—Tendremos que andar —dijo Bren—. Quizá un par de días. Tendremos que atravesar el bosque.
El ejército de la Ciudad Embajada nos llevaba ventaja, pero sabíamos que retrasarían el combate, y confiábamos en llegar a los atacantes antes que ellos. Sin embargo, todo dependía de que pudiéramos enseñar a los Ariekei lo que teníamos que hacer. Cada dos horas hacíamos un alto en el duro camino y repetíamos una lección o probábamos una nueva. Ni los Ariekei ni sus baterías animales parecían cansarse. No sé si lloraban a sus compañeros muertos, ni cómo lo hacían. Hasta nuestro prisionero avanzaba impasiblemente delante de nosotros, deprimido por el entorno, o el ataque que habíamos sufrido, u otra cosa.
Bren nos guiaba con un dispositivo de navegación portátil. Yo estaba muy atenta a la oscuridad del bosque, coloreada por la flora de tonos morados y poblada de numerosos ruidos. Alrededor de nosotros se movían cosas con forma radial y espiral. Desconcertábamos a los animales; las presas no nos interpretaban como predadores, ni nosotros a ellas como presas, y aunque nos tuvieran miedo, no nos amenazaban. Los que tenían ojos nos observaban extrañados. En una ocasión, un Ariekes dijo que teníamos cerca algo peligroso. Un kostebfloranshi, grande como una habitación, que abría y cerraba los dientes. Seguro que habría atacado a los Ariekei si hubieran estado solos, pero su confusión al vernos a nosotros, unos alienígenas que sus instintos no tenían codificados, lo tranquilizó, así que se salvaron gracias a nosotros.
Habían rescatado un puñado de chips, pero no todos. Tendrían que dosificarlos. Uno a uno, pues era la única manera, los Ariekei se retiraban al bosque y escuchaban atentamente la voz de EzCal; luego nos alcanzaban, un poco ebrios, pero lúcidos.
Seguimos avanzando hasta el anochecer, y el bosque cada vez era más escaso, hasta que se redujo a una pradera salpicada de árboles bajo la débil luz del Naufragio. Nos concedimos unas horas de sueño; sin embargo, mi máxima prioridad era seguir instruyendo a los Ariekei.
Sois como la niña, sois la niña.
—Por el amor de Dios —dije a los Ariekei—. Decidlo ya, joder. —De hecho, estoy segura de que su apremio era, como mínimo, tan grande como el mío—. YlSib, preguntad esto: ¿saben quién soy? —YlSib hablaron en Idioma. Los Ariekei murmuraron. Es la niña a la que… Los interrumpí—. Me refiero a si lo saben realmente. ¿Saben qué es una niña? Saben que soy un símil, pero ¿saben que la niña soy yo? ¿Qué creen que sois vosotras, YlSib? ¿Cuántas?
—Ya sabes lo que pregunta —intervino Bren—. El Misterio del Cómputo.
¿Pensaban los Ariekei que un Embajador era una persona o dos? El Cuerpo siempre nos había asegurado que era una pregunta sin sentido, intraducible y grosera.
—Lo siento, pero necesito que entiendan que sois dos personas porque necesito que entiendan que yo soy una. Que estos malditos graznidos que emito son lenguaje. Que les estoy hablando a ellos.
Los Ariekei veían una presencia-carne que emitía ruidos más rápidos y más fuertes que los de las otras.
Tras un silencio, Bren dijo:
—Eso es algo que a los Embajadores nunca les ha hecho mucha gracia aclarar.
—Pues aclaradlo —dije—. Resulta que los Embajadores ya no son las únicas personas que cuentan.
Dudo que hubiéramos podido anular generaciones de pensamiento Ariekene, ni siquiera con un grupo tan vanguardista como aquél, si ellos no hubieran sabido de algún modo, hasta cierto punto, que cada uno de nosotros era un ser pensante. Al principio, Bailaora Española y sus camaradas reaccionaron como si lo dieran por hecho; luego, poco a poco, a medida que YlSib seguían insistiendo en aquel punto, con creciente fascinación, confusión, o quizá rabia o miedo. Al final me pareció ver una señal de revelación.
