24

Yo todavía suscitaba algún interés cultural. Igual que BrenDan, el hendido libre, alborotador, disidente tolerado. Si desaparecíamos los dos a la vez, alguien podía notarlo. Y quizá ya estuvieran vigilándonos. Por eso la vez siguiente, la última vez, fui a la urbe sola.

Mientras el comité se consumía de inquietud y Cal asumía el poco poder que teníamos, la vida seguía en las calles de la Ciudad Embajada. Mientras caminaba por mi reducida ciudad con mi aeoli y mis provisiones, me sorprendió ver más de una fiesta al aire libre. Algunos ciclopadres de los niños que jugaban vieron que los observaba, y nos miramos, y ese patetismo, el saber juntos que aquello era un último juego para mantener entretenidos a aquellos críos, no desmerecía el placer del momento.

Había policías en las calles, pero no tenían mucho que hacer, salvo esperar que llegara la guerra: no patrullaban con fervor. No echaban a los proselitistas, a las diversas ramas de cuáqueros, cada una con su propia teología, condenatoria o rescatadora. Ni siquiera a los más enardecidos se los trataba como una amenaza o una plaga, sino como actores. La gente se burlaba de ellos, y ellos se obstinaban en su devoción.

Quería detenerme, pedirle a alguien que viniera conmigo a una cafetería donde servían bebidas gratis o a cambio de los pequeños pagarés que presentábamos en educada charada. El clásico lamento: «Quizá tarde en volver». La nostalgia de quienes estamos a punto de marcharnos. Salí de la Ciudad Embajada cerca de donde Yohn y Simmon y los demás y yo aguantábamos la respiración y donde una vez yo había tocado una soga. Salí por los pasillos de una casa fronteriza, sola.

En mi mapa de la urbe estaban marcadas varias colonias de Ariekei, cada una con sus anotaciones, la información más reciente que Bren había podido reunir. «1: Centro. korasaygiss. Leal.» A mi izquierda. «2: Estatus incierto.» «3: Contribuyeron al ejército pero mantienen disputas con korasaygiss.» «4: ¿Comunalistas?» 5, y siguientes. Yo sabía que todas las fronteras dibujadas eran porosas. A medida que se acercaban los Absurdos, aquellos pequeños sistemas de gobierno iban volviéndose más insulares; la política y la cultura que desarrollaban entre una y otra dosis, más divergentes; las calles que los separaban, más peligrosas. Sabía que no estaba a salvo allí.

En los primeros centenares de metros había visto a tejones modificados que paseaban tranquilamente, había oído aleteo de pájaros y me habían acompañado los insectos. Ahora me encontraba en territorios de fauna local, con al menos dos nombres: el nuestro, en lengua vernácula, y sus denominaciones en Idioma. Me quedé quieta ante una cosa del tamaño de un perro que nosotros llamábamos «cañón pardo», y que los Ariekei denominaban kosishrua o tersethis según una distinción taxonómica que nosotros nunca habíamos entendido. Se cruzó en mi camino con andares de golfillo. Por arriba pasaban los papelajos y las máquinas biotrucadas, asilvestradas o tripuladas por Ariekei.

Podía navegar por el ínmer, pero aquella geografía, en cambio, casi me vencía. Las tierras de nadie eran peligrosas, y aún lo serían más los asentamientos, donde no me amenazarían las iras aleatorias de los enajenados sino los vigilantes de las fronteras. Con aquel nuevo tribalismo, a veces se producían enfrentamientos entre los habitantes de diferentes zonas. En más de una ocasión había tenido que esconderme detrás de un hueso-casa o un montón de basura para protegerme de esos estallidos violentos.

El miedo me impedía respirar. Al salir de una circunvolución, entreoyendo el runruneo diafragmático del vecindario, me paré en seco. Había dos hombres delante de mí.

Me vieron y levantaron los rifles. No podía verles la cara a través del visor de sus aeolis. La incongruencia de unas figuras Terres en aquel lugar me detuvo un peligroso instante, pero me moví justo antes de que dispararan, y las balas dieron en el ventrículo o callejón del que acababa de apartarme. Eché a correr. Oí que me seguían. Me metí entre unos colgajos y me perdí. Apreté los dientes; el corazón me martilleaba en el pecho.

