Nieblas y susurros

Sipani olía a agua de mar salada y estancada, a humo de carbón, a excrementos y a orina, a vida agitada y a lenta decadencia, al punto de que a Escalofríos, a quien taparse la nariz le servía tanto como intentar ver la mano con la que lo hacía, le entraron ganas de vomitar. La noche era oscura, y la niebla tan densa que Monza, que caminaba tan cerca de él que casi le tocaba, era poco menos que una silueta fantasmal. Su farol apenas llegaba más allá de lo que diez piedras del pavimento, todas ellas relucientes por la humedad del rocío, distaban de sus botas. En más de una ocasión, Escalofríos había acabado dentro del agua. No era nada raro, porque en Sipani el agua siempre puede aparecer en cada esquina.

Los gigantes airados y retorcidos que los dominaban desde lo alto se convirtieron en edificios pringosos que no tardaron en quedar atrás. Unas figuras surgieron de la niebla como los shanka en la batalla de Dunbrec, para mudarse acto seguido en puentes, barandillas, estatuas y carretas. Los faroles bailoteaban en lo alto de las pértigas dispuestas en las esquinas, las antorchas ardían en los portales, las iluminadas ventanas relucían como si estuviesen colgadas en la penumbra, tan traicioneras como los fuegos fatuos que arden en los pantanos. Escalofríos forzó la vista en medio de la niebla y decidió tirar hacia un lado, pero sólo para encontrarse con que una casa avanzaba hacia él. Parpadeó y agitó la cabeza cuando el terreno pareció deslizarse bajo sus pies. Luego comprendió que era una barcaza que se movía por el agua siguiendo la dirección del sendero empedrado, la cual tenía las luces apagadas aún siendo de noche. Jamás le habían gustado las ciudades, la niebla y el agua salada. Encontrarse de golpe con las tres cosas juntas era como una pesadilla.

—Maldita niebla —musitó, mientras levantaba en alto el farol como si fuera a servirle de alguna ayuda—. No veo nada.

—Estamos en Sipani —dijo Monza, hablando por encima de un hombro—. La Ciudad de las Nieblas. La Ciudad de los Susurros.

El aire helado comenzaba a llenarse de extraños susurros. El omnipresente sonido de los lametazos del agua, el chasquido de las cuerdas de los botes de remos que se desplazaban por los ondeantes canales, las campanas que sonaban en la oscuridad, la gente que llamaba, las voces de todo tipo. Precios. Ofertas. Advertencias. Bromas y amenazas entremezcladas. Los ladridos de los perros, los maullidos de los gatos, los chillidos de las ratas. Retazos de música perdidos entre la bruma. Risas fantasmales que procedían del otro lado de las agitadas aguas, faroles que se mecían entre la oscuridad como si quienes los llevaban fuesen unos juerguistas que salieran en mitad de la noche para irse a la taberna, al burdel, al fumadero o a jugar a los dados. Todo aquello mareaba a Escalofríos, haciéndole sentir más enfermo que nunca. Era como si llevase enfermo varias semanas. Incluso desde que llegó a Westport.

Cuando unos pasos resonaron en la oscuridad, Escalofríos se aplastó contra la pared, y su mano derecha fue hacia el mango de la pequeña hacha que ocultaba bajo el abrigo. Los hombres aparecían por todas partes, cruzándose con él. También las mujeres, como la que corría con la mano agarrada al sombrero que remataba su altísimo peinado. Rostros diabólicos con sonrisas de borracho, que pasaban rápidamente para perderse en la noche mientras los jirones de bruma daban vueltas alrededor de sus capas al viento.

—Bastardos —dijo Escalofríos, hablando entre dientes mientras apartaba la mano del hacha y se despegaba de la pared pringosa—. No saben la suerte que han tenido de que no partiera en dos a ninguno.

—Deberías acostumbrarte. Estamos en Sipani. La Ciudad de los Juerguistas. La Ciudad de los Canallas.

Era evidente que había un buen suministro de canallas. Tipos que se paseaban alrededor de las esquinas, junto a los puentes, con muy feas cataduras. Mujeres también, siluetas negras delante de los portales, con faroles a la espalda, algunas muy poco vestidas a pesar del frío.

—¡Una escama! —le dijo a gritos la que, asomada a una ventana, acababa se sacar una pierna por ella—. ¡Por una escama tendrás la noche de tu vida! ¡Pues por diez partes! ¡Que sean ocho!

—Se están vendiendo —dijo Escalofríos con un gruñido.

—Aquí todo el mundo se vende —la voz de Monza le llegaba atenuada—. Estamos en…

—Sí, que sí. Estamos en la maldita Sipani.

Monza se detuvo y él se acercó a ella, que, tras echarse la capucha hacia atrás, miró fijamente el estrecho portal situado en la pared de un edificio de ladrillos medio derruido.

—Aquí es.

—Veo que te gusta llevar a los hombres a los mejores sitios, ¿eh?

