25

Oímos ruidos extraños y vimos unas naves que se elevaban y salían de la Ciudad Embajada y de la urbe. La mayoría eran córvidos con cruce de biotrucaje y terretecno. Entre ellos había carracas con púas del tamaño de iglesias, más viejas que la Ciudad Embajada.

—No puedo creer que hayan conseguido levantar esas cosas —comenté.

—No son tan feroces como parecen —dijo Bren—. Antes eran naves de reconocimiento. Es puro teatro. No tenemos ninguna posibilidad, ni siquiera con el arsenal de Bremen.

En otros tiempos, Bren, con su doppel, habían participado en negociaciones secretas. Rendían informes a espías, agentes dobles y agentes triples.

—Wyatt era muy listo —comentó—. Calculaba muy bien lo que no debía decir sobre eso a lo que tenía acceso para inspirar miedo. Pero no tenía nada.

La flota se alejó en su misión condenada al fracaso. Me quité el aeoli en la habitación con atmósfera respirable y sellada donde me esperaban los Ariekei; estaba agotada, y tuve que cerrar los ojos.

Nuestro vuelo desde la urbe fue complicado: entre cuatro Terres y los Ariekei conseguimos embarcar a nuestro prisionero Absurdo, pero no fue fácil. Tenía una fuerza asombrosa. Tuvimos que administrarle varias descargas, y arrastrarlo dolorido por el castigo.

—Dejémoslo —propuso Yl.

—No podemos —dijo Bren.

Él era el que más diligentemente intentaba comunicarse con él, cada vez que parábamos. No consiguió nada. El Absurdo apenas lo miraba, y centraba toda su furiosa atención en los Ariekei adictos.

—Van a entrar en batalla —dijo Bren señalando el cielo—. Es inútil, pero los respeto un poco por ello. EzCal van a pelear. —Los esfuerzos por negociar no daban resultado, y los Absurdos cada vez estaban más cerca. Muchos refugiados Terres provenientes de reductos cultivables caminaban hacia la Ciudad Embajada. Muchos morían por el camino y sus cadáveres se degradaban desde dentro, bajo los trajes y los biodispositivos, y se convertían en mantillo que fertilizaría aquel suelo—. EzCal están preguntándose si podrán salir de todo esto por la fuerza. —Como si la belicosidad pudiera compensar la simplicidad de los números.

»Pero EzCal estarán en el campo de batalla, y eso tiene su mérito —continuó Bren—. Fue Ez quien insistió. El buen rollo se ha acabado. En casa las cosas están… mal.

Solo hacía unas pocas decenas de horas que me había marchado, pero a las fiestas ya les había sucedido la resaca. Pobre Ciudad Embajada.

Intentábamos pasar desapercibidos, pero éramos demasiados para que no nos vieran. Dependíamos del caos que la Ciudad Embajada y la urbe generaban la una en la otra. Gateábamos por túneles sembrados de huesos, y esperábamos y dejábamos aturdido a nuestro cautivo cuando veíamos patrullas de Ariekei, humanos o ambas cosas despejando las calles y disparando contra los enajenados.

Era difícil escudriñar aquellas mesetas de piel donde los policías de nuestra raza y los Ariekei imponían un orden brutal. YlSib tenían que susurrar una y otra vez No debéis hacer ruido a Bailaora Española y sus compañeros. Yo gesticulaba exageradamente para hacerles callar, y ellos, por supuesto, no me entendían. Pasaron más naves por encima de nuestras cabezas. Nos escondimos de los regimientos que iban hacia el frente.

Yo seguía intentando enseñarles. Tratábamos de proteger a nuestros acompañantes Ariekene del sonido de los altavoces cuando empezaban las emisiones de EzCal, ahora pregrabadas; nos escondíamos, y entonces ellos escuchaban los chips que nos habíamos llevado, los dosificaban con satisfacción, frustrando la tiranía de los ritmos de la droga-dios mientras sus conciudadanos salían en estampida hacia la voz. No sé cómo se las ingeniaban para saber qué chip había oído cada uno de ellos y por lo tanto ya no les servía.

Nuestro prisionero veía lo que estaban haciendo, encorvados y con los abanicos extendidos. Supongo que los contemplaba con asco. Tiraba de los grilletes.

