Seises

Los dados sacaron una pareja de seises.

En la Unión lo llamaban La docena de soles, refiriéndose al sol que estaba en su bandera. En Baol lo llamaban Gana dos veces, porque la casa pagaba el doble. En Gurkhul lo llamaban El Profeta o El Emperador, según la persona en la que el jugador hubiese depositado su lealtad. En Thond era Los doce dorados. En las Mil Islas, Los doce vientos. En Seguridad, a los dos seises los llamaban El Carcelero, porque el carcelero ganaba siempre. Aunque por todo el Círculo del Mundo toda la gente quisiera sacar dos seises, para Amistoso era una tirada más. No le hacía ganar nada. Centró su atención en el gran puente de Puranti y en la gente que lo cruzaba.

Seguro que muchos años después, cuando los rostros de las estatuas que remataban sus columnas estuvieran llenas de agujeros, cuando la carretera se hubiera agrietado por los años y el parapeto se hubiese desplomado, los seis arcos seguirían igual de altos y esplendorosos, burlándose de la gente apresurada que corría por debajo. Los grandes pilares de roca en los que se asentaban, de una altura de más de seis metros, aún desafiaban a las aguas turbulentas. Aunque tuvieran al menos seiscientos años, el Puente Imperial era la única construcción que permitía cruzar la profunda garganta del Pura en aquella época del año. La única vía terrestre para llegar a Ospria.

El ejército del gran duque Rogont la cruzaba en perfecto orden, avanzando en fila de a seis. Las rítmicas pisadas de las botas de sus soldados, latidos de un enorme corazón, eran acompañadas por el tintineo y estruendo metálico de armas y arneses, por las llamadas esporádicas de los oficiales, por el constante murmullo de la muchedumbre que los contemplaba, por el latido impetuoso del río que estaba muy por debajo de ellos. Llevaban toda la mañana cruzándolo, por compañías, por batallones, por regimientos. Bosques de puntas de lanzas, de metal reluciente y de cuero tachonado de clavos en movimiento. Rostros polvorientos, sucios, llenos de determinación. Banderas orgullosas que pendían inmóviles bajo el aire en calma. Hacía no mucho habían pasado seiscientas filas. Cerca de cuatro mil hombres a los que aún debían seguirles otros tantos, como mínimo. Llegaban en grupos de seis por seis por seis.

—Buen orden. Para una retirada —en Visserine, el vozarrón de Escalofríos se había convertido en un susurro ronco.

—La retirada es algo que se le da bien a Rogont —decía Vitari con voz burlona—. En eso tiene mucha práctica.

—Hay que apreciar la ironía de la situación —comentó Morveer, que veía pasar a los soldados con una pizca de desprecio—. Las orgullosas legiones del hoy marchan sobre los últimos vestigios del decaído imperio del ayer. En eso se convierte el esplendor militar. En desmesura hecha carne.

—Qué cosa tan increíblemente profunda —dijo Murcatto, frunciendo los labios—. Como podéis ver, viajando con Morveer uno no sólo consigue divertirse, sino aprender.

—Soy un filósofo y un envenenador en la misma persona. Le ruego que no olvide que mis honorarios son por ambos oficios. Y que me remunera por mi perspicacia insondable, porque el veneno es gratis.

—¿Es que su suerte no tiene fin? —ella seguía zahiriéndole.

—No creo que ni siquiera tenga principio —comentó Vitari.

El grupo se había reducido a seis personas que estaban más irritables que nunca. Murcatto, que se había echado la capucha por encima para ocultar bajo ella su negra y lacia cabellera, de suerte que sólo se le veía el extremo de la nariz, la barbilla y la boca, esta última tan apretada como siempre. Escalofríos, aún con media cabeza vendada, mientras la otra, que era casi tan blanca como la leche, contrastaba con la negra ojera circular que rodeaba el ojo que le quedaba. Vitari, que se sentaba en el parapeto con las piernas hacia fuera, apoyando los hombros en una columna rota, el pecoso rostro echado hacia atrás ante el brillante sol. Morveer. Su ayudante, que, inclinada hacia las bulliciosas aguas, miraba el río con cara de pocos amigos. Y Amistoso, cómo no. Seis. Cosca había muerto. A pesar de su nombre, a Amistoso no solían durarle mucho los amigos.

