23

Además de «los Sin Idioma» y los «AM», abreviatura de «Automutilados», al principio llamamos a aquel ejército «los Sordos». Los humanos sordos de la Ciudad Embajada se opusieron enérgicamente a eso; tenían razón, y nos avergonzamos. Entonces alguien llamó a los atacantes según un idioma antiguo. «Surdae» significaba lo mismo, «sordos», pero perdía toda connotación peyorativa; sobre todo porque, rápidamente prostituido o malentendido, el término evolucionó a «Surd» y por último a «Absurdo». Aquellos Anfitriones venían a matarnos por unos pecados que, si los habíamos cometido, había sido sin proponérnoslo.

Lo más absurdo, lo más imposible, era su disciplina, el orden con que aquellos grupos, sin mediar palabra, se separaban del lento grueso principal y se coordinaban en pelotones que penetraban en territorio desconocido y hacían pedazos a nuestros soldados, o reclutaban a nuevos soldados Ariekei desmembrándolos. Al final, de pronto, dejamos de recibir transmisiones: las cámaras caían al suelo por avería, o derribadas por el viento o por una súbita irritación del enemigo. Enviamos más, por supuesto. Empezamos a hacer planes.

Mientras nuestros espías salían volando en busca de imágenes, nosotros infringíamos viejos acuerdos y hábitos de aislamiento. Las cámaras nos mostraban la costa, el mar ligeramente tóxico. Teníamos un país, donde se erigía la urbe, que contenía la Ciudad Embajada. No estábamos acostumbrados a ver aquello. En el ínmer yo había utilizado software cartográfico, pero nunca aquellos mapas. Teníamos un continente. Me habría costado trazar los contornos de la Ciudad Embajada, más aún dibujar la urbe, y ni siquiera habría reconocido la forma de la masa continental sobre la que solo éramos un punto diminuto. Ahora que los necesitábamos, no era difícil violar aquellos tabúes y dibujar mapas. Nunca habían estado prohibidos, como había visto que sucedía en el exterior, en algunas teocracias poco sutiles: solo los considerábamos inapropiados, y el civismo de antaño no tenía sentido. Nuestras cámaras cargaron coordenadas para que pudiéramos seguirles el rastro a los Absurdos.

Los primeros, los escasos pioneros, también habían aprendido la violencia específica para hacer de sus víctimas camaradas mudos. ¿Qué había pasado? Se habían extendido por los alrededores de la urbe diezmada, cobrándose granjeros, más allá de la red de tuberías urbanas hasta llegar a los territorios de los nómadas, cobrándose nómadas, cazadores-recolectores de tecnología innecesaria o huida, de edificios. Quizá algún día alguien escribiera la crónica de aquella caminata, la cruzada de reclutamiento.

Además de todos aquellos adictos rurales secuestrados y violentamente curados, había otros a los que imaginé saliendo de los páramos como profetas enloquecidos; esos Ariekei, los que vivían más lejos, alarmados ya o enfurecidos por lo que habían oído sobre sus congéneres de la urbe, reducidos a zombis extasiados o desesperados cobardes, quizá no hubieran necesitado, pese a estar lo bastante lejos para haber evitado la afección, coacción para unirse a los Absurdos. Quizá el ejército hubiera tardado un tiempo en entrar con una violencia regular e implacable, y quizá en algunos asentamientos hubiera habido controversias sobre el ensordecimiento entre los que todavía no habían sido reclutados. Los últimos y articulados usos del lenguaje para debatir su erradicación.

Le pedí a Bren que me acompañara a la urbe. Era fácil salir, pese a que se suponía que las fronteras estaban controladas. No era difícil aprenderse las rutas de entrada y salida.

—Dentro de dos semanas los tendremos aquí —dije.

Él asintió con la cabeza.

—¿Te has fijado en que están todos en óptimo estado? —repuso—. No protegen a los viejos ni cuidan de los jóvenes.

Los jóvenes, sin embargo, pronto les estarían agradecidos. Aunque estuvieran desatendidos, unos cuantos de cada camada Ariekene debían de sobrevivir, y cuando alcanzaran la forma adulta y despertaran al Idioma encontrarían una urbe de la que habríamos sido purgados. Una urbe sin droga-dios. Los Absurdos estaban dispuestos a morir como mártires por ese futuro. No aceptarían ningún tipo de acuerdo o compromiso.

