Mientras el barco se dirigía hacia el embarcadero, Escalofríos vio que no hacía nada del calor que había estado esperando. Le habían dicho que siempre hacía sol en Styria. No hay nada como un buen baño todos los días del año. Si a Escalofríos le hubieran ofrecido un baño como el que se estaba dando, habría seguido cubierto de mugre y, posiblemente, se habría visto obligado a añadir unas cuantas palabras hirientes. Talins se amontonaba bajo unos cielos grises mientras las nubes se arracimaban, una brisa cortante salía del mar y una fría lluvia le golpeteaba en las mejillas de vez en cuando, haciéndole recordar su hogar. Y no de buena manera. A pesar de todo, seguía intentando ver el lado bueno de las cosas. Quizá sólo fuese un mal día. De vez en cuando nos toca alguno.
Mientras los marineros se apresuraban a amarrar el barco, le pareció que aquel sitio no ofrecía una vista muy agradable. Varios edificios cubiertos de tejas se alineaban a lo largo de la bahía, llenos de ventanucos, unos arracimados a otros, con los tejados medio caídos, la pintura pelada, las grietas manchadas por la sal, verdes por el musgo, negros por el moho. Cerca del fangoso empedrado, las paredes estaban atestadas de grandes hojas de papel, sujetas en todos los rincones, arrugadas y pegadas unas encima de otras, con los bordes rotos y ondeando al viento. Podía ver en ellas caras y palabras impresas. Quizá fueran avisos, pero Escalofríos no era un gran lector, y menos en el idioma de Styria. Hablar en aquel idioma era casi un desafío.
El terreno próximo a los muelles estaba lleno de gente que no parecía precisamente muy contenta. Ni con buena salud, ni rica. Y además estaba el olor. O, para ser más precisos, un auténtico hedor. Los olores a salazones podridas, a cadáveres de varios días, a humo de carbón y a letrina (éste predominaba sobre los demás) se entremezclaban. Escalofríos tuvo que admitir que, si aquella era la patria del gran hombre que estaba a punto de darle la bienvenida, la circunstancia era bastante más que desagradable. Durante un brevísimo instante tuvo la ocurrencia de invertir lo poco que le quedaba en un pasaje que, aprovechando la marea, le devolviera a su casa en el Norte. Pero la desechó. Él había vivido para la guerra, para guiar a los hombres hacia su muerte, para la matanza y todo lo que llega con ella. Quería ser mejor persona. Quería hacer las cosas bien y estaba dispuesto a intentar lo que fuera para conseguirlo.
—De acuerdo —dijo, mientras asentía cordialmente al marinero que estaba más cerca—. Me voy.
Aunque sólo obtuviera un gruñido por respuesta, recordó las palabras que su hermano solía decirle: lo que a uno le convierte en hombre es lo que da, no lo que recibe. Así que enseñó los dientes como si hubiese recibido una alegre despedida, pisó la estremecida pasarela y se dirigió hacia la magnífica vida nueva que le aguardaba en Styria.
Cuando apenas había dado una docena de pasos y se paraba para mirar los abultados edificios de un lado de la calle y los ondeantes mástiles del otro, alguien chocó con él y por poco no le tiró fuera de la acera.
—Mis excusas —dijo Escalofríos en styrio, intentando comportarse civilizadamente—. No le había visto, amigo —el hombre siguió andando y ni siquiera se volvió.
Aquello le escoció a Escalofríos, pero en su orgullo. Aún le quedaba mucho, porque era lo único que le había dejado su padre. No había vivido siete años de batallas, de escaramuzas, de despertarse con nieve encima de la manta, de ingerir alimentos asquerosos, de escuchar canciones aún peores, para quitarse en un instante todo eso de encima de los hombros.
Pero su desgraciada condición no sólo le confería el pecado, sino también la penitencia. Olvídalo, habría dicho su hermano. Escalofríos seguía intentando ver el lado bueno de las cosas. Por eso dobló una esquina para alejarse de los muelles, bajó por un camino ancho y entró en la ciudad. Dejó atrás un grupo de mendigos cubiertos con mantas que enseñaban sus muñones ondeantes y sus miembros marchitos. Vio en una plaza una estatua bastante grande de un hombre adusto que señalaba con la mano hacia algún sitio. Aunque Escalofríos no tuviera ninguna pista acerca de su identidad, le gustó mucho. El olor a comida que acababa de llegar hasta él, hizo que le gruñeran las tripas y que se dirigiera hacia una especie de caseta donde unos espetones de carne se hacían al fuego encima de una plancha.
