Con un tintineo metálico, las relucientes botas de caballería del general Ganmark avanzaban por el reluciente suelo. Los zapatos del chambelán las seguían con una especie de quejido. Los ecos de unas y de otros resonaban en las iluminadas paredes y en el enorme espacio vacío, desplazando, por la prisa con que se movían, las indolentes motas de polvo que giraban entre los rayos de luz que caían por las ventanas. Las botas de Shenkt, flexibles y desgastadas por el largo uso, no hacían ningún ruido.
—En cuanto se encuentre en presencia de Su Excelencia —al chambelán se le formaba salivilla en las comisuras de la boca—, se dirigirá hacia él a paso lento, sin mirar a derecha ni a izquierda, sólo al suelo, y menos aún directamente a Su Excelencia. Se detendrá en la línea blanca que hay encima de la alfombra. Ni más lejos ni, bajo ninguna circunstancia, más cerca, sino precisamente en ella. Y luego se arrodillará…
—Yo no me arrodillo —dijo Shenkt.
Cuando el chambelán replicó, su cabeza giró hacia él como la de un búho ultrajado:
—¡Sólo están exentos de la genuflexión los jefes de Estado de las potencias extranjeras! Todos deben…
—Yo no me arrodillo.
El chambelán tragó saliva por aquel ultraje, pero Ganmark no le dio tiempo a más:
—¡Por caridad! ¡El heredero del duque Orso ha sido asesinado! A Su Excelencia le importará un pito que el hombre que va a vengarle se arrodille o no delante de él. Y tampoco debería importarle a usted.
Dos guardias vestidos con una librea blanca levantaron las alabardas que mantenían cruzadas entre sí, para dejarles pasar. Acto seguido, Ganmark empujó las puertas dobles y las abrió.
La sala que se encontraba al otro lado era tan impresionante como una enorme caverna muy bien amueblada. Apropiada para albergar el trono del hombre más poderoso. Pero Shenkt había estado en salas mayores, ante hombres más grandes, y eso no le impresionaba. Una delgada alfombra roja se proyectaba a lo largo del suelo de mosaicos con una línea blanca en su extremo más alejado. Un alto estrado se elevaba a su lado, rodeado por una docena de hombres armados de punta en blanco que montaban guardia. Encima del estrado había una silla de oro. Y dentro de la silla una persona, el gran duque Orso de Talins. Vestido de negro, su ceño fruncido aún le hacía parecer más severo.
Un grupo selecto de individuos, por otra parte tan siniestro como extraño, en número de tres docenas o más, de todas las razas, formas y tamaños, se arrodillaba ante Orso y su séquito, formando un arco bastante amplio. Aunque no llevasen encima ninguna arma, Shenkt estaba seguro de que no estaban acostumbrados a ir sin ellas. Conocía de vista a algunos. Liquidadores. Asesinos. Cazadores de hombres. Gente de su profesión, siempre que aceptemos que la profesión del enjalbegador y del maestro pintor son la misma.
Avanzó hacia el estrado a paso lento, sin mirar a derecha ni a izquierda. Pasó por entre el semicírculo de tan selectos asesinos y se detuvo precisamente en la línea blanca. Vio que el general Ganmark dejaba atrás a los guardias, subía los peldaños del estrado y se inclinaba para susurrar algo a Orso, mientras el chambelán adoptaba una postura de reprobación con el codo que nadie podía ver.
El gran duque miró a Shenkt durante un instante y éste le devolvió la mirada, mientras la sala quedaba dominada por ese tipo de silencio tan opresivo que sólo se da en los grandes espacios.
—Así que es ése. ¿Por qué no se arrodilla?
—Porque, al parecer, no tiene esa costumbre —dijo Ganmark.
—Aquí se arrodilla todo el mundo. ¿Qué le hace a usted ser tan especial?
—Nada —dijo Shenkt.
—Pero no se arrodilla.
—Solía hacerlo. Hace mucho tiempo. Pero ya no lo hago.
—¿Y si alguien intentase hacer lo posible para que se pusiera de rodillas? —Orso entornó los ojos.
—Algunos lo intentaron.
—¿Y?
—Y yo no me puse de rodillas.
—Pues siga de pie. Mi hijo ha muerto.
—Le acompaño en el sentimiento.