No salimos de las subregiones más seguras de la urbe. Encontré el camino —yo sola, esa vez, guiando a Bren— hasta donde Bailaora Española y sus amigos practicaban el arte de mentir, e intenté ayudarlos a encontrar nuevas formas de hablarme.

—Estamos formando un ejército —dijo Cal.

Nos mostramos tan desdeñosos con él como pudimos. Reunid a cuantos podáis en la plaza y preparaos para luchar, transmitieron EzCal a los Ariekei. Les dijeron que presentaran soldados. Solicitaron quramashi voluntarios. quramashi era el mayor conjunto de unidades con nombre, y significaba algo más que el mayor número exacto para el que existía terminología: quraspa, 3.072. quramashi solía traducirse como «incontables». EzCal estaban pidiendo una fuerza tan numerosa como los Ariekei pudieran reunir.

Cal agitaba una mano. A su lado, Ez parecía el muñeco de un ventrílocuo: solo existía cuando hablaba, o cuando hablaban por él. Wyatt observaba a Ez como un pariente angustiado. Me pregunté cuántos soldados Ariekene conseguiría la droga-dios, y si el proceso de construir esa fuerza sería violento. Los nativos de todos los pueblecitos que quedaban en la urbe, islas en medio de zonas de mortíferos enajenados, intentarían obedecer por diversos medios. Sabían que se acercaban los Absurdos. Los lugareños gobernados o «gobernados» o lo que fuera por korasaygiss, aquellos que EzCal habían puesto bajo los auspicios de korasaygiss, seguramente serían quienes aportaran más soldados.

—… una fuerza principal de Ariekei que vigilen la urbe, emplazada en todos nuestros puntos débiles, y habrá un par de… bueno, de pelotones especiales preparados —expuso Cal en la reunión del comité.

Yo no soportaba escuchar aquello, aquella desesperación disfrazada de estrategia. No soportaba mirar a ninguno de los que estaban conmigo en la habitación. No teníamos con qué rechazar a aquel ejército. Cuando terminó la reunión, recogí mis cosas despacio, y al cabo de un momento me di cuenta de que solo quedábamos Ez, Cal y yo en la habitación. No sé cómo pasó. No quería precipitarme. No podía mirarlos. Era su enemiga, y tenía secretos turbulentos.

Cal estaba repantigado y parecía cansado. Parecía menguado, al fondo, junto a la pared. Daba la impresión de que la silla lo empequeñecía, como un trono habría empequeñecido a un rey-niño. Ez estaba de pie, como un hosco cortesano. Debían de estar esperando para practicar sus necesarias proclamas.

—¿Echas de menos a mi hermano, Avice? —me preguntó Cal.

—¿Que si…? ¿A Vin? Pues… sí. —En parte era verdad—. A veces sí. ¿Y tú?

Cal me miró.

—Sí. Estaba enfadado con él. Antes de su muerte. —Hizo una pausa—. Estaba enfadado antes, y luego mucho más. Claro. Pero lo echo de menos.

Intenté decidir si podía extraer alguna ventaja haciéndole hablar, pero no se me ocurrió nada que decir.

—Por favor —dijo él, enojado; no se dirigía a mí.

Ez levantó la cabeza.

—Voy a… —dijo Ez, y salió de la habitación.

Era la primera vez que le oía hablar por sí mismo desde hacía muchos días. Cal no se volvió para verlo salir.

—Vin te echaba de menos —dijo.

—Ah, ¿sí?

No sabía qué le había pasado a Cal, en qué se había convertido, pero estaba segura de que me veía como yo lo veía a él, a través de una ventana de recuerdos que incluían mañanas, noches juntos, desnudez, polvos, a veces bonitos. ¿Qué podía hacer yo sino recordar las últimas miradas que me había lanzado Vin? Había visto esa necesidad que quizá pudiera recibir otro nombre, y que quizá a Cal le molestara. ¿Por qué creía que los afectos de su hermano no tenían ningún valor, y que yo le había robado? ¿Porque él no podía darlo?

De pronto se me hizo un nudo en la garganta y tuve que cerrar los ojos. Sentí una pena profunda y difusa, no solo por Vin, pero en parte por él. Pensé en los meses que había sido la amante de CalVin. Intenté recordar una época en que ambos se habían movido conmigo a la vez. No pude. ¿Alguna vez me habían tocado a la vez, o siempre lo habían hecho primero uno, y luego, tras un lánguido momento, como yo siempre había imaginado, como daba por hecho, el otro? Miré a Cal. ¿Se había limitado a tolerar los deseos de su doppel todo aquel tiempo?

