Tengo que reconocerles esto a EzCal: callados, mirando más allá de la cresta, contemplando kilómetros de campos y el campamento de los Absurdos, ofrecían una imagen colosal. No se la merecían.
Se habían vuelto barrocos, lo que quizá fuera un consuelo para algunos moradores de la Ciudad Embajada. Cal llevaba ribetes relucientes en la ropa, un penacho de plumas en la máscara aeólica. Hasta Ez vestía de morado.
Cuando callaban, sus defectos se transmutaban, o al menos se camuflaban. El desdén de Cal se confundía con majestuosidad; el malhumor de Ez, con reflexiva cautela. Los acompañaba un pequeño séquito formado por personas que hasta hacía poco habían sido colegas míos. Algunos nos saludaron a Bren y a mí cuando aterrizó su aéreo. Simmon me estrechó la mano. Habían venido Southel y MagDa. No supe descifrar su expresión. Wyatt iba con ellos; todavía lo vigilaban, por lo visto, pero le consultaban, era alguien a quien tener en cuenta, el visir-prisionero. No me miró a los ojos. Bautista y Toallero salieron también del aéreo y saludaron a sus compañeros. Me saludaron. Los moradores de la Ciudad Embajada se quedaron mirándolos, impresionados. Aquel viaje no había resultado como ellos esperaban.
Los agentes que habían venido iban armados. Sé que si las circunstancias hubieran sido un poco diferentes, EzCal podrían haber intentado hacernos matar a todos; no habría sido la primera vez. Sin embargo, esa vez los pocos miembros del Cuerpo de su absurda comitiva y los agentes, incluso JasMin, que también estaban allí, no se lo habrían permitido. En la Ciudad Embajada todos habían visto ya el ejército que se acercaba, y el mensaje que yo había transmitido, y todos sabíamos que habíamos detenido su avance. Lo único que Cal podía prolongar unas pocas horas más era el fingimiento de que gobernaba.
Los refugiados Terres habían ido acercándose día a día: ahora se mezclaban con nosotros, aunque básicamente se limitaban a observar nuestras interacciones con los Absurdos. Ez alzó la vista al cielo y luego miró a lo lejos, hacia la Ciudad Embajada.
Más adelante oiría historias de lo que se había dedicado a hacer durante mi ausencia: cómo se las había ingeniado para evaluar la paciencia de Cal; sus planes para dar lo que solo podíamos considerar un golpe de Estado, y que Cal había aplastado con desdén más que con enfado. Ez nos miró. Vi cómo calculaba. «Por el amor de Dios, ¿es que nunca tienes bastante?», pensé. Me importaba un cuerno su historia. Para la Ciudad Embajada y los Sin Idioma, las riñas de Ez y Cal eran mucho menos importantes que el hecho de que fueran EzCal.
Me coloqué junto a los delegados del ejército de los Absurdos, veinte o treinta que se habían levantado de sus filas.
—Así que tú eres la portavoz, ¿no, Avice Benner Cho? —dijo Cal fríamente—. Hablas en nombre de… —Señaló al sin abanico que estaba más cerca de mí, nuestro antiguo prisionero.
—Theuth —dije—. Se lo conoce con el nombre de Theuth.
—¿Qué quiere decir eso de que «se lo conoce con el nombre de Theuth»? No se lo conoce con el…
—Lo llamamos Theuth. Así que se lo conoce con ese nombre. Te enseñaré cómo se escribe. O mejor aún, te lo enseñará Theuth.
Como si no fuera suficiente que te derrotaran, ¿verdad? Aun ahora intentarías eliminarnos, Cal: a mí, a Bren, a todos nosotros. Porque que hayamos salvado la Ciudad Embajada significa el fin de tu reinado, ya lo has visto; y aunque toda tu condenada prefectura fue una función de desesperación y desmoronamiento, preferías perder según tus condiciones que salvarte según las nuestras. Eso es lo que me habría gustado decirle.
Había otros Absurdos con Theuth y Bailaora, los más expertos en la generación de la escritura ideogramática que estaban inventando, los más intuitivos en la lectura y la elaboración de gestos. No era un grupo sólido. También habían venido desde la urbe unos pocos valientes Ariekene, adictos que subsistían a base de chips robados, para presenciar aquel acuerdo histórico, el cambio. Azotea estaba allí, compungido, poniéndose él solo sus propios archivos de audio. Los fugitivos humanos observaban las negociaciones desde unos salientes del terreno recubiertos de un mantillo moteado Ariekene. Iban y venían a su antojo.
Cal, y quizá también Ez, intentaban interpretar aquello como una discusión prolongada. En realidad solo era un lento proceso de explicar hechos, y recibir órdenes, de acuerdo con un guión incipiente. Lo que llevó días fue asegurarse de que los Absurdos lo entendían, y entender qué querían que hiciéramos nosotros.