Pronto tuvimos listo nuestro catecismo, que yo había extraído de lo que había dicho Bailaora Española. Lo recité en voz baja en Anglo-Ubiq; YlSib lo tradujeron al Idioma. Vi que Bren declamaba mi símil, que había pronunciado por primera vez mucho tiempo atrás.

—Vosotros intentáis cambiar las cosas —dije. YlSib lo repitieron en Idioma—. Queréis un cambio, como la niña que comió lo que le dieron. Por eso sois como yo. Los que no intentan cambiar nada son como la niña que no comió lo que quería sino lo que le dieron: ellos son como yo. Vosotros sois como la niña que comió. Vosotros sois la niña que comió. Vosotros sois como la niña. Vosotros sois la niña. Y también los otros, los que no son como vosotros.

La primera vez que YlSib pasó de sois como a sois, los Ariekei se sobresaltaron visiblemente. Aquella suculenta y extraña mentira, vosotros sois, nacida de la verdad, vosotros sois como, que ellos ya habían afirmado. Y su contradicción, también: que sus enemigos eran tan como yo como lo eran ellos. Les demostramos que sus propios argumentos estaban a punto de convertirlos en mentirosos.

Unos vehículos adictos pasaron al galope a nuestro lado, camino de los páramos. Por la mañana, YlSib nos llevaron hasta un transportador. Era feo y primitivo, pero estaba lleno de aire respirable. Sobre un cojín invisible de partículas impulsadas, seguimos el rastro de las tropas conjuntas de la Ciudad Embajada y la urbe.

En los barrios periféricos vacíos dispersábamos manadas de zelles cuyos Ariekei habían muerto y que buscaban sin entusiasmo cosas que propulsar. Bren conducía nuestro vehículo híbrido, que se ayudaba con el oscilar de unas extremidades laterales que parecían varas de gondolero. No era tan rápido como las naves militares que habíamos visto pasar, pero en él íbamos más deprisa que a pie. Por los ojos-ventana vaciados veía alejarse la urbe. Al principio había viviendas de extrarradio y almacenes que se hundían en el barro, pero luego ni siquiera eso, y el cielo descendió hasta encontrarnos.

Levantábamos polvo. Unos arbustos con espinas se apartaban arrastrándose de nuestro camino, y en los campos se nos abrían sendas que se extendían varios metros y luego empezaban a fracturarse, a ramificarse en todas direcciones. Las baterías animales de los Ariekene se movían alrededor de mis piernas. Detrás de nosotros, los arbustos volvían a sus anteriores posiciones. La urbe era una línea de torres, edificios redondeados como bulbos sin plantar. Se retiraba.

Me quedé mirándola largo rato. Hice pantalla con la mano, como si así pudiera ver como por unos prismáticos, pero no conseguí distinguir el humo ni las torres de la Ciudad Embajada. Me pregunté si habría viajeros entre los Ariekei, y dónde estarían esas otras ciudades, si es que las había, a las que viajaban. No podía creer que no lo supiera.

Los zelles se pusieron nerviosos antes que sus dueños: les costaba más luchar contra su adicción. Con el paso de las horas, los Ariekei se acurrucaron cuanto se lo permitieron sus intrincados bultos apretándose contra las tuberías y las luces del vehículo. Uno a uno, envolvieron los chips con los abanicos.

Tú eres como la niña, tú eres la niña. Ellos son como la niña, ellos son la niña.

queshiqmalis inna —les dijeron YlSib: Repetidlo.

Nosotros somos como la niña, dijeron los Ariekei. Vosotros sois la niña, dijeron YlSib, y los Ariekei se estremecieron, revelando una excitación que me complació. No podían hacerlo, pero entendían, en algún abstracto alienígena, qué intentábamos hacer. La niña…, dijeron algunos, y otros dijeron… nosotros… o… es como… Pobre YlSib, pobre Bailaora. Me mostré implacable con ellos.

—¿Qué es eso?

