ojos esperanzados y muy abiertos. El parloteo generalizado de la gente se convirtió en un susurro dominado por los nervios y después en un silencio espectral. Monza abrió la boca, casi sin saber lo que podría salir por ella.
—Nunca he sido muy buena… —su voz se convirtió en un quejido atiplado. Tosió para aclararse la garganta. Luego, al pensar en lo que debía decir, descubrió que no se le ocurría nada—. ¡Nunca he sido muy buena para los discursos! —era más que evidente—. Siempre he antepuesto la acción al discurso. Supongo que eso se debe a que nací en una granja. ¡Lo primero que debemos hacer es acabar con Orso! Librarnos de ese bastardo. Y después… bueno… cuando la lucha haya terminado… —un extraño murmullo de simpatía recorrió la muchedumbre arrodillada. No exactamente sonrisas, sino unas cuantas miradas a lo lejos, muchos ojos empañados, unas cuantas cabezas que asentían. Le sorprendió el anhelo que se insinuaba en su pecho. Jamás había pensado que llegaría el día en que quisiera dejar de combatir. Nunca había sentido nada igual—, la paz. —Entonces, aquel murmullo apremiante volvió a recorrer toda la plaza—. Vamos a tener un rey. Toda Styria caminará unida. Será el fin a los Años de Sangre —se imaginó el viento al soplar por el trigal—. Intentaremos que todo vaya a mejor. No puedo prometeros un mundo mejor, porque éste es el que tenemos —bajó la mirada con algo de torpeza y se miró los pies, desplazando su peso de uno a otro—. Puedo prometeros que pondré todo de mi parte para conseguirlo. Por ahora, eso nos debe bastar a todos, y luego ya veremos —se fijó en un hombre bastante mayor que, con labios temblorosos, la miraba fijamente, a punto de llorar mientras apretaba el sombrero contra su pecho—. ¡Eso es todo! —dijo un tanto bruscamente.
Aunque cualquier persona normal se habría vestido de una manera más liviana en un día en que el calor resultaba tan pegajoso, Murcatto, con su acostumbrada terquedad, había optado por vestirse a lo grande con aquella armadura tan resplandeciente como ridícula. Por eso, la única opción de Morveer era apuntar a su rostro, porque era lo único que no estaba cubierto. Pero un blanco tan pequeño suponía el mayor acicate para un tirador tan bueno como él. Respiró profundamente.
Para su espanto, ella se movió en el momento crucial para mirar a la gente que se hallaba debajo de la plataforma, haciendo que el dardo errase su rostro por un pelo y se estrellara en una de las columnas del antiguo edificio del Senado situado a su espalda.
—¡Maldición! —exclamó Morveer, apartando la cerbatana de la boca, buscando otro dardo en su bolsillo, quitándose la gorra y dejándola caer en el suelo de la habitación.
Entonces, cuando se llevaba nuevamente la cerbatana a los labios, Morveer sufrió uno de aquellos reveses de la fortuna que tanto le habían atormentado nada más nacer, porque Murcatto daba por terminado aquel incompetente ejercicio de retórica con un superficial «¡Eso es todo!». La muchedumbre irrumpió en un aplauso frenético mientras uno de los codos de Morveer recibía el empujón entusiasta del individuo que se encontraba al lado de la profunda arcada donde él se había escondido.
El letal proyectil se apartó muchísimo de su blanco y se desvaneció entre la agitada muchedumbre que se encontraba junto a la plataforma. El hombre cuyas salvajes gesticulaciones habían sido responsables de su mala puntería le miró. Y su ancho y seboso rostro se llenó de sospecha. Tenía toda la apariencia de un labrador, con manos como rocas y la llama del humano intelecto apenas encendida tras sus ojos porcinos.
—¿Qué está usted…?
Por culpa del proletariado, el intento de Morveer estaba a punto de ser completamente desbaratado mientras decía:
—Lo lamento profundamente, pero ¿podría tenerme esto durante unos instantes?
—¿Eh? —el hombre bajó la mirada cuando Morveer le puso la cerbatana en las manos—. ¡Ah! —exclamó, mientras Morveer le clavaba una aguja en la muñeca—. ¿Qué demonios…?
—Muchísimas y eternas gracias —Morveer tiró de la cerbatana y la ocultó dentro de la miríada de bolsillos secretos que tenía dentro de su casaca, junto con la aguja. Por lo general, la enorme mayoría de la gente tarda mucho tiempo en enfadarse seriamente, porque antes debe cumplir con el predecible ritual de desafíos en escala creciente, insultos, gestos, bravatas y demás. La acción directa les resulta completamente extraña. Por eso, el que le había dado el empujón en el codo apenas acababa de poner cara de enfado.
—¡Aquí! —agarró a Morveer por una de las solapas de su casaca—. Aquí… —sus ojos ya tenían la mirada perdida. Se agitó, bizqueó y se quedó con la lengua fuera. Morveer le agarró por debajo de los brazos, tragó saliva al comprobar el peso muerto de aquel hombre en cuanto se le aflojaron las rodillas y lo bajó al suelo, sufriendo una punzada de dolor en la espalda mientras lo hacía.
—¿Va todo bien? —rezongó alguien. Morveer levantó la mirada para encontrarse ante media docena de hombres muy parecidos al muerto, que le miraban con cara de pocos amigos.
—¡Demasiada cerveza junta! —exclamó Morveer para vencer el ruido ambiental, y luego chasqueó la lengua—. ¡Mi compañero se ha embriagado por completo!
—¿Embria qué? —preguntó uno.
—¡Emborrachado! —Morveer se le acercó—. ¡Se sentía muy, pero que muy, orgulloso de que la gran Serpiente de Talins fuese la dueña de nuestros destinos! Al igual que todos nosotros, ¿no es así?
—Sí —dijo uno de ellos, un tanto confuso pero más manso que antes—. ¡Claro, Murcatto! —terminó por decir de manera poco convincente entre los gruñidos de aprobación de sus camaradas simios.
—¡Ha nacido entre nosotros! —exclamó otro mientras agitaba el puño.
—Oh, pues claro que sí. ¡Murcatto! ¡Libertad! ¡Esperanza! ¡Liberación de la tosca estupidez! ¡Aquí estamos, amigos! —Morveer gruñó por el esfuerzo mientras llevaba como una culebra a aquel hombre tan grande, ya convertido en un cadáver bastante grande, al interior de la sombra de la arcada. Hizo una mueca de dolor al doblar la dolorida espalda. Entonces, puesto que los demás ya no le prestaban atención, se deslizó rápidamente entre la muchedumbre, echando pestes durante el trayecto. Realmente le parecía insoportable que aquellos imbéciles vitoreasen con tanto entusiasmo a una mujer que distaba mucho de haber nacido entre ellos, porque había visto el mundo en una zona de malezas situada en un extremo del territorio talinés, cuya frontera era notoriamente permeable. A una labriega ladrona que no tenía ni una hebra de conciencia, despiadada, conspiradora, mentirosa, seductora de aprendizas, asesina de masas y fornicadora con estrépito, cuyas únicas cualificaciones para el mando eran su hosquedad, unas cuantas victorias logradas contra una oposición incompetente, la antedicha propensión a la acción rápida, la caída desde una montaña y el accidente de un rostro muy atractivo.
No tenía más remedio que estar de acuerdo, como frecuentemente lo hacía, en que la vida resultaba inconmensurablemente sencilla para los guapos.