No me dejé llevar por el pánico. Pensaba con claridad. Me di la vuelta al oír otro ruido. Un humano intentaba agarrarme desde un portal con aspecto de branquias. Intenté retroceder, pero se llevó un dedo a la máscara indicándome que no hiciera ruido, y me hizo señas para que me acercara.

Lo seguí, y entramos en una cámara. Nos sentamos y nos quedamos escuchando. Lo miré fijamente, pero no recordaba su cara. Lo escudriñé como si pudiera descodificarlo.

—¿Estás bien? —me susurró.

—Sí.

Empecé a preguntarle: «¿Quién eres?» o «¿Quiénes eran ésos?», pero él sacudió la cabeza y continuó escuchando.

—Ven conmigo —dijo por fin.

Volví a intentar preguntarle quién era, pero siguió sin contestarme. Al fin y al cabo, no me debía ninguna explicación. Dejé que me guiara, sigilosamente.

Al final de un largo rodeo, Yl y Sib estaban esperándonos. Lo saludaron lacónicamente. Los tres hablaron en voz baja, y no oí lo que decían. El hombre se volvió y me dijo adiós con la mano.

—Se llama Shonas —dijo Sib—. Antes era visir. Lleva unos ocho años en la urbe.

Retomamos, con cautela, mi ruta original.

—¿Qué hace aquí? —pregunté—. Y ¿quién me ha disparado?

Un dintel se arqueó para dejarnos pasar.

—«Vino a la urbe después de una ruptura con un Embajador» —me explicaron YlSib—. «Se armó un pequeño escándalo. Desapareció. Tú debías de estar en el ínmer. En el exterior.» «Por eso no te acuerdas.» —Como si tuviera que acordarme—. «Los otros eran DalTon.»

No recuerdo haberme sorprendido. A aquellos gallardos disidentes los daba por muertos, hendidos o encarcelados en aquella terrible enfermería.

—«Se fueron.» «Se volvieron raros.» «Shonas vino a la urbe a detenerlos, y…» «Bueno. Está de nuestro lado.» «Contra el Embajador DalTon.» «Llevábamos mucho tiempo sin saber nada de esos cabrones hasta que empezó todo esto, no sé qué han estado haciendo.» «Ahora están como cerdos en la mierda.» «Todo esto debe de encantarles.» «Se han enterado de tu plan.»

Una economía paralela de relatos, contraataques y venganzas.

—¿Cómo saben ellos lo que tengo planeado?

—Todo se sabe.

—¿Qué coño significa eso?

—«Por favor, Avice. Las noticias vuelan.» «Quizá solo supieran que ibas a venir a la urbe. Y eso significa que tienes un plan.» «Y sea cual sea el plan, ellos se oponen.»

—¿Trabajan con Cal? ¿Con EzCal?

—«¿Qué? ¿Solo porque han intentado pararte los pies?» —YlSib me miraron—. «¿Solo porque Cal también habría intentado pararte los pies?» «No es lo mismo.» «DalTon tienen sus razones particulares para todo.»

—Y ¿qué razones son ésas?

—«Bueno, ahí fuera hay muchas razones» —me contestaron con un deje de cansancio—. «¿Cómo enumerarlas todas?» «Elige una.» «No son amigos tuyos.» «¿Te sirve ésa?»

—No.

—«Están hartos de todo.» «Y tú no.» «Y tú intentas hacer algo.» «¿Qué te parece?»

