21

Desapareció otro de nuestros aéreos. Había salido a hacer una ronda por las granjas cercanas a la urbe, de acuerdo con las órdenes de EzCal, y a pedir —exigir— lo que necesitábamos: no nos costaría mucho desmontar los altavoces si los granjeros Ariekene no atendían nuestras peticiones, y ellos lo sabían. La comunicación se cortó y no se restableció. Enviamos las pterocámaras.

Las brigadas estaban dominando las últimas zonas independientes de algunos pisos aislados de la Embajada, donde los cabecillas de los ocupantes ilegales y sus seguidores rechazaban la amnistía. Yo estaba fuera, en una barricada, una masa de muebles rotos, bártulos domésticos, máquinas innecesarias; esa parte no la habían asegurado con plastone, sino con un polímero rápido, una resina que al solidificarse quedaba dura como el ladrillo y transparente como el cristal. Los detritos atrapados en el interior parecían basura flotando en el agua. Ya no estábamos en guerra, y las máquinas estaban abriendo un pasillo que atravesaba la barrera, un tajo con las paredes perfectamente lisas y salpicadas de restos limpiamente seccionados.

Yo estaba con Simmon viendo en su pantalla de mano las imágenes racheadas y con muchas interferencias que transmitían las pterocámaras. «¿Qué es eso?», pregunté. Era el córvido que habíamos perdido. Estaba muerto. Alrededor, el suelo estaba chamuscado. Había bultos que podían ser cadáveres humanos.

Salimos, veloces y armados, y sobrevolamos la espesura y los senderos trazados por los Ariekei y sus animales y sus zelles, y quizá también por los humanos que se habían exiliado de la Ciudad Embajada y se habían instalado en las tierras de labranza. No habíamos establecido contacto con todos ellos. Me sorprendió una breve pero intensa añoranza de la orgulencia, curiosamente. Intenté convencerme de que aquello, lo que estaba haciendo, era la herencia de aquella chulería, pero no me lo tragué.

El aéreo estaba extendido en el suelo. Descendimos y nos hallamos en medio de un escenario dantesco. Nos pusimos a trabajar. Lo más parecido que teníamos a un especialista tomó muestras de lo que quizá fueran mordeduras o quemaduras, en todos los cadáveres. Había cadáveres por todas partes.

—Dios mío —dijo el investigador. Había encontrado a Lo, del Embajador LoGan. Tenía el pecho hundido y cauterizado—. Eso no es una herida producida por el accidente.

También encontramos al visir Jaques, y el contorno de su herida, el brazo que le faltaba, no era un corte ni una quemadura, sino un desgarrón por el que se había desangrado. Daba la impresión de que había tenido una muerte muy dolorosa, y de que había escarbado en la tierra buscando su brazo, que habían lanzado lejos. Los microbios que los integrantes del grupo llevaban dentro habían iniciado el proceso de descomposición, y el entorno Ariekene donde actuaban intervenía en las reacciones químicas, de modo que aquella podredumbre no era igual que la podredumbre de la Ciudad Embajada.

Estaban todos muertos. La expedición incluía a un funcionario Kedis, un andrógino maduro al que yo no conocía.

—¡Dios mío, es Gorrin! —dijo alguien—. Los Kedis se van a…

Fuimos pasando lentamente de un cadáver a otro, aplazando cuanto podíamos el siguiente. Soplaba un viento frío mientras escarbábamos entre los restos de nuestros amigos. Intentamos recogerlos: algunos estaban hechos pedazos; a otros pudimos envolverlos enteros para llevárnoslos a casa.

—Mirad. —Intentábamos reconstruir lo ocurrido, siguiendo los rastros en el suelo, interpretándolos, la tierra y los muertos convertidos en jeroglíficos—. Los abatieron.

Un misil dentado había impactado contra uno de los costados del aéreo.

—Aquí no hay depredadores así… —empezó a decir alguien.

—Pero cayó lo bastante despacio para que pudieran salir —aporté yo—. Salieron, y entonces… los atacaron, una vez fuera.

Encontramos restos de huevos de biomecanismos, de un viaje comercial reciente, manchas de yema y máquinas fetales. Aquella tripulación estaba regresando cuando la atacaron. Los aeolis que llevábamos hacían que nuestra propia voz nos resonara en los oídos, como si cada uno de nosotros estuviera solo. Recogimos a nuestros muertos y salimos de allí con los cañones preparados, buscando el rancho que habían visitado nuestros compatriotas. El humo nos lo reveló. Las viviendas de alrededor estaban en ruinas, y los viveros casi habían desaparecido. Había una cabaña que todavía parecía viva, aunque muy deteriorada, pero no sabíamos cómo asestarle el golpe de gracia, y nos limitamos a ignorar su dolor en la medida de lo posible.

