20

Me convertí de nuevo en comerciante. Viajé en córvido, con otros, al campo. Íbamos a negociar. En ese nuevo reinado de EzCal, la droga-dios II, ya podíamos salir.

MayBel eran nuestro portavoz en ese viaje. Ellas podían pronunciar ese nombre: ezcal.

En las semanas transcurridas desde mi último vuelo, el paisaje había cambiado, y estaba devastado. Junto a las pedrizas se amontonaban los esqueletos de los biodispositivos que habían ido allí a morir. Las praderas estaban destrozadas por las huellas que habían dejado las máquinas en su estampida y las de las columnas de refugiados que habían marchado a la urbe en busca de la voz de la droga-dios, por las mismas rutas por las que más tarde habían salido los refugiados en aquel éxodo que todavía no entendíamos. La urbe había quedado diezmada, y no solo por el elevado número de víctimas.

Descendimos en las tierras de labranza, que volvían a funcionar, si bien de otra forma. Estaba surgiendo una sociedad, todavía débil, formada por granjeros que volvían a ser adictos, pero a una nueva droga; ya no eran aquellos enajenados que morían de hambre. No teníamos más alternativa que traficar con ellos.

Fuimos con nuestros archivos de audio más allá del alcance de los altavoces. Encontramos a Ariekei que seguían creyendo que EzRa eran el gobernante y la voz de la Ciudad Embajada, y que inexplicablemente habían permanecido en silencio los días pasados. Pese a la elocuencia de MayBel, no estaba claro que entendieran qué había cambiado, hasta que los dedos de las utensilias, impacientes, reprodujeron los archivos y oyeron la voz de EzCal.

Quiero más de la otra, dijo un granjero. Intenté recordar cómo comerciábamos antes: cuando nuestros predecesores Terres llegaron a Arieka, enseñaron a regatear a los Ariekei. El granjero, con torpeza, nos ofreció más biodispositivos médicos de su producción a cambio de otra grabación de EzRa. Le explicamos que no teníamos más. Otro, en cambio, prefería a los recién llegados. Señaló a varias de sus bestias rumiantes, que defecaban combustible y componentes: estaba dispuesto a darnos mucho más que antes, si nosotros le dábamos más voz del nuevo EzCal.

¿Eran más moderados los Ariekei que preferían a EzCal? ¿Estaban más serenos, más atentos, en contraste con el aire febril de los que todavía anhelaban a EzRa? Sin duda, después del éxtasis y antes del mono, el período de calma entre dosis parecía más provechoso que antes. La nueva versión de Idioma de EzCal dejaba a los Ariekei más lúcidos, más parecidos a los Anfitriones con los que habíamos crecido.

Intentamos intervenir, dar forma a las incipientes estructuras. Intentamos restablecer conductos para nuestras necesidades. Me imaginaba a Scile muerto en todos los paisajes por los que pasaba: en la urbe, acurrucado en el sitio donde su aeoli había dejado de funcionar; en las primeras colinas de más allá.

Sobrevolamos desolados restos de granjas, cubas dedicadas mediante antiguos acuerdos a la producción de nuestros alimentos: sustancias ricas en nutrientes; cosechas en burbujas de aire Terre; animales comestibles y hojas de tejido proteico. Pero había partes recuperables. Nuestras tripulaciones hacían lo que podían, conseguían que las aeroglándulas llenaran cámaras, volvían a poner en marcha los traumatizados corrales de cría. Encontramos a cuidadores locales Ariekene, y con fragmentos de las peroratas de EzCal les devolvimos la conciencia, les dimos placer y los convencimos para que volvieran a las granjas a ayudarnos. Curaron los edificios y restablecieron la circulación de todo lo necesario hasta la urbe. Las células de comida avanzaban a empujones, como corpúsculos, camino de la Ciudad Embajada.