«¿Hemos estado alguna vez juntos tú y yo?», pensé.

—Despertar sin él. No me acostumbro. —Hablaba deprisa—. Se supone que no tengo que acostumbrarme. La verdad es que a veces es mejor así. El silencio no siempre resulta desagradable. —Desvié la mirada de su espantosa sonrisa—. La verdad, Avice, es que no puedo decirte si lo echo de menos. No, eso no es verdad: puedo decírtelo, y te lo digo, pero no es un sentimiento tan limpio. Tener que decirlo todo, como me pasa, o como me pasaba… Es malo, es bueno y es malo. He estado en las casas de retiro donde tienen a los hendidos. A los normales, no a los alborotadores como Bren. No lo sé, ¿soy ahora uno de ellos?

Señaló con una sacudida de la cabeza la puerta por la que había salido Ez.

—Qué capullo, ¿eh? Qué feas son las cosas a veces. Iba a decir… No sé qué iba a decir. Estoy haciendo lo que debo.

—Y ¿qué estás haciendo, Cal? ¿Por qué debes hacerlo? —Lo dije pese a que no tenía intención de decir nada, de implicarme en aquella conversación—. Ya hemos intentado esto antes, Cal; organizasteis ejércitos y fue un desastre…

—Por favor, Avice. —Negó con la cabeza y vaciló, como si hiciera un gran esfuerzo para pensar cómo comunicar algo—. Lo que no funcionó fueron las patrullas conjuntas. Ya verás lo que haremos ahora. Esto es diferente. Además, ¿tú qué propones? No podemos quedarnos esperando a que vengan… Y ¿no lo has visto? —Volvió a apuntar hacia la puerta—. Puedo conseguir que hagan lo que yo quiera.

—Pues…

—Bueno, pero eso no es lo más importante. Quiero, queremos protecciones alrededor de la urbe, las necesitamos, pero eso no es lo más importante. Lo más importante son los pelotones que enviamos afuera. Le he dado muchas vueltas. —Agitó una mano frente al cuello, su voz—. A esto. He estado pensando cómo utilizarlo. Ya sé por qué fracasaron las primeras patrullas: porque les ordenamos que patrullaran. Era una orden demasiado vaga. Tareas, eso es lo que necesitan. Tareas concretas. Con principio y final.

—¿Qué tareas vais a encomendarles, EzCal?

El error, llamar así a Cal, no fue deliberado.

—Ya lo verás. Y creo que quedarás impresionada. No estoy operando como tú crees. Sé lo que crees que soy, Avice.

Me marché. Era insoportable.

No vi cómo Cal, con Ez, inspeccionaba sus tropas Ariekene, pura pantomima. Me dijeron que había nombrado ayudante a MagDa y que las había hecho hablar por él; de haber hablado EzCal, habrían creado una comedia de abrumados reclutas que intentarían obedecer mecánicamente cada palabra, tanto si era una orden como si no.

De hecho había quramashi, varios miles. Una masa sin precedentes. A través de MagDa, Cal los organizó en filas, escuadrones y unidades, cada uno con su propio comandante. Cuando nuestros nuevos defensores fueron a ocupar sus puestos de avanzada, no hubo tanto caos como yo esperaba.

No eran suficientes. El ejército de Absurdos los superaba varias veces en número. Yo todavía no entendía —no le había hecho caso— que aquel despliegue bélico y aquel fausto teñido de pánico solo eran una pequeña parte de las intenciones de Cal. Ni siquiera reparé en que MagDa se habían marchado dos días, con otros, formando parte de un pelotón al que imagino que EzCal dieron un nombre cuidadosamente escogido. Durante su ausencia, y sin saber de su ausencia, volví con YlSib a ver a Bailaora Española, mientras se acercaba el ejército de los Absurdos. Ya estaba harta de inevitabilidad. En la urbe, fuera de la Ciudad Embajada, daba la impresión, aunque ilusoria, de que todavía era posible más de un desenlace.

