27

Uno a uno, a medida que avanzaba la noche, los Ariekei se retiraron, y uno a uno empezaron a emitir unos sonidos terribles. Aquel ruido me preocupaba, pero ¿qué podíamos hacer? Bailaora Española, Pato, Bautista, Toallero, todos excepto Monigote y Azotea, que miraban sin entender nada, sufrieron lo que, a juzgar por el ruido, parecía una agonía. No todos gritaban, pero parecía que todos, cada uno a su manera, se estuvieran muriendo.

YlSib estaban alarmadas, pero ni a Bren ni a mí nos sorprendía lo que oíamos: era el ruido que hacían las antiguas costumbres al desprenderse como costras. Punzadas de algo que se acaba, y de algo que nace. «Ahora todo cambia»: eso pensé, muy explícitamente, cada palabra. Pensé: «Ahora ven cosas».

Al principio estaban cada una de las palabras del Idioma, sonidos isomorfos respecto a lo Real: no era exactamente pensamiento, solo realidad autoexpresada, expresándose a sí misma a través de los Ariekei. El Idioma siempre había sido superfluo: solo había sido realidad. Ahora los Ariekei estaban aprendiendo a hablar, y a pensar, y eso dolía.

—¿No deberíamos…? —dijo Yl, y no supo acabar la frase.

Ahora, lo dicho era no-como-es. Lo que decían ahora ya no eran cosas ni momentos, sino sus pensamientos, aquello que señalaban; el significado ya no era una faceta plana de esencia; signos desprovistos de lo que señalaban. Para hacer eso hacía falta la mentira. Con esa espiral de aseveración-abnegación llegaron las sutilezas, y los Ariekei se convirtieron en ellos mismos. Estaban enfermos de realidad, y los significados se desviaban bruscamente de su trayectoria. Ahora cualquier cosa era cualquier cosa. De pronto sus mentes eran mercaderes: la metáfora, como el dinero, igualaba lo inconmensurable. Ahora podían ser mitólogos: nunca habían tenido monstruos, pero ahora el mundo estaba lleno de quimeras, cada metáfora era un empalme. El corazón es una urbe, dije, y un corazón y una urbe se suturaron para formar una tercera cosa, una urbe acorazonada; y las urbes están teñidas de corazón, y los corazones también están teñidos de urbe.

No me extraña que se sintieran enfermos. Eran como nuevos vampiros, retenían recuerdos al mismo tiempo que se deshacían de vidas. Nunca se curarían. Fueron callándose uno a uno, y no porque su crisis hubiera terminado. Estaban en un nuevo mundo. Era el mundo donde vivimos nosotros.

—Tienes que enseñárselo a los otros —le dije a Bailaora Española. Interrumpí groseramente su nacimiento. Se merecía un mejor tránsito, pero no teníamos tiempo. Me escuchó, sumido en su mareado sobrecogimiento, su novedad—. A los sordos. Tú puedes hablar con ellos. Creen que han superado el lenguaje, pero tú puedes enseñarles lo que han hecho.

El Idioma nunca fue posible. Nosotros nunca hablamos con una sola voz.

A la luz del día vimos unas figuras a varios kilómetros: humanos que avanzaban ruidosamente hacia nosotros. Pasaron unas naves pequeñas que regresaban a la urbe.

—Mira —dijo Bren—. Ésa está herida.

Nos acercamos y vimos que no había muchos Terres, quizá treinta o cuarenta, cargados de material o espoleando biomecanismos chapuceros, zarandeándose en coches. Vimos que nos veían, y al principio nos pareció que preparaban las armas. Luego se calmaron.

—Deben de haber visto a éstos primero —dijo Bren refiriéndose a los Ariekei que iban con nosotros—. Habrán pensado que iban a atacarlos. Pero al vernos a nosotros habrán creído que somos un pelotón de la Ciudad Embajada. Son personal de las plantaciones.

Habitantes del campo que no habían abandonado hasta ahora sus granjas y sus granjas-fábricas, situadas en la trayectoria del ejército de los Sin Idioma; habían perdido el valor cuando vieron llegar a los Absurdos a sus tierras matando a todos los humanos que encontraban, derribando sus casas y asesinando o reclutando a los Ariekei del campo con los que convivían los Terres.

Vimos más naves en el cielo. Seguramente no se fijarían lo suficiente para ver a los Ariekei de nuestro grupo, ni que íbamos en la dirección equivocada. De hecho, ni nos verían: estaban muy ocupados volviendo a la urbe. Me fijé en que varias naves sangraban.

Bailaora Española susurró; llamaba a los humanos cosas que antes no podría haberles llamado. Prestaba mucha atención, como llevaba horas haciendo, a nuestro cautivo.

Esquivamos a los refugiados.

—Dependiendo de lo rápido que avancen los Absurdos —dijo Bren—, los alcanzaremos mañana o pasado mañana. Seguramente pasado mañana. ¿Qué es, Muhamdía, Iodía?

Nadie tenía ni idea.

—¿Y la tropa de la Ciudad Embajada?

—Los hemos evitado. Creo que los hemos adelantado. Todavía deben de estar parados. Sobre todo… —Señaló al cielo—. Ya habéis visto las naves. Han herido a los vehículos de reconocimiento. EzCal saben que no pueden ganar. Deben de llevar a Ariekei y Terres delante tratando de negociar.

—Sí, pero no van a conseguir nada —dijo Yl.

—No —coincidió Bren—. ¿Cómo van a conseguir algo? No piensan lo mismo, ni mucho menos.

—Bailaora entiende lo que tenemos que hacer —dije—. ¿Os habéis fijado en lo pendiente que está del prisionero? Ahora sabe que piensan lo mismo. Sabe que los dos piensan.

Fue en un ecosistema muy nuevo para nosotros, con muy pocos árboles, donde Bailaora y los otros Ariekei se pusieron a trabajar. Allí el principal depredador no era el kostebsilas, con su cuerpo enorme, casi inerte, y unas extremidades que le permitían llegar rápido y lejos entre los árboles, sino el rápido delithhi-ki, que cazaba de noche. Vagamente emparentados con los Ariekei, las dos patas traseras de los bípedos delithhi-ki eran armas peligrosísimas, como lo era, aunque más manipulable, el brazo que correspondía a la utensilia. Los delithhi-ki tenían abanico, pero no podían moverlo. Escudriñaban la oscuridad con unos ojos adaptados para detectar el movimiento. Eran cazadores sociales. Trabajaban en equipo para acorralar a los animales de presa del tamaño de perros de la llanura.

Nosotros éramos demasiado grandes para ellos, pero nos vigilaban. Alrededor de nuestras linternas revoloteaban animales voladores que se alimentaban de podredumbre fosforescente; acostumbrados a descender hacia el resplandor del suelo, emergían y, aturdidos, roían los haces de luz.

No le habíamos quitado la correa a nuestro prisionero: no nos fiábamos de él o no sabíamos si era digno de confianza. Pero llevábamos días tratándolo cada vez con menos miedo. Los nuevos mentirosos ex Anfitriones lo observaban y se susurraban unos a otros palabras que habían utilizado infinidad de veces, y que ahora hacían cosas muy diferentes. A primera hora de la mañana algo estaba cambiando. Los Ariekei rodeaban al cautivo. Éste no jadeaba ni se lanzaba hacia ellos, ni hacia mí, Bren o YlSib: nos observaba, y observaba a los otros Ariekei.