Con esas perístoles de material importado habríamos podido ignorar, más o menos, la urbe, ahora que sus habitantes ya no nos atacaban. Habríamos podido limitarnos a transmitir las alocuciones de la droga-dios a sus barrios convalecientes para que sus habitantes se volvieran más flexibles. Pero no lo hicimos. La mayoría de nosotros estábamos preocupados por la biópolis; hasta nos sentíamos responsables. Sin embargo, no esperábamos que las intervenciones de EzCal resultaran tan enérgicas. En realidad eran las intervenciones de Cal. Cal, y con él la otra mitad de la droga-dios, no se limitaban a transmitir ni a hacer cautelosas incursiones en las calles, a buscar un nuevo gobierno de los Ariekei: EzCal desfilaban.

El comité habría podido pararlos. Ez era nuestro prisionero. A veces intentaba —siempre de forma muy evidente— hacer sus propios planes, aprovecharse de determinada situación; pero era muy torpe. Al principio, casi siempre hacía lo que le ordenábamos; luego hacía lo que le ordenaba Cal. Me inquietaba el afán de importancia de Cal. Nosotros decíamos que era nuestro, que decidíamos lo que hacía, y lo que hacía Ez, y eso se cumplió los primeros días, hasta que Cal recordó los detalles del arte de gobernar.

—No, no hay que ir despacio —nos dijo después de eso; a mí, en realidad, cuando expuse que la urbe todavía entrañaba peligros, y que con los sistemas que habíamos instalado quizá todavía no necesitáramos relacionarnos demasiado estrechamente con ella—. Claro que lo necesitamos —me contradijo.

Las recitaciones de EzCal eran muy diferentes de las de EzRa. Cal puso un transmisor delante de la Embajada, donde se lo podía ver mientras hablaba en Idioma. Se presentaba temprano a las transmisiones y esperaba, con los brazos cruzados o en jarras, contemplando la plaza; y para nuestra sorpresa, no era el único: Ez también estaba allí. Apenas hablaba, excepto durante aquellas representaciones, en Idioma; y si lo hacía, sus murmullos y sus monosílabos parecían indicar que no estaba del todo en sus cabales. Pero nunca hacía esperar a Cal.

Cal nunca miraba a Ez, salvo que fuera imprescindible. Era evidente que lo odiaba. Sin embargo, encontró la manera de convertirse en aquella nueva figura, utilizando a Ez como herramienta.

Escuchadme todos, dijeron ezcal. Era el tercer Utudía del tercer segmento de octubre. No quise ver las imágenes, pero sé qué habría visto si hubiera mirado: puñados de Ariekei por toda la urbe alrededor de los altavoces, pegados unos a otros. No me di cuenta de que estaba escuchando las palabras de EzCal y traduciéndolas hasta que me sobresaltó una promesa.

Mañana iré a pasear entre vosotros, dijeron EzCal. Juro que oí ruidos provenientes de la urbe. Unos ruidos débiles que traspasaban las paredes membranosas. Esa reacción significaba una especie de revolución. Jamás había visto que un Ariekes entendiera o prestara atención a algo concreto que hubieran dicho EzRa: su voz no era más que un estupefaciente. Cuando a los oyentes les había gustado una de aquellas frases banales más que otra, esa preferencia siempre había sido tan abstracta y sin sentido como la predilección por determinado color. Pero aquello no era lo mismo. Había algunos en la urbe que, incluso embriagados al oír la voz de EzCal, habían entendido el contenido de sus palabras. Me habría gustado que Bren hubiera estado a mi lado cuando sucedió.

—¿Qué demonios estás haciendo? —pregunté a Cal.

Al principio no pareció que me hubiera visto. En menos de un segundo su expresión pasó del desconcierto a la irritación, y por último al desinterés. Se marchó, y Ez lo siguió, y los guardias de Ez los siguieron a ambos.

Como el rey de un cuento, EzCal trepaban por las barricadas, bajaban por el otro lado y entraban en lo que antes eran nuestras calles, donde los esperaba una masa de cientos de Ariekei. Estaban inmóviles y en silencio. Se apartaban para dejar pasar a EzCal dando pasos cortos sobre sus cascos.

El séquito de nerviosos hombres y mujeres de EzCal los seguíamos y descendíamos también por los parapetos de escombros fijados con plastone. A nosotros no nos abrían paso; teníamos que serpentear con mucho cuidado y esquivar a los Anfitriones. Éramos muchos: visires que insistían en que eran indispensables, MagDa, yo y otros del comité; los seguíamos e intentábamos darles órdenes, o nos limitábamos a observar y cotejar. Yo tenía la impresión, aunque no pudiera expresarlo, de que Cal, EzCal, sabían perfectamente que sus palabras no solo satisfarían y avivarían las ansias de los Ariekei, sino que comunicarían algo concreto.

