Aquello fue el inicio de la guerra abierta. Con una perspicacia horrible, la llamamos la Primera Masacre Rural pese a que era la única que entonces conocíamos. Tardamos días en comprender lo que se avecinaba.
Aquella última mutilación, infligida por un Ariekes a otro, fue un reclutamiento. Si la víctima sobrevivía al dolor, se convertía en soldado del bando enemigo. «¿Cómo recibe las órdenes?», pregunté, pero nadie supo contestarme. Quizá no hubiera órdenes, solo rabia desprovista de lenguaje. «¿Pueden pensar? Si no pueden hablar, ¿pueden pensar? Para los Ariekei, el lenguaje era habla y pensamiento a la vez, ¿no?»
No sabíamos si reducir nuestra presencia en las granjas de la periferia o si reforzarla, de modo que intentamos las dos cosas. Explotaron más tuberías. Las imágenes eran las mismas en diferentes entornos: en un bosquecillo de árboles que parecían órganos; en un terreno semidesértico; en una pedriza. Siempre lo mismo: una explosión de carne y un montón de cargamento arruinado y esparcido. Nuestros almacenes, vacíos.
Las infraestructuras no eran lo único que atacaban. Después de la Primera Masacre, los sin abanico entraron en un campamento defendido por otros Ariekei que sí oían: eso se convirtió en el Incidente del Borde del Precipicio. Teníamos destacados allí a soldados equipados con armas sofisticadas, y dispararon a algunos atacantes. Pero la mitad de nuestros hombres habían muerto para cuando, de pronto, los agresores se marcharon, impulsados por alguna señal que nosotros no alcanzábamos a comprender. Quizá por una especie de empatía con las corrientes que nosotros no notábamos, como los pájaros que describen círculos y se convierten en un solo organismo.
No nos habituábamos a las secuencias que veíamos. EzCal convocaron al comité y se presentaron con korasaygiss, Peral. EzCal nos dijeron que estaban introduciendo cambios en la forma de administrar la urbe, como si eso pudiera servir de algo. Cal habló de establecer lealtades contra los «bandidos». Intenté escucharle, entender la nueva configuración política. Supe, por el desdén de Bren, que en la urbe, además de anarquía y deserción clandestina, había extrañas autoridades intermediarias como korasaygiss.
Tuvimos que presenciar absurdas patrullas conjuntas. Bajo las órdenes de EzCal, nuestros policías patrullaban por las afueras de la urbe acompañados por Ariekei presionados para entrar en la milicia. Tenía que haber un Embajador presente, por supuesto, para transmitir las instrucciones e imponer lo que EzCal insistían en llamar la autoridad de la droga-dios. Recibieron entrenamiento en el manejo de armas: los burócratas de carrera intentaban transformarse.
Las misiones se desmembraban, fracasaban, pues las órdenes transmitidas por Embajadores desorientados no eran interpretadas de la misma forma por los Ariekei y los Terres. Los Ariekei ni siquiera estaban resentidos, o eso me parecía —y ahora ya sabía que existía el resentimiento Ariekene—, sino solo desconcertados. Las tres primeras patrullas no consiguieron nada, y a la cuarta la atacaron. Cuando llegamos al lugar, la brigada de rescate encontró a nuestros Terres muertos y a sus colegas Ariekei desaparecidos, sin duda reclutados por los rebeldes mediante cruel cirugía. Se terminaron las patrullas conjuntas.
—¿Y si no quieren luchar? Aunque les hayan quitado el abanico. O si quieren luchar contra los que les quitaron el abanico.
Yo, traidora, había vuelto al club de mentirosos secretos de la urbe, para que los camaradas de Bailaora Española pudieran considerarme. Reflexionaron con urgencia. Con la misma urgencia con que Bren me había llevado a la urbe. Bailaora Española no estaba allí.
—«El abanico no es solo una oreja» —dijo Yl. Sib y ella me miraron—. «Sí, oye.» «Es la puerta principal de la mente.» «Más importante que la vista.» «Su fisiología no es como la nuestra.» «Si no tiene abanico, un Ariekes no oye ningún sonido.» «Y sin sonido, no oye ni lo que él mismo dice.» «Lo que significa que no puede hablar.» «Y por tanto no puede hablar Idioma.»