Había visto algo que dejaba un rastro algunos kilómetros detrás de nosotros. Detecté más movimiento hacia el oeste, y al poco rato, por encima de nosotros apareció otra diminuta máquina propulsada. Nos seguían otros vehículos que se acercaron más y se hicieron visibles. Un carro con múltiples ruedas sobre suspensión líquida; un camión terretecno provisto de armas biotrucadas; centauros monoplaza, armazones equinos sin cabeza en cuya parte delantera iba sentado un hombre o una mujer provisto de aeoli. Un planeador surcaba las corrientes térmicas. Bren detuvo nuestro vehículo. YlSib salieron mientras el éxodo se acercaba.

Otros vehículos redujeron también la velocidad. Otros conductores y pilotos miraron por las ventanas. Detrás de mí, escondido en nuestra máquina, el Absurdo emitió un silbido que no pudo oír. Los fugitivos eran como YlSib: exiliados de la urbe. Miembros del Cuerpo fugados, imaginé, y también otros que no huían de un pasado tan grandioso. El planeador aterrizó y Shonas se asomó. Me pregunté dónde estarían DalTon. Los habitantes de la urbe se mostraban precavidos, pero casi todos se conocían; se saludaron e intercambiaron breves informaciones sobre los Absurdos, la Ciudad Embajada y las fuerzas de la urbe.

Nos pusimos de nuevo en marcha, esa vez juntos, formando un pequeño séquito. El planeador nos hizo señales con las alas y con las luces de posición.

—Dile a Bailaora que venga —les dije a YlSib—. Dile lo que yo diga. —Señalé más allá de los ojos del carro. Bailaora Española no miró hacia donde yo apuntaba—. Mira hacia arriba, mira esa máquina que va por encima de nosotros —dije, y luego lo dijeron YlSib. A veces, cuando hablaba para los Ariekei, imitaba, sin darme cuenta, la precisión del Idioma traducido al Anglo-Ubiq—. Esa nave de ahí arriba, las luces de sus alas, cómo se mueve: nos está diciendo cosas. Nos está hablando.

Bailaora Española miró el planeador con algunos de sus ojos, con otros a YlSib, y con uno me miró a mí. Me quedé mirando ese ojo. «YlSib te lo han dicho —pensé— pero ¿sabes que soy yo quien te habla?»

—No lo entiende —dijo Yl o Sib—. Cree que sabe que no miento, pero también sabe que el planeador no nos habla.

—Pero es que nos habla —dije.

Al amanecer viramos para evitar el ejército de EzCal, para no pasar por el campamento.

—¡Venga, venga! —dijo Bren. Teníamos que alcanzar a los Absurdos antes de que lo hicieran las tropas combinadas—. No tienen prisa. Los adelantaremos. En realidad no quieren luchar; van a intentar negociar.

—El problema es que no pueden —dije.

Todavía veía el planeador. Las otras naves iban detrás, lo bastante cerca para que pudiéramos hacer señas a sus conductores. A media mañana vimos que los árboles de gas cubrían la meseta que teníamos delante, un dosel de miles de bolsas de piel del tamaño de casas oscilando movidas por la brisa, sujetas al suelo. Una a una, las otras naves salieron de la formación.

—¡Eh, mirad! —dije.

—Ellos no pueden atravesar eso —dijo Bren.

Ya solo nos acompañaban los tres centauros. Yl y Sib se miraron, nerviosas.

—«Bren» —dijo una de ellas—. «Ellos son pequeños, nosotros no.» «Nosotros tampoco podemos pasar por ahí.» «No sin que nos vean.» «Dejaremos rastros…»

—¿No me escucháis? —repuso él. Tiró de los mandos y aceleró—. No nos queda tiempo. Tenemos que llegar allí cuanto antes. Así que poneos a trabajar, por favor. Seguid con las lecciones. Porque no basta con que lleguemos allí: cuando lleguemos, tenemos un trabajo que hacer.

Pero era imposible concentrarse a medida que nos acercábamos al bosque. Algunos árboles se apartaban de nuestro camino lánguidamente, sujetos al suelo por las raíces, pero la mayoría eran demasiado lentos. Me agarré. Las patas del carro segaban los troncos de cuerda. Al pasar nosotros, los árboles se elevaban, con las sogas rotas colgando. Dejamos una hilera acelerando hacia el cielo mientras nos adentrábamos en el bosque. Por las ventanas traseras vi a los centauros pasar por encima de las cepas retorcidas que dejábamos atrás; no encontraron muchos escombros, porque estos habían salido volando.