EzCal nos convocaron en una sala de conferencias. Asistí a esa reunión, como a todas las demás, sintiéndome una espía. No era una percepción del todo errónea. El comité se había reducido. Sentados en sillas dispuestas en gradas, mirábamos a EzCal, que estaban abajo, en el centro. Me senté al lado de Southel y Simmon. MagDa estaban con EzCal; tenían arañazos en la cara. A su lado estaba korasaygiss, y había otros Anfitriones en los rincones.

—Nos gustaría empezar con un minuto de silencio —dijo Cal— por los agentes Bayley y Kotus, que han dado sus vidas en esta misión, por el bien de la Ciudad Embajada. —Esperamos—. Debemos asegurarnos de que no ha sido en vano. Que los traigan.

Se produjo una conmoción. Dimos gritos ahogados, renegamos y nos echamos hacia atrás, pero lo que trajeron los guardias y colocaron ante nosotros fueron dos enemigos: dos Absurdos esposados. Nos miraron con sus ojos de movimiento de pólipo. Les temblaban las piernas y las utensilias. Comprobaron la resistencia de sus ataduras.

Nos quedamos mirándolos. Cal rodeó a los cautivos y fue señalando las heridas que se habían hecho en el campo, los bordes irregulares de la herida que tenían donde antes estaba el abanico. Señalaba cada una de las cosas que describía con una vara larga y delgada. Parecía el retrato de un conferenciante de la antigüedad, en un centro de enseñanza de la pre-diáspora. Los atacantes hacían ruidos mientras Cal caminaba alrededor de ellos. Gritos que parecían saludos, o invocaciones a dioses. korasaygiss y los otros Ariekei de la sala los observaban sin cesar de moverse, dando pequeñas sacudidas que eran un eco de la tensión y la incomodidad de los prisioneros.

Nuestros hombres habían seguido a un grupo de Absurdos que se habían separado del grueso principal del ejército que venía hacia nosotros para asaltar un asentamiento aislado. Se habían enfrentado. Había habido víctimas en ambos bandos. Al final, explicó Cal, tras una cooperación sin precedentes entre los Terres y nuestros aliados Ariekene habíamos reducido a aquellos Absurdos y los habíamos capturado vivos.

—Necesitamos entenderlos —planteó Cal—. Para poder derrotarlos.

Estábamos allí para tomar notas, para comprender el comportamiento de los Sin Idioma. Mediante experimentos ante cámaras en habitaciones selladas; mediante interacciones entre los Absurdos y nuestros aliados, que en realidad no eran interacciones sino acciones por parte de korasaygiss y su círculo, que los Absurdos ignoraban o, en caso de reaccionar lo hacían de formas que para nosotros no eran en absoluto discernibles como reacciones.

El solipsismo de los que se habían arrancado el abanico parecía impenetrable. Tal vez algunos miembros del comité todavía creyeran, como afirmaba Cal, que estábamos preparándonos para derrotarlos; pero al verlo camelando a korasaygiss —hablando una vez más a través de MagDa a fin de evitar el tedio de embelesar repetidamente al aliado Ariekes— para que hablara con los Absurdos, lo que el Ariekes intentaba en vano, así como también MagDa a instancias de Cal, muchos debieron de comprender, como yo ya había comprendido, que su única esperanza era la negociación.

Pero eran miles los que habían cerrado todas sus ventanas, hacia dentro y hacia fuera, se habían dejado sin Idioma y se habían convertido en nómadas asesinos. Ningún conocimiento que tuviéramos podría cambiar las cosas. Con el raquítico arsenal de Wyatt y la fuerza Ariekene de Cal quizá pudiéramos matar a unos cuantos, pero la urbe seguía encogiéndose, sus habitantes seguían muriendo, automutilándose, huyendo a asentamientos cercanos donde los altavoces transmitían la voz de la droga-dios. Había más Absurdos que Ariekei dispuestos a luchar a nuestro lado.

MagDa hablaban en Idioma; luego, una u otra decía: «Joder, ni siquiera nos oyen», mientras los Absurdos gruñían.

—Pues enséñales —las apremiaba Cal—. Haced que lo entiendan.

Y ese diálogo continuaba y mutaba, triste e inútil. El Ariekes entero repetía sus palabras: MagDa y los otros Embajadores gesticulaban. Nuestros enemigos se acercaban un poco más. Los Sin Idioma tiraban de sus ataduras. Observaban a sus interlocutores, ignorando sus tentativas de diálogo y concentrándose en los actos. Detecté repentinos momentos de atención compartida, reacciones a matices del movimiento de korasaygiss invisibles para mí.