No tienes autoridad, habría podido decirle a Cal. Esto es una rendición. Te encantaría un poco de pompa: así, en el futuro podrías invocar a los fantasmas del fin del imperio. Pero si estás aquí es solo porque les dije a los Absurdos que era a ti a quien tendrían que exponer sus exigencias. Y los humanos que están mirando, los refugiados que fruncen el ceño bajo las capuchas, recordarán que es evidente que no sabes qué está pasando. Tienes un papel muy superfluo en este cambio de época en particular, porque solo eres un detalle sin importancia.
Había cámaras por todas partes. Proliferaban los equipos caseros independientes, o secuestrados, o simplemente solitarios, y subían su material a cualquier frecuencia que pudieran. La Ciudad Embajada nos observaba a través de todas aquellas lentes.
Por la noche los Ariekei rodeaban a mi grupo. Se lo pedimos nosotros: todavía no estaba segura de que EzCal no fueran a intentar vengarse.
—¿Qué va a pasar? —preguntaron MagDa. Me miraron con recelo y respeto.
—Será diferente —respondí—, pero estaremos aquí. Ahora que saben que pueden curarse, todo cambia. ¿Cómo van las cosas por la urbe? ¿Y por la Ciudad Embajada?
Reinaban el pánico y la expectación. Entre los Ariekei todavía dominaba la confusión. Había enfrentamientos entre facciones; parecían unidos bajo el representante de EzCal, korasaygiss, y obedecían las órdenes de EzCal, pero ahora peleaban por razones difíciles de comprender.
—Haremos… Harán todo lo posible por extender esto —dije—. Ya no harán falta dosis. Intentan trabajar juntos. Ahora Theuth habla, sobre todo, en nombre de los Sin Idioma. Bailaora habla con nosotros. Bueno, con YlSib, evidentemente, pero puede incluso… —MagDa no nos habían oído a Bailaora y a mí hablar entrecortadamente por las noches—. Pero tengo que decirte una cosa —añadí en voz baja—. He oído cómo describe la gente esto, y se equivoca. No existe cura. Bailaora y los demás… quizá ya no sean adictos, pero no están curados: están cambiados. Eso es lo que pasa. Ya sé que puede parecer lo mismo, pero ¿entendéis que ya no pueden hablar Idioma, MagDa? Del mismo modo que no podíais vosotros.
Era una mañana totalmente despejada. Sabía que a mi alrededor, en las tierras bajas, entre la maleza filamentosa del planeta, había agentes que divulgaban la nueva técnica caligráfica, su concepto, entre los Absurdos. Ya habían aparecido formas que se apartaban de la norma original, representaciones alteradas de ideogramas, vocabulario especializado creado por la semiogénesis del arañar-y-señalar.
No pasaría mucho tiempo hasta que algún lector Ariekene reprodujera aquella escritura con tinta, encima de algo que pudieran pasarse unos a otros, y entonces ya no tendrían que recordarlo y replicarlo. Quizá les enseñáramos cómo hacerlo. Imaginé una utensilia sosteniendo un bolígrafo.
El cuadro dirigente de los Absurdos permanecía inmóvil. El séquito de la Ciudad Embajada iba tan elegante como se podía en aquellas circunstancias. Varios refugiados humanos contemplaban la escena. Theuth y Bailaora estaban a mi lado, frente a las cámaras.
Bailaora llamó mi atención con la utensilia. «¿estás lista?¿estás lista?», me preguntó en voz baja. Titubeé, y él insistió: «¿lo estás?lo estás». EzCal me miraban. Volvían a parecer un rey. Ez tenía la mirada ausente; Cal estaba colorado de rabia.
—Escuchadme. ¿Lo entendéis? —Todos los moradores de la Ciudad Embajada podían oírme fácilmente, pero era a EzCal a quienes yo hablaba—. ¿Entendéis cómo va a funcionar?
»Los Absurdos volverán a la urbe, y nosotros también. Resolveremos las cosas juntos. Ellos tienen ideas. Os lo advierto, si yo fuera Kora-Saygiss, vuestro pequeño colaboracionista, me andaría con cuidado. Habéis hecho bien no dejándolo venir. Ya solucionaremos los detalles. Nos quedaremos aquí, en la Ciudad Embajada.
«Hasta el relevo. Todo ha cambiado, para siempre», pensé. Miré mis notas.
—Iban a matarnos porque éramos la fuente de las drogas-dios. Sabían que ya era demasiado tarde para ellos, que estaban perdidos, pero si conseguían librarse del problema iban a empezar desde cero por el bien de los que vinieran detrás de ellos. Y el problema éramos nosotros. ¿Os dais cuenta de lo desinteresados que eran? No esperaban obtener nada. Lo hacían por sus hijos. Los de esta generación o se quedarían sordos, o habrían muerto, o estarían muriendo de privación.
