Había grupos de Ariekei en los tejados, entre los edificios muertos, deambulando en bandas armadas; empleaban todo tipo de estrategias para protegerse de los saqueadores mutilados. Había cadáveres de Ariekei por todas partes, y aquí y allá, restos de Kedis, Shur’asi y Terres, que los asesinos Ariekene arrastraban por motivos que no alcanzábamos a comprender. Manadas de zelles vagaban sin rumbo fijo, hambrientos y ávidos de la voz de EzRa, asilvestrados e inservibles tras ser abandonados por sus antiguos dueños.
Aquello ya no era una urbe, sino una colección de espacios destrozados, separados por una guerra sin política ni afán de adquisición, de modo que en realidad no era una guerra sino algo más patológico. En cada reducto, unos pocos Ariekei intentaban ser aquello que recordaban. Pero solo podían concentrarse unas horas seguidas, antes de que se apoderara de ellos el equivalente al delírium trémens. Sus compañeros susurraban a quienes veían sucumbir palabras que les habían oído pronunciar a EzRa, tratando de imitar el timbre del Embajador. Eran solo palabras, solo cláusulas. A veces, los que se convulsionaban casi recobraban la conciencia, lo suficiente para recordar que había que reconstruir algo.
Entre lo que quedaba de aquellos asentamientos estaban los verdaderamente enajenados que ni siquiera sabían que temblaban cuando temblaban, y que solo buscaban comida y la voz de EzRa, y a los que cazaban los automutilados. Sin embargo, de pronto los automutilados empezaron a escasear. Me pregunté si estarían muriéndose.
En algunos sitios tuvimos que retirar nuestras barreras, abandonar sectores de la Ciudad Embajada y cedérselos a los orados. Al mismo tiempo, se produjo un inesperado éxodo de Anfitriones —todavía los llamábamos así, a veces, con un humor grosero— de la urbe. Grupos pequeños, pero cada vez más nutridos, de Ariekei encontraban las bocas y los orificios de las tripas industriales que conectaban la urbe con las praderas de biotrucaje y las regiones silvestres. Se metían por allí y salían.
«¿Creen que allí fuera encontrarán a EzRa?» No sabíamos adónde iban ni por qué. Elucubré que quizá no soportaran seguir viviendo en un matadero de arquitectura, rodeados de quienes habían sido sus compatriotas. Quizá su necesidad de una muerte tranquila fuera más poderosa que su necesidad de la voz de EzRa. Procuré no experimentar demasiado alivio ni abrigar excesiva esperanza ante la posibilidad de que siguieran marchándose, cada vez más; pero sentí ambas cosas, en modesta medida.
Exhumamos a Ra. Yo no lo vi.
Dimos gracias a Cristo de que no lo hubieran incinerado ni convertido en biomasa. Habían sido MagDa quienes habían salvado su cadáver: Ra no había abrazado ninguna fe, pero según los archivos su familia pertenecía a la tradición Shalómica Unitaria, que renunciaba a los métodos locales habituales; y para expresar su respeto MagDa lo habían hecho enterrar en un pequeño cementerio para los adeptos a esas herejías.
Esperamos como futuros padres mientras los médicos trabajaban a partir de los esquemas que les había proporcionado Wyatt. Retiraron de la cabeza de Ra el implante, el amplificador oculto de su conector, aparentemente corriente. Tenía el tamaño de mi pulgar, y estaba recubierto de materia orgánica, aunque era todo terretecno. Me pregunté si, en el caso de que los diseñadores de Bremen hubieran utilizado biodispositivos Ariekene, los implantes se habrían contagiado igual que los Anfitriones, y si eso que permitía que Ez y Ra fueran EzRa se habría enganchado también a su voz. Qué teología habría constituido eso, un dios que se adoraba a sí mismo, una droga adicta a ella misma.