Los Absurdos se miraban intensamente. Hacían ruidos sin saberlo. Se reclamaban atención extendiendo los ojos-antena, señalando cosas que querían que el otro mirara. En la medida de lo posible, se movían y tomaban posiciones mientras Cal y Ez les mostraban imágenes en pantallas, les reproducían vibraciones a través del suelo. Se paseaban, triangulaban, se apartaban.

No reaccioné a tiempo, pero cuando de pronto intentaron atacar a un guardia Ariekene me di cuenta de que sabía que estaba a punto de ocurrir. Los redujeron antes de que pudieran usar sus cuerpos, también atados, como torpes cachiporras, pero me sorprendió la sincronización de sus movimientos. Ese incidente me hizo volver a los libros de mi marido.

—¿Cómo se dice «eso» en Idioma? —le pregunté a Bren—. «Ése de ahí», por ejemplo. —Señalé—. «¿Qué vaso prefieres? Ése.»

—Depende. —Miró un vaso que estaba en la encimera—. Si me refiriera a ése, podría decir…

—No, no me refiero a ninguno en concreto, sino en general, «ése». —Señalé otra vez—. O «ése». —Moví la mano—. Los demostrativos.

—No tienen traducción.

—¿No?

—Claro que no.

—Me lo imaginaba. Entonces ¿cómo distingo ese vaso de ése, y de ése? —Fui señalándolos con el dedo.

—Dirías «el vaso que hay delante de la manzana y el vaso con una imperfección en la base y el vaso con restos de vino». Ya lo sabes. ¿Qué me estás preguntando? Te enseñaron estos fundamentos, ¿no?

—Sí. —Me quedé un rato callada—. Hace años. —Volvía a hablar en años, y no en kilohoras—. Pero si tuvieras que traducir a un Ariekes que me estuviera diciendo «el vaso de la manzana y el del vino», seguramente me dirías «ese vaso y ese otro». A veces la traducción te impide comprender. Yo no domino el Idioma. Ahora eso quizá me ayude.

—La traducción siempre impide comprender. ¿En qué estás pensando?

—¿Cuántos días tardarán en llegar? —pregunté—. ¿Puedes localizar a YlSib? ¿Y a algunos más? ¿A todos los que puedas? —Bren entrecerró los ojos, pero asintió con la cabeza—. Tenemos que ir. Pídeles a YlSib o a quien quieras que busquen a Bailaora Española y los demás. Yo… —Me interrumpí—. No sé —dije—. No sé si… Quizá pueda contárselo a Cal.

—Cuéntamelo a mí. Creía que ya no abrigabas esperanzas.

—Yo también.

—¿Y entonces? Cuéntame.

Se lo conté. A él no podía ocultarle más esa revelación; a vosotros, en cambio, puedo haceros esperar.

Bren asintió con la cabeza y escuchó lo que no puedo llamar un plan —era solo presentimiento y esperanza—; cuando hube acabado, dijo:

—No, no podemos contárselo a Cal. —Me acarició bajo la barbilla y me abrazó, y por un momento me dejé ir y fue muy agradable—. Claro que no podemos.

—Pero estamos intentando arreglar las cosas —dije—. Ya sabes que EzCal no son estúpidos…

—No se trata de que sean estúpidos o no —dijo—. Se trata de quiénes son y qué representan. Cal tal vez entrara en razón. Tal vez. Pero no lo creo; ¿y tú? ¿De verdad quieres correr ese riesgo?

—Si vamos, se enterará.

—Sí. Y te considerará un enemigo. Y tendrá razón. No creas que no va, no van a encontrar tiempo para detenernos.

—De acuerdo —concedí—. Seré un enemigo.

Me sonrió.

—¿Qué más vamos a hacer, Avice?

Nos volvimos, cogidos del brazo, y miramos la pantalla en la que los Sin Idioma cautivos intentaban arrastrar los pies, solos en su habitación, observados por las cámaras. Fue un momento de tranquilidad antes del destierro, mientras nos preparábamos para exiliarnos. Los dos Ariekei que nuestros gobernantes retenían no se movían como dos cosas inconexas, sino como de acuerdo con algo; no con un plan, sino con una especie de conocimiento del otro; una comunión.