Con qué naturalidad lo hacían. El público de EzRa entraba en trance tanto con informes agrícolas como con las narraciones que Ez creía o fingía creer que lo embelesaban. Ahora las historias que contaba Ez tenían un público real, pero ya no eran historias. Los Ariekei mantenían sus abanicos inflados, escuchaban con atención. Cal caminaba como si Ez y él fueran a continuar hasta el límite histórico de la Ciudad Embajada y fueran a entrar en la urbe. No llevaban aeolis, de modo que aquello era puro teatro. Ez le seguía el paso.

Oyentes, dijeron EzCal. Los diminutos micrófonos que llevaban en la ropa amplificaron su voz. Habría apostado algo a que Cal no miraba a Ez, pero hablaban a la vez. EzCal hicieron una pausa tan larga que no me habría sorprendido que el dominio que ejercía su voz sobre el público hubiera decaído. Había sido una sola palabra, ni siquiera una cláusula dotada de la gramática que a los Ariekei parecía resultarles especialmente suculenta. Pero permanecieron atentos.

Oyentes, dijeron EzCal. ¿Me entendéis?

Los Ariekei contestaron que sí.

Levantad vuestras utensilias, dijo EzCal, y los Ariekei obedecieron. Agitadlas, y los Ariekei volvieron a obedecer de inmediato.

Jamás había visto nada parecido. Todos los Terres que había allí presentes estaban atónitos. Si Ez estaba emocionado o sorprendido, no se le notaba en absoluto. Se limitaba a contemplar a todos aquellos obedientes adictos. Levantad vuestras utensilias y escuchad, dijeron EzCal. Escuchad.

Dijeron que la urbe estaba enferma, que había que curarla, que había mucho trabajo que hacer, que en la urbe todavía quedaban muchos oyentes peligrosos o que corrían peligro, o ambas cosas, pero que la situación iba a mejorar. Para los Ariekei, esos tópicos políticos, pronunciados por aquella voz, podían ser revelaciones. Escuchaban, y la voz los embelesaba.

No vi ni rastro de placer en el semblante de Cal. La tensión de su rostro, la rigidez de sus músculos: daba la impresión de que no tenía más alternativa que hacer y ser aquello. Escuchad, dijeron EzCal, y los Ariekei prestaron atención. Las paredes se esforzaban. Las ventanas suspiraban.

Al regenerarla, los Ariekei transformaron la urbe. En aquella versión reiniciada, las casas se dividieron en viviendas más pequeñas, y entre ellas había intercaladas columnas que parecían árboles y que exudaban. Todavía había torres, y fábricas y hangares para la crianza de los jóvenes y el cultivo de bioequipos, y para procesar las nuevas sustancias químicas que los Ariekei y sus edificios emitían cuando escuchaban a EzCal. Pero el paisaje de casas que contemplábamos adoptó un aspecto más desordenado. Las calles parecían más empinadas que antes, y más variadas; los tejados de quitina, las curvas que recordaban a los cascos de antiguos conquistadores eran más intrincadas.

Se conservaban los viejos edificios, y gracias a la voz de EzCal esa arquitectura se reavivó lo suficiente para no morir, pero no lo suficiente para elevarse. Las extensiones de podredumbre entre los nuevos barrios eran peligrosas. Eran las zonas por donde merodeaban los animales y los Ariekei irrecuperables que no habían llegado a despertar del todo. Se apiñaban alrededor de megáfonos aislados durante los discursos, y obtenían de la voz de EzCal lo suficiente para renovar su agresividad, pero no lo suficiente para recobrar la conciencia.

—Cuando podamos, los echaremos —resolvió Cal.

Entretanto, la urbe era una serie de feudos dispersos con los que intentábamos establecer distintos protocolos. Bren me enseñó a distinguir los detalles de cada uno: «Ése lo gobierna una pequeña coalición de no muy dependientes; en ese todavía es demasiado arriesgado entrar; el Ariekes que dirige esa zona de allí, alrededor del minarete, era funcionario antes de la caída». A Bren todo eso se lo enseñaba YlSib.