Dal y Ton, nihilistas desde el inicio de la crisis, incluso desde antes. Que hubieran pensado que merecía la pena matarme suponía una justificación. Si le preguntaran a Cal si prefería que la Ciudad Embajada se destruyera o sobreviviera sin él, afirmaría lo último y lo haría sinceramente; pero cuando descubriera mi plan haría cualquier cosa, aunque eso lo llevara a la tumba, nos llevara a todos a la tumba, por pararme los pies, porque mi plan lo debilitaría. DalTon querían pararme los pies porque yo quería salvar el mundo. Estoy segura de que para ellos era mucho más coherente, tras un largo y furioso autoexilio. Había allí kilohoras de historia que yo desconocía. DalTon estaban contra mí, Cal estaba contra mí, DalTon estaban contra Cal, Shonas estaba contra DalTon, Shonas estaba a mi favor pero no estaba contra Cal, etcétera. Nunca se me habían dado bien las intrigas, ni en la Ciudad Embajada, ni en el ínmer, ni en el exterior. Creía que la orgulancia era una forma de suplir esa carencia. Pero la política siempre acaba encontrándote.

—¿Cuántos hay? —pregunté—. Cuántos parias. En la urbe.

Yl y Sib no contestaron. Mis planes para salvar la Ciudad Embajada se cruzaban, brevemente, con la historia de DalTon y Shonas, y el drama de la venganza del ex Embajador y su ex visir se cruzaba con mi historia. Agradecía a Shonas que me hubiera salvado la vida.

—«Está en camino» —dijeron YlSib—. «¿Cómo lo llamas? Bailaora Española.»

—Ya lo sé, es una grosería —admití—. No volveré a usar ese nombre.

—«¿Por qué?» «A él no le importa, y a nosotros tampoco.»

Era una habitación pequeña. Sin ventanas, por supuesto, iluminada con hojas que relucían.

—Hay energía —observé.

—«No.» «La luz la emite un necrófago de las paredes.»

—No me digas. —El edificio estaba muriéndose, y eso nos alumbraba. Me dieron ganas de reír.

Volví a sacar el tema, pero YlSib no quisieron decirme qué era lo que las había hecho salir, hacía cientos de miles de horas, de la Ciudad Embajada, para vivir detrás de una máscara aeólica en aquella microcultura del exilio. Esperamos.

—«Cada vez se marchan más Anfitriones de la urbe» —dijeron YlSib—. «Y muchos se unirán a los Absurdos.» «No quedarán muchos para montar guardia, aunque estén preparados.»

—No tendrán alternativa. EzCal se lo ordenarán.

—«¿Cuál es tu plan?» «¿Qué es eso que quieres hacer?»

—Ya lo sabes —dije—. Bren te lo contó. —La verdad era que no sabía cómo explicárselo. Cuando llegó Bailaora Española, dije—: Mira, te lo enseñaré.

Recordé cómo se movían los Sin Idioma que teníamos cautivos. Los Absurdos se acercaban y no tenía sentido esperar a Bren. Con la ayuda de YlSib, su esmerada traducción, muy despacio al principio, empezamos. Contra todas mis tendencias, cultivadas durante años, no tuve más remedio que tomar el control.

Dudo que la urgencia sea un bacilo que pueda atravesar a los exotipos, pero intuí que los Ariekei comprendían que algo había cambiado en mí. Nos pusimos a hablar exaltadamente. Los recordaba en El Fular, fascinados por mí y por los otros símiles.

—Tú quieres mentir —le dije a Bailaora Española—. Enséñame cómo lo haces. Volvamos a empezar.

Pasé horas oyéndoles pronunciar a él y a su grupo sus pequeñas falsedades; YlSib se encargaban de traducir. Tomé notas e intenté recordar cómo hacía surltesh-echer lo que hacía. Creía que ahí estaba la clave.

Había hablado de ello con Bren. Muchas veces surltesh-echer había hecho juegos de palabras, erosionando las cláusulas hasta que de pronto solo quedaba una sorprendente mentira. Pero ese método, aunque estuviera bien llevado a cabo, era algo secundario. surltesh-echer tenía la atención teórica puesta en mí.

Nos veía —a los símiles hechos a partir de Terres, no solo a los símiles— como la clave para llegar a una no-verdad más fundamental e instrumental. Su falsedad accidental, pronunciada con estilo mediante un truco verbal, insinuaba esa mutación surgida del contacto. Antes de que vinieran los humanos no hablábamos mucho de ciertas cosas. Antes de que vinieran los humanos no hablábamos mucho. Antes de que vinieran los humanos no hablábamos.

