19

Continuaron los ataques sin estrategia alguna contra nuestras barricadas. Los nuevos bordes de nuestra ciudad apestaban a cadáver Ariekene. Nuestros ladrillos se amontonaban alrededor de los restos de los Anfitriones. Nuestras armas biotrucadas estaban hambrientas y morían, y las terretecno empezaban a fallar. En cuestión de días estaríamos peleando con las manos.

Lo que acabaría con nosotros sería el asedio, como solía pasar: el agotamiento de los recursos. Ya no llegaba comida por los conductos intestinales que conectaban la Ciudad Embajada con las granjas que teníamos subcontratadas, y nuestras reservas no eran infinitas. No recibíamos energía de las centrales Ariekene, y nuestros propios equipos de refuerzo dejarían de funcionar.

Nunca había conseguido convencerme de que la nostalgia no podía hacerme ningún daño, pero no pude evitar sentirla. Contemplaba las calles con ángulos distintos a como nosotros los habíamos trazado, que terminaban o se torcían de maneras extrañas, casi juguetonas, como si se burlaran de nuestra teleología, y me era imposible no recordar cómo las miraba en los primeros años de mi vida y cómo poblaba sistemáticamente aquella urbe que no alcanzaba a ver con todo tipo de descabelladas historias infantiles. A continuación venía un rápido repaso a todo: aprendizaje, sexo, amigos, trabajo. Nunca había entendido la orden de no arrepentirse de nada, no entendía qué diferencia había entre eso y la cobardía; pero no solo no me arrepentía de haber salido al exterior, sino que de pronto tampoco me arrepentía de haber regresado. Ni siquiera de Scile. Cuando despegaba mi atención y la dejaba vagar por calles que estaban fuera de mi alcance —que desde hacía tiempo componían un yantra de memoria— no es que pensara bien de mi marido, sino que en esos momentos recordaba lo que había amado de él.

Era sobria con todo eso, lo racionaba. Teníamos que cuidar nuestros aeolis. Los pobres habían sido trasladados, les habían cortado y cauterizado las carnosas sogas, con el mínimo trauma posible, pero sufrían. No teníamos terretecnos que pudieran reemplazarlos, y nuestros aerojardineros protegían desesperadamente los biomas de los aeolis y de los zelles, que daban forma a las corrientes y mantenían nuestra rudimentaria cúpula de aire. Intentaban por todos los medios mantenerlos a salvo, sordos, cargados mediante tecnologías inmunes a la adicción, tan protegidos como fuera posible del contagio; pero pese a todos sus esfuerzos sabíamos que quizá no conseguiríamos proteger a nuestras máquinas de respiración de la adicción o la enfermedad, y ya no había Anfitriones sabios que pudieran ayudarnos.

Cuando los aeolis empezaran a resollar, lo mismo haríamos nosotros, y los Ariekei derribarían nuestras defensas y entrarían. Cuando hubieran acabado con nosotros, yaceríamos con la lasitud de los muertos, y los Ariekei nos sacudirían y nos pedirían con tristeza que habláramos como EzRa. Entonces, o morirían todos, o nacerían nuevas generaciones y reconstruirían su cultura. Tal vez construyeran rituales alrededor de nuestros huesos y los de sus padres.

Ésas eran nuestras pesadillas. Y fue en ese paisaje donde apareció la droga-dios EzCal.

Había dejado que Bren, MagDa y los demás se ocuparan de preparar y controlar a nuestra última esperanza. Había preferido supervisar otras tareas, entre ellas el movimiento de provisiones y armamento. Pese a saber que Cal se estaba despertando, que estaban volviendo a familiarizarlo con Ez, que juntos estaban realizando sus primeros intentos, que estaban pasando el test Stadt, que se estaban evaluando los resultados, no pregunté qué pasaba. Evitaba incluso a Bren.