—MagDa no quieren insistirte —me dijo—. Pero… —Vio la expresión de mi cara—. Ya ves lo que está pasando. Todavía no han tomado las riendas, todavía no pueden cerrar la enfermería…

—¿Crees que si pudieran la cerrarían?

—No lo sé, y ahora mismo no me importa. Cal no, desde luego. Ya viste lo que pasó cuando hablaron EzCal. Si MagDa necesitan saber algo que tú sabes, díselo, por favor. Necesitamos que estén bien informadas. Son inteligentes, deben de saber de qué tipo de fuente obtienes la información, pero no te lo preguntarán. Planean algo, estoy seguro. Pasas mucho tiempo en el laboratorio de Southel. ¿Las has visto hablar con ella?

La siguiente vez que viajé a la urbe no fue formando parte de un destacamento oficial, para resolver asuntos del comité. Fui con Bren a ver a sus amigas: a YlSib, la Embajadora solitaria y secreta.

Nuestro tratamiento del aire era tan precario que teníamos que usar los aeolis para movernos por lo que, hasta hacía muy poco, eran las calles de la Ciudad Embajada. Bren y yo hacíamos todo lo posible para evitar las pterocámaras, aunque yo sabía que si nos veían solo seríamos un rumor más. Nos emplazamos en las ruinas. Desde el balcón de un apartamento donde habían vivido niños (pisé restos de juguetes) vimos a EzCal, que volvían a hablar ante una multitud de Ariekei que los escuchaban y obedecían sus instrucciones.

—La próxima vez van a meterse en la urbe —dijo Sib. Yo no había oído entrar a YlSib—. Se ve que… —Sib señaló a EzCal por la ventana— el Idioma funciona de otra manera con ésos.

—Deberíamos haberlos llamado OgMa, en lugar de EzCal —comentó Bren. Lo miramos en espera de una explicación—. Era un dios que hacía algo parecido.

YlSib llevaban pistolas biotrucadas. Bren y yo teníamos armas más rudimentarias. YlSib se movían con muchísima más facilidad que los titubeantes urbenautas que me habían acompañado en mis anteriores incursiones. No vacilaron camino de la zona donde el enladrillado en ruinas dejaba paso a la biología. A medida que avanzábamos, la atmósfera iba cambiando. Las corrientes que notaba alrededor no eran como el viento de la Ciudad Embajada. Estábamos en un lugar lleno de sonidos nuevos. Pequeños animales reclamaban territorios. Los Ariekei con los que nos cruzábamos no se paraban por nosotros, aunque algunos levantaban los corales-ojo y se quedaban mirándonos. Había charcos sobre los que colgaban pólipos con aspecto de fucos de los que goteaban reacciones. Me pregunté si serían cimientos, proyectos de urbanismo.

Miré hacia el final de una avenida de árboles cuyos troncos semejaban tuétano, hacia la Ciudad Embajada. Un Ariekes que estaba cerca me asustó, me preguntó repetidamente en Idioma qué hacíamos. Levanté mi arma, pero YlSib se adelantaron. Soy ylsyb, dijeron. Éstos son… Y entonces dijeron algo que no eran nuestros nombres. Vienen conmigo. Voy a mi casa. koh taikohuresh, dijeron YlSib, y puso énfasis en la persona gramatical. Yo, la que se va a casa, eso fue lo que dijo, y me pregunté si irse a casa también sería algo importante para los Ariekei.

—«Nos conocen» —dijo Yl—. «Algunos están demasiado idos para recordar, pero si encontramos a algunos que puedan hablar, no nos pasará nada.» «Pero —dijo Sib— supongo que debe de haber nuevas lealtades. Quizá algunos tengan…» «… motivos para no dejarnos pasar.»

De hecho, parte del Idioma que oímos en ese viaje apenas tenía sentido, eran frases sueltas pronunciadas por hablantes endebles, nostálgicos de significado. YlSib nos condujeron por fin hasta un claro destrozado. Di un grito ahogado. Había un hombre esperándonos. Se apoyaba en una columna metálica que por encima de su cabeza se curvaba como una farola. Parecía trasplantado de una antigua imagen plana de un pueblo Terre.

