Las Mil Espadas lucharon a favor de Ospria y en contra de Muris. Lucharon a favor de Muris y en contra de Sipani. Lucharon a favor de Sipani y en contra de Muris, y luego nuevamente a favor de Ospria. Entre contrato y contrato, saquearon Oprile por puro capricho. Un mes después, considerando que quizá no hubieran sido muy minuciosos, volvieron a saquearla, dejando de ella sólo unas ruinas humeantes. Luchaban a favor de cualquiera contra quien fuese, y por quien fuese en contra de cualquiera y, mientras tanto, apenas combatían.

Porque se limitaban al robo y al saqueo, al incendio y al pillaje, a la violación y a la extorsión.

A Nicomo Cosca le gustaba rodearse de todo aquello que pudiera hacerle parecer un individuo extraño y romántico. Y como una espadachina de diecinueve años, que nunca se separaba de su hermano más joven, cuadraba con aquella idea, siempre los tenía muy cerca de sí. Al principio le parecieron interesantes. Luego útiles. Y al final indispensables.

Él y Monza salían a entrenarse juntos durante las frías mañanas…, el fulgor y el choque de los aceros, el jadeo y el aliento de la respiración entrecortada. Como él era el más fuerte y ella la más rápida, quedaban a la par. Les gustaba insultarse, zaherirse y reír. La gente de la compañía se reunía para observarlos, riendo al ver cómo su capitán era superado en ocasiones por una chica que tenía la mitad de su edad. Todos reían, excepto Benna. Él no era un espadachín.

Pero tenía talento para los números y se encargaba de las cuentas de la compañía, de comprar las provisiones, de la administración y reventa del botín y de la distribución de las ganancias. Y como a todos les hacía ganar mucho dinero sin tener que molestarse, no tardó en ser muy querido.

Monza era una estudiante aplicada. Aprendió lo que habían escrito Stolicus, Verturio, Bialoveld y Farans. Aprendió todo lo que Nicomo Cosca podía enseñarle. Aprendió táctica y estrategia, maniobra y logística, cómo interpretar el terreno y cómo interpretar al enemigo. Primero aprendió viendo, y luego aprendió haciendo. Aprendió todas las artes y las ciencias que eran útiles al soldado.

—Tienes el diablo metido en el cuerpo —le decía Cosca cuando estaba borracho, lo que era frecuente. Ella le salvó la vida en Muris y luego él salvó la suya. Todos rieron, excepto Benna. Él no le había salvado la vida a nadie.

Cuando el viejo Sazine murió de un flechazo, los capitanes de las compañías que habían fundado las Mil Espadas votaron a Nicomo Cosca para el puesto de capitán general. Monza y Benna fueron con él. Entonces ella le preguntó cuáles eran sus órdenes. Pero como él estaba completamente borracho, Monza dio las órdenes que creía convenientes, haciéndolas pasar por las de él. Y nadie sospechó nada, porque aquellas órdenes eran las mejores de todas las que él les había dado, incluso cuando estaba sobrio.

Mientras los meses pasaban y se convertían en años, comenzó a estar cada vez menos sobrio. Las únicas órdenes que daba tenían lugar en la taberna. Su único compañero en los entrenamientos era la botella. Cuando las Mil Espadas conquistaron parte de la región y llegó el momento de ponerse en marcha, Monza buscó a Cosca por todas las tabernas, los fumaderos y los burdeles, y se lo llevó consigo.

Si a ella no le agradó tener que hacerlo, a Benna le gustó aún menos ver que lo hacía; pero como Cosca les había dado un hogar, se lo debían. Por eso mismo, Monza tuvo que hacer de tripas corazón. Mientras, al amparo de la oscuridad, regresaban al campamento y él tropezaba por todo lo que había bebido y ella también, por todo lo que pesaba, Cosca le dijo al oído:

—Monza, Monza, ¿qué haría yo sin ti?