Se extendió el rumor de que estaban haciendo algo, de que habían perfeccionado un automa capaz de hablar Idioma, de que los Embajadores y sus amigos estaban preparando un miab, de que se arriesgarían a salir al ínmer, a huir. No dejamos que se filtrara la verdad porque era demasiado provisional. Cuando EzCal se presentaron ante nuestra ciudad, nuestra nueva pesadilla, me di cuenta de que había otra razón por la que no habíamos dicho nada: buscábamos un golpe de efecto. Una promesa cumplida puede ser un momento memorable, pero las profecías significan anticlímax. Una salvación inesperada podía resultar mucho más admirable.

No pude evitar recoger algunas informaciones: cuándo despertaron a Cal, cuándo lo cicatrizaron. Aunque evité todos los detalles que pude, antes de que Ez y él salieran a la plaza de la Embajada ya sabía que lo harían, y estaba allí, preparada. De hecho, todos los moradores de la Ciudad Embajada estábamos allí, o eso parecía. Hasta había Kedis y Shur’asi. Vi a Wyatt, flanqueado por guardias encargados de vigilarlo y protegerlo. También había automas, con el software Turing en apuros, de modo que algunos expresaban una cordialidad inapropiada. No vi a Ehrsul. Cuando me di cuenta de que la estaba buscando con la mirada solo sentí desilusión.

Estábamos lo bastante cerca de las fronteras de nuestra encogida ciudad para oír las ráfagas de los ataques Ariekene contra las barreras, y los misiles y las energías con que los repelíamos. Los agentes mantenían a los moradores de la Ciudad Embajada apartados de la entrada de la Embajada. Se me ocurrió pensar que debía de haberme mantenido al margen de lo que estaba pasando en el hospital para poder vivir aquello, en la medida de lo posible, como uno más de la multitud. Miré a los otros miembros del comité, que se hicieron a un lado, y vi avanzar a Cal; Ez iba detrás de él.

—EzCal —gritó uno de los guardias de la escolta, y me sobrecogí al oír que alguien entre el gentío repetía esa palabra, que se convirtió, brevemente, en una consigna.

Cal tenía un aspecto horrible, empeorado por el resplandor de las luces. Llevaba la cabeza afeitada, y su cuero cabelludo era la parte más pálida de su pálida piel; el conector brillaba en su cuello. Creo que se mantenía despierto gracias a una mezcla de fármacos: se movía con pequeñas sacudidas de insecto. Tenía dos oscuras suturas en la cabeza: grandes puntos físicos, una técnica rudimentaria, presuntamente impuesta por la escasez de cicatrizantes nanoenzimáticos, pero que exageraba tanto el espectáculo que me pregunté hasta qué punto había sido realmente necesaria por motivos médicos. Se quedó mirando a la gente que se había congregado. Me miró a mí, aunque estoy segura de que no me veía.

Joel Rukowsi volvía a ser Ez. Físicamente no se le notaba nada, pero parecía el menos vivo de los dos. Cal le habló con aspereza; no oí qué le decía. Ez era el empático, el receptor, quien tenía que hacer aquel trabajo.

—«Lo perdí todo» —dijo Cal por fin, dirigiéndose al público. Los amplificadores transportaron su voz, y todos guardaron silencio—. «Lo perdí todo y me hundí, y entonces, cuando me di cuenta de que la Ciudad Embajada me necesitaba, regresé. Cuando me di cuenta de que nos necesitaba…» —Hizo una pausa y contuve la respiración, pero Ez dio un paso adelante y dijo con una voz enérgica que no se correspondía con la expresión de su cara—: «… regresamos.»

Aplausos. Ez volvió a agachar la cabeza. Cal se pasó la lengua por los labios. Hasta los pájaros parecían haber acudido a la plaza.

—«Vinimos» —dijo Cal—, «y dejad que os muestre…» —Y tras otra pausa de infarto, Ez murmuró—: «… lo que vamos a hacer.»

Se miraron, y de pronto atisbé el resultado de lo que debían de haber sido horas de preparación. Se miraron a los ojos, y pasó algo. Imaginé la pulsación de los implantes, cómo los sincronizaban, cómo extraían la mentira de que eran lo mismo y la lanzaban al universo.

Ez, el Corte, y Cal, el Giro, contaron a la vez, abrieron la boca y hablaron en Idioma.

