28

Bailaora Española y nuestro cautivo se desplazaban describiendo un círculo. Los otros formaban un corro alrededor. Cada pocos segundos, uno de los dos lanzaba su utensilia como un luchador que, empuñando un cuchillo, buscara una abertura para atacar. Trazaba un dibujo en el aire; tras una pausa, el otro lo imitaba. Bailaora abría y cerraba su abanico. El muñón del Sin Idioma temblaba.

Esas gesticulaciones contenían información, eran telegramas de movimiento, diálogo. No se entendían el uno al otro, pero sabían que había algo que entender. Y eso era una liberación. Cuando conseguían comunicarse —cualquier tontería: Bailaora lanzaba un brote carnoso y señalaba el sitio donde había ido a parar, entre la flora rezongante, y el Absurdo lo recogía—, su euforia, aunque alienígena, era palpable.

Ahora Bailaora podía hablar mediante gestos. Para nuestro cautivo que ya no tenía nombre, quizá la extrañeza fuera aún mayor. Él creía que sin palabras estaba privado de lenguaje. Sus camaradas se comunicaban entre ellos, sin saber que lo hacían, y no salvaban el abismo que los separaba de los Ariekei enteros; básicamente, lo que se expresaban unos a otros era precisamente una desesperación que les hacía creer que estaban incomunicados.

Pero en aquellos momentos de pánico provocados por el ataque había entendido instrucciones de huir transmitidas por señas. Nos había visto a Bren, YlSib y a mí hablar y escucharnos haciendo gestos que aportaban énfasis y claridad. El resto del ejército de los Absurdos nunca había tenido que reflexionar sobre esas conductas. Bailaora había aprendido que podía hablar sin hablar. El Absurdo había aprendido que podía hablar y escuchar.

—Tiraban de él para un sitio y para otro —dijo Bren—. Era imposible que no supiera qué querían decir: lo empujaban y señalaban una misma dirección. Lo obligaban a obedecerlos. Quizá se necesite violencia para que cuaje el lenguaje.

—Eso no tiene sentido, Bren —repuse—. Todos corríamos en la misma dirección. Todos intentábamos salir. Teníamos las mismas intenciones. Por eso sabía qué estábamos haciendo.

Bren negó con la cabeza y, ceremoniosamente, dijo:

—El lenguaje es la continuación de la coacción por otros medios.

—Tonterías. Es cooperación.

Ambas teorías explicaban de forma verosímil lo que había pasado. Me resistí, porque sonaba a perogrullada, a decir que no eran tan contradictorias como parecía.

—Mira —dije, y señalé el horizonte.

Había humo, manchas en el cielo.

—No puede ser —dijo Bren, como si hablara para sus adentros; nos pusimos en marcha tan aprisa como pudimos—. Iban a esperar.

Lo dijo más de una vez. Cuando aparecieron unas manchitas a lo lejos en las colinas cubiertas de líquenes, fingimos que podían ser muchas cosas, hasta que nos acercamos demasiado para negar que eran cadáveres.

Nos asomamos a una pendiente, y desde allí contemplamos las secuelas de la guerra. Miles de metros de restos. Yo respiraba entrecortadamente, con mi aeoli, horrorizada. Desde aquella distancia era difícil evaluar los detalles de la matanza. Intentaba calcular cuántas víctimas eran Terres y cuántas Absurdos, pero la muerte los había mezclado e impedía distinguirlos. En cualquier caso, muchos de los cadáveres Ariekene que vi debían de pertenecer a las fuerzas de EzCal, igual que los humanos junto a los que yacían.

Llevábamos atado a nuestro no-tan-cautivo. Llevaba puesto el collar, pero hacía kilómetros que no le dábamos ninguna descarga. Bailaora Española tamborileó con los cascos. Me miró y abrió sus dos bocas. Señaló la destrucción. Abrió y cerró las bocas y me dijo:

demasiado tardedemasiado tarde.

—Sí.

demasiado tardedemasiado tarde.

—Sí. Demasiado tarde.

Eso no se lo habíamos enseñado nosotros.

demasiado tardedemasiado tarde.

