Jappo Murcatto jamás explicó por qué tenía una espada tan buena, pero bien que sabía usarla. Como su hijo, además de ser cinco años más joven que su hermana, no gozaba de buena salud, desde la más tierna edad comenzó a enseñarle a ella su manejo. Monzcarro era el apellido de soltera de su abuela paterna, cuya familia había aspirado a la nobleza. Y puesto que su madre apenas le dio importancia al apellido, éste quedó olvidado cuando ella murió al dar a luz a Benna.
Eran días de paz en Styria, algo tan escaso como el oro. Durante la siembra, Monza se apresuraba en pos de su padre para ver cómo hundía el arado en la tierra, para apartar las piedras grandes de la tierra recién abierta y tirarlas al bosque. Durante la siega se apresuraba en seguir a su padre mientras relucía la hoz que él empuñaba, para hacer gavillas con las mieses cortadas.
—Monza —solía decir él, siempre sonriendo—, ¿qué haría yo sin ti?
Ella le ayudaba a trillar y a aventar las mieses, a partir leños y a regar. Cocinaba, fregaba, llevaba cosas y ordeñaba la cabra. Sus manos siempre estaban en carne viva por todo lo que trabajaba. Su hermano intentaba imitarla, pero era bajito, enfermizo y casi un inútil. Aquellos años, aunque duros, también fueron felices.
Cuando Monza acababa de cumplir catorce años, su padre cogió la fiebre. Ella y Benna vieron cómo tosía, sudaba y se apagaba. Una noche, su padre la agarró por una muñeca y se la quedó mirando con ojos brillantes.
—Mañana, rotura el terreno del campo de arriba, porque, si no lo haces, el trigo no saldrá a tiempo. Planta todo lo que puedas —y tocó una de sus mejillas—. No es justo que todo recaiga en ti, pero tu hermano es muy pequeño. Vigílalo —y entonces murió.
Benna lloró y lloró, pero los ojos de Monza siguieron secos. Sólo pensaba en las semillas que tenía que plantar y en cómo lo haría. Puesto que aquella noche Benna estaba demasiado asustado para dormir solo, ambos yacieron en la estrecha cama de ella, agarrados el uno al otro para darse ánimos. Ya no tenían a nadie más.
A la mañana siguiente, antes del amanecer, a rastras, Monza sacó de la casa el cadáver de su padre y, luego de atravesar los bosques cercanos, lo arrojó al río. Obró de aquella suerte no porque no le quisiera, sino porque no tenía tiempo para enterrarlo.
A la salida del sol ya estaba roturando el terreno del campo de arriba.