El comité fue a buscar a los científicos a los pocos sitios donde estos seguían trabajando: hospitales en ruinas; las calles donde algunos actuaban por su cuenta; la enfermería, por supuesto. A otros los coaccionaba para que se reincorporaran. Southel, nuestra supervisora científica, organizó las investigaciones. Se dieron prisa.
Creo que Joel Rukowsi, Ez, se consideraba un jugador consumado. Creo que pensó que su presunta aflicción serviría de fachada. Le preguntamos por qué no había dicho nada sobre la tecnología oculta que llevaba incrustada, por qué prefería morir junto con el resto de nosotros a hacer algo que pudiera ayudarnos a todos a sobrevivir. Insinuó la existencia de una agenda oculta, pero dudo que tuviera una respuesta. Lo corroían sus propios secretos.
No entendía los mecanismos, solo podía describir esquemáticamente cómo funcionaban en su caso. Miró el implante que le habíamos extraído a Ra, todavía caliente en mi mano.
—No siento nada —dijo—. Yo solo sabía… lo que él sentía, qué tenía que decir. No sé si era eso lo que lo hacía más fácil, o qué.
Los investigadores habían extraído mediante teczimas separadoras las filigranas que lo conectaban a la mente de Ra. Sus nanozarcillos colgaban como pelos finísimos, se retorcían en vano en mi mano en busca de neuromateria. Imitaba las ondas theta, beta, alfa, delta y otras detectadas en el otro implante, el de Joel Rukowsi; combinaba ambos alimentadores para crear una fase imposible. Fueran cuales fuesen los estados cerebrales, la salida parecería compartida.
—También es un amplificador —nos explicó Southel—. Un estimulante. Activa la ínsula anterior y el cíngulo anterior. Los centros de la empatía.
Retiró aquella cosa y la examinó, intentó desvelar qué era y qué hacía, desmontarla y construir otra. MagDa pasaban horas con ella, ambas concentraban toda su energía en aquel proyecto.
—Se llevan algo entre manos —me comentó Bren—. MagDa. Se nota que se les ha ocurrido una idea.
Ez nunca dijo que nos ayudaría, pero no le dimos alternativa, y su única forma de resistirse consistía en poner mala cara. Nos obedecería.
—¿Vas a hacerlo? —le pregunté en voz baja a Bren esa noche.
Él desvió la mirada. Era en esos momentos cuando yo sentía que podíamos hablar, cuando él estaba desnudo y las luces nocturnas de la urbe, convertida en un carnaval por los bioincendios, coloreaban su envejecido cuerpo de atleta.
—No —dijo—. No quiero. Soy demasiado viejo, estoy demasiado apegado. Ni siquiera creo que pudiera. Sé que no hay muchas posibilidades. No lo haría bien: diría lo que no tenía que decir, como no tenía que decirlo. Quienquiera que haga esto necesita tener muchísimas ganas de vivir, y yo no tengo suficientes. No te ofendas. No deseo morir, pero tampoco tengo el… brío necesario.
»Sí, ya lo sé. Ez es Corte, así que necesitamos un hablante-Giro. Bueno, siempre podemos acudir a los Embajadores y buscar a alguno que esté deseando separarse de su doppel. Ahora quizá no fuera tan difícil. Me juego algo a que… —Bren rió tras decir eso, porque el dinero ya no tenía ningún valor—. Apuesto algo a que hay nuevos hendidos entre los que podríamos elegir. Y algunos deben de ser Giro. Pero de todas formas, ya sabes a quién vamos a elegir. —Se volvió hacia mí—. Tiene que ser Cal.
Nos quedamos callados. Ni siquiera lo miré.
