Durante dos años, la mitad de las tropas de las Mil Espadas hizo como si luchara contra la otra mitad. Cuando estaba lo suficientemente sobrio para hablar, Cosca se jactaba de que nunca antes en la Historia tan pocos hombres hubieran conseguido tanto por tan poco. Dejaban completamente vacías las arcas de Nicante y de Affoia y luego, cuando sus esperanzas se frustraban por la súbita llegada de la paz, se volvían al norte, buscando nuevas guerras de las que aprovecharse o patrones ambiciosos que pudiesen contratarlos.
Ningún patrón era más ambicioso que Orso, el flamante gran duque de Talins, lanzado al poder después de que el caballo favorito de su hermano mayor lanzase a éste al suelo de una coz. Así que firmó a toda prisa un contrato con la archiconocida mercenaria Monzcarro Murcatto. Sobre todo, después de que sus enemigos de Etrea contratasen al infame Nicomo Cosca para mandar sus tropas.
Aún así, no fue nada fácil que los dos se comprometieran en batalla. Como dos cobardes que se moviesen en círculo antes de una pendencia, malgastaron toda una campaña en maniobras tan caras que le arruinaban a uno, haciendo mucho daño a los granjeros de la región, pero apenas muy poco el uno al otro. Finalmente, ambos se apresuraron para encontrarse en los campos de trigo, por entonces listos para la cosecha, próximos a la villa de Afieri, lo que a todos les hizo pensar que la batalla estaba próxima. O algo muy parecido.
Pero aquella tarde, Monza recibió en su tienda una visita inesperada. Ni más ni menos que el duque Orso en persona.
—Excelencia, no esperaba…
—Déjese de formalidades. Sé lo que Nicomo Cosca ha planeado para mañana.
—Supongo que habrá planeado combatir, lo mismo que yo —dijo Monza, frunciendo el ceño.
—No planea hacer nada de eso, y usted tampoco. Los dos han puesto en ridículo a quienes los contrataron durante estos dos últimos años. Pero a mino me gusta que me pongan en ridículo. Para ver batallas de mentirijillas, me voy al teatro, que me sale más barato. Por eso voy a pagarle el doble para que combata en serio…
—Yo. —Monza no se lo esperaba.
—Usted le es leal. Lo sé. Y lo respeto. Todos debemos agarrarnos a algo en esta vida. Pero Cosca es el pasado, y yo he decidido que usted sea el futuro. Su hermano está de acuerdo conmigo.
Era evidente que Monza se esperaba aún menos todo aquello. Miró a Benna y éste le devolvió una mueca.
—Es mejor así. Tú tienes que mandar.
—Pero no puedo… los demás capitanes nunca…
—Ya he hablado con ellos —dijo Benna—. Con todos, excepto Fiel, y ese perro viejo nos seguirá cuando vea por dónde sopla el viento. Están cansados de Cosca, de sus borracheras y de sus disparates. Quieren un contrato largo y un jefe del que puedan sentirse orgullosos. Te quieren a ti.
El duque de Talins la vigilaba. No podía permitirse dar la impresión de que le obedeciese a regañadientes.
—Si así están las cosas, acepto, cómo no. Eso de la paga doble me ha convencido —pero mentía.
—Ya me parecía —Orso sonrió— que usted y yo estábamos hechos el uno para el otro, general Murcatto. Mañana estaré pendiente de su victoria —y entonces se fue.
Cuando el faldón de la tienda dejó de moverse, Monza le dio una bofetada a su hermano que le tiró al suelo.
—Benna, ¿qué has hecho? ¿Qué has hecho?
Él la miró con hosquedad y, llevándose una mano a la boca que le sangraba, dijo:
—Pensé que te gustaría.
—¡No tenías por qué hacerlo, so cabrón! Te gustaba a ti. Espero que estés contento.
Pero no había nada que ella no pudiese perdonarle mediante el expediente de quitarle importancia. Era su hermano. La única persona que realmente la conocía. Y Sesaria, Victus, Andiche y la mayoría de los demás capitanes estaban de acuerdo. Estaban cansados de Nicomo Costa. Por eso no había vuelta atrás. Al día siguiente, cuando la aurora se descolgara por el este y ellos se preparasen para la batalla inminente, Monza ordenaría a sus hombres que cargasen en serio. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Por la tarde se sentaba en la silla de Cosca junto a Benna, que sonreía tan burlón como siempre, y sus recientemente enriquecidos capitanes, que bebían por la primera victoria de ella. Todos reían, excepto ella. Pensaba en Cosca y en todo lo que le había dado, en todo lo que le debía y cómo se lo había pagado. No tenía ganas de celebrar nada.
Además, se había convertido en la capitán general de las Mil Espadas. No podía permitirse reír.