En tensión por efecto de los fármacos, artificialmente alerta, mis sentidos tenían un desagradable lastre, como si lo que veía u oía dejara un residuo que persistía aunque ya no le prestara atención. Mi máscara aeólica, asaltada por un inusual recuerdo de su condición de biodispositivo, se retorcía, incomodada por el olor a muerto. Había por todas partes hombres y mujeres destripados. Había Ariekei muertos, con abanico y sin él, desparramados y mezclados entre ellos. Las tripas de unos y otros evolucionaban en ambos extremos del espacio cubierto de descomposición. Había cadáveres en llamas y basura.

El siniestro escenario estaba surcado de líneas carbonizadas que culminaban en cráteres, que señalaban los sitios donde se habían estrellado las naves. Bren hurgaba entre los restos, con las manos envueltas en trapos. Lo imité. No resultó tan difícil como yo había imaginado.

Todo aquello debía de haber sucedido dos días atrás. Aquellas escenas me hicieron adoptar una actitud fría y cautelosa. No me fijaba demasiado en las docenas de cadáveres de moradores de la Ciudad Embajada, porque estaba segura de que vería a algún conocido. Mientras rebuscaba entre los restos, en medio de columnas de humo, intenté reconstruir la batalla. Había muchos más muertos de la Ciudad Embajada y de la urbe que Absurdos. Los luchadores yacían en posturas de acción, en enmohecida estasis, las manos, las utensilias y las armas de unos todavía encima de otros. Leíamos aquellos dioramas de cadáveres para entender la historia de su creación.

—Tienen córvidos —dije. Los Absurdos, capaces de adoptar estrategias sin hablar, manejaban armas biotrucadas—. Dios mío. Es un ejército. Un ejército en toda regla.

Quedaban muy pocos combatientes con vida. Unos pocos Ariekei heridos de muerte agitaban las piernas y estiraban los ojos. Uno gritaba en Idioma, nos decía que estaba herido. Bailaora Española se tocó la utensilia. Los Absurdos moribundos morían demasiado concentrados para fijarse en nosotros. Vi que a algunos les sangraba la herida del abanico recién amputado: aquel ejército reclutaba a sus soldados incluso entre los moribundos.

Inmovilizada bajo unos muertos Ariekene había una mujer que agonizaba mientras el aeoli, roto, resollaba intentando insuflarle oxígeno. Nos miraba a Bren y a mí, que intentábamos tranquilizarla y preguntarle: «¿Qué ha pasado aquí?», pero ella no hacía más que mirarnos fijamente, aterrorizada o sin poder hablar a causa de la falta de aire. Al final dejamos que se tumbara y le dimos agua. No podíamos moverla; su aeoli estaba muriéndose. Encontramos a otros dos supervivientes: a uno no conseguimos despertarlo; el otro solo era consciente de su muerte inminente. Lo único que pudimos sonsacarle fue que venían los Absurdos.

Bren señaló unos uniformes desgarrados.

—Son especialistas. —Me mostró unos riachuelos que partían del campo de batalla—. Eso no era… Ésos eran escoltas, esto era una guarnición alrededor de algo anterior.

—Los negociadores —dije.

Él me miró y asintió con la cabeza.

—Claro. Los negociadores. Se suponía que esto era una negociación. Lo intentaron. Dios mío. —Miró los restos esparcidos alrededor—. Los Sin Idioma ni siquiera aminoraron el paso.

—Y ahora van en busca del resto.

En busca del grueso del ejército de Terres y Ariekei.

Teníamos que volver sobre nuestros pasos. Cogimos un vehículo abandonado, lo vaciamos de restos de la batalla. Aceleramos por el corte que atravesaba las huellas de miles de cascos. Yo iba pegada a los Ariekei. Bailaora y Bautista se apretujaban contra el Absurdo. Trazaban marcas en el aire y el cautivo, si es que todavía podía llamarlo así, los imitaba.

Al poco rato divisamos una fila de figuras. Bren se puso en tensión. Yo sabía lo flojo que era nuestro plan, pero no teníamos alternativa.

—No pasa nada —dije—. Son Terres.

Una gran banda de marginados, sucios, vestidos como penitentes, una pequeña ciudad que marchaba penosamente. Había niños entre ellos. Nos miraban a través de las máscaras, serios como monjes. Algunos se apartaron, murmuraron entre ellos. Unos pocos líderes temporales se nos acercaron, y unos pocos soldados, refugiados de aquella destrucción, con los uniformes chamuscados.