—No parece que lo diga con mucho sentimiento.
—No era hijo mío.
Aunque el chambelán hiciera un chasquido con la lengua, los hundidos ojos de Orso no se apartaron de su objetivo.
—Ya veo que le gusta ser franco. Los consejos de la gente que habla con franqueza son de mucho valor para los poderosos. Le preceden las mejores recomendaciones.
Shenkt no dijo nada.
—Ese asunto de Keln, sé que fue obra suya. O, mejor, una obra exclusivamente suya. Se dice que apenas parecían cadáveres lo que dejó atrás.
Shenkt no dijo nada.
—No parece confirmarlo.
Shenkt le miró a la cara y no dijo nada.
—Entonces es que no lo niega.
Más de lo mismo.
—Me gusta la gente que mantiene la boca cerrada. El que poco dice a sus amigos, menos dirá a sus enemigos.
Silencio.
—Mi hijo ha sido asesinado. Arrojado por la ventana de un burdel como si fuese basura. Muchos de sus amigos y conocidos, todos ellos súbditos míos, también han sido asesinados. Mi yerno, precisamente Su Majestad el rey de la Unión, salvó la vida por muy poco al lograr salir del inmueble en llamas. Sotorius, el canciller casi cadáver de Sipani, que era uno de sus invitados, se retuerce las manos y me dice que no pudo impedirlo. Me han traicionado. Me han manipulado. Estoy en una situación… embarazosa. ¡Yo! —exclamó sin poder contenerse, mientras su grito reverberaba por toda la sala y todas las personas que estaban en ella se estremecían.
Todos menos Shenkt, que dijo:
—Entonces, venganza.
—¡Venganza! —Orso dio un puñetazo en uno de los brazos de su silla—. Tan rápida como terrible.
—Rápida no puedo prometéroslo, pero sí… terrible.
—Pues que sea lenta, agobiante e implacable.
—Quizá haya que causar algún daño a vuestros súbditos y a sus propiedades.
—Lo que sea necesario. Tráigame sus cabezas. Las de todo hombre, mujer o niño que haya estado comprometido en este asunto, aunque sea en grado mínimo. Lo que sea necesario. Tráigame sus cabezas.
—Pues entonces os traeré sus cabezas.
—¿Qué quiere de adelanto?
—Nada.
—¿Ni siquiera…?
—Si logro terminar el trabajo, me pagaréis cien mil escamas por la cabeza del jefe de la conspiración. Y veinte mil por cada uno de sus cómplices, hasta un máximo de un cuarto de millón. Ése es mi precio.
—¡Un precio muy alto! —dijo el chambelán con voz cascada—. ¿Qué hará con tanto dinero?
—Lo contaré y me reiré, siendo consciente de que un hombre rico no tiene por qué contestar las preguntas que le hacen los idiotas. De cualquier modo, no creo que encontréis a alguien que no haya quedado satisfecho con mi trabajo —Shenkt miró lentamente en derredor a la chusma que estaba a su espalda—. Os saldrá más barato pagar a gente de calidad inferior, si eso es lo que queréis.
—Así lo haré —dijo Orso—, si es que alguno encuentra antes a los asesinos.
—Pues, Excelencia, acepto con esa condición que proponéis.
—Bien —dijo Orso con un gruñido—. Pues adelante. ¡Pueden irse todos! Y tráiganme… ¡mi venganza!
—¡Pueden retirarse! —dijo el chambelán sin cambiar el tono de su voz. Y, con un ruido de ropas y de arneses, los asesinos se levantaron para salir de la sala. Shenkt se volvió y pisó nuevamente la alfombra en dirección a las grandes puertas, caminando de manera pausada y sin mirar a derecha ni izquierda.
Uno de los asesinos le bloqueó el paso, un individuo moreno de estatura mediana, pero tan ancho como una puerta, muy ufano de los músculos tan prietos como placas que asomaban por su camisa de color chillón. Sus labios se curvaron con sorna cuando dijo:
—¿Tú eres Shenkt? Pues me esperaba algo más.
—Rece a cualquier dios en el que crea para que sólo me vea como ahora.
—No rezaré.
Shenkt se acercó a él y le dijo al oído:
—Pues le aconsejo que comience a hacerlo.