Se saludaron con la cabeza; el hombre les murmuró algo a Yl, Sib y Bren. Se aseguraron de que yo no pudiera oírles. El hombre no me recordaba a nadie. Tenía un rostro anodino, la piel morena, llevaba ropa vieja y un aeoli de una clase que no reconocí que le proporcionaba aire respirable. No habría podido decir nada de él. Se marchó con YlSib y Bren volvió a mi lado.

—¿Quién coño es ése? ¿Un hendido?

—No. —Bren encogió los hombros—. Creo que no. Quizá su hermano haya muerto, pero lo dudo. Lo que pasa es que no se caían muy bien.

Ahora yo ya sabía que existía aquel otro mundo de exiliados, de hendidos rebeldes, ex miembros del Cuerpo, Embajadores fallidos; pero verlos realizando sus actividades me dejaba atónita. ¿Cómo se las habían ingeniado para sobrevivir durante los días del colapso, antes de la droga-dios II?

—¿Todavía hablas de vez en cuando con los símiles? —me preguntó Bren.

—Dios mío —dije—. ¿Por qué? La verdad es que no. Vi a Darius en un bar, hace una eternidad. Nos quedamos los dos muy cortados. La Ciudad Embajada es demasiado pequeña para que no me encuentre a alguno de vez en cuando, pero la verdad es que no hablamos.

—¿Sabes qué están haciendo?

—Dudo mucho que formen un grupo, Bren. Ha quedado todo… disuelto. Después de lo que pasó. Quizá algunos todavía se reúnan. Pero ese escenario desapareció hace mucho tiempo. Después de lo de Hasser. ¿Te lo imaginas ahora? Ya no les importan a nadie, ni siquiera a sus articuladores. El Idioma… —Me reí—. Ya no es lo que era.

Entonces volvieron YlSib, quitándose restos de podredumbre de la ropa.

—Eso es verdad —concedió Bren—. Pero no es verdad que ya no les importen a nadie. No sabes adónde vamos: nos han requerido tu presencia.

—¿Qué?

No se me había ocurrido pensar que esa infiltración tuviera algo que ver conmigo, que me hubiera convertido en una tarea. YlSib me condujeron a la versión análoga de un sótano y me hicieron entrar, ante la presencia bioiluminada de unos Ariekei.

—Avice Benner Cho —dijeron YlSib. Dijeron mis nombres con una sincronía perfecta, exactamente con el mismo tono; aunque eran dos voces, a mí me parecieron una sola.

La habitación olía a Ariekei. Había varios. Hacían ruidos, hablaban y murmuraban pensamientos. Uno se me acercó saliendo de la penumbra y me saludó. YlSib me dijeron su nombre. Le miré el abanico.

—Dios —dije—. Nos conocemos.

Era un compañero de Surl Tesh-echer, surltesh-echer, el mejor mentiroso de la historia de los Ariekei. Era el Ariekes al que yo llamaba Bailaora Española.

—¿Se acuerda…?

—Claro que se acuerda, Avice —dijo Bren—. ¿Por qué te crees que estás aquí?

Bren e YlSib les dieron un puñado de chips a los Ariekei. Ellos se apresuraron a cogerlos, y sus extremidades y dedos delataron su nerviosismo.

—¿Saben EzCal que los estáis grabando? —pregunté.

—Espero que no —respondió Bren—. ¿Lo ves? Intentan hacer lo mismo que hacía Ez cuando formaba parte de EzRa: asegurarse de que no podemos reunir una reserva de grabaciones que los haría superfluos.

—Pero lo habéis hecho.

—Esto solo son sus discursos públicos. No pueden impedir que la gente los grabe, y además, ¿por qué iban a hacerlo? Creen que como ya los han pronunciado, como están ahí fuera y los Anfitriones ya los han oído, han perdido su valor.

Miré, uno a uno, a los otros Ariekei. Me pareció reconocer los dibujos de otros abanicos.

—Algunos de estos también estaban en el grupo de Surl Tesh-echer —dije. Miré a Bren—. Eran amigos suyos.