Quizá ya no les quedara sentido de la verdad, o pensamiento. Aquellos rebeldes debían de componer una comunidad fracturada, sin habla, si es que componían una comunidad. El lenguaje, para los Ariekei, era verdad: ¿qué eran sin él? Una no-sociedad de psicópatas.
—Entonces, aunque no quisieran participar en la rebelión —dije—, sin sus abanicos están…
—«Locos.» «O algo parecido.» «Quizá algunos no participen.» «Quizá se queden a la deriva y se pierdan.» «Quizá mueran.» «Pero ya no son lo que eran.» «No me sorprende que la mayoría se una.» «A los bandidos.» —YlSib sonrieron sin humor al usar la absurda terminología de EzCal.
—No puede ser que a todos los hayan obligado a unirse —dije.
El cuadro principal de aquel ejército lo formaban, sin duda, los que se habían ensordecido ellos mismos. Ese desesperado acto de rebeldía, literalmente enloquecedor, quizá se hubiera realizado independientemente, quizá hubiera surgido en cientos de Ariekei; quizá un grupo lo hubiera acordado, y en un acto masivo de agonía autoinfligida, en un intervalo entre los absurdos discursos de EzRa —porque no olvidábamos que aquellos disidentes habían empezado a atacarnos, aunque de forma más desorganizada, antes del reinado de la droga-dios II— hubieran formado un núcleo organizador. Quizá en algún sitio hubiera una habitación llena de abanicos en descomposición tirados por el suelo, la cuna de aquella masa milenarista.
Cada uno atrapado en sí mismo. No había forma de saber cuántos integraban aquella fuerza de ataque de solitarios y perdidos. ¿Cómo hacían para moverse juntos? ¿Cómo coordinaban sus asaltos? Volví a pensar que debían de impulsarlos el instinto y una gramática profunda del caos: no podían planear nada. Quizá cada uno de aquellos asaltos no fuera una incursión calculada, sino algo aleatorio. Recordé, sin embargo, lo que parecían interacciones entre los autoensordecidos durante la Primera Masacre, y eso me perturbó.
—«Están viniendo a la urbe en pelotones» —dijo Sib. Ya no era una urbe, sino solo una aglomeración de tribus de yonquis y esclavos que ocupaban lo que antes era la urbe—. «Antes mataban a los otros Ariekei.» «Si te has liberado de algo como la droga-dios…» «… quizá pensaran que los que no se habían liberado eran repugnantes.»
Pero ya no los mataban: ahora los reclutaban. Yl y Sib hicieron como si tiraran de algo, las dos a la vez, y como si retorcieran un abanico.
Me estremecí, y lo disimulé negando con la cabeza. Les dije que quería ver a Bailaora Española, como si fuera amigo mío. Quería entenderlo, entender su estrategia para la emancipación. YlSib se alegraron. Me llevaron a la gruta bajo unos aleros de los que colgaban flecos donde vivía el Ariekes. Nos quedamos un buen rato calladas.
Una aldea de casas en las afueras, que se reconstruía poco a poco, fue súbitamente asaltada con armas biotrucadas de gran poder, mediante el cruce de razas ya existentes. Los informantes Ariekene que trabajaban con la droga-dios nos advirtieron que se avecinaba algo terrible.
Todos los que viven en la urbe y todos los que viven en la Ciudad Embajada deben repeler a esos atacantes, dijeron EzCal, con korasaygiss a su lado. Por muy aplicadamente que los Ariekei sometidos intentaran obedecerlas, esas palabras eran demasiado ambiguas para significar gran cosa. EzCal nunca pronunciaban una orden embriagadora que incitara a todos los Ariekei a obedecer a korasaygiss: debían de temer las consecuencias.
Yo quería volver, tan a menudo y tanto tiempo como pudiera, con los mentirosos de la urbe deseosos de hacer suyo el reto de korasaygiss. Intenté aprender cómo llegar hasta allí —la ruta y las estrategias para la ruta—, pero de momento solo podía ir cuando me acompañaban YlSib y Bren. Tras aquel dramático ataque contra los restos de la urbe, Bailaora Española y los otros Ariekei estaban consternados, lo noté. Uno de los suyos los había abandonado.
YlSib escuchaban.