Los Ariekei se mantuvieron apartados. No se alejaban del automutilado, disimulaban su herida. Los humanos nos contaron que habían huido de los expolios de los Absurdos, de las tierras de los pioneros y de las granjas de biodispositivos. Todos huían, y se habían encontrado. Se les habían unido desertores y soldados de unidades derrotadas. Ahora iban detrás de sus atacantes, los seguían hacia la urbe, como esos peces que buscan seguridad en la estela de sus depredadores. No tenían ningún plan, solo la vaga impresión de que quizá aquello los mantendría vivos unos días más. Su avance sobre las huellas del enemigo era un homenaje desesperado a su propia derrota.

Un miliciano nos dijo:

—Estábamos con Ariekei. Líderes. Los más elocuentes, supongo. Estaban allí para comunicarse. Nosotros estábamos allí para protegerlos, a los negociadores, para darles espacio, tiempo, cuando ellos intentaban contactar con… —Los soldados tenían órdenes de hacer lo que fuera necesario mientras los portavoces Ariekene se esforzaban para hacerse entender por los Absurdos—. Intentaban hablar con ellos.

—¿Cómo? —pregunté.

—De ninguna manera. No había cómo —dijo—. No lo entendíamos. Veíamos venir a los Absurdos; tenían naves, armas y vehículos, y eran miles. No comprendíamos qué planeaban los Ariekei. Qué habían tramado. Era solo… Dios mío. Se prepararon escuchando los chips con la voz de EzCal. En la unidad hay un par que entienden el Idioma… —Hizo una pausa tras ese involuntario tiempo presente—. Me dijeron lo que decían EzCal en las grabaciones. «Tenéis que hacer que lo entiendan.» Una y otra vez. De diferentes formas. «Tenéis que hablar con ellos para que os entiendan.» —El hombre sacudió la cabeza—. Con eso fue con lo que se drogaron. Cuando llegaron los Absurdos, les gritaron por unos megáfonos.

—Pero están sordos —dije.

Él encogió los hombros. El viento le agitó unos mechones de cabello grasiento que le asomaban por debajo del casco.

—Enviamos a unos cuantos a… acercarse al enemigo. Su plan debía de ser… Bueno, los Absurdos los aplastaron. Nos embistieron.

No tenían ningún plan. Miré a Bren. No había habido ninguna estrategia secreta: solo el conocimiento de qué tenía que ocurrir, pero sin saber cómo.

—Intentaron hacerlo por orden —dijo Bren.

La droga-dios había confiado en que sus ineluctables instrucciones desencadenarían aquello. Qué deidad tan desesperada.

—Dios mío —dije—. ¿Crees que pensaron que funcionaría? —Había muchos muertos allí—. ¿Dónde está el resto de vuestro ejército? —pregunté—. El ejército de EzCal.

El hombre negó con la cabeza.

—La mayoría de ellos… de nosotros… no queríamos luchar —dijo—. Querían suplicar. Pero ni siquiera pueden suplicar. No pueden hacerse oír. Se retiran a la urbe. Van a colocarse detrás de los bloqueos. —Sacudió lentamente la cabeza—. Pero los bloqueos no los detendrán —añadió.

No había nada entre el ejército de los Absurdos y la urbe, y la Ciudad Embajada.

Los refugiados nos vieron marchar. Nos dijeron que íbamos en la dirección equivocada y encogieron los hombros, y nosotros les ignoramos. Nos dijeron adiós con la mano y nos desearon suerte con una especie de cortesía apagada, una extraña urbanidad. En los bordes del grupo, los que tenían más aspecto de monjes nos observaban con una hostilidad que estoy segura de que la mayoría no habrían podido explicar.

Viajábamos siguiendo las huellas de sus cascos, y acechábamos a los Absurdos sin dejarnos ver. Desde bosquecillos, desde detrás de cuestas. Llovía. Lanzábamos rociadas de barro. Esa noche no pareció que oscureciera mucho; era como si las estrellas y el Naufragio brillaran de forma artificial, así que pude apoyarme en Bailaora Española y ver cómo dibujaba signos en el aire con el Ariekes al que ya no considerábamos un prisionero, y pude ver aquel paisaje gris.

Al amanecer teníamos varias cámaras alrededor, dando vueltas con movimientos espasmódicos. Eran rastreadores del ejército, y todavía transmitían. Nuestro ruido y nuestro movimiento las habían alertado, y se pusieron a seguirnos formando una corona móvil. Miré directamente a la lente de una de ellas, consciente de que alguien me observaba desde la Ciudad Embajada.