—¿Qué sabemos de Ez y Ra? No eran doppels. Pero lo que sí compartían quizá fuera importante: el odio. No estamos entrenando a un nuevo Embajador, estamos destilando una droga. Tenemos que replicar cada ingrediente que conocemos. Necesitamos que el Giro odie al Corte. Una voz que se desgarre a sí misma. A ver, Ez vino y destrozó el mundo. ¿Por qué no iban a odiarlo los Embajadores? ¿Por qué no iba a odiarlo yo? —Me dedicó una hermosa sonrisa—. Pero estoy harto de este sitio y no odio lo suficiente a Joel Rukowsi, Avice. Necesitamos a alguien que sí lo odie lo suficiente. Cal no solo ha perdido su mundo, ha perdido a su doppel. Odia a Ez lo suficiente. A su lado, yo soy té diluido. Mi pregunta es: ¿crees que Cal sabe ya que lo hará?
«Seguramente», pensé. Debía de saber cuál era su deber: simbiotizarse con el hombre que había destruido su historia, su futuro y a su hermano.
Antes de que lo sometieran a la operación, el comité se reunió para celebrar, por si acaso, lo que todos sabíamos que era una despedida. Cal parecía un niño malhumorado celebrando su cumpleaños. Me buscó.
—Toma —me dijo. Tenía la cara muy cerca de la mía; me aparté un poco e intenté decir algo neutral, pero él me empujaba con algo—. Deberías… tener esto —añadió. A veces hacía esas pausas, como si todavía esperara a que Vin terminara la oración. Me dio la carta que había dejado su doppel—. Ya la has leído —dijo—. Sabes cuánto significabas para él. Es tuya, no mía.
Para castigarlo, por así decirlo, por varias cosas, no me aparté y cogí la carta.
—¿Qué demonios hacíais con Scile? —dije.
—¿Ahora me lo preguntas?
—No me refiero a entonces —repuse fríamente. Me crucé de brazos—. No en el Festival de Mentiras. Sé perfectamente lo que hicisteis entonces, Cal.
—No tienes… ni idea —dijo lentamente— de por qué hicimos… lo que tuvimos que hacer.
—Ten piedad de mí, Farotekton —lo interrumpí—. Porque creo que de hecho sí tengo una idea bastante sólida de cuáles eran vuestros motivos. Si no sabes qué está pasando con el Idioma, ¿cómo sabes qué les pasará a los Embajadores, no? Pero, de hecho, no me importa que sepas algo más. No me refiero a entonces, sino a últimamente. Desde que empezó todo esto. Hace mucho que desapareció Surl Teshecher, pero desde que llegaron EzRa pasabais mucho tiempo con Scile. Y todo se… ¿Qué hacíais? Tú y… Vin.
—Scile siempre está haciendo planes —dijo—. Hacíamos muchos planes. Él y yo. Creo que Vin… tenía algo más con él.
Se quedó mirándome. Vin se había quitado la vida después de leer la nota de Scile. Independientemente de lo que Scile era, de lo que buscaba, Vin había encontrado cierta afinidad con él; compartían un mismo dolor, una pérdida, algo. ¿La fraternidad de quienes en el pasado me habían amado o todavía me amaban? Se me encogió el estómago.
Cuando Cal ya se hallaba bajo los efectos de la anestesia, a Ez le entró pánico y empezó a insistir en que no haría nada, no nos ayudaría, no podía, aquello no funcionaría. Me enteré por uno de los guardias de que MagDa habían llegado y lo habían encontrado en pleno derrumbe. Mag se había quedado junto a la puerta mientras Da se acercaba a Ez, que estaba sentado, se inclinaba hacia él y le pegaba un puñetazo en la cara. Se le habían rajado los nudillos.
«Sujetadlo», había ordenado a los guardias, y había vuelto a golpearlo con el magullado puño. Joel gritaba y se retorcía, negaba enérgicamente con la cabeza. Se había quedado mirando a Mag y Da, estupefacto, ensangrentado y chillando de dolor. Mag le había dicho con voz monótona y serena: «Vas a hablar en Idioma con Cal. Encontrarás la forma de hacerlo, y deprisa. Y no volverás a desobedecerme, ni a mí ni a ningún otro miembro del Cuerpo o del comité».
Yo no lo vi, pero me contaron que eso fue lo que pasó.