Durante el primer año siempre estaban hambrientos, y Benna tenía que ir a mendigar al pueblo mientras Monza labraba y recogía leña.
El segundo año tuvieron una cosecha mejor y plantaron en una pequeña parcela que estaba cerca del granero, y cuando cayeron las nieves y convirtieron el valle en un lugar de blanco silencio, el viejo Destort, que era el molinero, les proporcionó algo de pan.
El tercer año hizo mejor tiempo y la lluvia cayó a su debido momento, y Monza obtuvo una cosecha muy buena en el campo de arriba. Una cosecha mejor que las que conseguía su padre. El precio estaba muy alto por los problemas en la frontera. Tendrían dinero y podrían arreglar el tejado, y Benna se compraría una camisa nueva. Monza miraba las olas que el viento formaba en el trigo, sintiendo ese orgullo que siempre da el hacer algo con las propias manos. Aquel orgullo del que su padre solía hablarle.
Poco días antes de la siega se despertó en la oscuridad y escuchó ruidos. Despertó a Benna, que dormía con ella, y le puso una mano en la boca. Tomó la espada de su padre, abrió lentamente la ventana y ambos salieron en silencio por ella y llegaron al bosque, ocultándose entre las zarzas que había detrás de un tronco.
Delante de la casa había varias figuras de negro, con unas antorchas que parpadeaban en la oscuridad.
—¿Quiénes son?
—Shhhh.
Escuchó cómo tiraban la puerta abajo y hacían ruido al moverse por dentro de la casa y del granero.
—¿Qué quieren?
—Shhhh.
Entraron en el campo y lo incendiaron con las antorchas, de suerte que el fuego prendió en el trigo y lo incendió por completo. Escuchó los aplausos de uno de ellos. Y las risotadas de otro.
Benna miraba ensimismado, el rostro ligeramente iluminado por un color naranja que cambiaba, mientras los regueros de las lágrimas brillaban en sus mejillas menudas.
—Pero ¿por qué querrían… por qué querrían…?
—Shhhh.
Monza vio el humo ascendiendo en volutas por la noche iluminada. Todo su trabajo, todo su sudor, todo su dolor. Siguió allí después de que aquellos hombres se hubiesen ido, viendo cómo ardía.
A la mañana siguiente llegaron más hombres. Gente de los alrededores del valle, con rostros graves y vengativos, el viejo Destort a la cabeza, con una espada a la cintura y sus tres hijos a la espalda.
—Entonces, ¿se fueron de allí? Tenéis suerte de seguir vivos. En el valle mataron a Crevi y a su mujer. También a su hijo.
—¿Qué vais a hacer?
—Vamos a perseguirlos y luego a colgarlos.
—Iremos con vosotros.
—Mejor sería que…
—Iremos con vosotros.
Destort no siempre había sido molinero y sabía lo que se hacía. A la noche siguiente alcanzaban a los saqueadores, que habían tirado hacia el sur y acampado al amparo de unos fuegos, pero sin poner centinelas. Eran más ladrones que soldados. También había entre ellos granjeros, de este lado de la frontera más que del otro, que habían decidido ajustar por su cuenta varias deudas pendientes mientras sus señores intentaban hacer lo propio con las suyas.
—El que no esté dispuesto a matar, que se quede aquí —Destort desenvainó su espada, y los demás aprestaron sus cuchillas de carnicero, sus hachas y sus lanzas improvisadas.
—¡Espera! —dijo Benna en voz baja mientras agarraba a Monza del brazo.
—No.
Corrió en silencio y despacio con la espada de su padre en la mano, mientras los fuegos del campamento bailaban entre los negros árboles. Escuchó un grito, el chocar de los aceros, el tañido de la cuerda de un arco.
Salió de los zarzales. Había dos hombres acostados junto a un fuego en el que hervía un puchero. Uno de ellos tenía la barba espesa y agarraba un hacha de leñador con la mano. Antes de que pudiera incorporarse, Monza le acertó entre los ojos, haciéndole caer con un grito. Cuando el otro intentó salir corriendo, ella le atravesó la espalda antes de que hubiese dado un paso. El barbudo gemía sin parar, agarrándose la cara con las manos. Ella le clavó la espada en el pecho y él aún pudo dar unos cuantos quejidos, callándose después.
Miró ceñuda los dos cadáveres, mientras el sonido de la lucha se hacía más tenue. Benna salió de entre los árboles y cogió la bolsa que el hombre de la barba llevaba al cinto, desparramando en su mano un buen montón de monedas de plata.
—Hay diecisiete escamas.
Dos veces el precio que habrían conseguido por toda la cosecha. Con unos ojos como platos, acercó a su hermana la bolsa del otro hombre.
—En ésta hay treinta.
—¿Treinta?
Monza miró la sangre que había en la espada de su padre y pensó en lo extraño que le parecía que acabara de convertirse en una asesina. Y lo extraño que le parecía que hubiese sido tan fácil. Más fácil que destripar aquel suelo lleno de piedras para poder vivir. Mucho, pero mucho más fácil. Después de aquello, esperó a que el remordimiento acabara por llegar. Esperó durante largo tiempo.
Pero nunca llegó.