No encontramos a ningún Ariekes muerto en el corral. Unos animales de color parduzco echaron a correr, y una bandada de carroñeros emprendió el vuelo, moviéndose como humo pensante.

Alguien disparó y todos nos tiramos al suelo, gritando. La escopeta aulló: era uno de los tesoros de la Ciudad Embajada, una vieja escopeta banshee moldeada para que pudieran utilizarla los humanos. Un guardia había disparado con ella contra nada: un movimiento, el correteo de algún pequeño animal. Dentro encontramos las crías Ariekene abandonadas, flotando en un caldo de muertos. Había cadáveres de sus mayores, y huellas de cascos por todas partes. Programamos las cámaras para que siguieran lo que nos pareció que podían ser rastros.

Unas gruesas arterias salían de la granja, enredadas en la tierra y el tubo que discurría por el paisaje rocoso hacia la urbe. El conducto estaba reventado: lo habían saboteado, y el suelo era un barrizal de fluidos amnióticos.

—¿Qué es eso?

En un hueco había desechos orgánicos: fragmentos que parecían espinas de pez, con tiras de piel entre las púas; un nido de intrincados huesos. Eran restos de abanicos. Juntamos los pequeños trofeos. Oímos, detrás de nosotros, los gritos de auxilio del último edificio que quedaba con vida.

Habíamos colocado altavoces en las granjas con las que habíamos establecido contacto, y las emisiones de la voz de EzCal en curso deberían habernos garantizado lo que necesitábamos, pero ya habíamos tenido problemas otras veces. Ahora sabíamos por qué. Enviamos a tripulaciones y cámaras a inspeccionar los conductos de suministro, y encontramos otras rupturas. Perdimos otro vuelo, y después a los guardias que habíamos enviado a buscarlo.

EzCal fueron al centro de la urbe para emitir desde allí. Su traslado desde la Ciudad Embajada se hizo con toda la pompa que podíamos permitirnos entonces. A los miembros del comité, que aparentemente todavía dirigíamos a Ez y Cal, y que éramos los carceleros de Ez, nos presionaron para que asistiéramos y nos pusiéramos ropa elegante. Wyatt vino con nosotros. Como recompensa por habernos dado la idea de crear a EzCal lo pusimos en libertad; lo teníamos vigilado, pero formaba parte del comité. Era experto en políticas de crisis, y ya no era agente de Bremen, al menos en ese momento. De lo que pudiera pasar más adelante ya nos ocuparíamos.

—Si pudieran salir bajo un palio, lo harían —les dije en voz baja a MagDa. La droga-dios entró en la urbe. Ez iba serio y cabizbajo. A Cal, que seguía afeitándose la cabeza, ya no se le veían los puntos, pero se había hecho unos tatuajes que los imitaban en el cuero cabelludo; clavaba la vista al frente, y de vez en cuando miraba a Ez con intensidad y odio—. Nos harían llevarlos a hombros, si pudieran.

MagDa no sonrieron. Íbamos en medio de aquel desfile diario que partía de la Ciudad Embajada, detrás de EzCal, rodeados de Ariekei que seguían sus instrucciones y lanzaban algo parecido a vítores. Mag y Da estaban afligidas. «Esperad —me habría gustado decirles—. No pasa nada. Hay otros. Hay personas y Ariekei que están buscando salidas.» No pensaba traicionar a Bren, y sabía que él tenía razón: era demasiado peligroso que a MagDa las pusieran nerviosas aquellos planes.

—«No sé…» —me dijeron MagDa—. «Ni siquiera sé qué vamos a hacer.» «Cuando llegue la nave.»

—Tenemos que proteger nuestros recursos —dijo Cal después de su intervención, mientras veía unas secuencias de granjas en ruinas.

EzCal insistieron en que se redujeran las raciones de los moradores de la Ciudad Embajada. Enviaron a brigadas de policía a las plantaciones más cercanas, y a las que nos proveían del pábulo imprescindible. Los ataques eran cada vez más frecuentes. Cada grupo de oficiales que salía iba acompañado por un Embajador, pues los necesitaban para comunicarse con aquellos a los que tenían que proteger.

—«Saldrá bien» —me dijeron PorSha mientras se preparaban—. «No es la primera vez.» «Estamos acostumbrados.» «Otras veces ya hemos tenido que ir lejos a regatear, ¿no?» «Fuera de la urbe.» «Esto es lo mismo.»