—Sí —confirmó—. Lo que comparten es que saben mentir. Ninguno lo hace tan bien como lo hacía Surl Tesh-echer. Él era… —Encogió los hombros—. Un precursor. Estaba al borde de algo.

—«Tu marido hizo bien» —terciaron YlSib—. «Al parar aquello. En parte tenía razón. Estaba cambiándolo todo.» —Se produjo un silencio—. «Desde entonces, estos han tenido que prescindir de aquello. Es lento.» «Hacen lo que pueden.»

Cada Ariekes cogió un chip, y cada uno se lo llevó a una parte de la habitación. Con similares y elegantes movimientos, cada uno lo cubrió con su abanico. Sus membranas se extendieron. Se retrajeron, inmóviles como esculturas, y convirtieron la habitación en una guarida de drogadictos. Con el volumen muy bajo, reprodujeron el sonido. Reaccionaron al instante mientras yo los observaba: temblores, estremecimientos de bioéxtasis. Veía la luz de los altavoces a través de la piel tirante de los abanicos, oía el amortiguado gorjeo del audio: el alma de EzCal, o su falsa apariencia artificial.

—¿Cómo es posible que esas grabaciones todavía surtan efecto? —susurré—. Ya las han oído antes.

—Ellos no —aclaró Bren—. Esperan. Tienen una voluntad asombrosa. Recogen las alas cuando saben que van a hablar EzCal. Ya lo hacían con EzRa. Se obligan a resistir. Intentan aguantar cada vez más sin su dosis.

Resultaba difícil imaginar que aquellas figuras estremecidas representaban una resistencia al reino de la droga-dios.

—Ahora pueden drogarse con eso porque no lo han utilizado antes —explicó Yl.

Los Ariekei se levantaron uno a uno, despacio. Me miraron. Me asaltó un extraño recuerdo. Fue como si lo retomáramos donde lo habíamos dejado. Bailaora Española se me acercó, y sus compañeros me rodearon. Articularon mi sucesión de sonidos en Idioma. Hacía mucho tiempo que no me oía pronunciar.

Primero me dijeron como un hecho. Había una niña a la que hirieron en la oscuridad y que comió lo que le dieron. Luego empezaron a utilizarme como símil. Ahora nosotros, dijo Bailaora Española, cuando tomamos lo que nos dan con la voz de la droga-dios, somos como la niña a la que hirieron en la oscuridad y que comió lo que le dieron. Los otros repitieron sus palabras.

—Surl Tesh-echer era algo más que el mejor mentiroso —dijo Bren—. Representaba una especie de vanguardia. No se trataba solo de decir mentiras. Si eso hubiera sido todo, ¿por qué se habrían interesado tanto por ti, Avice? ¿Dónde se cruzan las mentiras y los símiles?

¿Qué otras cosas de este mundo, estaba diciendo un Ariekes, son como la niña a la que hirieron en la oscuridad y que comió lo que le dieron?

—Ha sido difícil —dijo Bren—. La guerra los desperdigó. —La guerra provocada por la escasez de droga. La guerra en la que Ez mató a Ra. La guerra de los muertos vivientes—. Ahora que se han buscado y se han encontrado, van a seguir adelante. No veneraban a Surl Tesh-echer, pero él era una especie de mascarón de proa.

—Un profeta —dijo Yl o Sib.

—¿Por qué no podéis contárselo a MagDa, o incluso a Cal…? —dije, pero me interrumpí, porque comprendí que los integrantes de aquel grupo eran conspiradores que se habían propuesto limitar el poder de la droga-dios. Cal podía intentar sabotearlo. Me habría gustado no poder creerlo. Bren me observaba; hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Sí —dijo—. Bueno, MagDa son diferentes. Pero solo están dispuestas a arriesgarse hasta cierto punto. Ahora quieren salir de aquí, y solo ven una forma de hacerlo: esperar. No quieren arriesgarse a nada más. Hasta podrían echarlo todo por tierra.

—Echar por tierra ¿qué? ¿Qué os proponéis?

—Yo no —dijo Bren.

—Todos vosotros. Tú, tú —señalé a YlSib—, estos Anfitriones. ¿Qué os proponéis, en plural?

