Su plan de ataque

La cordillera más meridional de los montes Urval, la espina dorsal de Styria, con todas sus faldas sombrías y sus escarpados picos bañados por la luz dorada del atardecer, avanzaba a duras penas hacia el sur para finalizar en la enorme roca en que había sido esculpida la mismísima Ospria. Entre la ciudad y la colina donde se había asentado el cuartel general de las Mil Espadas, el profundo valle lleno de verdor estaba surcado por flores silvestres de cien colores. El río Sulva culebreaba por su fondo hacia el distante mar, tocado por el sol poniente para adquirir el color anaranjado del hierro fundido.

Los pájaros gorjeaban en los olivos de un bosquecillo antiguo, los saltamontes chirriaban en la hierba crecida y ondeante, el viento besaba el rostro de Cosca, logrando que la pluma de su sombrero, que él había cogido gentilmente con una mano, se moviese y ondease de manera heroica. Los viñedos crecían sobre las pendientes que estaban al norte de la ciudad, verdes hileras de parras en aquellas laderas polvorientas que obligaban a Cosca a fijarse en ellas, mientras la boca se le hacía agua al echar de menos algo que no probaba desde hacía mucho tiempo. Las mejores añadas del Círculo del Mundo salían de aquel suelo…

—Por caridad, un trago —murmuró.

—Hermoso —dijo el príncipe Foscar.

—¿Vuestra Alteza no había visto jamás la hermosa Ospria?

—Había oído hablar de ella, pero…

—Quita el aliento, ¿verdad? —La ciudad era como una estantería enorme que hubiese sido tallada con cuatro anaqueles en la roca de color blanco de las faldas de la colina, cada uno rodeado por su propia muralla, repleto de edificios altos y lleno de una confusión de tejados, cúpulas y torres. El antiguo acueducto imperial bajaba de las montañas, curvándose de un modo muy agradable de ver para ir a parar a lo que era su parte más alejada, formada por más de cincuenta arcos, el más alto de los cuales medía veinte veces la estatura de un hombre. La ciudadela se aferraba de una manera imposible al peñasco que se encontraba más arriba, cuatro grandes torres que se recortaban contra el cielo azul a punto de oscurecerse. A medida que el sol se iba poniendo, las lámparas comenzaron a arrojar su luz por las ventanas, de suerte que la silueta de la ciudad quedó salpicada por puntitos de luz—. No creo que pueda haber otro sitio que se le parezca.

—Da casi vergüenza pasarla a sangre y fuego —observó Foscar después de una pausa.

—Ciertamente, Alteza. Pero así es la guerra y así la hacemos.

Cosca había oído que el conde Foscar, que se había enterado de la suerte corrida por su hermano en un famoso burdel sipanés, para acto seguido convertirse en príncipe, era un joven de aspecto infantil, inexperto y nervioso que se sentía agradablemente impresionado por lo que había visto hasta entonces. Pero aunque aquel muchacho fuese inexperto, lo cierto era que también suelen serlo todos los jóvenes antes de convertirse en hombres, y también que parecía más atento que débil, más sobrio que apocado, más educado que flojo. Un joven muy parecido al propio Cosca cuando era joven. Aunque él acabara siendo todo lo contrario, por supuesto.

—Parecen unas fortificaciones muy poderosas… —comentó el príncipe al observar con un catalejo las impresionantes murallas.

—Oh, lo son. Ospria era el puesto más avanzado del Nuevo Imperio, porque lo edificaron a modo de bastión para repeler a las hordas de Baol. Algunas partes de las murallas han soportado con firmeza el ataque de los salvajes durante más de quinientos años.

—¿Cabe la posibilidad de que el duque Rogont sólo quiera guarecerse tras ellas? Parece muy amigo de retrasar el combate todo lo que pueda…

—Alteza, presentará batalla —dijo Andiche.

—Tiene que hacerlo —dijo Sesaria con potente voz—, porque, de lo contrario, acamparemos en su precioso valle y le mataremos de hambre.

—Al menos le sobrepasamos tres veces en número —dijo Victus con voz burlona.

Cosca asintió y dijo:

—Las murallas sólo son efectivas cuando uno espera recibir ayuda, y ahora no creo que llegue ninguna de la Liga de los Ocho. Tiene que luchar. Y luchará. Está desesperado —si Cosca conocía algo a fondo, era la desesperación.