—Quizá más tarde te lleve a dar una vuelta. Pero ahora tenemos trabajo. Un tanto peligroso.

—Tienes razón, jefa —Escalofríos se irguió en toda su estatura y frunció el ceño—. Mucha razón.

Monza llamó a la puerta, que sólo se abrió bastante rato después. Una mujer les miraba desde un pasillo casi a oscuras, tan alta y delgada como una araña. Tenía una apariencia de lo más extraña, con las caderas caídas y echada hacia un lado, un brazo apoyado en lo alto del marco, tamborileando en la madera con un dedo huesudo. Como si la niebla y la noche fueran de su propiedad. Escalofríos acercó un poco más su farol a ella. Un rostro duro y muy marcado, surcado de pecas, en el que había una sonrisa inteligente y unos cabellos rojos muy cortos que salían por todos los lados de su cabeza.

—¿Shylo Vitari? —preguntó Monza.

—Usted debe de ser Murcatto.

—Así es.

—La muerte le sienta bien —entornó los ojos para mirar a Escalofríos. Ojos crueles que escondían una burla cruel—. ¿Quién es su hombre?

Él se sintió en la obligación de decir:

—Me llamo Caul Escalofríos, y no soy suyo.

—¿No? —la mujer miró a Monza con una mueca—. Entonces, ¿de quién es?

—Sólo de mí mismo.

Lanzó una risotada al escuchar aquellas palabras. Era como si todo en ella fuese hiriente y afilado.

—Estamos en Sipani, amigo. Aquí todo el mundo es de alguien. Norteño, ¿verdad?

—¿Algún problema?

—Veo que se ha acostumbrado a bajar por las escaleras a las bravas, no un escalón tras otro. Y que desde entonces no se siente muy a gusto. ¿Por qué lo de Escalofríos?

Aquella pregunta le había pillado por sorpresa.

—¿Por qué lo quiere saber?

—Por lo que he oído, la gente del Norte suele ganarse el sobrenombre por hacer grandes hazañas y todo eso. ¿Por qué lo de Escalofríos?

—Er… —lo último que quería era parecer idiota delante de Monza. Aún seguía queriendo llevársela otra vez al catre—. Porque a mis enemigos les entran escalofríos al enfrentarse conmigo —era mentira.

—¿Por eso? —Vitari se apartó de la puerta y le obsequió con una mueca burlona al agacharse debajo del dintel—. Sus enemigos deben de ser todos unos completos cobardes.

—Sajaam nos dijo que usted conoce a bastante gente en este sitio —dijo Monza, mientras la mujer les conducía a un cuarto de estar bastante estrecho, apenas iluminado por los escasos carbones que ardían en el hogar.

—Conozco a todo el mundo —dijo, mientras apartaba del fuego una cazuela humeante—. ¿Sopa?

—No para mí —dijo Escalofríos, apoyándose contra la pared y cruzando los brazos sobre el pecho. Después de conocer a Morveer se había hecho mucho más cuidadoso en lo concerniente a las cuestiones de la hospitalidad.

—Yo tampoco quiero —dijo Monza.

—Como gusten —Vitari se sirvió un cacillo y se sentó, doblando una de sus largas piernas encima de la otra y moviendo el largo extremo de su bota de atrás adelante.

Monza se sentó en la única silla que quedaba libre, haciendo un asomo de mueca mientras se agachaba.

—Sajaam nos ha dicho que usted puede hacer ciertas cosas.

—Y, ¿qué es precisamente lo que ustedes dos quieren que haga?

Monza miró de soslayo a Escalofríos, que le respondió encogiéndose de hombros.

—He oído que el rey de la Unión está a punto de llegar a Sipani.

—Así es. Da la impresión de que se cree el mayor hombre de Estado de esta era —Vitari sonrió sin tapujos, mostrando dos filas de dientes muy blancos y afilados—. Viene para traer la paz a Styria.

—¿Ya ha llegado?

—Eso se rumorea. Estará en la conferencia que negocie el acuerdo entre el gran duque Orso y la Liga de los Ocho. Ha llamado a todos los líderes…, al menos a los que aún siguen con vida, con Rogont y Salier al frente. Y le ha dicho al viejo Sotorius que haga de anfitrión porque Sipani es terreno neutral. Y ha convocado a sus cuñados para que hablen por su padre.

Monza se inclinó hacia delante, tan ansiosa como un moscardón metido dentro de un animal muerto.

—¿Los dos, Ario y Foscar?

—¿Van a hacer las paces? —preguntó Escalofríos, que no tardó en arrepentirse al ver que aquellas mujeres le miraban con la sorna que acostumbraba emplear cada una de ellas.

—Estamos en Sipani —dijo Vitari—. Aquí sólo hacemos niebla.

—Eso es lo que haremos en la conferencia, puede estar segura —Monza se acomodó en la silla, echándose hacia atrás, y añadió con cara de pocos amigos—: Nieblas y susurros.