—El plan de MagDa no funcionará —dijo Bren—. Evitar las cosas. Por eso no incorporan a Cal. No basta con tratar de mantener todo esto en funcionamiento hasta que llegue la nave. Tenemos que cambiar las cosas.

Mientras Bren hablaba, los Ariekei circulaban alrededor de mí como restos flotantes en una corriente, y me pronunciaban e intentaban convertirme en cosas nuevas, pensar nuevas cosas de las que poder afirmar que esa frase, yo, mi pasado, «era como».

—EzCal no son los únicos con los que tenemos que tener cuidado —continuó Bren—. Tienes que ser discreta.

Recordé cómo se habían apartado los Ariekei cuando Hasser mató a surltesh-echer.

—Os preocupan los otros Ariekei —dije.

—Estos hablantes eran peligrosos antes —dijo Bren—. Scile no se equivocaba respecto a ellos, y tampoco su… —Encogió los hombros y sacudió la cabeza, para darme a entender que cualquier expresión que utilizara sería inexacta—. La camarilla en el poder. Y todavía no sé dónde están ahora, pero me juego algo a que EzCal tienen alguna idea. O Cal. Ellos han negociado otras veces. ¿Por qué crees que está tan dispuesto a entrar en la urbe?

Yo había interpretado el entusiasmo de Cal como un nuevo fervor visionario. Pero recordé cómo me habían mirado Cal y Peral el día del Festival de Mentiras. «Jesucristo Faros.» Scile también miraba. Scile, un conspirador en el pasado, aprobaría a EzCal ahora. Las prioridades de EzCal eran el poder y la supervivencia, las mismas que antes tenían CalVin; las de Scile siempre habían sido la urbe y su estancamiento. Había habido un momento en que se habían traslapado, pero la historia había dejado atrás a Scile. Y eso explicaba su huida imposible.

—Quizá Cal ya haya vuelto a encontrar a sus amigos —dijo Bren—. Éstos… —Señaló la habitación—. Antes eran una amenaza. Ya lo viste. Ahora… —Rió—. Bueno, todo ha cambiado. Pero quizá todavía representen una amenaza. Diferente, pero tal vez incluso mayor. Cal podría no saber que este grupo todavía existe. Si es que lo supo alguna vez. Pero los Ariekei con los que él trabajaba antes sí lo saben. Y si los encuentra, más vale que estos se queden muy callados. Por eso nosotros también tenemos que estar callados.

—¿Por qué son una amenaza? —pregunté—. Nunca lo entendí. ¿Por qué hacen esto? Sea lo que sea lo que hacen.

—No es fácil de explicar —dijo Bren, resistiéndose—. No sé cómo decirlo.

—No sabes —dije.

Él sacudió la cabeza, sin indicar ni que sí ni que no.

—¿Te defiendes con el Idioma? —me preguntó Yl o Sib.

Hablaron a Bailaora Española, y él les contestó. Yo lo entendía bastante, y cuando negaba con la cabeza, Yl o Sib me traducía unas pocas frases.

No nos gusta ser esto. Deseamos ser otra cosa. Somos como la niña a la que hirieron en la oscuridad y comió lo que le dieron porque ingerimos lo que nos dan EzCal. Hubo un largo silencio. Nosotros queremos ser como la niña a la que hirieron en la oscuridad y comió lo que le dieron en el sentido de que queremos ser… Volvió a producirse un silencio, y Bailaora Española agitó sus extremidades.

—Ha intentado utilizar tu símil dos veces, de forma contradictoria —dijo Sib—. Pero no lo ha conseguido.

Ahora, continuó Bailaora Española, es peor. No contábamos con esto. Ya estábamos mal cuando la droga-dios nos intoxicaba y nos dejaba indefensos, perdidos, pero esto es diferente y peor. Ahora, cuando la droga-dios habla, obedecemos. Sí, dijo eso con modulaciones que para mí no significaban nada, pero por muy alienígena que fuera el mapa mental Ariekene, su sentido del yo, pensé que debía de ser terrible. Había visto a las multitudes reaccionar al instante a las instrucciones de EzCal, sin poder elegir. Queremos decidir qué oímos, cómo vivimos, qué decimos, qué hablamos, qué significamos, qué obedecemos. Queremos el Idioma para utilizarlo.