Ya oíamos a los Absurdos. Solo estaban un segmento de paisaje más allá. De pronto las cámaras se apartaron formando un enjambre, hacia la flora y la geografía. Un córvido pasó volando, con alguna desesperada misión, y confiamos en que no nos hubiera visto, en que no nos erradicaran ahora que estábamos tan cerca.

No podíamos hacer que nos encontrara un grupo más pequeño de Absurdos, no teníamos forma de separar una sección de su expedición de las otras. Cada Sin Idioma creía estar solo, aunque nosotros supiéramos que eso no era así. Lo más parecido a generales que tenía aquella masa vengativa enorme era su vanguardia muda. Pasamos al lado de su flanco, ocultos entre el paisaje, y nos colocamos en un sitio donde pudieran encontrarnos.

Al final, apestando en nuestros trajes, salimos del vehículo. Yo era muy consciente del cuadro que componíamos. Cuatro Terres. Yo delante. Bren detrás de mí, tenso y en guardia. Las huellas del viaje hacían que fuera fácil distinguir a Yl y a Sib. Estaban una al lado de la otra, cada una empuñando un arma.

Y los Ariekei. Dispuestos en semicírculo alrededor de nosotros, como si formaran el abanico de nuestro grupo. Bailaora Española era el que estaba más cerca de mí, y me observaba con varios ojos.

En el centro del grupo estaba el Sin Idioma, libre ya de ataduras. La cosa que ya no era nuestro enemigo miró uno a uno a sus compañeros Ariekene. Hizo un movimiento con la utensilia. Uno a uno, casi todos los otros Ariekei hicieron algo parecido. Verlo me impresionó.

Hubo dos que no lo hicieron. Monigote y Azotea observaron los movimientos de sus compañeros. No entendían nada de lo que estaba pasando.

Bailaora Española me dijo: «vienen ahora veremosvienen ahora hablaremos». Me quedé mirándolo un momento, y luego asentí con la cabeza.

—Vosotros —dije—. Nosotros. Ellos.

déjame a mídéjame a mí —respondió. Emitió dos ruidos que no significaban nada para mí. Dijo algo muy rápido en Idioma, y sus compañeros, Yl, Sib y Bren levantaron bruscamente la cabeza. bailaoraespañola volvió a intentarlo—: graciasno gracias no gracias.

Me quedé callada. ¿Qué podía decir?

Llegaron los primeros Absurdos. Los aéreos berreaban sobre los campos; tenían que habernos visto, pero quizá decidieran que éramos tan insignificantes que no valía la pena destruirnos. Vimos a un grupo numeroso y desparramado de Absurdos incansables que avanzaba a buen paso hacia nosotros. Nos preparamos. Alguien dijo algo sobre el plan.

Los que iban en cabeza, un kilómetro por delante del grueso del ejército, nos vieron. Subieron en estampida por el pedregal, hacia nosotros, apuntando con las utensilias, dirigiendo a otros segmentos de su masa, que formó cuñas, nos flanqueó, con la muda estrategia que ellos creían que era solo rabia. Oía el ruido de sus cascos. Entonces distinguí los matices de su piel y las horquillas de sus ojos estirados; los muñones de sus abanicos cuando blandieron sus armas.

—Ahora —dijo alguien, y no supe si había sido yo.

Bailaora dijo algo en voz tan baja que casi no lo oí; no creo que lo dijera en Idioma. Avanzó con los otros líderes de su grupo revolucionario, y el Absurdo los siguió. Éste apretó el paso, se alejó un poco más y levantó la utensilia y el tallo del abanico, exponiendo su herida. Los agitó como si fueran estandartes. Así anunciaba su estatus —Soy uno de vosotros— e instaba a sus camaradas a detenerse, gesticulaba a los recién llegados: Esperad, esperad, esperad, esperad.

El ejército de los Absurdos no aminoró el paso. Me dieron náuseas. «Courage», dijo Bren en francés. No sonreí. El incipiente lenguaje de signos que hablaban los sin abanico estaba camuflado por un propósito compartido. Entre sus desordenadas filas sonó un disparo.

—Dios mío —dije.