»La Liga de los Ocho está a punto de romperse por sus costuras. Borletta ha caído. Cantain ha muerto. Visserine estará bajo asedio cuando comience la próxima estación. Ninguna conferencia cambiará todo eso.

—Ario se sentará, sonreirá con afectación, escuchará y asentirá. Suscitará la esperanza de que su padre va a firmar la paz. La suficiente para que a Orso le dé tiempo para acercar sus tropas a las murallas de Visserine.

Vitari volvió a alzar su taza mientras miraba a Monza con ojos entornados.

—Junto con las Mil Espadas.

—Salier, Rogont y todos los demás se enterarán. No son tontos. Quizá míseros y cobardes, pero no tontos. Sólo están jugando para tener tiempo de maniobrar.

—¿Maniobrar? —preguntó Escalofríos, que rumiaba aquel término que desconocía.

—Zafarse —explicó Vitari, que volvía a enseñarle los dientes—. Orso no quiere hacer la paz, y la Liga de los Ocho no la desea. El único hombre que ha llegado a este lugar para encontrar algo que no sea niebla es Su Majestad Augusta, aunque dicen de él que es muy dado a engañarse a sí mismo.

—Eso va aparejado con la corona —dijo Monza—, pero él no me importa. Mi negocio tiene que ver con Ario y Foscar. ¿Qué piensan hacer, además de alimentar con mentiras a su cuñado?

—Participar en el baile de máscaras que, en honor del rey y de la reina, se celebrará en el palacio de Sotorius durante la primera noche de la conferencia. Ario y Foscar estarán presentes.

—Estará muy bien protegido —comentó Escalofríos, mientras intentaba seguir la conversación lo mejor que podía, porque los lloriqueos de un niño que no veía le estaban distrayendo.

—¿Doce de las personas más importantes del mundo compartiendo habitación con sus peores enemigos? —Vitari lanzó un resoplido—. Habrá más soldados que en la batalla de Adua. Puedo asegurarlo. No resulta fácil pensar en otro sitio en que los hermanos fuesen menos invulnerables.

—¿Y entonces? —intervino Monza.

—Ya veremos. Yo no soy amiga de Ario, pero conozco a alguien que sí lo es. Un amigo muy, muy cercano.

Monza enarcó sus negras cejas y dijo:

—Entonces, deberíamos hablar con…

De repente, la puerta crujió y Escalofríos se volvió en redondo con el hacha medio fuera.

En el umbral había una niña. Una niña de unos ocho años vestida con una camisola muy larga, con unos tobillos huesudos y unos pies descalzos que sobresalían del suelo, y una cabellera roja que le caía de la cabeza en una maraña confusa. Con unos enormes ojos azules, se quedó mirando a Escalofríos, luego a Monza y luego a Vitari.

—Mamá. Cas está llorando.

Vitari se arrodilló y arregló los cabellos de la niña.

—No te preocupes, pequeña, ya lo había oído. Intenta que se calme. Estaré con vosotras en cuanto pueda, para cantaros.

—Está bien —la niña miró nuevamente a Escalofríos, que con la vergüenza pintada en el rostro puso el hacha detrás de su espalda e intentó sonreír. Ella salió, cerrando la puerta.

—Mi hijo ha cogido un resfriado —explicó Vitari con una voz que volvía a ser tan incisiva como antes—. En cuanto uno enferma, se ponen enfermos los demás, y luego me toca a mí. ¿Alguien quiere ser madre?

—No puedo decir que posea el equipamiento apropiado —dijo Escalofríos, enarcando las cejas.

—Nunca tuve mucha suerte con la familia —dijo Monza—. ¿Podrá ayudarnos?

Los ojos de Vitari fueron hacia Escalofríos y luego volvieron a Monza.

—¿A quién más han traído con ustedes?

—A un hombre llamado Amistoso, que es todo músculos.

—¿De verdad?

—Sí —respondió Escalofríos, pensando en los dos hombres cubiertos de sangre que habían quedado tirados en las calles de Talins—. Aunque creo que es un poco raro.

—Debería ver lo que sucede a este lado del trabajo. ¿A quién más?

—A un envenenador y a su ayudante.

—¿Uno bueno?

—Sí, al menos según él. Se llama Morveer.

—¡Aggh! —Vitari daba la impresión de tener algo en la boca que le supiese a orina—. ¿Castor Morveer? Ese bastardo es tan poco de fiar como un escorpión.

—Los escorpiones tienen algunas aplicaciones. Se lo preguntaré una vez más: ¿Podrá ayudarnos? —Monza no había perdido su aire de calma y de dureza.

Los ojos de Vitari eran dos rendijas que relucían bajo la luz de las brasas cuando respondió:

—La ayudaré, pero tendrá un precio. Si terminamos el asunto, algo me dice que en Sipani no seré bien recibida nunca más.

—El dinero no es ningún problema, siempre que siga con nosotros. ¿Conoce a alguien que pueda sernos de ayuda en este asunto?

Vitari se terminó la taza y tiró los posos a las brasas, que sisearon.

—¡Oh, conozco a gente de todo tipo!