Le parecía que un poco de oro podría evitar un montón de sangre.

Musselia no podría ser conquistada sin un larguísimo asedio, de eso estaban todos seguros. Antaño, por los tiempos del Nuevo Imperio, había sido una imponente fortaleza, y sus habitantes se sentían muy orgullosos de sus antiguas murallas. Pero aquel orgullo tan grande contrastaba con el poco oro que sus defensores guardaban en sus bolsillos. Quizá por eso, Benna apenas necesitó una suma irrisoriamente pequeña para que a una de sus puertas, también muy pequeña, no le echasen el cerrojo.

Antes de que Fiel y sus hombres se apoderasen de las murallas, y mucho antes de que el resto de las fuerzas que componían las Mil Espadas entrasen como un torrente en la ciudad para comenzar el saqueo, Benna llevó a Monza por las calles llenas de sombras. Que fuese él quien la guiaba era toda una novedad.

—¿Por qué quieres entrar el primero?

—Ya lo verás.

—¿Adónde vamos?

—A recuperar tu dinero. Con intereses.

Monza frunció el ceño mientras apretaba el paso para seguirle. Las sorpresas de su hermano siempre resultaban un poco amargas. Pasaron por la estrecha arquivolta de una calle muy angosta. Luego llegaron a un patio cubierto de losetas que estaba iluminado por la parpadeante luz de dos antorchas. Un hombre de Kanta, vestido con ropa de viaje, se encontraba al lado de una carreta cubierta con una lona. El caballo uncido a ella sugería que estaba lista para partir. Aunque Monza no conociera a aquel hombre, él sí que conocía a Benna, por lo que fue a su encuentro con los brazos abiertos y una sonrisa que, debido a los brillantes dientes que exhibía, resplandeció en medio de la oscuridad.

—¡Benna, Benna! ¡Qué alegría me da verte! —y se abrazaron como viejos camaradas.

—Y a mí. Te presento a mi hermana, Monzcarro.

—La famosa y muy temida. Es un honor —e hizo una reverencia.

—Es Somenu Hermon —dijo Benna con una gran sonrisa—. El comerciante más importante de Musselia.

—Sólo un humilde negociante, como cualquier otro. Ya sólo quedan algunas cosas… muy pocas… por llevar. Mi esposa y los niños ya se han marchado.

—Bien. Eso simplifica las cosas.

Monza miró preocupada a su hermano y dijo:

—¿Qué vas a…?

Benna sacó rápidamente la daga que llevaba al cinto y se la clavó a Hermon en el rostro. Sucedió tan deprisa que el comerciante aún tenía la sonrisa en los labios cuando cayó muerto. Monza desenvainó instintivamente la espada, mirando las sombras que rodeaban el patio y luego la calle, pero todo seguía tranquilo.

—¿Qué diablos has hecho? —preguntó, muy enfadada. Él se había subido a la carreta y corrido la lona un poco hacia atrás, con una mirada de ansia y de locura en el rostro. Abrió torpemente la tapa del cofre que estaba debajo del todo, rebuscó en él y lo inclinó para que las monedas que contenía cayesen al suelo con su característico tintineo.

Oro.

Monza subió de un salto a su lado. Más oro del que nunca había visto junto. Con los ojos tan abiertos que casi le hacían daño, descubrió que había más cofres. Con manos temblorosas, corrió completamente la lona. Había muchos más.

—¡Somos ricos! —decía Benna, chillando—. ¡Somos ricos!

—Ya casi lo éramos —bajó la mirada hasta el puñal que sobresalía del ojo de Hermon, viendo que la sangre parecía negra bajo la luz de las antorchas—. ¿Por qué le has matado?

—¿Robarle y dejarle con vida? —la miraba fijamente, como si se hubiese vuelto loca—. Habría dicho a todo el mundo que nosotros teníamos el dinero. Así estamos a salvo.

—¿A salvo? ¡Benna, todo ese dinero es lo contrario de lo que a uno le hace sentirse a salvo!

Él pareció enfadarse, como si se sintiese dolido por aquellas palabras, y comentó:

—Pensé que te gustaría. Sobre todo a ti, que estuviste destripando terrones para nada —lo decía por el disgusto que le había dado—. Es para nosotros. Para nosotros, ¿lo comprendes? —lo decía como si, en aquel momento, el disgusto se lo estuviese dando ella—. ¡Monza, piedad y cobardía son lo mismo! Pensaba que lo sabías.

¿Qué hubiera podido hacer? ¿Impedir que Hermon recibiese la puñalada en la cara?

Entonces le pareció que un poco de oro podía costar un montón de sangre.