—Uno de ésos —dijo Escalofríos, señalando con el dedo. Como no parecía necesario añadir más, sólo habló lo imprescindible. Cuando el cocinero le dijo el importe, por poco no se traga la lengua. Por aquel dinero, en el Norte podía comprar una oveja entera, incluso un par de corderitos. La carne era entre grasienta y cartilaginosa. Y aunque no supiese tan bien como olía, no le sorprendió, porque ya comenzaba a descubrir que en Styria las cosas no eran lo que parecían.
La lluvia arreció, cayendo apresurada por delante de los ojos de Escalofríos mientras éste comía. Aunque no fuera ni parecida a las tormentas que él había tomado a broma en el Norte, consiguió aguarle un poco el carácter, haciendo que se preguntara dónde podría reposar la cabeza por la noche. La lluvia se escapaba de los aleros enmohecidos y de las cañerías rotas, oscurecía el empedrado y hacía que la gente se encogiera y maldijese. Bajaba desde los edificios cercanos y llegaba hasta una de las riberas del río que estaba encajonada con piedras, como una valla. Se detuvo durante un momento sin saber qué camino tomar.
La ciudad se extendía a lo lejos, con puentes por arriba y por abajo, con edificios que eran aún más grandes que los que había a aquel lado del río… torres, cúpulas, tejados que iban y venían, medio ocultos y grises por la lluvia. Más papeles destrozados que ondeaban bajo la brisa, más letras pintarrajeadas en ellos con colores chillones, como tiras de color que recorrieran la calle empedrada.
Letras que, en algunos sitios, eran tan altas como un hombre. Escalofríos echó un vistazo a algunas de ellas, intentando descubrir algún significado.
Otro hombro chocó contra él justo en las costillas, haciéndole gruñir. En aquella ocasión se volvió en redondo, agitando el pequeño espetón en su mano como si fuese una espada. Luego respiró hondo. No había pasado mucho tiempo desde que Escalofríos dejara libre al Sanguinario. Recordaba aquella mañana como si fuera la víspera, la nieve al otro lado de las ventanas, el cuchillo en su mano, el ruido que había hecho al caer al suelo. Había dejado vivir al hombre que había matado a su hermano, sin vengarse de él para poder ser mejor persona. Aléjate de la sangre. Alejarse de un hombro despistado en medio de la muchedumbre no tiene mérito alguno.
Se obligó a esbozar una sonrisa y siguió el otro camino, el que le conducía hacia el puente. Era una tontería que un golpe con un hombro le hiciera maldecir durante varios días y envenenara la vida que le aguardaba antes de que ésta hubiese comenzado. Había estatuas a ambos lados que miraban por encima del agua, monstruos de piedra blanca, manchados con deyecciones de aves. La gente corría deprisa, una especie de río que fluía por encima del otro. Gente de todo tipo y color. Tanta que no la sintió hasta que estuvo en medio de ella. Disponte para recibir muchos golpes de hombros y codos en un sitio como éste.
Algo le golpeó en el brazo. Antes de darse cuenta, agarraba a alguien por el cuello y lo subía sobre el parapeto, a veinte pasos por encima de las revueltas aguas, sujetando su garganta como si estrangulase a un pollo.
—¿Has tropezado conmigo, bastardo? —exclamó en norteño—. ¡Te voy a sacar los malditos ojos!
Era un hombrecillo que estaba tremendamente asustado. Casi era una cabeza más bajo que Escalofríos, y ni siquiera pesaba la mitad que él. Sobreponiéndose a la primera oleada de roja rabia, Escalofríos fue consciente de que aquel pobre desgraciado apenas le había tocado. Había sido sin mala intención. ¿Cómo podría evitar hacer malas acciones si perdía el control por nada? Él mismo había sido siempre su peor enemigo.
—Lo siento, amigo —dijo en styrio, sintiéndolo de veras. Soltó despacio al hombre y pasó una mano desmañada por la parte delantera de su casaca—. Lo siento de veras. Ha sido… lo que usted llamaría… una pequeña confusión. Lo siento. ¿Quiere…? —Escalofríos se dio cuenta de que le estaba ofreciendo el espetón, en el que aún quedaba un pequeño trozo de carne. El hombre le miró fijamente. Era evidente que no lo quería. Apenas lo quería el propio Escalofríos—. Lo siento —el hombre se volvió y echó a correr, metiéndose entre la gente y mirando sólo una vez por encima del hombro, asustado, como si acabase de sobrevivir al ataque de un loco. Y quizá tuviera razón. Escalofríos se quedó en el puente, mirando ceñudo el agua parda que corría tumultuosa. Por cierto, el mismo tipo de agua que tenían en el Norte.
Le dio la impresión de que querer ser mejor persona iba a ser una labor más ardua de lo que había pensado.