—Debo confesar que siento algo de… inquietud —Foscar se aclaró la garganta un tanto nervioso—. Sé que usted siempre odió a mi padre con mucha pasión.

—La pasión. ¡Bah! —Cosca movió una mano, como no dándole importancia—. De joven siempre dejé que la pasión dominase mi olfato, pero después aprendí muchas lecciones, y muy desagradables, respecto a las ventajas de mantener la cabeza fría. Aunque vuestro padre y yo hayamos tenido nuestras diferencias, yo sigo siendo, por encima de todo, un mercenario. Permitir que mis sentimientos redujeran el peso de mi bolsa sería un acto absolutamente criminal de falta de profesionalidad.

—¡Muy bien! —la fea mirada de Victus estaba cargada de impudicia. Mucho más de lo que era usual en él.

—Fijaos, estos tres capitanes, que son los más allegados a mi persona —Cosca les saludó con un movimiento muy teatral de su sombrero—, me traicionaron alevosamente y sentaron a Murcatto en mi silla. Me jodieron de cojones, como dicen en Sipani. De cojones, Alteza. Si sintiese alguna inclinación por la venganza, acabaría con estas tres boñigas de mierda humana —entonces chasqueó la lengua y ellos le imitaron, de suerte que la atmósfera, que para entonces estaba muy tensa, volvió a quedarse tan despejada como antes—. Pero como podemos ayudarnos mutuamente, ya les he perdonado todo, lo mismo que a vuestro padre. La venganza no ofrece a nadie un mañana más brillante, y cuando se suben con ella los peldaños de la vida, su peso no debe… lastrarle a uno. No debéis preocuparos a ese respecto, príncipe Foscar, porque sólo me preocupa lo meramente económico. Comprar y pagar con dinero. Por eso mismo, aquí tenéis a vuestro hombre.

—Usted es la generosidad en persona, general Cosca.

—Soy la avaricia personificada, que no es lo mismo, pero que se le parece un poco. Y ahora vayamos a cenar. ¿A alguno de los presentes le apetece beber algo? Ayer mismo, en una casa señorial situada corriente arriba, conseguimos una caja de botellas de una añada excelente y…

—Mejor será que, antes de comenzar con las frivolidades, discutamos nuestra estrategia —la aguda voz del coronel Rigrat le daba la misma dentera que el torno del dentista en las muelas de atrás, las más sensibles. Todo en él parecía agudo, afilado o preciso: su rostro, su voz, su autosatisfacción de militar que aún no había cumplido los cuarenta y su uniforme bien planchado, porque antes había sido el segundo al mando bajo las órdenes del general Ganmark y en aquellos momentos lo era bajo las de Foscar. Presumiblemente, era el cerebro militar de aquella operación, mientras que ellos representaban su vertiente mercenaria—. Ahora, mientras todos mantenemos intacto nuestro ingenio.

—Cualquier hombre joven de los que sirven a mis órdenes —decía Cosca, pero Rigrat no era joven ni mucho menos hombre, al menos no según lo que Cosca entendía por tal— sabe muy bien que no suelo perder fácilmente el ingenio. ¿Ha pensado algún plan?

—¡Así es! —con una floritura, Rigrat sacó su bastón. De repente, Amistoso salió del olivo más cercano y llevó las manos a las empuñaduras de sus armas. Con una débil sonrisa y una floritura de su mano, Cosca le envió de nuevo a la sombra de los árboles. Nadie se había enterado de lo sucedido.

Aunque Cosca hubiera sido soldado durante toda su vida, o algo que se le parecía, seguía sin saber para qué sirven los bastones. Porque con un bastón no se puede matar a nadie, ni siquiera aparentar que se pueda hacer. No sirve para clavar los vientos de la tienda, tampoco de espetón para cocinar un buen trozo de carne, ni siquiera para empeñarlo por algo de dinero. Quizá los hubieran inventado para rascarse esas partes difíciles en que se estrecha la espalda. O para estimular el ano. O, simplemente, para indicar que el que lo lleva es un necio. Para eso, reflexionaba él, mientras Rigrat apuntaba al río con su bastón de manera muy pedante, sí que servía, y muy bien.