No era lo mismo. Antes, cuando la Ciudad Embajada y el mundo estaban derrumbándose, PorSha y otros Embajadores, los mejores, habían conseguido mantenernos vivos mediante negociaciones improvisadas. Esta vez obedecían órdenes. Al principio yo había creído que Cal haría lo mínimo que pudiera cuando formara parte de la droga-dios II. Siempre me equivocaba.

EzCal encontraron a Peral, el antiguo líder de aquella facción Ariekene antaño poderosa. Quizá Cal tuviera sus propios investigadores. No todos los moradores de la Ciudad Embajada exiliados que habitaban en la urbe compartirían el punto de vista de Yl y Sib: podía haber enemigos, de los cuales quizá algunos fueran espías de EzCal.

Lo que había pasado era que durante uno de sus discursos en la plaza de la urbe EzCal se habían encontrado, de pronto, en medio de un pequeño grupo de Ariekei que retraían y extendían los ojos y lo miraban fijamente. EzCal no se habían asustado. En aquel grupo estaba Peral.

Peral acompañó a EzCal a su siguiente discurso; fue con ellos a pie después de una reunión en la Ciudad Embajada. Había otros Ariekei con ellos, algunos más próximos a EzCal que ningún humano, miembro del Cuerpo, del comité o Embajador. Mi memoria era poco fidedigna, pero viendo los trids —me había escabullido de mis deberes de acompañante— sospeché que al menos otros dos podían haber estado entre los que se habían apartado para dejar que Hasser matara a surltesh-echer. Contuve la respiración: pertenecía a uno de los bandos de una guerra secreta.

Esa vez EzCal tardaron un rato en hablar. Racionaban sus palabras. Finalmente anunciaron que korasaygiss, Peral, era el jefe de aquel distrito. Que aquel había sido elegido de entre todos los sectores diseminados de la urbe para ser el nódulo de EzCal, y que korasaygiss sería su representante. EzCal solo podían hablar en calidad de droga-dios, y cualquier palabra que pronunciaran era una exigencia. Aquello no era como una orden puntual de levantar las utensilias: era una imposición, y cuando EzCal terminaron de hablar, los Ariekei que lo habían oído quedaron bajo el gobierno de korasaygiss y no protestaron.

Me dio la impresión de que korasaygiss ya era el jefe de las calles que frecuentaba. Quizá EzCal no hubieran cambiado nada, salvo que, al decirlo, lo habían cambiado. Ahora existía una colaboración, una lealtad, entre la Ciudad Embajada y aquel nuevo centro de la urbe. El trabajo de Bren, YlSib y sus camaradas se volvía más y más difícil.

Creo que llevaba un tiempo evitando pensar en lo que eran realmente Cal y EzCal. Ya fuera proyecto, payasada o suerte lo que subyacía a nuestra nueva política, no me sentía segura.

Los Ariekei del nuevo distrito que EzCal habían inaugurado salieron de la urbe con PorSha, KelSey y los policías. Ahora había operaciones conjuntas. KelSey volvieron, pero PorSha no.

Teníamos receptores y cámaras repartidos por las tierras de labranza. Nos enviaban señales cuando ocurría algo fuera de lo normal según sus algoritmos, y gracias a eso, cuando se produjo el siguiente ataque a todos los miembros del comité nos sonó el buzzer, y recibimos las secuencias en nuestras habitaciones.

Enviamos a los córvidos. No llegarían a tiempo, pero teníamos que actuar, aunque fuera inútilmente. Yo estaba con Bren. Avanzamos y retrocedimos tan aprisa como pudimos por imágenes caóticas. Escenas de trabajo y de interacción con los peones. PorSha, una pareja de mujeres altas y tímidas, comunicando nuestras necesidades a los Ariekei. Las convulsiones del tubo que transportaba los artículos hasta la Ciudad Embajada. Fragmentos de conversación en Anglo-Ubiq. El contador dio un salto. Aquel depósito de datos fallaba.

—Necesitamos a Ehrsul —dijo Bren—. ¿Todavía…?

Negué con la cabeza. Una agente de policía cubierta de barro miraba con gesto de angustia, no a nosotros sino más allá de nosotros, intentando informar.

—Sargento Tracer desde… —Se oyeron unos fuertes ruidos. La agente miró algo que no aparecía en la pantalla—. Nos están atacando —continuó—. Hay grupos de… cientos… ¡mierda…!, cientos…

La transmisión se interrumpió, la imagen se contrajo y la sustituyó una panorámica que disminuía rápidamente a medida que la cámara ascendía. Tracer estaba tumbada boca arriba, rodeada de cadáveres humanos. Se quitó la máscara aeólica, un espasmo involuntario de sus dedos moribundos. Las imágenes parpadearon como si se sometieran al efecto estroboscópico y mostraron una compañía enorme de Ariekei cuya forma de moverse era muy distinta de la de los peones. Iban al galope, hacían oscilar las utensilias, dejaban un rastro de la sangre que goteaba de sus armas, levantaban una nube de polvo. Ninguno hablaba: gritaban sin articular palabras, emitiendo solo ruidos amenazadores, sin Idioma.