Detestaban su nueva adicción y su incapacidad de desobedecer, aún más nueva. En ese sentido, aquel cónclave no debía de ser excepcional. Pero enlazaba con lo que ellos siempre habían anhelado: su esfuerzo de toda la vida por mentir, por hacer que el Idioma significara lo que ellos querían. Era como si ese deseo, más antiguo, les hiciera deplorar su nueva afección, aún más que a otros Ariekei conscientes.

—Les prometimos que te traeríamos aquí —dijo Bren—. Lo dijimos como un Anfitrión. —Sonrió; era el juramento de los niños—. Insistían en que necesitaban verte. Más vale que te lleve de vuelta antes de que te echen de menos; YlSib tienen que seguir buscando a otros contactos. Éstos no son los únicos que tratan de encontrar otras salidas.

Qué circuito tan peligroso, por las células rebeldes de la urbe en ruinas. Yo siempre había recalcado, como me lo habían recalcado a mí, lo incompatibles que eran el pensamiento Terre y el Ariekene. Pero entonces reparé en quiénes eran los que me habían dicho eso tantas veces: miembros del Cuerpo y Embajadores con el monopolio de la comprensión. Me producía vértigo saber, de pronto, que podía entender el comportamiento de los Ariekei. Lo que estaba viendo era disconformidad, y lo entendía.

Yo solo vi a esos mentirosos, esos fervientes aspirantes a modificar su lenguaje. Bren e YlSib quizá irían a hablar con otros que intentaban erradicar todas sus dependencias y vivir sin Idioma; y luego quizá a otros que luchaban por desobedecer las órdenes aleatorias de EzCal; y luego a otros que quizá buscaran remedios químicos. Yo ni siquiera participaba activamente en aquel viaje, la primera visita, aunque estaba allí y Bren confiaba en mí. No me había llevado por camaradería: estaba allí porque era un símil, y aquellos disidentes me querían por motivos estratégicos, del mismo modo que otro grupo podía necesitar una aplicación informática, o una sustancia química, o explosivos.

La crisis de la Ciudad Embajada generaba fervor. Tenía la certeza de que habría podido encontrar a personas que creían que EzCal, o Ez, o Cal, eran el mesías, o el demonio, o las dos cosas; que los Embajadores eran ángeles; o demonios; que lo eran los Ariekei; que nuestra única esperanza era abandonar el planeta cuanto antes; que no debíamos marcharnos. Y lo mismo ocurría con los Ariekei, pensé, y eso me animó y me deprimió a la vez. El Idioma no podía formular las incertidumbres de monstruos y dioses que eran comunes en otros sitios, y de pronto tuve el convencimiento de que aquellas reuniones eran los cultos cargo Ariekene. ¿Qué era aquello, una danza de los espíritus? Bren e YlSib auspiciaban a los descabellados y desesperados milenaristas.

Bailaora Española se esforzaba para expresarme, para hacerme significar cosas que hasta entonces yo nunca había significado; intentaba obligar a los símiles a tomar nuevas formas. Somos como la niña a la que hirieron en la oscuridad y que comió lo que le dieron porque… porque como ella estamos heridos… Daba vueltas alrededor de mí y me miraba fijamente, e intentaba referir aspectos en que era como yo.

—¿Por qué no funcionará el plan de MagDa? —pregunté—. Ya sé, ya sé, pero… decidme una sola vez por qué no podemos seguir así hasta que llegue la nave.

Bren, Sib e Yl se miraron, para ver quién iba a contestar.

—Ya has visto cómo se comportan EzCal. —Era Sib—. ¿Crees que es seguro que sigamos así?

—Y, entre otras cosas —añadió Bren, en un tono que parecía, si he de ser sincera, de desilusión—, aunque funcionara, ya viste lo que les pasó a los Ariekei cuando se acabó EzRa, cuando se quedaron sin… la dosis. Así que ¿qué pasará cuando llegue el relevo? Cuando nos marchemos. —Señaló a Bailaora Española—. ¿Qué será entonces de ellos?