Menos de dos semanas después, unos hombres atravesaron la frontera para ajustar cuentas, ahorcaron al viejo Destort y a su esposa y quemaron el molino. Una semana más tarde, sus hijos fueron en busca de venganza, y Monza cogió la espada de su padre y los acompañó, con Benna lloriqueando a su lado. Le gustó hacerlo. Se le habían quitado las ganas de ser granjera.
Dejaron el valle para ajustar cuentas y no pararon durante dos años. Otros se les unieron, hombres que habían perdido el trabajo, la granja, la familia. Poco después todos quemaban cosechas, entraban violentamente en las granjas, tomaban lo que encontraban. Y un poco más tarde comenzaron a ahorcar a la gente. Benna creció muy deprisa y se convirtió en una persona muy lista y desalmada. ¿Qué otra opción le quedaba? Vengaban asesinatos, después robos, después timos y después supuestos timos. Como había guerra, siempre estaban sobrados de entuertos que vengar.
Entonces, a finales del verano, Talins y Musselia firmaron una paz en la que ninguna de las partes ganó otra cosa que no fuesen cadáveres. Un hombre cubierto con una capa ribeteada de oro cabalgó hasta el valle con unos soldados y les prohibió tomar represalias. Los hijos de Destort, junto con los demás, se llevaron su botín y regresaron para hacer lo que habían estado haciendo antes de que comenzara toda aquella locura, siempre que no encontraran por el camino más locuras que hacer. Para entonces, a Monza ya le habían vuelto las ganas de ser granjera.
Pero sólo llegaron al pueblo.
Al lado de la destrozada fuente les esperaba una visión de esplendor marcial en la persona de alguien que se cubría con un peto de reluciente acero y que llevaba a la cadera la enjoyada empuñadura de una espada. Medio valle se había juntado para oírle hablar.
—¡Me llamo Nicomo Cosca, y soy capitán de la Compañía del Sol, la noble hermandad que lucha al lado de las Mil Espadas, la mayor brigada mercenaria de Styria! ¡Tenemos una cédula de reclutamiento expedida por el joven duque Rogont de Ospria y buscamos hombres! ¡Hombres con experiencia en la guerra, hombres con coraje, hombres a los que les guste la aventura y el sabor del dinero! ¿Alguno de vosotros está cansado de destripar terrones para ganarse la vida? ¿Alguno de vosotros ha pensado hacer algo mejor? ¿En ganar honor? ¿Gloria? ¿Riquezas? Si es así, ¡que se una a nosotros!
—Podríamos apuntarnos —dijo Benna con un susurro.
—No —dijo Monza—, no quiero luchar más.
—¡Apenas habrá que luchar! —exclamó Cosca, como si pudiera escuchar los pensamientos de Monza—. ¡Os lo prometo! ¡Y a los que vengan, se les pagará el triple! ¡Una escama por semana, más aparte del botín que les corresponda! Y, muchachos, ¡habrá muchísimo botín, creedme! Nuestra causa es justa… o lo bastante justa, y la victoria es segura.
—¡Podríamos apuntarnos! —Benna insistía—. ¿Quieres volver a destripar terrones? ¿A acostarte cansada por la noche, con la espalda rota y las uñas llenas de porquería? ¡Yo no!
Monza recordó todo lo que le había costado limpiar el campo de arriba, y pensó en lo que podría sacar si se apuntaba. Los hombres que habían decidido unirse a la Compañía del Sol, mendigos y granjeros en su mayoría, acababan de formar en fila. Un notario de piel negra había comenzado a anotar sus nombres en un libro de registro.
Monza se puso delante de ellos.
—Me llamo Monza Murcatto, hija de Jappo Murcatto, y este es mi hermano Benna: ambos somos combatientes. ¿Podría darnos trabajo en su compañía?
Cosca la miró con el ceño fruncido, y el hombre de piel oscura denegó con la cabeza.
—Necesitamos hombres con experiencia en la guerra, no mujeres y niños —y movió un brazo para que se fuera.
Pero ella ni se movió.
—Tenemos experiencia. Más que esos destripaterrones.
—Yo tengo trabajo para ti —dijo uno de los granjeros, envalentonado después de poner una marca en el papel—. ¿Qué tal si me chupas el culo? —y rió la gracia que acababa de hacer, hasta que Monza le tiró al barro de un golpe y le hizo tragarse la mitad de los dientes con la patada que luego le propinó con una de sus botas.
Nicomo Cosca observó aquella exhibición tan efectiva sin apenas enarcar una ceja.
—Sajaam, ¿la cédula de reclutamiento indica específicamente que tienen que ser hombres? ¿Qué palabra emplea?
El notario bizqueó al leer el documento:
—Doscientos jinetes y doscientos infantes, que deben ser personas bien equipadas y de calidad. Sólo hace referencia a «personas».
—Y «calidad» es un término impreciso. ¡Eh, chica! ¡Murcatto! Estás contratada, y también tu hermano. Haced una marca.
Asilo hicieron ella y Benna, y de aquella manera tan sencilla se convirtieron en soldados de la Mil Espadas. En mercenarios. El granjero se agarraba a la pierna de Monza.
—¡Mis dientes!
—Búscalos entre la mierda cuando cagues —le respondió ella.
Bajo los sones de una alegre gaita, Nicomo Cosca, famoso soldado de fortuna, sacó del pueblo a sus flamantes reclutas, que aquella noche acamparon bajo las estrellas y se recogieron alrededor de los fuegos del campamento mientras hacían planes respecto a lo ricos que se harían en la campaña que comenzaba.
Monza y Benna se acurrucaron juntos y se taparon los hombros con la manta que compartían. Cosca salió de la oscuridad, con la luz de la lumbre reflejándose en su peto.
—¡Ah! ¡Mis niños guerreros! ¡Mis afortunadas mascotas! ¿Hace frío, eh? —se despojó de su capa carmesí y la colocó sobre los cuerpos de los niños—. Quedaos con ésta. Podrá alejar la helada de vuestros huesos.
—¿Qué quiere por ella?
—Nada. Os la entrego con mis cumplidos.
—¿Por qué? —pregunto Monza con un gruñido, como sospechando algo.
—Porque, como dijo Stolicus, un capitán debe mirar siempre por la comodidad de sus hombres y después por la suya propia.
—¿Quién es ése?
—¿Stolicus? Vaya, el general más grande de la historia —Monza le miraba con los ojos en blanco—. Un antiguo emperador. El emperador más famoso de todos.
—¿Qué es un emperador? —preguntó Benna.
Cosca enarcó las cejas.
—Como un rey, pero más importante. Deberíais leer esto —sacó algo de un bolsillo y se lo puso a Monza en la mano. Era un librito con una cubierta roja muy desgastada y llena de arañazos.
—Yo sí lo leeré —lo abrió y echó un vistazo a la primera página, haciendo tiempo para que él se fuera.
—Ninguno de los dos sabemos leer —dijo Benna antes de que Monza le ordenara que se callase.
Cosca frunció el ceño y retorció entre el índice y el pulgar uno de los extremos de su bigote encerado. Monza aguardó nerviosa a que los devolviese de vuelta a la granja; pero, en lugar de eso, él se agachó lentamente hasta sentarse con las piernas cruzadas al lado de ellos.
—Niños, niños —y señaló la página—. Ésta de aquí es la letra «A».