Aunque fuera bastante más amplio de lo que suele ser un típico estudio, el del general Ganmark estaba atestado de objetos. Un busto de Juvens, a escala mayor que la natural, miraba con expresión siniestra desde lo alto de la chimenea, mientras su brillante calva se reflejaba en un magnífico espejo de cristal coloreado de Visserine. Dos vasos monumentales, que casi llegaban a la altura de los hombros, dominaban ambos lados del escritorio. Las paredes estaban llenas de marcos sobredorados, dos de ellos muy grandes, que albergaban sus respectivos lienzos. Excelentes pinturas. Demasiado buenas para estar tan juntas.
—Una colección impresionante —dijo Shenkt.
—Ésta es un Coliere. Estuve a punto de quemarla junto con la mansión donde se encontraba. Y éstas dos son Nasurins, y ésta un Orhus —Ganmark fue señalándolas con el índice—. De su primera época, pero dejémoslo. Estos vasos fueron hechos como tributo al primer emperador de Gurkhul, hace muchos siglos, y, de una u otra manera, acabaron en la casa que un rico tenía a las afueras de Caprile.
—Y luego vinieron a parar aquí.
—Intento rescatar lo que puedo —dijo Ganmark—. Quizá cuando terminen los Años de Sangre, Styria siga teniendo algunos tesoros que valgan la pena.
—O usted.
—Antes de que se quemen, creo que es mejor que los tenga alguien, yo en este caso. La campaña va a comenzar, y mañana tengo que dirigirme a Visserine para asediarla. Escaramuzas, saqueos e incendios. Marchas y contramarchas. Hambre y pestilencia, naturalmente. Mutilación y asesinato, desde luego. Todo con la espantosa distribución aleatoria de un castigo enviado por el cielo. Castigo colectivo. O para todos, o para nadie. Guerra, Shenkt, guerra. Y pensar que en cierta ocasión soñé con ser un hombre honorable, con hacer el bien…
—Todos hemos soñado lo mismo.
El general alzó una ceja antes de preguntar:
—¿Incluso usted?
—Incluso yo —Shenkt sacó su cuchillo. Una hoja gurka de carnicero, pequeña pero muy afilada.
—Entonces le deseo que disfrute. Lo mejor que puedo hacer es limitar la devastación a unos límites sencillamente… épicos.
—Son tiempos de devastación —Shenkt se sacó del bolsillo un pequeño trozo de madera en el que casi había terminado de tallar una cabeza de perro.
—¿Le apetece beber algo? ¿Vino? Es de las mismísimas bodegas de Cantain.
—No.
Shenkt comenzó a tallar despacio con su cuchillo, mientras el general se llenaba un vaso. Las virutas de madera caían al suelo, entre sus botas, a medida que los cuartos traseros del perro cobraban forma. Aunque no fuese ninguna obra de arte como las que le rodeaban, le entretenía. Había algo relajante en la regularidad del movimiento de la curva hoja, en la suave lluvia de virutas que creaba.
Ganmark fue hacia la repisa de la chimenea, sacó el atizador y, sin necesidad, porque los leños ardían muy bien, hurgó en el fuego.
—¿Ha oído hablar de Monzcarro Murcatto? —preguntó.
—La capitán general de las Mil Espadas. Una mujer soldado muy célebre. Dicen que murió.
—Shenkt, ¿puede guardar un secreto?
—Suelo guardarlos a cientos.
—Claro que sí. Por supuesto —inspiró profundamente—. El duque Orso ordenó su muerte. La suya y la de su hermano. Sus victorias la habían hecho popular en Talins. Demasiado popular. Su Excelencia tenía miedo de que quisiera usurpar su trono, como suelen hacer los mercenarios. ¿No le sorprende?
—He visto muchas maneras de morir, por motivos de todo tipo.
—Por supuesto que las ha visto —Ganmark miró ceñudo al fuego—. Pero ella no tuvo una buena muerte.
—Ninguna lo es.
—Claro, pero ésta fue peor. Hace dos meses, el guardaespaldas del duque Orso desapareció. A él no le sorprendió mucho, porque era un hombre alocado que apenas se preocupaba de su propia seguridad, aficionado al vicio y a las malas compañías y que, además, se había hecho muchos enemigos. Y no volvió a saberse de él.
—¿Y?