—Unos kilómetros más allá de ese bosque —dijo Bren; el movimiento hacía que le temblara la voz—. Allí es donde están los ejércitos.

Las copas de los árboles, hinchadas, se zarandeaban unas a otras. Había diversas capas de oscuridad y sombra alrededor de nosotros, y de pronto pensé que allí podía haber de todo: ruinas Ariekene, cualquier imposible. Detrás de nosotros había una cuña de cielo por la que los árboles desplazados se elevaban en estricta formación hasta que alcanzaban el viento y se dispersaban. Gracias a ese hueco en el bosque vi que el planeador realizaba maniobras de combate aéreo.

—Pasa algo —dije.

Estiramos el cuello y vimos cómo describía una curva hacia arriba y cómo las armas que llevaba bajo el morro disparaban a otro aéreo que lo atacaba.

—Puto Farotekton —renegó Bren.

No podíamos escondernos. Si virábamos, los árboles que se elevaran revelarían nuestra posición, de modo que nos limitamos a aumentar la velocidad; en nuestra estela, los jinetes de los centauros empuñaban sus rifles. Oímos detonaciones, y por encima de las nubes provocadas por las explosiones asomaron jirones de árboles, de los que colgaban restos de humo y vegetación.

Shonas disparó desde el planeador. Al principio creí que nos perseguía su enemigo, DalTon, y que yo solo era un daño colateral del drama de otro, pero el atacante daba unos saltos de carpa que ningún humano habría podido pilotar. EzCal ya debían de saber cuál era nuestro destino y habían ordenado a una nave Ariekene que nos alcanzara, que nos impidiera llegar hasta el ejército.

Los centauros se dispersaron por la maleza vejigosa. Oí a YlSib parloteando en Idioma. Le estaban explicando a Bailaora Española lo que estaba pasando.

—Quizá pueda… —dijo Bren, y me pregunté qué plan tendría.

El planeador rebotó por nuestro campo de visión, se estrelló contra el suelo y estalló en medio de una rociada de árboles. Yl y Sib gritaron al ver morir a Shonas.

Hasta ese momento, yo no acababa de creerme que EzCal estuvieran dispuestos a perder una nave por aquello, por nosotros. Di un chillido y el suelo bajo nosotros estalló.

Me desperté al oír un ruido. Tosí, grité y vi los múltiples ojos de un Ariekes. Por encima de él vi nuestro chasis roto, que dejaba entrever el cielo y la oscilante vegetación. A mi lado tenía la cara inmóvil de otro Ariekes, muerto. Pensé que me estaba muriendo. Me quité la máscara del aeoli mientras el Ariekes que seguía con vida tiraba de mí con su utensilia y me sacaba del vehículo volcado por un gran boquete.

Me di cuenta de que hacía pocos segundos que nos habían derribado. Me tambaleé y me apoyé en Bailaora Española. Estábamos en un cráter bordeado de vegetación que se estiraba hacia arriba sobre tallos deshilachados.

Había más de un Ariekes muerto. Los vivos estaban saliendo del hoyo, llevando a rastras a Bren, Yl y Sib. El Absurdo se tambaleaba, desorientado, y uno de los Ariekei heridos lo empujó y lo envió hacia nosotros, nos apuntó con la utensilia. Oímos un grito ahogado, y del bosque que circundaba nuestro claro sobresalió otro árbol, del que colgaba, enredado, un hombre: era uno de nuestros escoltas, uno de los jinetes, cuya montura lo había derribado. Se aferraba como podía, pero el árbol ascendía muy deprisa, y aquello que tenía atrapado al jinete cedió y él cayó bruscamente. No oí ningún grito, y el árbol siguió ascendiendo. No lo vimos caer al suelo, pero era imposible que hubiera sobrevivido.

Tropecé con restos de biodispositivos. Cuando la nave que nos había derribado volvió a sobrevolar el escenario del bombardeo no detectó señales de vida. La vimos desde nuestro escondite, unos metros dentro del bosque. Describió varios círculos y se alejó hacia el ejército de los Sin Idioma.