—¡Ahí están los dos vados que cruzan el Sulva! ¡El superior… y el inferior! Aunque el inferior sea el más ancho y seguro de cruzar —el coronel indicó el punto donde la sucia tira de tierra de la carretera imperial se encontraba con el río, la corriente de reluciente agua que se perdía entre los meandros del valle situado más abajo—, el superior, a un kilómetro y medio más o menos corriente arriba, también puede utilizarse en esta época del año.

—¿Dice que hay dos vados? —la existencia de aquellos malditos vados era un hecho sobradamente conocido. El propio Cosca cruzó gloriosamente uno de ellos cuando fue a Ospria para ser agasajado por la gran duquesa Sefeline y sus súbditos, emprendiendo la fuga por el otro después de que aquella zorra intentase asesinarle. Sacó la gastada petaca del bolsillo de su guerrera. La misma que Morveer le había tirado a la cara en Sipani. Desenroscó la tapa.

Rigrat le obsequió con una mirada asesina y comentó:

—Creía que nos habíamos puesto de acuerdo en no beber hasta que hubiésemos discutido la estrategia.

—Usted se puso de acuerdo. Yo simplemente me quedé callado —Cosca cerró los ojos, respiró profundamente, empinó la petaca y se echó un largo trago y otro después, sintiendo que la boca se le refrescaba y que su garganta reseca quedaba bien lavada. Un trago, un trago, un trago. Suspiró con alegría—. No hay nada como un trago al atardecer.

—¿Puedo continuar? —dijo Rigrat con un siseo, mostrando la poca paciencia que tenía.

—Claro, muchacho, tómese su tiempo.

—Pasado mañana, al amanecer, usted dirigirá a las Mil Espadas por el cruce del vado inferior…

—¿Dirigir? ¿Se refiere a cabalgar al frente?

—¿Desde qué otro sitio suele dirigir el comandante en jefe?

—Pues desde el que sea —Cosca intercambió una mirada de perplejidad con Andiche—. ¿Ha estado usted alguna vez en el frente de batalla? Las probabilidades de morir en él son muy altas.

—Extremadamente altas —corroboró Victus.

—Pues diríjalas desde la posición que le plazca —Rigrat apretaba los dientes—, pero que las Mil Espadas crucen por el vado inferior, respaldadas por nuestros aliados de Etrisani y de Cesale. El duque Rogont no tendrá más remedio que atacarle con todas las fuerzas a su mando, esperando aplastarle mientras cruza el río. Cuando esté comprometido en la lucha, nuestros regulares de Talins saldrán de su escondite y cruzarán el vado superior. Tomaremos al enemigo por el flanco y entonces… —y, con un ruido muy seco, golpeó con el bastón la palma de su otra mano.

—¿Les golpeará con un bastón?

No pareció que Rigrat encajara la broma. Cosca se preguntó por qué nunca se reía.

—¡Con acero, señor, con acero! ¡Los desbarataremos y los pondremos en fuga, y así se terminará la molesta Liga de los Ocho!

Se hizo una larga pausa. Cosca enarcó una ceja a Andiche y Andiche se la enarcó a él. Sesaria y Victus se miraron al mismo tiempo el uno al otro. Rigrat se golpeó en la rodilla con el bastón, tan impaciente como siempre. El príncipe Foscar se aclaró nuevamente la garganta y, muy nervioso, echó la barbilla hacia delante, diciendo:

—¿Qué le parece, general Cosca?

—Hum —Cosca movió la cabeza con pesimismo y miró las chispeantes aguas del río con el ceño más fruncido que conocía—. Hum. Hum. Hummm.

—Humm —Victus se daba golpecitos con un dedo en sus fruncidos labios.

—Humf —Andiche acababa de vaciar de aire sus mofletes.

—Humrrrrm —la voz poco convencida de Sesaria retumbaba como en un pozo profundo.

Cosca se quitó el sombrero para rascarse la cabeza y luego volvió a ponérselo, dando un capirotazo a la pluma mientras decía:

—Huuummmmmmmmmmm…

—¿Eso quiere decir que lo desaprueba?

—Vaya, ¿he mostrado algunas dudas al respecto? Pues entonces es que no puedo dejar de referíroslas, porque me quedaría con mala conciencia. No estoy seguro de que las Mil Espadas se amolden a la tarea que se les ha asignado.

—Yo tampoco estoy convencido —dijo Andiche.

—No se amoldan bien —dijo Victus.

Sesaria era toda una mole de desgana.