—Un mes más tarde, el banquero del duque fue envenenado en Westport junto con la mitad de su plantilla. Pero la situación era diferente, porque él sí que se preocupaba muchísimo por su seguridad. Envenenarlo supuso un trabajo muy difícil, que fue realizado con una profesionalidad formidable y una excepcional falta de piedad. Pero él mangoneaba mucho la política de Styria, y la política de Styria es un juego fatal en el que hay muy pocos jugadores piadosos.
—Muy cierto.
—La mismísima Banca de Valint y Balk sospechó que el motivo pudiera deberse a la larga enemistad con los rivales de Gurkhul.
—Valint y Balk.
—¿Está familiarizado con esa institución?
—Creo que contrató mis servicios en cierta ocasión —dijo, tras recapacitar unos instantes—. Pero, prosiga.
—Y ahora el príncipe Ario ha sido asesinado —el general colocó la yema de uno de sus dedos debajo de una de sus orejas—. Apuñalado en el mismo sitio en que él apuñaló a Benna Murcatto, y luego arrojado desde la ventana de la planta superior.
—¿Cree que Monzcarro aún sigue viva?
—Una semana después de la muerte de su hijo, el duque Orso recibió una carta. De una tal Carlot dan Eider, amante del príncipe Ario. Aunque llevásemos mucho tiempo sospechando que espiaba para la Unión, a Orso no parecía importarle.
—Sorprendente.
Ganmark se encogió de hombros y añadió:
—La Unión es nuestra fiel aliada. La ayudamos a ganar las últimas batallas de la interminable guerra que mantenía contra los gurkos. Tanto ella como nosotros disfrutamos de los servicios de la Banca de Valint y Balk. Por no mencionar el hecho de que el rey de la Unión es el yerno de Orso. Por supuesto que nos intercambiamos espías, pero sin olvidar los buenos modales propios de vecinos. Si es que hay que mantener a un espía, pues que sea encantador, como era más que evidente en el caso de Eider. Estaba en Sipani con el príncipe Ario. Después de su muerte desapareció. Y luego la carta.
—¿Y qué decía?
—Que a causa del veneno que le habían administrado, no había tenido más remedio que ayudar a los asesinos del príncipe Ario. Que entre éstos se encontraba un mercenario llamado Nicomo Cosca, así como una torturadora llamada Shylo Vitari, y que a todos los dirigía la mismísima Murcatto. Vivita y coleando.
—¿Y usted se lo cree?
—Eider no tenía ningún motivo para mentirnos. Si la encuentran, la carta no la salvará de la ira de Su Excelencia, y lo sabe. Murcatto aún estaba viva cuando la tiraron por el balcón, estoy seguro. Yo no la vi morir.
—Entonces es que busca venganza.
Ganmark cloqueó sin alegría y añadió:
—Estamos en la era de los Años de Sangre. Todos buscan venganza. ¿La Serpiente de Talins? ¿La Carnicera de Caprile? ¿Aquélla a la que sólo le importaba su hermano? Si vive, debe de estar muy enfadada. No creo que pueda haber un enemigo más resuelto que ella.
—Pues entonces busquemos a la mujer, Vitari, al hombre, Cosca, y a la serpiente, Murcatto.
—Nadie debe saber que aún sigue viva. Si en Talins se supiera que Orso planeó su muerte habría disturbios. Incluso una revuelta. Era muy querida por el pueblo. Un talismán. Una mascota. Una de los suyos, que había subido por méritos propios. A medida que las guerras prosiguen y los impuestos aumentan, Su Excelencia es… menos querido de lo que debería. ¿Puedo confiar en que guardará silencio?
Shenkt no dijo nada.
—Bien. Aún quedan en Talins algunos conocidos de Murcatto. Quizá alguno de ellos sepa dónde está —cuando el general alzó la mirada, el resplandor rojo del fuego iluminó una parte de su cara cansada—. Pero ¿qué estoy diciendo? Si usted es el que tiene que encontrarlos. Encontrarlos y… —atizó nuevamente las brasas resplandecientes, lanzando una lluvia de chispas saltarinas—. No necesito decirle cómo tiene que hacer las cosas, ¿verdad que no?
Shenkt se guardó el cuchillo y la talla a medio terminar y se volvió hacia la puerta.
—No.