Bailaora Española, bailaoraespañola, habló con la voz y las manos mientras sus antiguos compañeros se acercaban dispuestos a matarlo o mutilarlo. Me pregunté qué le sucedería si lo dejaban sordo, ahora que para él el lenguaje se había transformado. El enemigo apenas detectaba los movimientos de Bailaora y el Absurdo, que habrían podido ser plantas agitadas por el viento.

«No les ignoran —pensé—. No lo saben.» No sabían que aquellas mentes no eran como las otras a las que habían puesto fin o habían cambiado; ¿cómo iban a saberlo? Me atrincheré entre nuestros fardos.

—¡Enseñadles los abanicos! —le grité a Bailaora—. ¡Demostradles que podéis oír! —YlSib empezaron a traducir, pero Bailaora ya estaba desplegándose, y los otros lo imitaban, todos excepto Monigote y Azotea, que no lo hicieron hasta que Bailaora se lo ordenó en Idioma—. Diles a Monigote y Azotea que se pongan al frente —dije.

Reproduje otro chip, y la débil voz de EzCal nos exhortó a hacer esto o aquello. Pero los Ariekei habían oído ya aquel discurso y no reaccionaron; renegué y tiré el chip.

—¡Ah! —dijo Bren, que había adivinado mis intenciones.

Volví a intentarlo mientras los Absurdos se acercaban lo suficiente para que pudiéramos oír sus murmullos asesinos. Volqué otro puñado de chips y por fin conseguí reproducir otro. EzCal dijeron: Vamos a deciros qué es lo que debéis hacer…

Los Terres lo oímos como sonido. Ahora Bailaora Española y los demás también lo oían como sonido: ladearon los abanicos con gesto de incomprensión. Pero Monigote y Azotea, que todavía eran adictos, se pusieron tiesos y se estremecieron de una forma tan elemental que era como si la fuerza de la gravedad los transportara hacia el origen de aquella voz. Se quedaron mirando con ojos vidriosos.

—¡Sí! —dijo Bren.

Reproduje otro. Monigote y Azotea se mecían, recuperándose de las primeras palabras de EzCal; se sacudieron, volvieron a quedarse ensimismados. Azotea gritó al oír las descripciones que hacían EzCal de los árboles.

Nuestro Ariekes automutilado seguía haciendo señas a los Absurdos, y Bailaora y los demás los imitaban, abriendo y cerrando los abanicos mientras, en medio de todos ellos, Monigote y Azotea se dejaban llevar por la embriaguez. Seguí reproduciendo el sonido. «parapara», dijo Bailaora, y pensé lo horrible que debía de resultarle presenciar aquel impotente tambaleo, pues debía de recordarle lo que él mismo había sentido; era cruel hacerle observar cómo sus amigos sufrían con aquella compulsión, pero no paré.

Cuando el primer Absurdo llegó a lo alto de nuestra pendiente y vino hacia nosotros blandiendo el arma, primero uno, luego otros, y luego muchos vacilaron. Reproduje otro chip y oí que Bren decía «¡Sí!».

Todo ejército tiene un soldado en primera línea. Aquél era un Ariekes enorme, con la boca-Corte y la boca-Giro abiertas como si aullara, y que levantaba mucho los pies al andar. Yo sostenía en alto un chip, como si eso fuera a detenerlo. Extendió los ojos en todas direcciones, uno para cada uno de nosotros, observando a Bailaora y al Ariekes que había sido nuestro prisionero y que agitaba los brazos como hacían los Absurdos; y a Monigote y Azotea, que se tambaleaban. Yo no podía pensar; creo que si algo hacía era rezar. Estaba muy cerca.

De pronto el soldado se quedó quieto. Bajó su chisporroteante maza. Retrajo los ojos, volvió a abrirlos y nos miró. Yo seguía reproduciendo la voz de EzCal. Ya no era la única que estaba quieta. Prolongué sin compasión la embriaguez de Monigote y Azotea, les hice bailar la danza de su adicción. Los Absurdos se agarraban unos a otros, gesticulaban o se quedaban inmóviles, observando.

—No pares —me dijo Bren.

parapara —dijo Bailaora.

—No pares —insistió Bren.

—¿Qué…? —dijo Sib.

—¿Qué pasa? —dijo Yl.