—«Discutieron con él.» «Les dijo…» «Dijo que estaba avergonzado.» —Ya era terrible que la primera droga-dios los hubiera convertido en adictos, pero mucho peor era que esos adictos, ahora, se vieran obligados a obedecer—. «Se…» «Se arrancó él mismo.»
—No —dije.
Cavilé que lo que les dolía no era solo la pérdida de aquel Ariekes —¿qué era?, ¿su amigo?— a raíz de su automutilación, no solo del cuerpo sino también de la mente, para no poder volver a hablar ni oír. Ellos querían erigirse en esperanza, contra el suicidio revolucionario de quienes al arrancarse los abanicos se arrancaban la conciencia social y se convertían en una venganza nihilista. ¿Había categorías entre los Sin Idioma? ¿Estaban los que se habían erigido en aristocracia por encima de los reclutados por la fuerza? Miré los numerosos ojos de Bailaora Española, aquellos puntos oscuros que habían visto cómo su compañero se arrancaba el abanico como si fuera escoria, después de tantos años de trabajo, de un proyecto que había comenzado mucho antes de aquel fin del mundo.
Junto a las puertas de nuestras barricadas, en los desangelados mercados callejeros, rápidamente tolerados, donde se desarrollaba una economía de artículos reciclados, la población volvía a hablar del relevo. Se preguntaba cuándo llegaría, adónde iríamos, y cómo sería la vida de los moradores de la Ciudad Embajada exiliados en Bremen.
Nuestras cámaras, ahora salvajes, poblaban las llanuras. Muchas se rompieron, o su señal se distorsionó. Pero algunas todavía nos enviaban secuencias.
Algunas se habían alejado mucho y habían llegado a regiones donde ni siquiera había granjas, más allá de los conductos de transporte. Oí rumores de ciertas imágenes que todavía no había visto. Desdeñé la idea de que existieran y estuvieran ocultándomelas; ¿no era yo miembro del comité? Pero resultó que eso era precisamente lo que habían intentado hacer, aunque fracasaron. No sé por qué me impactó tanto enterarme de que existía una escisión interna, una corriente cobarde y maniobrera que informaba directamente a la droga-dios. Ni siquiera tenía lógica. El secreto solo era un acto reflejo de los burócratas. Era imposible que retuvieran aquellos archivos: un día después de que empezaran a circular los primeros rumores, los demás ya habíamos visto las imágenes.
Las cargamos en la nube de datos del comité. Bren estaba nervioso. Me sorprendió su impaciencia, que no tuviera ni idea de si los rumores sobre lo que íbamos a ver eran ciertos, pues estaba acostumbrada a que él supiera cosas que no me contaba. Me burlé de él a raíz de eso; fui bastante cruel. Vimos imágenes recogidas a muchos kilómetros de distancia, pero no en otro país. La cámara se metía por pasos tan estrechos que me incliné para evitar salientes que ella había esquivado días atrás. Un idiota que estaba al fondo dijo algo como «¿Por qué miramos esto?».
La cámara se coló por una grieta en la roca y salió a un valle de tierra de color piedra pómez, aleteó para ganar altura sobre la pendiente, enfocó el lecho seco de un río. Dimos gritos de asombro. Alguien renegó en voz alta.
Un ejército desfilaba hacia nosotros. No eran cientos de Ariekei sino miles.
Dios mío, Santo Dios, me oí decir. Ahora entendíamos por qué la urbe parecía vacía. «Farotekton», murmuré.
Los micrófonos eran una porquería, pero oímos el ruido de aquella marcha, la percusión de unos pies duros que no caminaban al compás. Los Ariekei amputados gritaban. Ni siquiera debían de darse cuenta, ni siquiera debían de oír sus propios y constantes silbidos. Entre ellos caminaban unas máquinas dirigidas por las mudas órdenes de sus guardas. Los Ariekei iban armados. Formaban el único ejército de aquel mundo, y avanzaban hacia nosotros.
La cámara se acercó y pudimos distinguir miles de muñones de miles de abanicos. Cada uno de aquellos Ariekei era un soldado, y no obedecían órdenes, sino que estaban atrapados más allá de la sociedad en un solipsismo sordo, incapaces de hablar, oír, pensar; y aun así avanzaban juntos de aquella forma misteriosa, compartiendo un objetivo sin mencionarlo. No podían tener un propósito común, y sin embargo nosotros sabíamos que sí lo tenían, y cuál era, y que éramos nosotros.