Decapitaron a un miembro del Cuerpo al que yo conocía de vista. Mantuve la boca cerrada. Uno lo derribó de una patada, lo agarró con la utensilia, otro blandió un puñal hecho de un material coralino. Tenían armas biotrucadas con las que apuntaron a los muros de la granja. Un Ariekes disparó a nuestros hombres y mujeres con una carabina; manejaba el arma Terre con una precisión asombrosa.

Algunos no iban armados; les vimos asesinar a Terres clavándoles trozos de sus propios huesos, o arrancándoles las máscaras para que aquel viento alienígena los asfixiara.

Bren hizo avanzar las secuencias hasta que encontramos unas imágenes transmitidas en directo. Se estaba llevando a cabo una masacre. Nuestros oficiales estaban ampliamente superados en número. Intentaron llegar al córvido, pero los alcanzaron. PorSha gritaban en Idioma a los atacantes. Esperad, esperad, detened estos actos, decía. Por favor, os pedimos que no hagáis esto. Perdimos esa cámara, y cuando la recuperamos, PorSha estaban muertas. Bren renegó en voz alta.

De pronto, por todos los altavoces que habíamos colocado en la granja empezó a sonar la voz de EzCal. La droga-dios se habían encontrado el uno al otro, en la Ciudad Embajada, y gritaban por los altavoces. ¡Parad!, ordenaron, y los Ariekei se detuvieron. Me acerqué a aquellas imágenes atroces. La carnicería, todos aquellos Ariekei inmóviles.

—Dios mío —dije al ver cuántos eran. Alcé las manos.

—¿Qué hacen? —dijo Bren.

Estaos quietos, gritaron la droga-dios a kilómetros de distancia. Avanzad, colocaos delante del Embajador muerto.

Durante unos segundos nada se movió. Entonces un Ariekes se separó de la multitud y avanzó con cuidado sobre sus cascos hasta entrar en el encuadre de la cámara. Los otros lo observaban. Desplegó el abanico y se quedó escuchando la voz de EzCal que salía del altavoz.

No había más abanicos entre aquella masa de asesinos.

—Ése es un granjero —dije—. No es uno de ellos.

Un Ariekes enorme empujó a dos de sus acompañantes con la utensilia y señaló al embelesado que se había adelantado. Arqueó la espalda para exhibir una herida. EzCal siguieron hablando.

—Han visto que los edificios y ese de ahí oían algo —dije—. Por eso han parado. Por nada más.

Al principio uno a uno, y después muchos a la vez, los Ariekei del escuadrón de asesinos arquearon la espalda. Vi docenas de muñones de abanicos temblantes. Oí que Bren susurraba: «Dios mío». Los Ariekei exhibían sus heridas. Algunos emitían sonidos indescifrables; tuve la certeza de que eran expresiones de triunfo.

—Saben que los vemos —dije.

Obedeciendo las instrucciones mudas que les daba su camarada de mayor envergadura con movimientos de la utensilia, los Ariekei automutilados se colocaron a ambos lados del embelesado peón y lo sujetaron. Él ni siquiera se enteró. No hagáis eso, soltadlo, no lo agarréis, oímos decir a EzCal. Su voz iba perdiéndose. El granjero levantó y abrió su utensilia varias veces seguidas, obedeciendo una orden que no iba dirigida a él. Aquéllos a quienes sí iba dirigida la ignoraron, no la oyeron, siguieron sujetando a su presa.

El Ariekes más fornido tiró del abanico del granjero. Hice una mueca de dolor. Se la retorció. Su víctima gritó doblemente e intentó soltarse, pero no lo consiguió. La utensilia de su torturador hizo un movimiento parecido al de una mano humana arrancando de raíz una planta. El abanico se desprendió: las raíces de cartílago y músculo se rompieron y se soltaron por fin acompañadas de un chorro de sangre, arrancando fibras de la temblorosa espalda que quedaron colgando.

Los abanicos son, como mínimo, tan sensibles como los ojos humanos. El traumatizado Ariekes abrió la boca y se desplomó, aturdido por el dolor. Se lo llevaron a rastras. El causante de la sordera levantó su grotesco ramillete goteante. Produjo un fuerte ruido de rabia o triunfo.

Me di cuenta de que EzCal volvían a hablar. Dieron órdenes que fueron ignoradas.