Al ejército de desesperados y furiosos los habían convertido en asesinos el recuerdo de la adicción y ver cómo las palabras de una especie intrusa convertía en cobardes a sus compatriotas. Esa degradación era el horizonte de su desesperación. Yo les había recordado cómo se movían ellos, antes de mutilarse, cuando oían a su droga-dios —aquella tarantela era inconfundible—, pero aquellos otros Ariekei que tenían el abanico desplegado sí podían oír, y sin embargo era evidente que no estaban afectados.

Se suponía que en la mente de los Absurdos no podía haber nada parecido a la incertidumbre, y su repentina aparición los obligó a detenerse. Nuestro ex cautivo agitó la utensilia y el muñón. Parad, decía, y muchos soldados del ejército que teníamos delante supieron que lo estaba diciendo, y los desconcertó saber que lo sabían.

«Pobre Azotea —pensé—. Pobre Monigote.» Me envolvía el polvo que levantaban los Ariekei, y parpadeé. Menos mal que no llegaron a aprender a mentir. Habíamos necesitado a verdaderos adictos para demostrar que los otros eran libres, y que por lo tanto la rabia de los Absurdos no estaba bien dirigida. Hice que Monigote y Azotea siguieran moviéndose. Les suministré una sobredosis de droga-dios. Bailaora Española los observaba y abría su abanico. Yo gritaba.

La información circulaba terriblemente despacio entre los Absurdos; hasta los que pensaban más deprisa todavía tenían solo una endeble comprensión de que podían transmitir información. Al principio, lo que se decían unos a otros levantando y agitando las extremidades era sencillo: No ataquéis. Y después: Está pasando algo.

La distancia dislocaba la información, que se desplazaba hacia atrás por la tropa. En la parte delantera, los gestos indicaban algo así como: Pueden oír, pero no son adictos. Más atrás, las filas de Absurdos se limitaban a decir a los que tenían detrás: ¡Alto!

«altoalto», dijo Bailaora. Nuestro Sordo se acercó a la primera fila del ejército, y Bailaora fue con él. Ante la mirada de los generales Absurdos, los dos —ostentosamente, gesticulando con las alas y dibujando en el suelo signos, ideogramas que me dejaron perpleja— empezaron a hablar.

Fueron muchísimas horas, dos días y sus noches de frustración y silencios, mientras el ejército esperaba y vacilaba. Seguían acercándose individuos para enterarse de qué estaba pasando. Todos los que lo hacían quedaban asombrados: Ariekei no adictos; Terres esperando respetuosamente; el lento proceso de comunicación entre los que oían y los Absurdos, como discutiblemente seguíamos llamándolos; garabatos en el suelo.

Los que entendían algo se convirtieron en ejemplos de paciencia para los demás. Vimos la influencia que ejercían, mediante persuasiones gestuales, cuando, hacia el final del segundo día, se acercaron unos refugiados humanos por un flanco del ejército; habría sido muy fácil matarlos, pero los sin abanico no los atacaron.

Los Terres, al percatarse de que los Absurdos se habían detenido, debieron de preguntarse a qué se debía aquella extraña calma y habían venido a comprobar su origen, y los Sin Idioma se lo habían permitido. Los refugiados acamparon a cierta distancia de nosotros, vigilantes.

Pasó un tiempo hasta que la frontera de la comprensión entre los Absurdos y el grupo de bailaoraespañola, los Nuevos Oyentes, se traspasó más plenamente, pero fue mucho menos del que yo habría podido imaginar.

No enseñábamos a los ensordecidos a comunicarse: les demostrábamos que podían hacerlo, y que de hecho ya lo hacían. No era algo incremental sino revelatorio; y las revelaciones, aunque obtenidas duramente, son víricas.

—Necesitamos que vengan EzCal —dije.

—Si se enteran de lo que ha pasado no vendrán —dijo Bren—. Si se enteran de lo que han perdido.

«¿Aunque signifique el fin de la guerra?», pensé. Pero sabía que Bren tenía razón.

—Pues no podemos contarles la verdad. Si vemos alguna pterocámara, la aplastamos. EzCal no pueden enterarse de lo que ha pasado.

Toallero y Bautista entendieron la misión que les asignamos. Unos días atrás no lo habrían entendido. Regresaron a la urbe en un aéreo con el Absurdo.

—¿Saben qué hacer? —pregunté a Bailaora Española.

.