»Pero ahora saben que los adictos pueden curarse. —Hice caso omiso de las miradas de MagDa y señalé a Bailaora, que me señaló a mí—. Y si ellos pueden curarse, nosotros somos una irrelevancia. Por eso podemos seguir viviendo. ¿Lo veis? Pero ellos tienen que curarse. Ésa es la condición. Si no, nosotros seguimos siendo una enfermedad. Y curar a un orado lleva tiempo. —Señalé a Azotea, que todavía no había alcanzado la metáfora. Todos lo miraron; él los miró—. Y son muchos. Así que vuestro trabajo consistirá en mantenerlos en buen estado mientras tanto, EzCal, hasta que ya no os necesiten. Sin vuestro acompañamiento, los adictos empezarán a morir. Demasiado rápido para curarse, o incluso ensordecerse. Así que tenéis que mantenerlos con vida.
— es amores amor —dijo Bailaora.
Los humanos dieron gritos de asombro, nunca le habían oído hablar aquel doble Anglo-Ubiq. Bailaora estaba explicando una vez más por qué los Absurdos nos habrían matado a todos y habrían mutilado a sus compatriotas, y por qué no podían dejarnos vivir. Los Ariekei amaban a los Ariekei. Ese verbo nuestro era el único que se aproximaba. No era exacto, pero eso es inevitable en la traducción. Era tan cierto como una mentira. Los Nuevos Oyentes y los Absurdos amaban a los adictos, y los curarían de una de las dos maneras: incluyéndolos en un grupo o en el otro.
—Ninguno de vosotros ha sido Embajador mucho tiempo —continué—. ¿En nombre de quién hablabais, si no en el vuestro propio? Y ahora ya no sois un dios, ni una dosis, ni un funcionario, EzCal: sois una fábrica. Los Ariekei tienen una necesidad, y vosotros la satisfacéis. Y creedme: se supervisará la satisfacción que proporcionéis. —Ez estaba impertérrito; a Cal le temblaban los músculos de la cara. No tenían ninguna oportunidad de dar órdenes que no pudieran ser desobedecidas—. La urbe estará llena de Absurdos. Así que si intentáis hacer algo, introducir instrucciones en lo que decís, incluso reavivar la guerra, ellos os pararán. Si les causamos demasiados problemas, acabarán con nosotros. No quieren arrancarles el abanico a todos los adictos, no quieren ensordecer a todos los Ariekei adultos de su ciclo, ahora que saben que existe otro camino; pero si lo consideran necesario, lo harán. ¿Me explico?
«Ya no podéis hacer nada —pensé—. No tenéis alternativa. Si es necesario, esos soldados a los que habéis traído os apuntarán en la cabeza y os exigirán que habléis en Idioma. Y yo estaré con ellos. Bailaora y los Absurdos extenderán las dos curas.» Recurrir al cuchillo no significaba la catástrofe existencial que había significado para los que estaban allí, los que creían que de esa forma se ponía fin al pensamiento. No les encantaría, pero para aquellos que no podían desengancharse era una posibilidad.
Todos los días, movidos por el amor que sentían por sus congéneres enfermos, los Ariekei harían hablar a EzCal. Éramos una necesidad temporal. Cal estaba tan acongojado que casi sentí lástima por él. «No será tan grave.» Podíamos vivir de muchas formas, hasta que llegara la nave.
—¿Lo habéis entendido? —pregunté, a Cal, a EzCal, y a todos los que me escuchaban, en la meseta y en la Ciudad Embajada. Me gustaba mucho cómo sonaba mi voz ese día—. ¿Entendéis por qué seguimos vivos? Tenéis un trabajo que hacer.
— como yotodos ser como yo —dijo Bailaora Española.
Se oyeron una serie de gritos ahogados, humanos, y alguien dijo: «No». Bailaora extendió su coral-ojo. Ez levantó la cabeza, Cal se volvió.
Una figura venía hacia nosotros desde más arriba de la ladera. Un hombre con una capa oscura. Lo seguían unos pocos refugiados que gritaban, frenéticos. El viento hacía ondear su capa. Los Absurdos, curiosos, se apartaron para dejarlo pasar, mirando lo que hacía, y grité «¡No!», pero ellos no me oyeron, claro. Les dije por señas que cerraran filas, pero no estaban familiarizados con los gestos Terres, y no tenía tiempo para hacerme entender.
El hombre sacó un arma. Pese a que llevaba puesta una máscara aeólica vieja y sucia, vi que era Scile.
Mi marido me apuntó con una gruesa pistola. Nadie reaccionó lo bastante deprisa para detenerlo.
Mientras se acercaba y yo lo miraba e intentaba pensar cómo podía impedir que hiciera lo que iba a hacer, me preguntaba también dónde había estado, y cómo había ido, y por qué, y qué hacía ahora. Me quedé mirando el feo mohín de la boca del cañón de la pistola.
Por el camino, Scile cambió de objetivo y apuntó a Bren y a Bailaora Española. Intenté apartar al Ariekes, pero Scile ya no lo apuntaba a él, sino a Ez, y luego a Cal, y Cal desvió la mirada hacia mí. Scile disparó. Se oyeron gritos Terres y Ariekene. Vimos brotar la sangre donde la energía lo golpeaba y lo abría. Cal se derrumbó, me miró a los ojos y murió.