Mediante un fingimiento hecho de cláusulas omitidas, exponía su manifiesto. Antes de que vinieran los humanos no hablábamos: así que hablaremos, podemos, debemos hablar a través de ellos. Convertía esa falsedad en una aspiración verdadera. surltesh-echer, insistiendo en cierta posibilidad, cambiaba lo que era. Había aprendido a mentir para insistir en una verdad.

—Sigamos a Surl Tesh-echer —dije a Bailaora Española y a sus acompañantes. YlSib me tradujeron. Los Ariekei reaccionaron—. Él nos señaló el camino. Vosotros me conocéis. Soy la niña a la que hirieron en la oscuridad y que comió lo que le dieron. Decidme a qué me parezco, y llegaremos a lo que soy.

Les dije sus apodos. Bailaora Española, Toallero, Bautista, Pato. Decía sus nombres, señalaba e incluso sonreía; nunca se sabe, nunca sabes lo que han registrado y lo que no. Mientras trabajábamos, sus baterías animales daban saltitos alrededor. Todos aquellos Ariekei sabían mentir, al menos un poco. Eran los seguidores del mayor mentiroso de su historia. Les ayudé a omitir cosas, susurrar cláusulas, hacer descripciones intencionadamente deficientes.

Antes de que vinieran los humanos. Hice que YlSib repitieran la afirmación de surltesh-echer. Los Ariekei fallaban: la mentira les colapsaba la mente. «¿De qué color es?», decía mostrándoles trapos o trozos de plástico. Estiraban y retraían los ojos.

Pasadas unas horas, dejaron de prestar atención. Pato se estremecía, Toallero murmuraba y emitía trinos. Lo entendí. No teníamos archivos de audio. Los Ariekei tuvieron que salir a la calle y esperar a que los altavoces hablaran. Dentro no podíamos oír la transmisión, pero notábamos cómo temblaba el edificio. Yl, Sib y yo nos miramos, y creo que las tres nos imaginamos a nuestros alumnos saliendo en estampida hacia el altavoz más cercano, peleando quizá con los enajenados, golpeándose quizá unos a otros, mientras EzCal hablaban.

—¿Cómo es que estáis detrás de esto? —pregunté a YlSib—. Si funciona, las cosas cambiarán para vosotras…

—«¿Qué perdemos?» «¿Una habilidad?» «Y ¿qué se gana? ¿Qué ganan todos?» «¿Qué ha hecho nuestra habilidad por nosotros?»

Volvieron a bajar la cabeza. Bren me había confesado que él odiaba a su doppel, con un odio contenido. Ver el agotamiento de YlSib, ver que no se miraban, me hizo preguntarme si a todos los Embajadores les pasaría lo mismo.

Cuando regresaron, los Ariekei volvían a estar tranquilos. Continúa, dijo uno. Asentí exageradamente con la cabeza y dije: «Sí». Lo repetí, despacio. Lo que intentaba era conseguir un corte, una ruptura, un paso del antes al después. Un punto de inflexión que, como todos, solo podía ser un misterio.

—¿A qué me parezco? ¿Qué se parece a mí?

YlSib tradujeron mi pregunta y las respuestas:

—«Eres la niña a la que hirieron en la oscuridad y que comió lo que le dieron.» «Los carroñeros que vienen a comer a las letrinas de nuestras casas son como la niña que comió lo que le dieron.»

—Qué bonito.

Los hice esforzarse por alcanzar la poesía. Cerré los ojos. Ellos afirmaban similitudes, y yo no les daba tregua. Al cabo de un buen rato sus sugerencias empezaron a resultar más interesantes. Eran demasiado ambiciosos: la conversación estaba llena de símiles que nacían muertos.

—«Las rocas son como la niña a la que hirieron en la oscuridad porque…»

—«Los muertos son como la niña a la que…»

—«Los jóvenes son como la niña a la que hirieron en la oscuridad y que comió…»

De pronto, Bailaora Española dijo:

—«Nosotros intentamos cambiar las cosas y ha pasado mucho tiempo, y por esta paciencia al saber que esto se acabará somos como la niña que comió lo que le dieron» —tradujeron YlSib—. «Los que no intentan cambiar nada son como la niña, que no comió lo que quería, sino lo que le dieron.»