Tenían que meterse en la nave herida, hacerse pasar por soldados adictos y comunicar la noticia de un gran avance del ejército. Dirían a EzCal que los Absurdos se habían detenido, que esperaban, y que la droga-dios y su séquito debían acudir. A EzCal no se les ocurriría pensar que estaban mintiendo. Dependíamos de eso. ¿Cómo iban a pensarlo? Al fin y al cabo, lo oirían de boca de unos Ariekei, en lo que supondrían que era Idioma. «Dilo como un Anfitrión.»

—¿Saben qué tienen que hacer cuando EzCal les hablen?

. —Sabían que tenían que aparentar que su voz los embelesaba.

—¿Saben que tienen que pedirle que hable, si tarda demasiado en hacerlo?

. —Sabían que tenían que fingir la adicción. Sabían qué tenían que hacer.

Las dos tribus de Ariekei post-Idioma compartían sus símbolos. Los refugiados humanos no intentaron acercarse más.

—¿Lo hemos logrado? —pregunté.

Rodeado de semiosis, Monigote dio por fin una sacudida y de pronto, sin venir al caso, se desintoxicó. Se puso a hablar y jadear. Sus compañeros observaban su inesperado cambio o su caída. Azotea, sin embargo, no consiguió alcanzar ese punto. Se suministró el último chip. Era el único adicto que quedaba entre nosotros.

No sé cuáles eran los parámetros de la amistad entre los Ariekei, pero creo que todos estaban tristes. Y Azotea, cuyo nombre era saggleav-veth, debía de sentirse muy solo. Contemplaba las conversaciones a base de garabatos y gestos de sus compañeros, y pensé que estar rodeado de los que habían cambiado debía de ser, para él, como un pequeño infierno. «Tú nos salvaste —pensé—. Sin ti habríamos muerto.» Como si eso pudiera consolarlo.

Todos los días Bailaora me ponía al corriente de los avances. Cuando analizo lo que ocurrió, lo que consiguieron los Absurdos y los Nuevos Oyentes, pienso que todo fue muy rápido. No sé cuántos días llevaba de acampada entre aquellas discusiones silenciosas cuando reparé en que había cámaras que nos vigilaban, revoloteando nerviosas en el viento. Pero sabía que ya estábamos preparados.

—Dios mío —dije, y se las señalé a Bren—. Farotekton.

Me coloqué bajo las cámaras y les hice señas como hacían ahora los Ariekei, llamándolas.

Eran cámaras de reconocimiento del grupo que escoltaba la nave de EzCal. No podía andar muy lejos: vendrían, siguiendo las indicaciones y las promesas de Toallero y Bautista. Algunas pterocámaras parecían querer rehuirnos; otras nos prestaban toda su atención. Ya era demasiado tarde para que la droga-dios diera media vuelta, bloqueara las transmisiones, fingiera ignorancia, aunque entendiera lo que estaba viendo. El material transmitido por aquellas pequeñas lentes no solo lo estaban viendo en la nave que se aproximaba, sino que lo estaban viendo miles de moradores de la Ciudad Embajada.

—Escuchad —grité, y numerosos ojos Ariekene se posaron en mí. Las lentes se deslizaron, como pequeños mosquitos nerviosos, descendieron un poco—. Escuchadme —dije, y apreté los dientes—. Escuchadme.

—Debían de estar preguntándose a qué se debía la demora —dijo Bren—. Qué era lo que retenía a los Absurdos. ¿Cuánto tiempo llevan esperando? Escondidos, aguardando la muerte, preguntándose a qué se debe el retraso.

—Escuchad —dije—. Hacedlos venir. Haced venir a EzCal ahora mismo. —Señalé a Bailaora Española, a los sin abanico con quienes hablaba, y primero Bailaora, y después, uno a uno, cientos de Absurdos me señalaron. Las cámaras zumbaron, cambiando de posición, y mantuve la vista fija en un punto, como si aquel pequeño enjambre fuera una entidad a la que yo miraba a los ojos—. Hacedlos venir ahora mismo. EzCal… ¿Me veis, EzCal? —Agité una mano—. Cal, ven aquí y trae a tu puto adlátere.

»Podéis sobrevivir, así que haced que se sepa. Ciudad Embajada, ¿me oyes? Puedes sobrevivir. Pero más vale que vengáis y veáis lo que tenéis que hacer, EzCal. Porque tendréis que aceptar ciertas condiciones.