Ella está hablando, les dijeron YlSib. La niña que comió lo que le dieron. Como yo os hablo.
—Sí —dije; los Ariekei me miraban fijamente—. Sí.
El Idioma era la unidad de pensamiento y verdad Ariekene: al expresar en Idioma mi condición de ser consciente, YlSib hacían una potente afirmación. Les decían que yo estaba hablando, y entonces el Idioma insistía en que debía de haber otros idiomas distintos del Idioma.
—Haced que lo digan —dije—. Que digan que lo que estoy haciendo es hablar.
Bailaora Española lo dijo. La humana de azul está hablando. Los otros escuchaban. Les costó, pero uno a uno consiguieron repetirlo.
—Se lo creen —observé. Entonces fue cuando todo empezó a cambiar—. Traducid —les dije a YlSib—. Vosotros me conocéis —dije a los Ariekei—. Soy la niña que comió, etcétera. Soy como vosotros, y vosotros sois como yo, y yo soy como vosotros. Yo soy vosotros.
Uno gritó. Estaba pasando algo. Se les contagió. Bailaora Española me miró fijamente.
—Avice —me previno Bren.
—Decidles lo que digo —insistí. Miré a Bailaora Española. Lo miré fijamente a sus casi-ojos con urgencia, como si hablara con un humano—. Decídselo. Esperaba que todo saliera mejor, Bailaora, así que soy como tú. Soy tú. Tomé lo que me daban, así que soy como los otros. Soy ellos. —Me alumbré con una linterna—. Brillo en la noche, soy como la luna. Soy la luna. —Me tumbé—. Saben cómo dormimos, ¿verdad? Estoy tan cansada que me tumbo y me quedo tan quieta como los muertos, soy como los muertos. Estoy tan cansada que estoy muerta. ¿Lo ves?
Los Ariekei se tambaleaban. Sus abanicos llameaban, se doblaban y se desplegaban. Intentaban tocarme con las utensilias, y eso sobresaltó a Bren, pero no llegaron a tocarme. Decían palabras y hacían ruidos.
—¿Qué pasa? —preguntó Yl o Sib.
—No paréis de traducir —dije—. No paréis, por lo que más queráis. —Los Ariekei hicieron ruido a la vez, formando un coro horrible. Retrajeron los ojos—. No paréis. Soy la niña que comió, etcétera, etcétera. ¿Qué habéis dicho conmigo todo este tiempo? Todo lo que habéis dicho que es como yo es yo. Ya lo habéis hecho. Son todo cosas en función de otras cosas. —Me planté ante Bailaora Española—. Decidle su nombre. Decid: Hace mucho tiempo había humanas que llevaban ropa negra y roja, como tus marcas. Bailaoras españolas. —YlSib crearon el neologismo «bailaoraespañola»—. No puedo decir tu nombre en Idioma, por eso te di uno nuevo. Bailaora Española. Eres como, eres una bailaora española.
Uno a uno, los Ariekei gritaron; luego se quedaron callados. Mantuvieron los ojos retraídos. Se balancearon. Se produjo un largo silencio.
—¿Qué has hecho? —susurró Sib—. Los has enojado.
—Mejor —dije—. Para ellos estamos locos: les decimos la verdad con mentiras.
Como en una grabación a cámara rápida del crecimiento de una planta, por fin asomó el coral-ojo de Bailaora Española. El Ariekes empezó a hablar y pronunció dos breves galimatías. Se calló y esperó, y luego empezó otra vez. Yl, Sib y Bren me lo tradujeron, pero no hacía falta. Bailaora Española hablaba despacio, como si escuchara atentamente todo lo que decía.
Eres la niña que comió. Yo soy bailaoraespañola. Soy como tú y soy tú. Uno de los humanos presentes dio un grito ahogado. Bailaora estiró su coral-ojo y se quedó mirándose el abanico. Dos ojos me miraron. Tengo marcas. Soy una bailaora española. Yo no le quitaba los ojos de encima. Soy como tú, espero un cambio. La bailaora española es la niña a la que hirieron en la oscuridad.