Abrí la boca. El alto Ariekes se inclinó hacia mí mirándome sin parpadear con sus múltiples ojos.

—Dios mío, lo sabe —dije—. Sabe lo que intento hacer. ¿Lo has oído?

—«Sí.» «Sí.»

—Me ha convertido en dos cosas diferentes y contradictorias. Las ha comparado conmigo.

—«Sí.»

Ellas eran más prudentes que yo, pero seguí sonriendo, hasta que ya no pudieron seguir conteniendo la sonrisa.

Lo dejamos tarde, cuando los Ariekei se pusieron tan ansiosos por recibir la voz de la droga-dios que ya no podían trabajar y se sumieron en una temblorosa confusión. Dormí sin taparme en un suelo que cedía un poco, hasta que Yl o Sib me despertó y me dio un exiguo desayuno. Comprendí, por la transparencia de la piel de la torre, que volvía a ser de día. Mis pupilos seguían allí, y estaban mejor: EzCal ya habían pronunciado el discurso matutino.

YlSib me contaron que EzCal ya sabían que me había ido. Estaban buscándome. Había pelotones en la urbe.

—«Ahora ya no te has marchado, sencillamente» —me dijeron—. «Ahora has huido.» «Te estás escondiendo.»

No hizo falta que dijeran que me había convertido en uno de los suyos.

Trabajamos todo el día con los deficientes símiles de los Ariekei. Acabé agotada, me impacienté. Al anochecer oí abrirse la húmeda abertura de la habitación y vi entrar a Bren. Lo abracé apasionadamente y él me besó, pero me apartó de sí. Me solté cuando vi qué lo seguía: llevaba con él a un Absurdo.

—Ha sido un viaje espantoso. —Soltó una breve risotada.

El Absurdo estaba débil. Bren lo llevaba sujeto con una picana y unos grilletes por los que no paraba de pasar la corriente; era la única forma de dominarlo. El Sin Idioma estaba herido por aquella quemadura constante. Llevaba la utensilia atada al cuerpo, y cojeaba. Yo ya sabía que aquel era el plan, pero no podía creer que Bren lo hubiera conseguido.

—Dios mío —dije—. ¿Cómo lo has hecho? Por Dios, míralo. Esto es horrible. Pareces un torturador.

—Sí, es horrible —admitió él.

Bailaora Española y los otros Ariekei lo rodearon. El Absurdo intentaba alcanzarlos, pero no podía. Los Ariekei se tambaleaban, retrocedían, volvían a acercarse, con una curiosidad morbosa.

—¿Cómo está la Ciudad Embajada? —pregunté.

—Están asustados —me contestó Bren—. Deben de creer que tú y yo trabajamos para el enemigo. O eso dicen.

—¿Para los Absurdos? Eso es…

—Absurdo, sí.

—Es una locura.

—Ya sabes cómo son.

Era lo que la gente decía, aunque supiera que no tenía sentido. Tenían razón para estar asustados. Los Absurdos se acercaban.

—¿Cómo lo has conseguido?

—Empleando todos los medios que puedas imaginar —dijo Bren—. Falsificación de documentos, soborno, engaño, intimidación. Nocturnidad. Violencia. Todo eso.

—Ahora sí podremos hacer pruebas —dije.

Bren sacó unos chips de su bolsa.

—Toma —dijo—. Para que esos se controlen un poco. Así no dependerás totalmente de las emisiones. Podemos sacarlos de aquí.

—Pero ¿por qué queréis que mientan? —preguntó Yl o Sib.

Me quedé mirándolas. No habían entendido nada. Habían apoyado nuestro plan solo porque era un plan.

—Se trata de lo que significa mentir —respondió Bren—. ¿Por qué crees que nos marchamos de la urbe?

YlSib se encogieron de hombros.