Al oírlos, hasta nosotros, los humanos, dimos gritos ahogados.

a sohrash kolta qes eshburh lovish sath.

Estuve fuera un tiempo y ahora he vuelto.

La urbe despertó. Hasta sus partes muertas se estremecieron. Todos nosotros resucitamos también.

Viajó por los cables tendidos bajo nuestras calles, más allá de los barracones y las barricadas, a la velocidad de la electricidad bajo los ladrillos y las carreteras asfaltadas donde ya no había Terres, tomadas por Ariekei que de pronto se quedaron inmóviles, por kilómetros y kilómetros de arquitectura en descomposición, donde los animales-casa aguardaban la muerte, y llegó hasta los altavoces. En docenas de megáfonos sonó la voz de la nueva droga-dios, de ezcal, y la urbe salió de su hermético y deprimente síndrome de abstinencia y se sumió en una nueva ebriedad.

Miles de corales-ojo se estiraron; los abanicos, fláccidos, se pusieron rígidos de pronto e intentaron captar las vibraciones; las bocas se abrieron. Tramos de escaleras de quitina semiderruidas intentaban reconstruirse, súbitamente reforzadas por la avalancha del chute químico que proporcionaba la nueva voz. Estuve fuera un tiempo y ahora he vuelto, y oímos el crujido de la piel que volvía a tensarse, de la carne que reaccionaba; unos metabolismos mucho más rápidos que los nuestros succionaban la energía que obtenían de la disonancia del Idioma de EzCal. Hasta donde alcanzaba la vista, la urbe, sus habitantes y sus zelles se levantaban del sitio donde, moribundos, habían caído.

Las torres y las viviendas Ariekene, elevadas mediante gas, despertaron más allá de los límites de la Ciudad Embajada, nos miraron desde arriba, aguzaron el oído y escucharon. La urbe adicta salió de su coma de privación. Nuestros guardias y soldados gritaban. No entendían qué era aquello que veían. De pronto sus presas, los orados, se habían quedado inmóviles, escuchando.

Era evidente que no volveríamos a oír hablar de la vida de Joel Rukowsi. Aquél era el guión de Cal, no el de Ez. Cambiando la formulación de las frases para que el Idioma no perdiera eficacia, Ez y Cal repitieron que EzCal estaban preparados para hablar. Los moradores de la Ciudad Embajada prorrumpieron en llanto. Sabíamos que teníamos posibilidades de sobrevivir.

Tendríamos que buscar nuevas formas de comunicar nuestras necesidades a los Ariekei, y pensar qué les ofrecíamos a cambio. En algún lugar de aquella urbe que ahora intentaba resurgir debían de estar los Anfitriones con los que habíamos establecido acuerdos, y que ahora quizá pudieran retomar cierto control, y con los que podríamos negociar. No sería un sistema de gobierno sano. Unos pocos que controlaban la adicción gobernarían a los que no la controlaban, erigidos en nuestros intermediarios: una narcocracia del lenguaje. Y nosotros tendríamos que traficar con precaución con nuestro producto.

Vi a Bren en la escalera; lo saludé con la mano y fui hacia él abriéndome paso entre la multitud. Nos besamos, creyendo que no íbamos a morir. EzCal guardaban silencio. Por todas partes, donde yo no los veía, cientos de miles de Ariekei se miraban unos a otros, ebrios pero poco a poco lúcidos por primera vez desde hacía mucho tiempo.

—¡Anfitriones! —oímos gritar a alguien en las barreras.

Solo faltaban unos minutos para que empezaran a congregarse, a llevarse a sus muertos.

Hubo un instante en que, simultáneamente en todos los sectores, todos los Ariekei que estaban escuchando, y sus resucitadas habitaciones, volvieron a ponerse rígidos, una réplica de sensación. Lo vi más tarde, en las secuencias transmitidas por una cámara. Sucedió cuando, sin mirarse, inducidos por no sé qué impulso, Cal y Ez se inclinaron hacia delante y, con una sincronización impecable, pronunciaron en Idioma Corte y Giro la palabra entrecortada que significaba .