—¿Acaso no se les paga bien por sus servicios? —la pregunta de Rigrat era más bien una exigencia.

—Claro que sí —Cosca chasqueó la lengua—, las Mil Espadas combatirán, ¡puede estar seguro de eso!

—¡Lucharán hasta el último hombre! —aseguró Andiche.

—¡Como diablos! —añadió Victus.

—Pero lo que me concierne como capitán general es la manera de conseguir que luchen con la máxima efectividad. Han perdido dos jefes en un breve espacio de tiempo —echó la cabeza hacia un lado como si lamentase lo último que acababa de decir, porque no le beneficiaba gran cosa.

—Murcatto y después Fiel —Sesaria suspiró, como si él no hubiera sido uno de los responsables de que el mando supremo hubiese pasado por tantas manos.

—Las Mil Espadas se han visto relegadas a funciones de apoyo.

—De reconocimiento —se lamentó Andiche.

—De limpieza de los flancos —dijo Victus con un gruñido.

—Su moral se encuentra muy decaída. Aunque hayan recibido una buena paga, el dinero nunca supone la mejor motivación para arriesgar la vida —hubiera debido añadir que aquello último aún lo era menos para un mercenario—. Arrojarlos al fragor de la batalla que tiene lugar contra un enemigo tan contumaz como desesperado, mano a mano… No estoy diciendo que vayan a derrumbarse, pero… bueno —Cosca era todo muecas mientras se rascaba despacio el cuello—. Sí que se podrían derrumbar.

—Espero que no sea un ejemplo más de los que ilustran su notoria aversión por el combate —dijo Rigrat con tono de burla.

—¿Aversión… a combatir? Pregunte a quien quiera, ¡soy como un tigre! —Victus reprimió la risa a costa de lanzar un moco que se le pegó en la barbilla, pero Cosca lo ignoró—. Se trata simplemente de dar con la herramienta más apropiada para la operación. Uno no emplea un sable para talar el árbol que se le resiste. Emplea un hacha. A menos que sea un asno integral —el joven coronel abrió la boca para protestar, pero Cosca se le adelantó con sus palabras melifluas—. En general, el plan está bien fundamentado. De militar a militar, le felicito a usted sin ninguna reserva —Rigrat se sentía incómodo, porque, a pesar de que todo indicase que le estaba tomando por idiota, no podía asegurarlo al cien por cien—. Por todo lo dicho, lo más acertado sería que sus tropas regulares de Talins (puestas a prueba recientemente en Visserine y después en Puranti, y entregadas por entero a la causa que es la suya, que están acostumbradas a la victoria y que, por ello, poseen la más elevada moral) cruzasen el vado inferior y entablasen combate con los de Ospria, por supuesto que con el refuerzo de nuestros aliados de Etrisani y de Cesale, y todo lo demás —y señaló hacia el río con su petaca, un complemento que se le antojaba mucho más útil que un bastón, puesto que nadie puede emborracharse con uno—. Las Mil Espadas cumplirían su misión mucho mejor si se desplegasen en terreno firme. ¡Esperando, para caer en el momento apropiado! ¡Para cruzar el vado superior con ímpetu y vigor y atacar al enemigo que se retira!

—Es el mejor sitio para atacar al enemigo —musitó Andiche. Victus sonrió burlón.

Cosca terminaba su exposición moviendo la petaca de manera muy florida:

—De esta suerte, su animoso coraje y nuestra fiera pasión serían empleados de la manera más conveniente. Se compondrían canciones, conseguiríamos la gloria, haríamos historia, Orso se convertiría en rey… —hizo una gentil reverencia a Oscar—, como vos, Alteza, a su debido momento.

—Sí. Sí, lo comprendo —Foscar miró preocupado los vados—. Aunque la cuestión es que…

—¡Entonces estamos de acuerdo! —Cosca le pasó un brazo por los hombros mientras le conducía hacia la tienda—. ¿No fue Stolicus quien dijo que los grandes hombres siempre marchan en la misma dirección? ¡Creo que sí! ¡Pues marchemos juntos a cenar, amigos míos! —Señaló con un dedo las montañas, que se iban tornando más oscuras mientras Ospria destellaba en el atardecer—. ¡Juro que tengo tanta hambre que me comería una ciudad entera! —y el calor de las risas le acompañó hasta la tienda.