—Se trata de cómo funcionan los símbolos para ellos —dije—. Creía que nunca podríamos cambiar eso. Pero ¿sabéis qué fue lo que me hizo cambiar de opinión? Que ya hay Ariekei que lo han hecho. —Señalé al cautivo—. Han conseguido lo que Surl Tesh-echer, Bailaora Española y este grupo llevan años intentando. Tienen una mente nueva. Y la están utilizando para matarnos.

Fue la extraña precisión con que los Absurdos coordinaban sus ataques lo que me dio la idea. Se comunicaban: no había ninguna otra explicación para aquel exterminio tan eficaz. Aunque fueran Sin Idioma, seguían necesitando y conseguían una comunidad, aunque no fueran conscientes de ello: seguramente cada uno se creía atrapado en una solitaria venganza, pese a que la violencia que cometían juntos lo desmentía.

Los había visto gesticular. Los soldados y los comandantes apuntaban con las utensilias. Los Absurdos habían inventado el hecho de señalar. Señalando habían concebido un eso. Habían dado poder de referencia al movimiento de la extremidad indicando cierta dirección. Ésa era la clave. De ahí habían partido otras palabras mudas.

Eso. ¿Eso? No, eso no: eso.

Cada palabra del Idioma significaba únicamente lo que significaba. La polisemia o la ambigüedad eran imposibles, igual que otros tropos que hacían que otros idiomas fueran idiomas. Pero el eso puede aplicarse a todo: es flexible porque está vacío, un equivalente universal. Eso siempre significaba eso y no eso otro. A su silenciosa y solitaria manera, los Absurdos habían realizado una revolución semiótica y habían creado un nuevo idioma.

Era básico y en presente. Pero su única palabra inicial eran, en realidad, dos: eso y no-eso. Y a partir de ese vocabulario exiguo y primario, el motor de esa antítesis hacía surgir otros conceptos: yo, tú, otros.

El código que habían creado no se parecía a la precisa planificación que habían crecido conociendo. Pero lo anómalo era el Idioma: ese nuevo código elemental de dedos y patadas se parecía mucho más a lo que nosotros hablábamos; era, por fin, un lenguaje más afín al de otros seres conscientes de otras partes del ínmer.

—Nosotros nunca aprendimos a hablar Idioma —dije—. Solo lo fingíamos. Los Absurdos, en cambio, han aprendido a hablar como nosotros. Los Ariekei que están en esta habitación quieren mentir. Eso significa pensar el mundo de forma diferente. No es hacer referencia, sino significar. Creía que eso era imposible. Pero mirad. —Señalé la cosa que quería matarme—. Eso es lo que han hecho. Cada vez que señalan, significan. De momento el precio es demasiado elevado. Pero ahora sabemos que los Ariekei pueden hacerlo. Y enseñarles eso a este grupo sin quitarles las alas significa enseñarles a mentir.

»Los símiles empiezan siendo… transgresiones. Porque podemos referirnos a cualquier cosa. Aunque en Idioma todo es literal. Todo es lo que es, pero aun así, yo puedo ser como los muertos y los vivos y las estrellas y una mesa y un pez y cualquier cosa. Surl Tesh-echer sabía que eso era Idioma esforzándose por… salir de sí mismo. Por significar. —Por eso, con una estrategia tan extraña, había llegado a mentir a través de nosotros. Yo no me había llevado los libros de Scile, pero los había leído muchas veces, había aprendido con ellos y había discutido con ellos, y sabía lo que necesitaba saber—. Tenían que herirme y darme de comer para que yo fuera articulable, porque tenía que ser cierto. Pero lo que dicen conmigo… Eso es cierto porque ellos lo hicieron.

»Los símiles son una salida. Una ruta de la referencia al significado. Pero solo una ruta. Sin embargo, nosotros podemos llevarlos hasta allí por un camino más corto, hasta el final. —A medida que se lo explicaba, iba viéndolo más claro—. Hasta donde lo literal se convierte… —Me interrumpí—. En otra cosa. Si los símiles hacen bien su trabajo, se convierten en otra cosa. Cuando mejor decimos la verdad es cuando nos convertimos en mentiras.

No en paradojas, quise añadir; aquello no eran paradojas, no eran sinsentidos.

—Ya no quiero ser un símil —dije—. Quiero ser una metáfora.