—Hablando de remuneraciones —Morveer seguía rezongando—, creo que deberíamos hacer una visita al banco más cercano para sacar algo de dinero. Me desagrada que a la persona que me contrató aún le quede una deuda por pagarme. Añade cierto sabor amargo a nuestra relación, por otra parte, tan dulce como la miel.

—Dulce —dijo Day con la boca llena, y nadie supo si se refería al pastel que se estaba comiendo o a la relación.

—Me debe mi parte en el fallecimiento del general Ganmark, colateral, aunque vital, puesto que evitó otro fallecimiento, el de usted. También tengo que reemplazar el equipo que perdimos en Visserine de una manera tan descuidada. Debo poner de manifiesto una vez más que, si me hubiera permitido eliminar a nuestros problemáticos granjeros de la manera que yo quería, no hubiese…

—Ya basta —dijo Murcatto entre dientes—, no le pago para que me recuerde mis errores.

—Supongo que ese servicio también es gratis.

Vitari se bajó del parapeto. Day deglutió lo que le quedaba del pastel y se chupó los dedos. Todos se dispusieron a irse, excepto Amistoso. Seguía quieto, mirando el río.

—Hay que irse —dijo Murcatto.

—Sí. Yo me vuelvo a Talins.

—¿Que te vuelves adónde?

—Sajaam tenía que haberme mandado una carta a este sitio, pero no ha llegado.

—Hay un largo camino hasta Talins. Estamos en guerra…

—Estamos en Styria. Aquí siempre hay guerra.

Quedaron en silencio mientras ella le miraba con los ojos prácticamente ocultos por la capucha. Los demás aguardaban, aunque a ninguno le importase gran cosa que se fuera. A la gente no solía importarle, y a él mucho menos.

—¿Estás seguro? —preguntó ella.

—Sí. —Había visto media Styria… Westport, Sipani, Visserine, y muchas de las regiones que se encontraban entre ellas, y las odiaba a todas. Aunque al lado de Sajaam se hubiese sentido inútil y asustado, porque no dejaba de pensar en Seguridad, todos los días pasados en su fumadero, el olor del humo, las interminables apuestas a las cartas, las rutinarias rondas para recaudar el dinero de los tugurios, los escasos momentos de violencia predecible y bien estructurada, le parecían para entonces un sueño agradable. Fuera de allí, donde cada día aparecía cubierto por un cielo diferente, no había nada para él. Murcatto era el caos, y ya no quería tener que ver nada con ella.

—Pues llévate esto —y le ofreció la bolsa que sacó de su casaca.

—No estoy aquí por tu dinero.

—Llévatelo de todas formas. Es mucho menos de lo que te mereces. Quizá pueda hacer que el viaje te resulte más placentero —y se la puso en la mano, apretándola con fuerza.

—Suerte durante el regreso —dijo Escalofríos.

Amistoso asintió y dijo:

—Hoy el mundo está hecho de seises.

—Pues dejas a seis a tu espalda.

—Así debe ser, lo quiera o no —Amistoso recogió los dados con la mano, los envolvió cuidadosamente con la gamuza y se los guardó en la casaca. Y, sin mirar hacia atrás, se metió entre la muchedumbre que se alineaba al lado del puente, en sentido contrario a la interminable corriente que formaban los soldados, por encima de la interminable corriente de las aguas. Dejó ambas atrás y se dirigió hacia la parte más pequeña de la ciudad, situada en la ribera occidental del río. Se entretendría contando los pasos que faltaban para llegar a Talins. Desde que se había despedido de ellos ya eran trescientos sesenta y seis…

—¡Maese Amistoso!

Frunció el ceño y giró en redondo, con las manos preparadas para empuñar el puñal y la cuchilla. Una figura se apoyaba con indolencia en un portal situado al otro lado de la calle, con brazos y piernas cruzados, el rostro velado por las sombras.

—¿Qué probabilidad había de encontrarte en este sitio? —la voz le parecía terriblemente familiar—. Bueno, tú entiendes de probabilidades más que yo, ya lo sé. Pero, de cualquier modo, estarás de acuerdo conmigo en que es una afortunada coincidencia.

—Lo estoy —dijo Amistoso, que comenzaba a sonreír al darse cuenta de quién era.

—Diantre, me siento como si acabara se sacar una pareja de seises…