—Sí —susurré.
— sheshqus —dijeron YlSib: Sí.
Los otros Ariekei se pusieron a hablar. Somos la niña a la que hirieron.
Éramos como la niña…
Somos la niña…
—Decidles sus nombres —continué—. Tú te mueves como un pájaro Terre: eres Pato. A ti te gotea un líquido por la boca-Corte: eres Bautista. Explicadles eso, YlSib, ¿podéis? Decídselo, decidles que la urbe es un corazón…
Soy como el hombre que gotea líquido, soy él…
Con el bullicio y el asombro de la revelación, forzaron los símiles mediante los que yo los había bautizado hasta que se convirtieron en mentiras, comunicando una verdad que hasta entonces nunca habían podido comunicar. Pronunciaban metáforas.
—Dios mío —dijo Yl.
—Jesucristo Farotekton —dijo Bren.
—Dios mío —dijo Sib.
Los Ariekei empezaron a hablar entre ellos. Eres la bailaora española.
Me dieron ganas de llorar.
—Por Jesucristo, Avice, lo has conseguido. —Bren me dio un largo abrazo. YlSib también me abrazaron. Me abracé a ellos—. Lo has conseguido.
Oímos cómo los nuevos hablantes Ariekene se llamaban unos a otros cosas mediante formulaciones sin precedentes.
Solo dos seguían sin lograrlo, dijera lo que yo dijese, y se quedaron mirando sin comprender a sus compañeros. Pero los otros hablaban de una forma diferente. No soy como he sido siempre, nos dijo Bailaora Española.
Mucho más tarde, cuando ya llevábamos horas en el campamento, cogí un chip, despacio, consciente del tiempo que hacía que no les dábamos una dosis, y lo reproduje. Eran EzCal diciendo algo sobre el corte de su ropa. Los dos que todavía no habían cambiado, a los que yo llamaba Monigote y Azotea, reaccionaron con el habitual fervor de adicto a la voz.
Ninguno de los otros reaccionó igual. Miré a los Ariekei y ellos nos miraron a nosotros. Dieron unos pasos, por fin, en todas direcciones. No siento…, dijo uno. Soy, no soy…
—Pon otro —dijo Bren.
EzCal hablaron un poco sobre alguna otra tontería. Los Ariekei se miraron. No soy…, dijo otro.
Escogí otro chip e hice que EzCal farfullaran sobre la importancia de mantener los suministros médicos, y una vez más solo reaccionaron aquellos dos. Los otros escuchaban sin mostrar otra cosa que curiosidad. Seguí probando, y mientras que Monigote y Azotea se ponían en tensión, los Ariekei que habían cambiado hacían ruidos interrogantes al oír las ridículas manifestaciones de EzCal.
—¿Qué ha pasado? —farfullaron YlSib—. Les ha pasado algo.
Sí. Algo le había pasado al lenguaje. Un nuevo pensamiento. Ahora significaban: había aparecido la elisión, el retraso entre la palabra y el referente, con los que podían jugar. Ya tenían espacio para pensar nuevas nociones.
Les tiré los chips, riendo, y ellos empezaron a reproducirlos. Nuestro claro se llenó de las voces traslapadas de Ez y Cal.
—Hemos cambiado el Idioma —dije. Era un cambio repentino que no podía repararse—. Ya no hay nada que los… intoxique.
Si lo había habido era porque era imposible, una pensatividad única y doble de la realidad: contradicción arraigada. Si el lenguaje, el pensamiento y la realidad estaban separados, como lo habían estado, no había suculencia, no había estimulante imposible. No había misterio. Donde antes había Idioma ya solo había idioma: sonido significante, con el que hacer cosas y manejarlas.
Los Ariekei examinaban los chips, escuchando con incredulidad cómo oían lo que oían. Eso creo. Bailaora Española se quedó agachado, pero elevó los ojos hacia mí. Quizá ahora supiera, aunque antes no pudiera saberlo, que lo que me oía decir eran palabras. Me escuchaba.
—Sí —dije—, sí.
Y Bailaora Española susurró y, en armonía consigo mismo, dijo: «sísí».